Intranquilo 3

Luis, completamente confuso, se da cuenta del lío en que le ha metido su primo.Pero no sabe cuál es el propósito de todo esto, como tampoco sabe qué va a hacer el primo con su móvil.Su padre se muestra muy severo. Menos mal que el lunes hay instituto, y allí está Javier, su profesor de Lengua.

Resumen de lo publicado: Luis, un chico de dieciocho años, confuso y algo mentiroso, sale de marcha con su primo y un amigo. Acaban en casa del primo viendo un vídeo porno. El primo y el amigo empiezan a pajearse, Luis se queda sorprendido por la situación y, sobre todo, por el nabo de Juan, el amigo del primo. El primo se da cuenta de cómo Luis a Juan y le dice que no se corte, que se la chupe. Luis se asusta, se siente humillado por lo que le dice el primo y cuando ve cómo Juan se acerca con el nabo sale huyendo. Llega a su casa casi por la mañana. El padre lo recibe y le recrimina su aspecto. Se acuesta y cuando se levanta, ya por la tarde, llegan los padres y el hermano. El padre le dice que su primo ha llamado muy preocupado, que lo perdió de vista en la botellona y que a pesar de llamarlo al móvil Luis no se lo cogía. La versión del primo no tiene nada que ver con la realidad. ¿Y el móvil? Luis recuerda que se lo dejó olvidado en casa del primo. Su móvil, el móvil con que él mismo se había grabado masturbándose una tarde aburrida, imágenes que no había borrado. ..

Aquel momento de placer grabado trajeron estas lamentos. Sí, lo había hecho, había hecho una estupidez, bueno dos: grabarme mientras me pajeaba y no haberlo borrado. No, no fue aquel momento el culpable de mi situación actual, sino mi poca cabeza y la idea de no borrar las imágenes, tanto había disfrutado, tanto me había gustado yo mismo... No se podía ser más gilipollas, al final mi padre iba a tener razón...

Y ahora estaba allí, sentado en el sofá, con la cabeza baja, mirando el suelo y sintiendo la mirada interrogante de mi padre, que volvía a repetirme aquella pregunta:

-¿Qué hiciste anoche?

¿Que qué hice anoche?, me hubiera gustado devolverle la pregunta, levantándome del sofa y encarándome a él, gritándole, su cara a un centímetro de mi cara: ¿Que qué hice anoche? ¿Quieres saber lo que hice anoche? Pues anoche, tu hijo, el maricón, salió corriendo de la casa del primo, sí, ese sobrino tuyo que tanto aprecias y que me tenía preparada una encerrona. Eso, eso es lo que hizo tu hijo, el marica, anoche.

Pero, claro, no tuve valor. Volvía a sentir en mi estómago toda la náusea de la noche anterior y en mi cabeza se sucedían las imágenes confusas de lo que había vivido.

  • Venga, Luis, déjalo ya- oí la voz de mi madre, intentando interceder.

  • No me vengas con blanduras, Mari, que mira dónde han llevado tus blanduras.

Ahora era mi madre la destinataria de la ira de mi padre. Aquello ya me sobrepasaba, así que hice lo que tan bien se me daba: me levanté, pasé por medio de los dos y me dirigí a mi habitación, un portazo fue la señal de mi único mensaje: ¡dejadme en paz de una puta vez!

Al fin, en el refugio sagrado de mi habitación, me tiré de nuevo en la cama deshecha, aún seguía aquel olor a rancio pero ya no me molestaba, era el olor de mi vida que se iba a la mierda. Desde el salón me llegaba la conversación de mis padres, más bien el monólogo de mi padre, que seguía con su retahíla de reproches y críticas hacia mí y hacia mi conducta: que si no estudiaba, que si no hacía más que darles problemas, que si con dieciocho años él ya, que si, que si, que si. Metí la cabeza debajo de la almohada y sus palabras apenas ya me llegaban.

Al poco tiempo se hizo el silencio. Unos golpes sonaron en la puerta de mi habitación y la voz de nuevo de mi padre:

  • Que sepas que estás castigado, sin internet y sin salir hasta que yo lo diga.

Bueno, era esperable eso. Tampoco me afectó demasiado. Más preocupado me tenía lo que había pasado la noche anterior y, sobre todo, mi móvil, mi móvil que estaba ahora en manos de mi primo. Como si yo mismo estuviera en sus manos.

Se hizo, por fin, el silencio en la casa mientras intentaba serenar mi cabeza. Misión imposible. Me sentía una puta mierda. Las palabras de mi padre me habían afectado: ¿realmente yo era así? ¿realmente era tan mal hijo? Vale que no me iban bien los estudios, tenía ya dieciocho años y seguía en 4º de la ESO, cuando tendría que estar en primero de carrera. ¿Primero de carrera? Buffff, aquello era un sueño imposible. Mi vida, la poca vida que llevaba, se había ido al carajo, esto parecía el fin. Deseé estar muerto, deseé quedarme dormido y no despertar más, y con esos pensamientos tan oscuros, mientras mis ojos dejaban escapar unas lágrimas densas y espesas, logré dormirme. A pesar de todo, aquella noche, dormí bastante bien.

Al día siguiente me desperté cuando sonó el despertador: las siete y media. Me levanté casi como un zombi, entré en el cuarto de baño y me duché. La ducha y el sueño aliviaron algo el dolor que sentía, pero me encontraba fatal. Ahí estaba yo de nuevo, desnudo, frente al mismo espejo en el que hacía no tanto me había hecho aquella memorable paja, aquella paja que a lo mejor mi primo ya había visto, y no solo él, a lo mejor la había visto también Juan o cualquier otro de los tíos de la pandilla. Un golpe en la puerta me vino a sacar de mis preocupaciones. Mi hermano José Miguel me metía prisa.

Salí del cuarto de baño, me vestí y pasé rápido por la cocina, no pensaba desayunar, no porque no quisiera ver a mi padre, que no me apetecía nada verlo, sino porque tampoco quería encontrarme con los ojos de mi madre y su sentimiento de culpa o de pena. Al pasar por la puerta de la cocina la vi fugazmente, ella se giró.

  • ¿No vas a desayunar?

  • No. Tengo prisa- le contesté abriendo la puerta de la calle.

El día estaba completamente despejado; era principios de junio y ya se notaba el calor que anunciaba el verano. Quedaba un par de semanas para que terminaran las clases, y el panorama que se me presentaba no era nada esperanzador.

Llegué al instituto y ver a mis compañeros me alivió algo. Aquella era otra realidad, no la ideal pero al menos allí me sentía más o menos bien y más o menos seguro. A primera hora tuvimos música, una clase relajada, después tuvimos a Javier. Menos mal que estaba Javier.

Sus clases eran divertidas y distintas. Desde la colocación de las mesas en forma de u hasta el hecho de no parábamos de hablar y de intervenir, con continuos debates, preguntas, exposiciones orales, lecturas... Me gustaban mucho sus clases y me gustaba mucho Javier, mi profesor de Lengua.

Ya he dicho que era un tipo al que le gustaba vestir bien, con estilo, vamos. Aquel día llevaba unos pantalones vaqueros bastante despintados, algo estrechos, de tiro corto, que le marcaban bien el culo y la entrepierna, una camiseta blanca con un dibujo de un monigote divertido, la camiseta se ceñía bien a su torso trabajado, pero sin ser cantoso, lo justo, unas zapatillas rojas completaban su atuendo. Dejó su maleta como siempre en la mesa del profesor, sacó su cuaderno y se sentó en el pupitre que solía ocupar: entre Lolo, este compañero que era muy afeminado, y yo. Me sonrió y me preguntó que cómo estaba.

  • Bien- mentí.

  • Pues no tienes muy buena cara, ¿ha sido duro el fin de semana?

Sonreí. Y su pregunta, curiosamente, no me hizo acordarme de lo mal que lo había pasado, de lo terrible que había sido todo, y de lo terrible que todo podía ser. Allí, en aquel aula, mi vida de fuera no iba a entrar, no iba a permitirle yo que me invadiera.

  • No veas- contesté con otra sonrisa y una especie de resoplido que quería decir: menudo pasote de fin de semana.

  • Pues hay que cuidarse, Luis, que aunque eres joven, cuerpo solo tenemos uno, y tiene memoria- añadió en su tono habitual de darnos consejitos y demás.

Asentí levemente con la cabeza, pero también dando a entender que joven solo se es una vez.

-Por cierto, Luis- cambió de tema Javier mientras abría su cuaderno- este fin de semana he estado viendo vuestras notas, y no debes descuidarte, a ver si a última hora te vas a venir abajo y la vas a liar.

Yo sabía de qué me estaba hablando, de hecho no era la primera vez que me lo decía, ya me lo llevaba diciendo varias semanas, y además llevaba razón: había empezado muy bien en su asignatura, no en otras. En la primera evaluación había sacado un 7, pero en la segunda bajé a un 5, y tenía una explicación: en febrero cumplí los dieciocho y al tener dieciocho ya podía entrar y salir del instituto cuando me diera la gana. Aunque no faltaba a sus clases, porque me gustaban y, otra vez lo digo, porque me ponía bastante él, aquel descontrol de entrar y salir, faltar o asistir, unido a que empecé a salir con la pandilla de mi primo y a creerme, ingenuo, que ya era lo suficiente mayor como para saber lo que hacía y controlar mi vida, vino a reflejarse en mi rendimiento escolar.

Fue decirme aquello Javier, que se me encendió una luz en la cabeza. A principio de curso, Javier había traído distintos libros para que lo leyera quien quisiera. Estos libros había que leerlos y había que hacer un trabajo, nada, lo típico: resumen, personajes y demás. Yo me llevé uno,

Rebeldes

, que según él me dijo, me iba a gustar. Empecé a leerlo pero lo dejé, no sé por qué, porque tenía buena pinta. El caso es que me acordé del libro, sabía que hasta el viernes, último día de entrega de esos trabajos voluntarios, tenía de plazo. Seguro que encontraba algo en internet sobre el libro, seguro. Tenía que asegurarme el aprobado, aprobado que por lo visto, según me acababa de decir Javier, peligraba. Con los puntos que me diera por el trabajo, el aprobado era mío.

  • No te preocupes- le dije.

Me miró Javier con esa mirada llena de confianza que tanto me reconfortaba y que tan bien me hacía.

Empezó la clase, Pedro, el delegado, tenía que hacer una exposición oral sobre un tema que él mismo había propuesto: las relaciones sexuales antes del matrimonio. Siempre empezábamos las clases con una exposición oral de un tema que un compañero proponía. Mientras el compañero exponía los demás tomábamos notas de sus aciertos y de sus fallos, y después de la exposición se abría un pequeño debate en el que todos interveníamos.

Ya digo que Javier se sentaba entre Lolo y yo. Muchas veces nuestros brazos se rozaban y también, aunque menos, nuestras rodillas se tocaban. En aquellas ocasiones yo había notado que Javier no retiraba el brazo o la rodilla, aunque tampoco mostraba especial nerviosismo, no así yo, que notaba cómo el corazón se me aceleraba y cómo toda mi, poca, atención se centraba en aquel contacto tan débil como intenso.

Estábamos a primeros de junio y aunque aún era temprano, las nueve y pico de la mañana, ya se notaba el calor que iba a hacer. Empezó Pedro su exposición, las relaciones sexuales antes del matrimonio, y nada más decir el tema empezaron las risitas. Lo normal. Yo también me reí.

El caso es que no sé por qué, bueno, sí, por el tema y por lo caliente que yo estaba, supongo que no menos que cualquier chaval de mi edad, aquella exposición me empezó a poner bastante cachondo. Ya he dicho que yo era un chaval muy fantasioso así que no hizo falta mucho para que empezara a notar dentro de mí aquel cosquilleo tan agradable que sentía cada vez que en mi cabeza aparecía la palabra sexo.

Supongo que el hecho de tener a Javier tan cerca contribuyó a que me calentara aún más. Podía notar su presencia tan rotunda, al estar a mi izquierda, podía ver su perfil, pues él también giraba su rostro hacia la izquierda, hacia la pizarra donde Pedro, de pie, seguía con su tema. Un vistazo fugaz y podía recrearme en sus brazos bien torneados y morenos, se notaba que había estado ya en la playa, podía ver cómo se le marcaba tan bien los dorsales en la camiseta, y si bajaba la mirada, podía detenerme, brevemente eso sí, en el bulto que tan apetitoso se le señalaba en los vaqueros. Solo con eso empecé a notar cómo se me ponía morcillona.

Y entonces, aislado ya por completo de lo que Pedro estaba diciendo, imaginé que mis dedos empezaban a trastear entre los botones del pantalón de mi profesor, podía sentir el calor de aquel bulto que tanto me trastornaba y tanto deseaba yo. Seguí con mi tarea, mientras notaba cómo se hinchaba cada vez más el pantalón hasta que ya mis dedos tocaban una carne caliente y dura: una polla gruesa y larga, del color de la miel pero con un capullo rojo, hinchado y jugoso, asomaba ahora entre mis manos, la polla de Javier, mi profesor, quien, como si nada, seguía atendiendo a la exposición de Pedro, ajeno a mis manejos, ajeno a mi boca que ahora se cerraba entorno a aquella verga tan dura como apetitosa, sintiendo las venas gruesas que la recorrían, salivándola de arriba abajo, en movimientos cada vez más ligeros y más rápidos, hasta que él, ahora sí, ya consciente de lo que estaba pasando allí abajo, me acariciaba el pelo y con una mano firme recorría mi espalda, se perdía por mi culo, me lo apretaba y abría, y ya lo oía yo gemir, tanto placer estaba sintiendo, gemidos que me animaban a seguir chupando aquella carne que ahora se hinchaba más, aquella polla que tanto había yo deseado tener como ahora la tenía, presa entre mis labios delgados, aquella verga madura que ahora acababa explotando una leche caliente en mi boca deseosa que...

(continuará)