Internas: Mei (I)

“Algo en su cerebro le ordenaba que cerrase los ojos para no mirar lo que pasaría a continuación, pero se sentía incapaz de hacerlo. Puede que por eso que el ser humano llama esperanza… la esperanza de que no le haría lo que ella tanto temía…”

Los pasillos parecían infinitos mientras se dirigía al despacho del Señor Castizo, su profesor de Lengua y tutor, quien estaba reunido en ese momento con su avalista educativo.

La escalera que conducía al primer piso, donde estaba el despacho del Señor Castizo, estaba frente a ella, pero al subir el primer escalón, una voz la llamó. Se giró y vio a Emiko, una alumna mayor que ella que cursaba su último año de bachillerato, acercarse a ella, corriendo. A los pocos segundos estaba frente a ella, a un escalón de distancia, jadeante, con algunas gotas de sudor en su frente.

-Tranquila, Emiko, ¿qué ocurre?

Prácticamente no habían hablado más que en un par de ocasiones durante su estadía en el internado, por ello la apresurada carrera de la chica inquietó a Mei. No podía ser nada bueno si una chica con la que apenas hablaba la buscaba de esa manera. Esperó impaciente a que la chica recuperase el aliento.

-Solo quería decirte que no debes tener miedo. Sé que tu avalista educativo está reunido con el Señor Castizo y que te irás este fin de semana para realizar las pruebas… Y solo quería aconsejarte eso. Sé valiente, no te preocupes por nada y obedece siempre. Estos días pasarán rápido y todo habrá acabado. Recuerda que tu beca depende de aguantar.

Le dijo todo eso mirándola a los ojos, sin apenas respirar, con la preocupación apoderándose de los ojos de la joven.

-Emiko… ¿sabes algo que yo no sepa? –preguntó Mei, tensa por las advertencias.

La chica frente a ella tomó su último aliento, cerró los labios firmemente y negó con la cabeza.

-No puedo decirte nada ahora mismo, Mei. Dentro de poco lo vas a averiguar por ti misma. Solo… solo piensa en mis palabras, recuérdalas cuando tengas ganas de rendirte. Adiós.

Emiko se alejó por donde había venido. Mei tuvo la breve intención de seguirla y pedirle que se explicase, pero sabía que no conseguiría nada. Comenzó a subir las escaleras, pero con un paso más ralentizado, sumida en sus pensamientos y en sus recuerdos.

Emiko era dos años mayor que ella, pero ya estaba a punto de terminar el bachillerato. Mei la había conocido al poco tiempo de entrar en el internado, al igual que a otras chicas también de origen asiático, todas eran mayores que ella y todas le dijeron que podían ayudarla si necesitaba algo. Realmente nunca llegó a saber por qué eran todas amables entre sí pues realmente no se comportaban como amigas diariamente. Cada una tenía su grupo de amistades y su vida hecha dentro del internado, pero solo en raras ocasiones se hablaban entre sí, y Mei creía que el principal motivo era cómo habían llegado todas a Santa Catalina.

La Yakuza, la mafia japonesa, era una de las bandas criminales más poderosas de esa parte del país. Era temida por muchos, sobre todo por las etnias orientales, pues no tenían piedad con ningún deudor. La familia Hamada estaba dirigida por un señor mayor llamado Hiroto, quien dirigía tanto sus negocios como su vida con mano de hierro. No escatimaba en castigos, ni en la dureza de sus actos o de sus órdenes. Era un hombre frío y cruel que, sin embargo, mostró compasión por las hijas o hermanas de sus víctimas asiáticas.

Todas las chicas de origen o ascendencia oriental del internado estaban allí por ese hombre, pues sus familias habían quedado desestructuradas por alguna orden suya y se vieron desamparadas, solas y pobres. Hiroto Hamada no tenía ninguna obligación con ellas, pero las llevaba allí, quién sabía los motivos… No podría explicarse un acto así aludiendo a un intento de calmar su conciencia, pues no tenía, solo importaba que lo hacía… para suerte de las niñas.

En su caso, el padre de Mei había contraído una deuda enorme con la familia Hamada, y sus beneficios habían ido a transformarse en litros de alcohol y drogas, haciendo de su vida una espiral de autodestrucción que culminó en algún lugar mar adentro. Su madre había comenzado con esa misma vida tras notar la larga ausencia de su marido, y se fue sumiendo en un profundo y oscuro pozo de pesimismo, pesadumbre y malestar. Los abuelos de Mei se hicieron cargo de ella durante su más tierna infancia, y ella había aprendido a cuidarlos a ellos y a sí misma con solo ocho años. Pero al poco tiempo, sus abuelos murieron.

Al ser personas muy queridas, hubo una enorme multitud que sintió la ausencia de los dos, entre ellos, el Hiroto Hamada, que había llegado al país con su abuelo y lo conocía bien. Todo el mundo sabía cuál había sido el destino del padre de Mei, y el abuelo no iba a discutirle nada al jefe de la familia Hamada por muy amigos que fueran. Una falta de respeto a una persona como Hiroto no podía ser ignorada por muy anciano o amigo que fuese.

Fue durante el funeral de su abuela que el representante legal de la familia Hamada se había reunido con su madre y le habían comunicado su deseo de enviar a Mei al internado Santa Catalina para que tuviese una buena educación, y su madre aceptó.

Mei llegó al internado cuando tenía diez años, pero debido a su dificultad con el lenguaje, decidieron que era mejor que empezase por un curso anterior al que le correspondía. Se había adaptado bien a su nueva vida, había sido aceptada por todo el mundo. Sentía el internado como su hogar, y haría lo que fuera para conseguir la beca y seguir en él.

Cuando llegó al pasillo donde se encontraba el despacho del Señor Castizo, respiró hondo. Avanzó un par de pasos en el pasillo cuando la puerta del despacho se abrió, y salieron el Señor Castizo con… ella reconoció a ese hombre… Kaito Nagano, el representante legal de la familia Hamada. Lo recordaba.

Mei podría jurar que el mundo se había parado durante unos segundos. Podía sentir la sangre abandonando su cuerpo a medida que los dos hombres avanzaban hacia donde estaba ella, como si fuese a cámara lenta. El Señor Castizo avanzó sonriente hacia ella, mientras que Kaito Nagano le seguía con una sonrisa de suficiencia. Mei no podía oír nada de lo que decían, se había quedado paralizada, sus sentidos y su cerebro no le funcionaban.

Cuando llegaron donde ella se encontraba, solo pudo distinguir trazas de lo que el Señor Castizo decía. Ella solo volvió en sí al escuchar el carraspeo de su profesor. Lo miró y vio la extrañeza en sus ojos, así que se apresuró a asentir. Kaito y ella no habían dejado de observarse, aunque él lo hacía de reojo, cuando su interlocutor no lo miraba.

-La maleta de la señorita Mei está en la conserjería, pueden recogerla a la salida. Que pasen un buen fin de semana. Le deseo buena suerte, señorita Mei –dijo el Señor Castizo a modo de despedida.

Kaito se la quedó mirando seriamente cuando ya estaban solos en el pasillo. Mei respiraba forzadamente, sin apartar la mirada del hombre. No era musculoso, sino más bien delgado, con el pelo oscuro y corto, y pulcramente afeitado. Sus ojos eran de un marrón muy oscuro, capaces de atemorizar a los más incautos. Recordaba como su madre, aun medio drogada durante el funeral de su abuela, no se había atrevido a mirarle a la cara mientras él le explicaba los deseos de Hiroto Hamada.

-¿Tantos años rodeada de costumbres occidentales han hecho que se te olviden los modales de tus antepasados?

Ella se percató y agachó su cabeza y su espalda en señal de respeto.

-L-lo siento, señor.

Nagano permaneció callado unos segundos, durante los cuales Mei mantuvo su postura, sintiendo los ojos del hombre en su nuca. Solo escuchaba los acelerados latidos de su corazón, sin atreverse a respirar.

-Salgamos de aquí. Tenemos algunas cosas de las que hablar.

El pasó por su lado con paso firme, y ella se apresuró a seguirle sin siquiera atreverse a levantar la vista del suelo. Un millón de sospechas y preguntas le pasaron por la mente, a cual peor. ¿Por qué estaba allí Kaito Nagano? ¿Por qué la volvía a buscar la Yakuza? ¿Querrían matarla? Mei tragó saliva, los nervios le hacían un nudo en el estómago. Sentía que podría vomitar por culpa de los mismos, pero debía aguantarse, pues su muerte sería mucho más dolorosa si echaba todo su almuerzo a los pies de Kaito Nagano.

Recogieron su pequeña maleta de la conserjería y salieron del refugio que era el internado para ella. Se dirigieron a un coche negro, de alta gama, donde esperaba un hombre alto, fornido, vestido todo de negro y muy intimidante. Éste les abrió la puerta, y Nagano le indicó con la cabeza que entrase ella primero. Las piernas le temblaban de puro terror, pero debía evitar que se dieran cuenta de su nerviosismo.

Dirigió una última mirada al internado, a modo de despedida. Cuando salieron del recinto, se sentó recta, mirando a su regazo, con sus manos entrelazadas. Esperando que las fatales palabras salieran de la boca de Kaito…

-Voy a ser muy claro y preciso con mis instrucciones. Y si lo necesitas, solo las repetiré una vez más, luego será tu problema si no has prestado atención –dijo tranquilamente Nagano, mirándola, pero ella seguía con la vista fija en sus manos, solo asintiendo a sus palabras.- La primera regla es que harás todo lo que se te diga, obedecerás en todo. La segunda es que, mientras estés en presencia del Señor Hamada, hablarás en japonés, ¿recuerdas tu lengua? –ella asintió nerviosamente, sin percatarse de la sonrisa de satisfacción del hombre.- La tercera es que no preguntarás nada, ni dirás absolutamente nada de lo que escuches o hagas durante este fin de semana. La cuarta que es solo hablarás cuando se te diga o se te de permiso, y siempre con el mayor de los respetos. No creo tener que recordarte que todos los hombres con los que… tratarás estos días tienen más poder y son más importantes que tú. Y sobre todo, recuerda que esto es una prueba, pasarla solo depende de ti.

Mei respiró hondo y asintió. Aunque las instrucciones parecían fáciles, no sabía a lo que tendría que enfrentarse, así que no se permitió tomarse ningún respiro. Su temor no había menguado, pero ahora competía con la necesidad de estar alerta y atenta a todo para no fallar.

La casa de la familia Hamada estaba situada en un rincón escondido en el campo, a hora y media de la ciudad y tras un inmenso bosque que guardaba la guarida de ojos indiscretos. Esto no le gustaba a Mei, pues en caso de tener que escapar no sabía cuánto tiempo necesitaría para buscar el camino de vuelta al internado.

El interior de la casa estaba decorado como una típica casa japonesa, con ricos tapices y jarrones. Mei lo miraba todo de reojo, entre impresionada y sobrecogida por la belleza y perfección de los objetos.

El señor Nagano le indicó que lo siguiera, y ella obedeció. El señor Hamada los esperaba en su despacho leyendo unos documentos. Era un hombre alto, delgado, de facciones marcadas y peligrosos ojos negros. Las arrugas que surcaban su cara lo harían parecer un anciano si no fuese por la vigorosidad de su mirada y la fuerza y autoridad que emanaba de su imponente figura.

Ella hizo una reverencia de respeto cuando el levantó la mirada de sus documentos. A su lado, Kaito Nagano también la hizo, y ella se incorporó al mismo tiempo que él, pero no despegó la mirada del suelo. El señor Hamada se levantó de su mesa y se acercó a ella, le puso unos dedos debajo de la barbilla e hizo que levantase la cara para mirarlo. Mei creía que podría verle el pulso latiéndole en la garganta mientras él escrutaba sus ojos.

-Me gustan las chicas con buena educación –dijo en japonés, acercando su cara más a la de ella.- Tienes los ojos del color del mar embravecido. Preciosos.

Alejó su mano de su barbilla y Mei respiró disimuladamente. Pero Hiroto se dio cuenta de ello y le sonrió.

-No tengas miedo Mei –se giró a Kaito y le ordenó.- Avisa a Kana para que haga todos los preparativos. Y diles a mis hijos que vengan hoy, no esperaré hasta mañana.

Kaito asintió y se fue de la estancia. Hiroto se volvió a ella y le indicó que lo siguiera.

-Kana te preparará. Haz todo lo que te diga –instruyó el hombre mientras pasaba por uno de los pasillos.

Llegaron a una habitación blanca e inmaculada, con una mezcla de ricos olores en el ambiente. La mujer que se encontraba disponiendo toda clase de cremas y productos en una mesa le fue presentada como Kana, la sirvienta principal encargada de dirigir todo lo que se hacía en la casa. Era rolliza, de mediana edad calculó Mei, con el pelo fuertemente recogido en un moño. Saludó al señor Hamada con una reverencia y la miró a ella.

-Tiene que estar preparada en dos horas –ordenó Hamada, tras lo cual, abandonó la estancia.

Kana le sonrió y le pidió que se desvistiese completamente. A Mei le daba vergüenza hacerlo, pero debía obedecerla. La mujer dobló la ropa y la entregó a una de las sirvientas para que la lavase y la tuviese preparada. Mei no entendió porqué, pues su uniforme estaba limpio, pero no se atrevió a preguntar. Kana le pidió, siempre educadamente, que se pusiese sobre una camilla mientras ella preparaba los productos. Le retiró el pelo de la cara con un turbante y le puso una crema de color morado.

No entendía por qué o para qué tenían que prepararla con tanto ahínco. Sumida en esos pensamientos, con los parpados cerrados, dejándose hacer por Kana, sintió el espesor de algo caliente sobre su ingle y un fuerte tirón al segundo siguiente. Su primer instinto fue gritar, pero se aguantó y solo apretó las manos a la camilla.

-Tranquila, niña, esto es desagradable pero pasará rápido.

El doloroso proceso fue repetido en sus piernas y axilas. El resto del tiempo, parecía que Kana intentó recompensarla por la mala impresión que había tenido con la cera depilatoria. Le dio masajes con delicadas cremas e hizo que se bañase con caros geles y aceites. Cuando le dijo que podía vestirse, Mei se encontró con solo una bata. Se giró a la mujer con mirada inquisitiva.

-Solo… póntela –dijo mirándola… ¿con culpa?

Mei obedeció y siguió a Kana fuera de la habitación, hasta otra donde nunca había estado. Entonces, la mujer se giró, y con una sonrisa triste le dijo:

-Sé valiente. Yo debo dejarte aquí, el siguiente paso debes darlo tú sola.

Mei la miró frunciendo levemente el ceño, mientras Kana se giraba a la puerta corredera y la abría. En aquella estancia, sentados a la manera tradicional japonesa, estaban Hiroto Hamada, Kaito Nagano y otros dos hombres. Kana, a su lado, se despidió inclinando su cuerpo y agachando la cabeza a modo de respeto y se fue, pero Mei no supo qué hacer. Sabía que debía imitar a Kana, pero su cuerpo no le respondía. ¿Serían aquellos hombres los que iban a ejecutarla?

Hiroto Hamada la miraba intensamente, con el ceño fruncido, y ella supo entonces que debía seguir el consejo de Kana. Hizo la reverencia educada y esperó.

-Pasa y cierra la puerta.

Ella obedeció. Cuando se giró, Hiroto se estaba incorporando. Rodeó a los presentes, hasta quedarse a cierta distancia de ella, en el centro de la habitación, frente a un colchón que antes no había visto.

-Acércate –ella volvió a obedecer.

El hombre también llevaba una bata con motivos orientales, parecida a la suya. De pronto se le ocurrió la espantosa idea de… no le dio tiempo a terminar el pensamiento cuando Hiroto comenzó a deshacer el lazo de su prenda. Ella estaba desnuda, y tuvo fuertes ganas de sostener la prenda para no dejar que nadie viese su cuerpo desnudo, pero recordó que debía obedecer. Cerró los ojos mientras la bata caía alrededor de sus pies, así evitaría ver como los hombres la miraban… pero eso no impidió que sintiese esas miradas por todo su cuerpo.

-Abre los ojos y mírame –ordenó Hiroto.

Mei sacó fuerzas de flaqueza y lo hizo. El hombre la miraba con unos ojos severos.

-Arrodíllate –ella obedeció.

Miraba al frente sin realmente querer ver nada. Y al instante se percató de las manos del hombre deshaciendo el nudo de su bata y abriéndola. El temor de la chica se incrementó y se tradujo en respiraciones erráticas y nerviosas. Delante de ella, el pene de Hiroto Hamada se erguía orgullosamente. Estaba a escasos centímetros de su cara, hinchado y oscuro.

-Abre la boca.

Tragó el nudo de su garganta, cerró los ojos y acató el mandato. Notó como el miembro entraba lentamente en su boca, aguantando las arcadas que su propia imaginación le provocaba solo de pensar como se vería aquella imagen. Recordó entonces a los otros hombres de la habitación, que estarían viendo toda la escena, y su inseguridad casi la abrumó.

Las manos de Hiroto se posaron en su cabeza, acariciando su pelo y al mismo tiempo sujetándola mientras sacaba su miembro de su boca lentamente. Por un momento, tuvo la esperanza de que le sacaría aquella asquerosa cosa de la boca, pero desistió de su ilusión cuando notó que volvía a meterla dentro. Repitió el proceso con la misma parsimonia durante un rato, creyendo Mei que era una eternidad, flaqueando sus esfuerzos de mantener la bilis en su estómago cada vez que rozaba sus labios.

Se sentía asqueada, sobre todo cuando se percató de que el pene se volvía más duro si cabía dentro de su boca. Recordaba y se repetía mentalmente las palabras de Kana mientras notaba como el miembro le llenaba la boca por completo y escuchaba los suspiros satisfechos del señor Hamada.

Al cabo del rato, las manos del anciano sujetaron su cabeza mientras sacaba delicadamente su pene de la boca de Mei. Ella se atrevió a abrir los ojos, viendo como el miembro frente a su rostro estaba embadurnado con su saliva.

-Túmbate en el colchón.

La respiración de la chica quedó atascada en sus pulmones. Miró hacia arriba, y vio la severa mirada del hombre esperando que obedeciera. Recordó las palabras de Emiko aquella tarde. Debía ser fuerte y aguantar, por la beca, así que obedeció y se tumbó. Hiroto se puso de rodillas frente a ella, cogiendo sus tobillos y separándolos, abriendo sus piernas y mirando fijamente el punto donde se unían. La vergüenza y el miedo se convirtieron en una bola que se instaló en su estómago. Algo en su cerebro le ordenaba que cerrase los ojos para no mirar lo que pasaría a continuación, pero se sentía incapaz de hacerlo. Puede que por eso que el ser humano llama esperanza… la esperanza de que no le haría lo que ella tanto temía…

Pero esa esperanza se esfumó cuando Hiroto Hamada la cogió por sus rodillas y la hizo flexionarlas, acercándose a su zona más intima. La respiración de Mei se aceleró, quería llorar, pero no se lo iba a permitir a sí misma, jamás. Esta era su prueba. De este momento dependía su futuro, y tenía que ser más fuerte de lo que lo había sido nunca.

Lo vio todo.

Él agarró su pene y empezó a rozarlo suavemente por los labios vaginales de Mei, y ella apretó sus puños para evitar que el temblor de sus brazos se intensificase. El miembro comenzó a avanzar por el pequeño agujerito de la chica, sintiendo como se iba abriendo paso hasta llegar a su himen…

Hiroto apoyó una de sus manos en el colchón para tener estabilidad, y al segundo siguiente metió casi todo su pene en el estrecho coño de la joven. Ella cerró fuertemente los ojos y se mordió el labio para aguantar el aullido de dolor, pero no pudo evitar las lágrimas que se resbalaban por su cara.

-Respira –ordenó Hiroto.

Ella inspiró y expiró un par de veces antes de abrir los ojos. Hiroto se cernía sobre ella, firme. Le secó las lágrimas delicadamente sin apartar la mirada de su cara, ella por el contrario sí lo miró a él, a su cuerpo, ya un poco flácido por el paso del tiempo, pero aun con algunos signos de vitalidad, hasta que llevó su vista al punto donde estaban unidos y se percató… el cuerpo de un anciano estaba poseyéndola, completamente.

Jadeó. Sentía la presión que provocaba la invasión, y ya no le dolía tanto, pero la impresión la golpeaba. Levantó la mirada y lo encontró mirándola atentamente. Empezó a moverse suavemente entonces. Mei aguantó la respiración a la espera de más dolor, pero su cuerpo se había acostumbrado. Con los brazos a ambos lados de su cuerpo, se dejó hacer.

Cerró los ojos e intentó evadir su mente de lo que la rodeaba, pero era difícil ignorar el vaivén de las embestidas, la respiración del hombre, las sensaciones en su interior cuando estaba dentro, cuando salía, cuando volvía a entrar… Era algo asqueroso que un hombre tan mayor estuviese haciendo eso con su cuerpo, con ella.

Abrió brevemente los ojos y vio a Hiroto Hamada  moviéndose, al compás de sus embestidas, que iban haciéndose poco a poco más rápidas, haciendo que ella misma notase como sus pechos se movía con las embestidas. La expresión del anciano era de satisfacción, tenía los ojos cerrados, respiraba entre jadeos excitados, su boca estaba entreabierta, dejando escapar sonidos mientras… se follaba su cuerpo. Recordó haber escuchado esa palabra de Paula una vez.

Pero esto no era lo que ella había dicho. Mei no estaba disfrutándolo. Se sentía sucia y no le gustaba. Estaba siendo violada por ese hombre. Ya lo sabía desde que la obligó a chuparle el pene, pero el conocimiento de ello mientras sentía las embestidas de Hiroto lo hacía más asqueroso.

¿Y los otros hombres? Giró brevemente la cabeza para ver si seguían allí. Estaban todos sentados en sus respectivos sitios, viendo lo que el señor Hamada le estaba haciendo y… disfrutando. Mei, desde su posición, vio la avidez con la que todos la miraban. La lujuria dibujada en sus caras, sus respiraciones también aceleradas. Se percató de los movimientos de sus brazos… sus manos por debajo de las mesas… ¡se estaban masturbando mientras veían como la violaban!

Mei volvió a cerrar los ojos, se mordió el labio para aguantar las ganas de llorar y apretó los puños contra el colchón. Hiroto la miró entonces, y la imagen de aquella chica aguantando sus embestidas tan estoicamente, sin quejarse, le excitó más. No le quedaba mucho tiempo ya, y quería que Mei siempre recordase quien había sido su primer hombre.

Sus embestidas se hicieron más duras, más bruscas, aceleradas por el inminente orgasmo. Ella no pudo evitar los gemidos dolorosos que salieron de sus labios, y con aquellos sonidos, los testículos de Hiroto se tensaron por la inminente corrida.

-Mírame –ordenó.

Ella abrió los ojos y los fijó en los suyos, aguantando las fuertes embestidas, sintiendo como si su pene llegase a lo más profundo de ella, atravesándola impune y salvajemente. Y ella dejándose hacer por él…

Con un grito satisfecho, empezó a correrse, con los ojos abiertos, fijos en los de la joven, para ver la expresión de temor que cruzaba su cara mientras sentía su semen llenando su coño. Mei respiraba entre jadeos, mirándolo con incredulidad y pánico en sus ojos. Él, con cada chorro de semen que salía de su pene, la embestía de nuevo, en un intento de que lo sintiese llegar más profundo.

Mei sabía que debía aguantar, pero por unos breves instantes solo quiso morirse allí mismo. Notaba como algo caliente la llenaba por dentro, y era mucho, pareciendo que iba a desbordarle la vagina.

Poco a poco, Hiroto se separó de ella y salió de su interior, fijando su vista en su entrepierna. Los demás hombres se levantaron de sus lugares y se pusieron al lado de Hamada, mirándola fijamente. Ella vio como masturbaban sus penes alrededor de ella mientras miraban su vagina.

Sintió entonces como salía de ella un espeso y caliente líquido, que corría por sus labios y entre sus piernas hasta llegar al colchón. El líquido no emergió todo de su interior, sino que fue chorreando poco a poco.

Sin embargo, Mei no pudo concentrarse mucho en lo que manchaba sus labios, pues las manos de los hombres que la rodeaban adquirieron una velocidad increíble. El semen de un par de ellos salió disparado hacia ella, cayendo sobre todo su cuerpo en varios chorros, en sus pechos, en su abdomen... El último hombre, uno más joven que los demás, se acercó un poco más a ella  mirándola fijamente, hasta que con una sonrisa satisfecha empezó a expulsar su semen en la cara de Mei, rociando sus labios, sus mejillas y su pelo. Ella no cerró en ningún momento los ojos, aguantando.

El olor de todo el semen sobre su cuerpo, sobre todo el que había caído sobre su cara, hizo que Mei casi vomitara por todo lo que le había pasado.

Todos los hombres abandonaron la habitación sin decir una palabra. Y ella se quedó allí, mirando al techo, intentando tranquilizarse. No le habían dado instrucciones, así que solo se quedó allí, pensando que todo había acabado, que ya tendría su beca y su futuro asegurados…

…No sabía que se equivocaba.