Intimacy 07: amante
Una sorpresa cuando se dispone a desenmascarar a su mujer.
Hace tiempo que lo intuía, y un par de días que lo sé. Lo confirmé el sábado, por casualidad, como pasan estas cosas: fui a llevar mi ropa al cesto de la ropa sucia y allí estaban sus bragas sucias, pringosas de esperma. Un descuido estúpido que bastó para comprobar que estaba acertado en mis sospechas, que alguien la follaba.
Desde luego, mío no era. Hace meses que dejamos de joder. Sucedió de repente. No es que fuéramos dos máquinas sexuales, pero lo hacíamos regularmente hasta aquella noche, cuando me rechazó. Nunca antes lo había hecho. Me acerqué a ella en la cama, comencé a abrazarla por la espalda mientras frotaba mi polla en ese culo grande y mullido que me excita tantísimo, llevé mi mano a una de sus tetas, y la apartó con la suya.
- Para, cariño, por favor. Estoy cansada.
Y nada desde entonces. Nunca se le pasaba el cansancio, aunque, de pronto, parecía preocuparse más por estar guapa. Hasta recuperó algún vestido que hacía años que no se ponía, como ese rojo tan atrevido, corto, elástico y ceñido, que hace que se me ponga dura con solo verla.
Pero… ¿Sabes? No me disgustó. Ya sé que resulta extraño, pero el caso es que, tras unos días desorientado, inquieto, buscando pruebas por todas partes que me ayudaran a ratificar mis sospechas, descubrí que la idea me excitaba. La primera vez me sorprendió: debió ser la tercera o la cuarta vez que me rechazaba. Me desvelé. Una hora después, seguía a oscuras en mi cama, junto a ella, con la polla como un palo, y decidí solucionarlo por mi cuenta. La acaricié un poco, con cuidado de no despertarla. No quería que volviera a decirme que no. Acaricié sus tetas grandes, su culo, y hasta llegué a rozar su coño con los dedos mientras me la pelaba. Por fin me tumbé para terminar, y me descubrí fantaseando con ellos dos, imaginándola abierta de piernas dejándose follar por un desconocido sin rostro que la hacía gemir, que magreaba sus tetazas. La follaba a cuatro patas, azotando su culo, poniéndoselo rojo, y yo, frente a ellos, de pie, me masturbaba mirándolos. Ella me miraba a los ojos sin hablarme, jadeando. Ni siquiera se apartaba cuando me corría en su cara.
Me corrí a borbotones. También es verdad que hacía ni sé cuanto que no me corría, pero esa imagen de Mila culeando con la polla de un extraño taladrándole el coño… Bueno, que me puso muy burro, que me resultó terriblemente excitante.
Después, por la mañana… Esto me da hasta vergüenza… Por la mañana coincidimos en el baño, como siempre. Mientras me lavaba los dientes, ella se duchaba. Veía su cuerpo redondeado, perfecto, a través de la mampara, ligeramente distorsionado por el vaho y las gotas de agua sobre el cristal. Imaginé su carne mullida, su piel suave… Entré en la ducha. No me preocupé por si el agua salpicaba en el suelo. Deslicé la mampara, entré en la ducha, y comencé a acariciarla.
- ¿Qué haces?
-…
- ¡Estate… estate quieto! ¡Quieto, joder! ¡Qué tengo prisa!
La ignoré. Ni siquiera respondí. Empecé a acariciarla. Mis manos resbalaban sobre la piel enjabonada. Manoseé sus tetas, su culo… Trató de oponerse, pero ignoré su resistencia. Levanté su pierna por la fuerza sujetándola en el aire con el brazo, y clavé mi polla en su coño. Desistió en sus esfuerzos. Se limitó a quedarse quieta, mirando hacia un lado. Empecé a follarla como un loco, a clavársela deprisa manoseándola. Traté de besarla, y apartó la boca. Me corrí en su coño como en la vida sin arrancar ni un gemido de sus labios. La follé como muerta, impávida, mirando a la pared. Mientras me secaba, vi cómo se lo lavaba enjabonándolo como si se sintiera sucia, regándolo abundantemente con la alcachofa de la ducha.
Tardó días en volver a dirigirme la palabra. Ni me miraba. Incluso los chicos me parecieron distantes, como si lo supieran. No es que sean muy locuaces, ya sabes: Enrique tiene diecisiete y Pablo dieciséis, no están en el momento más comunicativo de sus vidas, por lo menos en casa. Quizás fuera mi sensación de culpa.
Y así pasaron dos meses. Mila parecía haber recapacitado y ya no me rechazaba. Seguía siendo absurdo, por que era como si me dejara follarla, sin entusiasmo alguno ni el menor signo de cariño o de placer. Cuando la requería, sencillamente se dejaba hacer: abría las piernas, se humedecía el coño con saliva, y dejaba que metiera mi polla y me moviera hasta correrme, sin un gemido ni un gesto, como muerta. Después se lavaba, se acostaba de nuevo, y se daba la vuelta para dormir sin un beso ni una palabra.
Yo pasaba las noches en blanco, excitándome imaginándola gimiendo en brazos de otro. A veces, meneándomela visualizándola con él, lloriqueando de placer mientras la follaba y hacía ondularse esa carne suya mullida y abundante. A veces, imaginando que la violaba, que la pegaba mientras la sodomizaba haciéndola llorar, que azotaba su coño y su culo. Me acariciaba así hasta que me corría en silencio a su lado.
El caso… El caso es que lo provoqué. Necesitaba saberlo y lo provoqué. Tuve que salir de viaje por motivos de trabajo. Me fui el jueves y le dije que no volvería hasta el martes, que tenía que hacer el lunes y no merecía la pena volver para marcharme de nuevo dos días después.
Es una paliza de coche para nada, así que mejor me quedo, aunque sea solo el fin de semana.
Ya.
La pena es que no puedas venirte.
No te preocupes.
No pareció importarle. Una vez más, ni el menor gesto de afecto o decepción, como si no existiera, como si mi presencia fuera una costumbre anodina. Me acerqué a darle un beso antes de salir, en la cocina. Sus labios permanecieron quietos, como muertos. Nadie vino a la puerta.
El jueves, por la noche, a solas, en el hotel, escuchando gemir a la pareja que debía alojarse en la habitación de al lado, volví a masturbarme enfebrecido fantaseando con que era ella quien follaba con otro a mi lado, al otro lado del tabique, a cuatro patas sobre el colchón, mordiendo la sábana mientras el desconocido clavaba la polla en su coño haciéndola lloriquear. Ni siquiera me contuve ni traté de evitarlo. Me corrí tumbado boca arriba, agarrado con fuerza a mi polla, dejando que el esperma me salpicara el vientre, el pecho y la cara, imaginando la expresión de su rostro al sentir la del otro derramarse en su interior.
Regresé a media tarde. Dejé el coche en el parking con la maleta dentro y me senté en la terraza de la cafetería, enfrente de casa, a dejar pasar las horas sin saber muy bien qué había que hacer. Tomé un par de cafés por no estar allí parado sin hacer gasto, aunque tenía un nudo en el estómago. La simple idea de que Mila pudiera estar con él me causaba una erección incontenible que tenía que esforzarme por disimular. Llegué a meterme la mano en el bolsillo para tocármela discretamente. Permanecí allí hasta que cayó la tarde, mirando hacia las ventanas de nuestro piso sin saber qué era lo que esperaba ver. De repente lo supe, supe que era el momento. Una única luz se había encendido, y era la de nuestro dormitorio. Repasé todos los huecos: nada. Todos estaba oscuros. Tan solo la luz cálida y tenue de la lámpara de la mesilla se había iluminado en mi habitación.
Entonces estuve seguro: Mila estaba allí, con él. Mi polla iba a estallar. La sangre me latía en las sienes con fuerza y el corazón parecía querer salírseme del pecho. Permanecí unos minutos inmóvil, mirando a la ventana entre asustado y ansioso y, por fin, dejé un billete sobre la mesa y me fui a toda prisa con las manos en los bolsillos. Pensaba que debía estar ruborizado, que cualquiera que me viese podría darse cuenta. En el portal me encontré con doña Carmen, la del quinto. Ni le devolví el saludo. Pasé junto a ella como una exhalación camino del ascensor. Estaba ansioso. No quería perder ni un minuto.
Y, por fin, me encontré ante la puerta. Apoyé el oído en ella, pero no se escuchaba nada. Abrí con mi llave en silencio. La casa estaba a oscuras. Tan solo al final del pasillo podía verse una delgada línea de luz tenue bajo la puerta de mi dormitorio, de nuestro dormitorio. Me descalcé para no hacer ruido y caminé despacio hasta la habitación de Pablo. De repente, recordé los juegos de cuando era niño y, al pasar por la cocina, cogí un vaso. Un minuto después, estaba en el cuarto de mi hijo, de rodillas en su cama, con el vaso apoyado en la pared y la oreja sobre él. Tras unos segundos de confusión, hasta acostumbrar el oído, me sorprendió la claridad con que oía primero un sonido rítmico ahogado; poco después, un gemido quedo, jadeos… Inconscientemente, debí sacar mi polla por la bragueta del pantalón para acariciarla. Me dolía. Ya no era una sospecha: Mila, al otro lado de la pared, follaba con otro. Les oía gemir, y la idea me causaba una excitación brutal. Reparé en que aquello me convertía en un cornudo. El término resonaba en mi cerebro, pero no reducía ni un ápice aquella calentura que me causaba. La idea de serlo, en cierto modo, incrementaba aquella excitación enfermiza. Entre los dedos, mi polla parecía de piedra, rígida más que dura, rugosa…
Mila gemía. Su voz resonaba amortiguada a través de la pared. Reconocía sus gemidos, sus quejidos, las frases breves con que animaba a su amante suplicándole que siguiera así, que se la clavara fuerte. De cuando en cuando, un chasquido provocaba un quejido, y podía visualizar en mi cerebro la imagen de una mano dibujándose en su culo amplio y pálido. Me volvía loco saberlo.
¿Cómo sería él? Me atraía la idea de entrar, de enfrentarme a ellos, verlos. Quería ver su rostro descompuesto, escuchar el chapoteo de la polla de aquel desconocido en su coño, poner un rostro a aquella sombra en mi imaginación. Quería correrme viéndolos, como en mis fantasías. Sentía la humillación de saberlo, de constatar aquella vergüenza que hacía semanas que se había convertido en una certeza.
Y decidí hacerlo. El corazón me latía a cien por hora y me temblaba el pulso, pero tenía la firme determinación. Me desnudé deprisa, muy deprisa. Estuve a punto de caerme cuando me quité los pantalones. Mi polla palpitaba hasta dolerme. Llegué a la puerta y me detuve con la mano apoyada en el pomo, temblando de excitación, de deseo y de vergüenza. Sentía la sangre agolpándose en las sienes y como si me faltara el aire. Mi cabeza hervía entre contradicciones: me asustaba el momento de entrar, la extrema exposición que suponía plantarme desnudo ante ellos, con la polla así; me asustaba su reacción, la posibilidad del rechazo más que probable; me aterrorizaba el ridículo de enfrentarme a mi propia humillación. Mi propia imagen ante ellos, excitado, sin orgullo ni honor, vencido por la excitación animal que padecía, dispuesto a renunciar a mi dignidad a cambio de un dudoso orgasmo vergonzoso, me causaba una ansiedad tremenda.
Por otra parte… Aquella era la última de mis fantasías. Con tan solo imaginarlo, me había corrido docenas de veces. Y estaba ahí, tras la puerta de madera, a un simple giro de muñeca. De hecho, la idea de exponer mi humillación ante ellos, pese al desasosiego que me causaba, formaba parte de aquel todo, de aquella intensa excitación que padecía.
Abrí la puerta de un solo empujón. Giré la muñeca, empujé la puerta, y me mostré. Todo se desencadenó de repente. Un instante de confusión, dominado por la violencia de la situación, casi sin ver más que una mancha borrosa, con el cerebro sometido a la presión de la sangre. Las siluetas que se dibujan, se concretan. Descifrar la escena: Mila, a cuatro patas sobre el colchón. Pablo, a su espalda, la folla. Frente a ella, Quique se deja comer la polla. Junto a la cama, yo, desconcertado, loco de excitación, espantado, observo a mis hijos tirándose a su madre, a mi mujer, y me quedo paralizado, de pie, con la polla trempando, goteando en la alfombra, al borde del colapso.
De repente, se quedaron paralizados. Sacándosela de la boca, Mila me miró a los ojos exhibiendo una sonrisa satisfecha, perversa, de triunfo.
- No te pares… Follameeee…
Pablo obedeció al jadeo tenue en que se tradujo la orden de su madre. Poco a poco, fue retomando el ritmo. Gimiendo, Mila volvió a su tarea. La polla de Quique entraba y salía de su boca brillante. Tenía el capullo amoratado. Era mayor que la mía. Echado hacia atrás, se sujetaba sobre los brazos, que temblaban. Yo, paralizado, observaba cada componente de la escena, me llenaba de ella ansioso, incapaz de reaccionar, dominado por aquella excitación malsana que me impedía poner fin a la aberración que tenía lugar ante mis ojos. Su culo dibujaba ondas carnales cada vez que el pubis de mi hijo lo golpeaba empujando la polla de su hermano hasta el fondo de su garganta. Sus tetas grandes, que colgaban bajo ella, penduleaban en el aire. Tenía los pezones contraídos.
Pablo se agarró con fuerza a sus caderas clavando los dedos en la carne mórbida de su madre. Cerró los ojos con fuerza contrayendo sus rasgos en un rictus de placer. Mila sacó la polla de su hermano de su boca. Mirándome a los ojos, continuó el trabajo con la mano, dejándola resbalar alrededor.
¡Dáme… la… asíiiiiii… asíiiiiii! ¡Dáme… la… todaaaaaa!
…
¿Era esto… lo que… querías… ver?
Quique la había sacado de su boca. Salpicaba su cara, y ella la perseguía con ansia, la buscaba como si necesitara tragarse aquello, como si fuera lo único que importara. La buscó hasta alcanzarla y, con los primeros chorretones del esperma de mi hijo resbalando sobre sus pómulos, comenzó a tragársela, a beberla desesperadamente. Veía moverse su garganta, con los ojos cerrados y el rostro crispado por el placer. Gimiendo ahogadamente mientras la succionaba haciéndole temblar.
No había dejado de agarrármela. Me la meneaba deprisa, incapaz de contenerme. La sentí latir en el interior de mi mano y escupí al aire la mayor carga de esperma que jamás hubiera producido. Me corría salpicándolo todo, sintiendo al mismo tiempo el espanto que constituía aquella situación y la calma que, de alguna manera, me provocaba la constatación de la evidencia. Sacudiéndomela como un mono, de pie frente a mis hijos, mientras se follaban a su madre ante mis ojos, me corrí mientras me miraban asombrados.
Y, de repente, un silencio denso, un aire espeso. Ruborizado, con la cabeza humillada, incapaz de enfrentarme a las miradas de Pablo y Quique, con la polla todavía dura, contemplando la escena por el rabillo del ojo. Mila se sentó en la cama con las piernas cruzadas y me observa entre curiosa y triunfante.
¿Era esto lo que querías?
…
¿No te bastaba con olerme las bragas y pelártela?
…
¿Tenías que verlo, no?
…
¿Y te ha gustado?
…
Me hablaba casi con rabia, como si me escupiera las palabras a la cara. Por un instante, mi polla hizo amago de relajarse, pero sus palabras parecían despertarla. Nuestros hijos me miraban, sentados rodeando a su madre, como escoltándola, con un aire de desprecio. Las suyas sí se habían ablandado. Pablo rodeaba sus hombros con el brazo. La mano de Mila descansaba sobre el muslo de Quique.
¿Lo comprendes ahora?
¿…?
¿Comprendes por qué tu polla triste no me causaba placer?
Sí…
Resultaba evidente: eran jóvenes y bellos. Sus cuerpos delgados y musculosos, sus pieles lisas dibujando aquellas formas alargadas, el vigor de sus sexos y aquella especie de desesperación con que les había visto follarla, superaban con mucho la monótona rutina en que se había convertido con el tiempo el sexo entre nosotros.
Me siento viva con ellos. Siento su deseo. No es abrirme de piernas y dejar que me follen hasta correrse y buenas noches. Me follan con deseo de tenerme, de tomarme. Me acarician con ansia y siento su deseo. A veces, cuando ya me duele, todavía quieren más…
Ya…
Su coño goteaba en el colchón el esperma de Pablo, que formaba una mancha circular bajo los labios entreabiertos de su coño. Estaba más guapa que nunca, resplandeciente. Aquella mirada airada, aquel modo en que cada palabra suya me lanzaba un insulto implícito, un desprecio, me excitaban, me causaban un deseo abrumador. Mi polla cabeceaba en el aire ante sus ojos y goteaba. Había superado la humillación o, mejor dicho, gozaba de ella.
¿Quieres?
Sí…
Eres un cerdo cornudo, cariño.
Ya… Yo…
A un gesto suyo, una indicación con la mano, me arrodillé entre sus piernas. Inclinándose, rozó apenas mi capullo con los dedos causándome un calambre de placer.
¿Quieres follar con tu mujer y tus hijos?
Sí…
Ante mis ojos, hizo arrodillarse a Quique. La vi lamer sus dedos, humedecerlos de saliva y comenzar a hurgar con ellos en su culito duro y pálido. Su polla recuperaba el tono a medida que la caricia se hacía más intensa.
Mamá… No…
Shhhhh… Calla, tonto… Sabes que te gusta…
Ma… má…
Empujándole suavemente, con cariño, le fue colocando a cuatro patas. Mi hijo se dejaba hacer quejándose mimoso. Mila humedecía lentamente su culito, deslizaba dentro uno de sus dedos, y su polla, dura como un palo, respondía goteando. Continuó con la lengua. Lo besaba, le penetraba con ella como besándolo, y sus quejidos se volvían más dulces cada vez.
Lubrícasela.
…
Hazlo.
Apenas titubeé un instante. Bastó su segunda orden tajante para que me inclinara sobre la de Pablo, que esperaba su momento impaciente. Deslicé la lengua sobre su capullo, casi completamente descubierto, y bastó con aquel roce para que aflorara entero. Lo metí entre mis labios y gimió.
- Ma… má… Por favor…
Quique seguía quejándose dulcemente mientras Mila lamía entre sus nalgas apretadas. El movimiento leve de sus caderas parecía desmentirle. Yo jamás me había planteado ni siquiera la posibilidad de hacer aquello y, sin embargo, chupaba la polla dura de Pablo haciéndola deslizarse hasta rozarme la garganta. Me enervaba el tacto rugoso entre los labios. Babeaba en ella.
- Párate ya, maricón ¿No querrás que se corra, no?
A medida que sus insultos se hacían más evidentes, mi excitación aumentaba. Con sus palabras, evidenciaba mi humillación, me la estampaba en la cara, me avergonzaba, y sentir cómo me hundía en la degradación me excitaba de un modo hasta entonces impensable.
Mandó sentarse a Pablo casi al borde del colchón y condujo a Quique hacia él. Todavía se negaba, pero aceptaba ser conducido con aquella dulzura hacia él. Entre besos, le hizo arrodillarse alrededor de sus caderas. Todavía se negaba gimiendo, y ella vencía sus palabras besándole los labios. Sujetaba con los dedos la polla de su hijo mayor y conducía al menor hacia ella casi lloriqueando. La suya se mantenía firme rígida, y goteaba evidente y abundantemente.
- Ma… má… No… Ma… máaaaaaaaa…
Frente a mi, que permanecía arrodillado ante ellos, la gruesa polla de Pablo fue desapareciendo en su interior. Ni siquiera tuvo que decírmelo. Bastó una mirada para que me inclinara sobre él y comenzara a comérsela. No necesitaba moverme. El propio Quique, que se había apoyado de manos en los muslos de su hermano, se movía despacio haciéndola resbalar entre mis labios, dura, firme, rugosa. Sentía la mía dolorida, entumecida casi. Babeaba comiéndosela, terriblemente excitado.
Cómesela así, maricón.
…
Haz que se corra.
…
¿Quieres tragarte su leche, cornudo?
… Sí…
Cerdo…
De rodillas, a su lado, Mila besaba sus labios. Comía su boca acariciando su pecho, su vientre y sus muslos mientras sus movimientos se iban haciendo más rápidos, más ágiles, La polla de Pablo entraba y salía de su culito y la suya se movía en mi interior haciéndome sentir sus rugosidades en los labios, palpitando a veces apoyada en mi garganta haciéndome babear. Cuando comenzó a gemir intensamente, con la respiración irregular y agitada, mi mujer empujó mi cabeza hasta ahogarme y la sentí estallar. Tragaba su lechita tibia ansioso sacudiéndome la mía, enloquecido. La sentía latir en la boca, contraerse y, al instante, crecer escupiéndome dentro, y me moría por beberla. Succionaba como si quisiera ordeñársela, incapaz de sentir el menor remordimiento, de pensar en nada que no fuera el deseo y el placer que me causaba aquella efusión de esperma, aquella explosión de deseo.
¡Para, para, Pablo, por favor!
¿Por… por qué…?
La pregunta quedó en el aire. Mila se comportaba casi con violencia. Empujó a Quique dejándolo tirado en el colchón y condujo a mi hijo mayor hasta mi espalda. Comprendió enseguida sus deseos y los cumplió. Sentí un dolor intenso, una punzada violenta y aguda al taladrarme, que no hizo que mi erección se aplacase ni por un instante. Pronto pasó. Pablo estaba como loco. Me follaba deprisa agarrado a mis caderas y cada vez que la clavaba, era como si empujara la mía desde dentro. Mi mujer se sentó en el colchón ante mi, con los muslos muy abiertos, y, sujetándome del pelo, llevó mi cara a su coño. Comencé a lamerlo, a limpiar los últimos vestigios del esperma de Pablo, que me follaba, arrancándole gritos de placer. Culeaba en mi cara insultándome.
- Cómetelo, cabrón. Có… me… te… lóooooooooo…
Sentí sus dedos clavándoseme en la carne como garfios. Empujó con fuerza. Se quedó clavado en mí. Percibía su esperma derramándose en mi culo. Yo mismo, sin tocarme, me corría a borbotones y Mila temblaba tirándome con fuerza del pelo, obligándome a restregar la cara en su coño empapado. Movía las caderas a sacudidas violentas, ahogándose, casi chillando.
De rodillas en la alfombra, mientras recuperaba en resuello, vi cómo Mila se lanzaba sobre Quique. A horcajadas sobre su polla, que se mantenía dura, comenzó a follarle mordiéndole los labios. La imagen de sus manos amasando aquellas tetas grandes y mullidas, que un día fueran mías; de las ondas que la carne de su culo modelaba al agitarse, me excitaban como nunca antes había pensado siquiera que fuera posible excitarse. Pablo, incansable, a su espalda, empujaba la suya entre sus nalgas arrancándola un chillido.
¡Ahhhhhhhh!
…
Ya… Ya no tiene… sentido… que sigas… ahíiii…
…
Anda… Búscate… o… tra… caaaaa… maaaaa…
Ruborizado hasta los tuétanos, me puse de pie y me marché al dormitorio de Quique. Con lágrimas en los ojos, tumbado, escuchando sus gemidos, el chirriar de la cama, las frases entrecortadas con que les animaba a seguir follándola, los chasquidos de sus azotes, que invariablemente recibían un chillido de placer como respuesta, volví a meneármela. Me corrí sin cuidado, salpicándome, tumbado boca arriba. La imagen en mi cerebro, ahora sí, tenía cara. Había dos hombres en mi cama, follándose a mi mujer.