Internado para señoritas

Lindas y calientes.

Internado para señoritas.

Sucedió unos días antes de que cumpliera los quince. Mi padre cómo siempre estaba reclutado en su oficina y mi madre había salido a recoger mi vestido, por lo que tendría la casa a mi entera disposición por… alrededor de dos horas. Me gusta aprovechar las oportunidades y odio perder el tiempo, así que de inmediato corrí al teléfono e invité a los dos amigos que iban a ser mis chambelanes, con el pretexto de ensayar el vals. Uno se llama Julio, es tres años mayor que yo y está como quiere el condenado. Su carita de niño me vuelve loca, esos ojitos como de oriental, su boquita, su intento de bigote. Y luego está el cuerpo que se carga. ¡Ay!, si nada más lo vieran sabrían de lo que hablo. Tiene unos brazos, unas piernas, ¡unas nalgas! No, créanme que no hay mejores que las suyas, tantos años de jugar fútbol no han sido en vano. El otro es Gonzalo, también tres años más grande que yo e igual de bueno que Julito. No es tan guapo ni tiene tan buen cuerpo, pero su verga… ¡ay, ay, ay!, aún cuando la tiene dormida y debajo del pantalón se le nota un bulto que… bueno, se me hace agua la boca nada más de acordarme, pero pasemos a lo importante.

Me vestí muy ligerita: con unos shorts, una playerita y nada más. Hacía mucho calor pues estábamos en pleno verano, pero mis pezones estaban durísimos y se marcaban a través de la tela de una manera tan sensual que me daban ganas de follarme a mí misma. Andaba súper caliente y los minutos que tardaron en tocar a mi puerta se me hicieron eternos. Pensé en masturbarme para resistir la espera, pero habría sido desperdiciar orgasmos que podría disfrutar con ellos dentro. El caso es que acabé con las uñas de las manos y estaba por empezar con las de los pies, cuando finalmente llegaron. Los dos llevaban camisa blanca y jeans azul marino, cómo si se hubieran puesto de acuerdo, y eso me excitó más de lo que ya estaba.

Los abracé efusivamente, frotando mis tetas contra su pecho, haciéndoles notar lo duro de mis pezones, cómo avisándoles para qué los había llamado. Los tomé a ambos de la mano y los conduje hasta el jardín, lo que les pareció extraño pues siempre que ensayábamos lo hacíamos en la sala. Gonzalo me preguntó qué me traía entre manos y yo, bajando la mirada, clavándola en su paquete, le respondí: "no es lo que me traiga, sino lo que me traeré". Los muchachos no son tontos, un poco ingenuos pero no tontos, así que entendieron mis palabras, lo supe porque se rieron lujuriosamente y sus manos apretaron con más fuerza las mías.

Llegamos al jardín y les pedí que me esperaran parados en el centro, mientras yo ponía la música. Caminé hasta la grabadora meneándome como una zorra, y cuando la alcancé me agaché levantando el culo como una puta, dándoselos a desear, diciéndoles: "todo esto va a ser suyo, por aquí van a entrar". ¡Ay, mamita! Pobres tipos, se les ha de haber bajado la sangre hasta los pies cuando se dieron cuenta de qué no llevaba bragas, cuando el shorts se me metió entre los labios. ¡No!, cuando le puse play al disco y me volteé para regresar con ellos, los dos estaban rojísimos, y sus pantaloncitos… imagínenselos. ¡Que mala soy! ¡Cómo los hice sufrir! Conforme me iba acercando a ellos, me sobaba con más descaro los senos, hasta me pellizqué un par de veces los pezones y me levanté un poco la playerita, para darles una probadita de lo que en instantes iban a comerse. Y cuando estuve frente a sus caras coloradas y les pregunté cuál de los dos bailaría conmigo… ¡pagarían por ver sus caras y cómo se pelearon por ser el primero!

Al final fui yo la que decidí, ellos ya estaban por agarrarse a golpes y no iba a permitirles que arruinaran mis planes, ¡no, señor! Jalé a Gonzalo y me puse sus brazos alrededor de la cintura, me agarré de su cuello y me junté lo más que pude a su cuerpo. El pronunciado bulto bajo sus pantalones quedó atrapado entre nuestros estómagos. ¡Ay, Dios! ¡Qué sensación aquella! Y eso que aún estaba la ropa de por medio. Se le notaba largo y gordo, justo cómo yo me lo había imaginado. No saben cuánto me costó contenerme y no arrodillarme a mamárselo en ese mismo momento. No me faltaron ganas, pero tampoco quería apresurar las cosas, tenía tiempo suficiente para desesperarlos un poquito.

Mientras Gonzalo y yo bailábamos, Julio no apartaba los ojos de mi trasero y eso me gustaba, me encanta sentirme deseada. Lo dejé por unos minutos, y finalmente, cuando las manos de mi compañero de baile empezaron a deslizarse por mis caderas, le pedí que se nos uniera. No tardó en hacerme caso y restregó su sexo contra mi culo, arrancándome un gemido. No se sentía tan generoso como el que tenía pegado al vientre, pero igual prometía, igual me iba a encargar de él. Seguimos bailando un buen rato más, y pronto mi cuerpo era recorrido por dos pares de inquietas manos que no dejaron espacio sin tocar. Con cada caricia mi entrepierna se humedecía y las ganas ya no me daban para más. Los necesitaba, necesitaba tener esos hermosos, juveniles y ansiosos penes en mi boca, envolverlos con mis labios, repasarlos con mi lengua, uno a uno o ambos a la vez, tenía para los dos.

Caí sobre mis rodillas y les pedí que se pararan frente a mi cara. Me deshice de sus jeans y casi me vengo al descubrir que sus calzoncillos también eran similares. Los dos eran negros, nada más que los de Gonzalo eran un poco más ajustados, y lo que escondían se veía más voluptuoso, más apetitoso. Con la poca cordura con la que contaba en esos momentos, llegué a la conclusión de que primero liberaría la bestia de Julio, para que no se sintiera menos al ver la de su amigo, para que pensara "sí, la tienes más grande, pero le gusta más la mía". Le bajé poco a poco el bóxer. Una espesa mata de vello fue quedando ante mis ojos, y con ésta también vino ese peculiar aroma a hombre, ese olor que tanto me gusta, para después dar paso a la parte anhelada: a su hinchado falo, que rebotó golpeando mi mejilla y mojándola con el abundante lubricante que ya salía de su punta. Era en verdad lindo: circuncidado, gordito, totalmente recto y con una cabecita púrpura que no me permitió esperar más. Como si de ellos dependiera el continuar con vida, me lo tragué todo y comencé a chuparlo con desesperación, al tiempo que masturbaba el otro aún oculto bajo la ropa interior.

Transcurrieron… no se cuánto tiempo transcurrió, pero la baba me escurría hasta el cuello cuando decidí que era hora de atender a Gonzalo. Ya no estaba para sutilezas, así que le bajé los calzones de un golpe y mis ojos se encontraron con la que sin duda es la mejor polla que he visto en mi vida. Era larga, ¡muy larga!, con las venas saltadas, el prepucio cubría la mitad del glande, y tampoco se curvaba para alguno de los lados. Engullí lo más que pude ya que no me cupo entera, y mamé como una loca. Me dediqué un lapso a ella y luego fui alternándola con la de Julio, comparando sus sabores, sus texturas, la forma en que me rozaban el paladar y el tiempo que las aguantaba en la garganta. Fueron los momentos más placenteros de mi vida y creí que aún faltaba lo mejor, pero una voz me sacó del sueño. Mi vecina, la vieja más chismosa de la colonia y de quién me había olvidado por completo, me agarró con las manos en la verga. La señora se puso a gritar una sarta de estupideces y amenazas que… ¡hombres a fin de cuentas!, hizo correr a mis amigos. Hasta ahí llega lo interesante, creo que lo demás pueden imaginárselo. Dudo que las cosas cambien mucho de una historia a otra pues todas acaban en lo mismo: en este maldito internado.

Lorena terminó de contarle a sus compañeras los sucesos por los cuáles sus padres la habían enviado a las instituciones del Colegio Santa Margarita, famoso por regresar a las señoritas al buen camino, sin sospechar que las dos chicas no eran las únicas que la escuchaban. Del otro lado del muro de aquel vestidor, escondido entre las escobas y los trapeadores guardados en la bodega y por un pequeño orifico del cuál sólo él tenía conocimiento, Damián era testigo de su conversación. El depravado cuarentón, hombre intachable ante la sociedad, había hecho ese agujero sin que nadie lo supiera para poder ver a las jovencitas cambiarse de ropa o darse una ducha. La abertura estaba localizada en un punto estratégico que le ofrecía una perfecta panorámica tanto de los casilleros como de las regaderas y ninguna de las observadas tenía idea de ello, por lo que actuaban con total naturalidad desnudándose ante aquellos ojos vigilantes que gozaban al mirar senos y coños de todo tipo, color y tamaño. En esa ocasión, los únicos que aún permanecían en el lugar eran, aparte de los de Lorena, los de Cintia y los de Jimena, pero con esos habría de bastarle.

Y dime, ¿no has pensado en vengarte de la tipa que te delató? – Preguntó Jimena – No sé, ponerle en su madre, incendiarle la casa o algo así.

Sí lo he pensado – respondió Lorena –, nada más que no he tenido tiempo porque las malditas monjas apenas y nos dejan salir unas horas los domingos. Tengo en la mente cogerme a su esposo, y tarde que temprano lo he de conseguir. El viejo libidinoso me voltea a ver las tetas con tal descaró, que no creo que se resista si le propongo tener sexo conmigo. Ya estoy viendo la cara de esa perra cuando le diga que me acosté con su marido. ¡Papá!, ¡cómo lo voy a gozar!

¡Eres una puta! – Exclamó Cintia.

Sí, ¡soy una puta! – Aceptó Lorena y las tres se echaron a reír.

Damián estaba sumamente sorprendido, en todo el tiempo que tenía espiando a las internas por aquel hueco, jamás había visto que se abrieran y expresaran de esa forma. Era cierto que la gran mayoría de las escuinclas estaban ahí por "delitos" sexuales, pero algo les sucedía entre aquellas paredes que su actitud en verdad cambiaba, se volvían casi unas santas y resultaba difícil creer que eran poco menos que unas putillas. Eran pocas las que se desnudaban por completo para tomar un baño y raras las veces en que las escuchaba hablar incorrectamente, con groserías o blasfemias, pero esas tres eran diferentes. Tres años habían pasado desde que terminara de perforar el muro que dividía los vestidores de la bodega, y tres años se había tenido que conformar con admirar una que otra en cueros y pocas y leves caricias más allá de la amistad. En más de una ocasión se había preguntado si valía la pena arriesgarse a qué alguien lo descubriera por tan poco, pero aquella tarde supo que sí.

Esas tres chamacas le estaban dando un magnífico espectáculo y aún restaba lo mejor, pero es tiempo de hacer un pequeño paréntesis para describir a las involucradas. Iniciemos con Jimena, la menor de las tres. Contando con apenas catorce años, la niña es una de las más bellas del instituto. Rubia, de tez blanca, facciones perfectas, senos pequeños pero preciosos y piernas largas y bien torneadas, es capaz de hacerle perder el juicio hasta al más cato o sensato, cómo lo demuestran las líneas de su expediente que explican el porque de su entrada al colegio: "prácticas incorrectas e inmorales con el sacerdote de su parroquia". Por su parte, y aunque no posee la hermosura de la anterior, Cintia desprende un no sé qué imposible de ignorar, una sensualidad nata que irremediablemente la convierte en el centro de atención. Pelirroja, con pecas tapizando su rostro y sus hombros, torso casi plano a pesar de tener diecisiete y nalgas prominentes, tiene la capacidad de enloquecer a multitudes. Así pueden probarlo los miembros del equipo de béisbol de su antigua escuela, quienes durante una posada le dieron con todo y por todos lados. Y finalmente está Lorena, no tan bella como Jimena ni tan sensual como Cintia pero sin duda la más atractiva de las tres, al menos para Damián, obsesionado con su cabellera negra, su nariz chata, sus labios carnosos, sus generosos pechos, su brevísima cintura y su sexo depilado. El relato de cómo fue a parar a tan estricto sitio ya lo saben, así que podemos seguir con la historia.

¿Puedo preguntarles algo, chicas? – Cuestionó Lorena.

¡Claro, lo que quieras! – Contestó Cintia.

¿Cómo le hacen para… – se llevó la mano a la entrepierna e introdujo un par de dedos en su vagina – ¡ah!, calmar las ganas? Todas se ven tan clamadas, ¿acaso viene un padrecito a apagar las llamas del infierno con su leche?

No, y créeme, no es tan bueno cómo se oye. – Apuntó Jimena.

¿Entonces? – Insistió la morena.

Pues… recurrimos a otros medios. – Señaló la pelirroja comenzando a masturbarse.

¡¿A dedo limpio?! ¡No!, eso ya lo sé. Me refiero a algo de verdad: a sentir otro cuerpo junto al tuyo, a correrte encima de otro. A follar, para que me entiendas.

También yo hablo de eso.

¿Cómo?

¿En verdad no te lo imaginas? ¡Esperaba más de ti!, pero bueno, no te preocupes que horita te sacamos de la duda.

Damián se quedó con la boca abierta al ver que, ante la mirada atónita de de su compañera, Jimena y Cintia se besaron apasionadamente, empezando con un concienzudo magreo que se la puso más dura que nunca. Aquello era de verdad un festín. ¡Dos mujeres acariciándose y besándose frente a una tercera! El extasiado sujeto no pudo aguantar más la presión que sus pantalones hacían contra su miembro, y lo extrajo para comenzar a masturbarse mientras continuaba maravillándose con aquella escena.

Las chiquillas se penetraron una a la otra utilizando sus dedos y dando principio a un furioso mete y saca que acompañaron con mordidas en sus cuellos y gemidos que animaron a Lorena a intervenir. Un tanto temerosa e insegura, se acercó al entretenido par y se prendió del pezón derecho de Jimena al tiempo que frotaba el muslo de Cintia. Desde su escondite, Damián enloqueció cuando vio que el objeto de sus deseos había abandonado su pasividad. Escupió su mano, rodeó su erecto pene y lo meneó con lentitud y firmeza, disfrutando de cada roce, de los suyos y de los de las jovencitas. Y conforme los movimientos de las niñas se volvían más atrevidos, los suyos ganaban en velocidad. Sus músculos se fueron tensando y cuando estaba a punto de explotar, cuando ya sentía el semen subir a través de su palpitante falo… la fiesta se detuvo, dejándolo frustrado y un poco molesto, cómo si esas a quienes acechaba tuvieran la obligación de complacerlo.

¿Qué pasa? ¿Por qué te detienes, si la estábamos pasando tan bien? – Le preguntaron en coro a Lorena.

No soy una mojigata – sentenció la morena –, no me asusta que se amen pero

¡Un momento! ¿Quién te dijo que nos amábamos? – Inquirió Cintia.

¡Sí!, ¿quién te dijo? – Secundó Jimena – Si nos revolcamos no es por amor sino por sexo, porque no hay hombres con quienes hacerlo.

¡Cómo sea! Allá ustedes si se conforman con eso, pero a mí no me basta. Yo necesito un macho, una buena polla para sentirme a gusto, y no estoy de acuerdo con qué en este lugar no las hay. El que no las haya es una cosa, y que no se atrevan a tomarlas otra. Creí que a ustedes no les habían lavado el cerebro, pero veo que me equivoqué. Son tan estúpidas como las demás.

¡Idiota! – Gritó la rubia – ¿Quién diablos te crees para hablarnos así?

¡Cálmate! – Le pidió la pelirroja – No vale la pena pelearse por… ésta. Si en verdad fuera tan gallita, no andaría preguntándonos cómo calmarse las ganas y se echaría a uno de los profesores.

Pues ya verán como lo hago y les callo la boca, par de pendejas. – Apostó Lorena.

¿Ah sí? Y… ¿a cuál de todos los vejetes te vas a tirar, chula? – La interrogó la menor de las tres.

Al de deportes, al profesor Damián.

Al escuchar su nombre, la excitación perdida por la interrupción de aquel fabuloso espectáculo lésbico regresó al cuerpo del espía. Lorena, la muchacha con la que soñaba cada noche, la chica en cuyo nombre manchaba su mano con ese espeso y blanco fluido dador de vida, la criatura sobre la cual depositaba todas sus fantasías y perversiones, tenía la intención de acostarse con él. El tan sólo saberlo le resultó tan satisfactorio, que, sin siquiera tocarse, eyaculó copiosamente y se deshizo en gemidos y jadeos tan escandalosos que llegaron hasta los oídos de su amor platónico.

¿Escucharon eso? – Cuestionó Lorena a sus compañeras.

No trates de cambiar de tema, que yo no escuché nada. Mejor sigue contándonos cómo es que piensas cogerte a ese ruco al que seguramente ya ni se le para. – Propuso Jimena.

Damián se sintió ofendido por el comentario de la pequeña zorra. ¡Llamarlo ruco! ¡Atreverse a insinuar que era impotente! Su mente de inmediato maquinó mil y un formas para castigarla, pero no tuvo tiempo para decidir cuál de todas utilizaría pues esa la inspiración de sus más bajas pasiones salió en su defensa.

¡Babosa! Se ve que no sabes distinguir lo bueno. – Aseguró Lorena.

¡Vaya!, ahora hasta experta catadora de hombres me saliste. – Mencionó la rubia.

¡Sí!, no te hagas la que todo lo sabe que no estás con dos mocosas ingenuas. – Dijo Cintia.

¿Ah no? Pues yo lo dudo, mira que desconfiar de mi buen ojo. Si quiero follarme al profesor de deportes, es porque creo que será un muy buen amante; y si yo lo digo, debe ser cierto. No me digan que no está buenísimo, porque estarían mintiendo. Esos brazotes que se carga el tipo son para lanzarte a ellos. Y esas piernas. Y ese trasero y el bulto que se le marca en sus bermudas cuando se pone en cuclillas. ¡Está riquísimo el cabrón! Sí, es cierto, no es muy guapo y tiene sus añitos, pero igual está ¡cómo para dos o tres polvillos! – Expresó la morena chupándose los labios y haciendo sentir a Damián muy alagado.

Supongamos que tienes razón y que el viejillo está cómo quiere – comentó la mayor –, ¿cómo le vas a hacer para que acepte darte verga?

Seguro no será difícil, basta con darse cuenta la forma en que me mira para saberlo. Es un poco tímido y no ha cruzado la línea ninguna de las veces que me ha dado masajes cuando finjo lastimarme, pero sé que lo desea tanto o más que yo. Lo sé y voy a conseguir arrancarle esa facha de decencia que tanto atractivo le resta.

Damián no pudo evitar sentirse un completo perdedor al oír las palabras de Lorena. Ella tenía razón, el pobre individuo era tan tímido que ocultaba sus deseos espiando por un orificio. Cada vez que estaba cerca de ella, las manos le sudaban y la voz le faltaba. Esos masajes de los que la chica habló eran para él todo un martirio. Tenerla tan cerca y no atreverse siquiera a confesarle cuánto le gustaba, era algo que apenas y podía resistir sin perder la razón. Frotarle los muslos evitando mirarle esa entrepierna o esas tetas que tan bien conocía, le resultaba un suplicio, un enorme castigo que llegó a pensar era la forma en que el Señor lo reprimía por sus actos, por ese observarla sin su consentimiento ni conocimiento.

Si tan sólo lo hubiera sabido – murmuró el docente –. Si hubiera tenido los huevos para… ya ni lamentarse es bueno. Si lo que dice es cierto, tendré otra oportunidad y entonces sí… entonces sí. – Dictó mientras su mente empezaba a recordar la última vez que había estado a solas con ella.

Era jueves y el reloj marcaba las doce de la tarde, lo sé porque ese día y a esa hora tengo clase con su grupo. Salí de la sala de maestros después de lavar con pasta de dientes el olor a cebolla de mi boca y caminé hasta la cancha de básquetbol, dónde ya me esperaban ella y las demás alumnas, esas que ante mis ojos pasaban desapercibidas en su presencia. No tenía ánimos de dar la clase, así que me inventé una prueba de resistencia, les mandé correr veinte veces alrededor de la duela y me senté en las gradas a admirarla, a imaginarla cómo tantas veces la había visto en los vestidores, cómo todas las noches la veía en mis sueños.

Durante las primeras tres vueltas no le quité la mirada de encima, no dejé de desnudarla y pensarme sumergido entre sus piernas. Mi miembro comenzó a ganar tamaño y pronto mis shorts delataron la gran excitación de la que era presa, así que me dirigí a los sanitarios con el propósito de bajar mi temperatura con agua fría pues no hubiera sido conveniente que alguna de las niñas notara mi estado. Estaba a medio camino entre el estrado y el baño, cuando la escuché gritar. De inmediato giré la cara hacia dónde provenía el quejido y la encontré tendida sobre el piso y agarrando su tobillo. Eran ya varias las ocasiones en que aquello ocurría y comenzaba a parecerme extraño, pero no tenía la seguridad de que estuviera fingiendo para librarse de hacer ejercicio o algo más, por lo que no me quedó más opción que atenderla. Bueno, no voy a negar que, a pesar de lo tensa que se tornaba la situación cada vez que visitábamos la enfermería y lo mal que me sentía cada vez que salíamos de ésta sin haber hecho algo más, aquello me agradaba, que lo hacía con verdadero gusto. ¿A quién quiero engañar?

La abracé, les pedí a las otras que continuaran cómo si nada hubiera pasado y nos enfilamos rumbo al consultorio. Una vez ahí, la recosté sobre la camilla y busqué la pomada para torceduras y tirones. Tomé una buena cantidad de ésta, me la esparcí por ambas palmas y me dispuse a sobar el área lastimada. Traté de evitar que los colores se me subieran al rostro y mi falo despertara al sentirla tan próxima, pero los sonidos que ella emitía conforme mis dedos frotaban su piel me lo hacían prácticamente imposible. En verdad tuve que esforzarme para no arrancarle la ropa y hacerle el amor en ese instante. Ahora sé que eso no habría sido problema, que ella también lo quería, pero bueno, ya vendrá la próxima.

¿Te duele mucho? – Le pregunté mirándola a los ojos.

Sí, mucho. – Respondió ella mirando mi entrepierna.

¿Qué pasó? ¿Por qué te lastimaste? – Inquirí creyendo que había sido mi imaginación, que ella no había visto directo a mi sexo, pero ahora sé con seguridad que así fue.

No lo sé. Estaba corriendo y de repente caí al suelo con el tobillo lastimado. Lo qué pasa es que soy muy frágil, ¿sabe? Desde niña he sido así, necesito de alguien que me cuide, pero en este lugar me siento tan sola que me lastimó de la nada, por pura falta de cariño. – Argumentó abriendo sugestivamente las piernas.

No digas eso, de seguro tienes amigas que te quieren. – Apunté fijando mi vista en la nada.

No, ¡ni una sola! No crea que me hago la víctima, pero en verdad me siento triste. La única alegría que tengo en este colegio es su clase – señaló colocando su mano sobre las mías, entorpeciendo el masaje –. Los únicos cincuenta minutos felices de la semana son cuando lo veo – se incorporó acercando su cara a la mía –. ¡Lo quiero mucho, profesor! – Exclamó dándome un beso sospechosamente cercano a la boca.

Yo no supe que hacer ni que decir, el corazón me latía cómo nunca y mis pantalones cortos estaban que estallaban. Nada más estaba esperando qué ella lo notara y se desatara el escándalo, lo que afortunadamente no sucedió pues mi notoria erección lejos de asustarla la complació. Ahora lo sé, pero en aquel momento estaba sumamente nervioso e intenté zafarme asegurándole que ya estaba bien y que podíamos regresar a la clase, premisa que contradijo pidiéndome que le sobara también los muslos porque el dolor se le había corrido. ¡Era yo el que me iba a correr, si no me la quitaba de encima!, pero ¿qué podía hacer si la chamaca me tiene loco? ¿Cómo negarme si en lo único que pienso es en tocarla?

Mis dedos fueron escalando por su pierna hasta situarse justo arriba de la rodilla. Presionaron ligeramente la suave y tersa piel, robándole un suspiro que por poco me hace ir más arriba y hacia el centro, pero logré controlar mis deseos, no así mi mirada que ansiosa busco sus mamas, cautivas debajo de esa delgada y ajustada blusa que utiliza para mi clase. Ella lo notó y también olió mi nerviosismo, gozaba viéndome sufrir luchando porque mi lado animal no venciera al racional. Abrió el compás hasta llegar casi a los ciento ochenta grados y una mancha se extendió desde mis calzoncillos hasta mis bermudas. Mis dedos se hundían con más fuerza en su carne y ella no lo hacía más fácil.

¡Ay! ¡Qué rico, profesor! – Gemía sin pudor alguno, incitándome a soltarle la rienda a la pasión – ¡Qué bien da los masajes! Después de haber probado sus manos, una no puede dejarlas. ¡Ah, que bien se siente!

Aquello fue demasiado, paré de estrujar sus morenos y apetitosos muslos y, de la manera más convincente que el en verdad querer lo contrario me permitió, le ordené que regresara con sus compañeras. Con un gesto que expresaba lo descontenta que la había puesto mi petición, abandonó la enfermería no sin antes agradecerme las atenciones con un abrazo que me estremeció de pies a cabeza. En cuanto cruzó la puerta, corrí el cerrojo, me saqué la verga y luego de unas cuantas sacudidas me corrí yo también, regando el piso con mi semen.

De esa tarde habían pasado ya seis días, pero Damián recordaba todo cómo si hubiera sucedido ayer. Las imágenes que su mente retransmitió fueron tan vivas, tan sentidas, que no se percató cuando las tres chicas salieron de los vestidores ni de la apuesta que realizaron. Cuando volvió a colocar su ojo en el orificio que le servía de telescopio, ya se habían marchado. Intentó reclamarse el haberse perdido en los recuerdos, pero no podía estar molesto consigo, con nadie ni con nada. Lorena estaba dispuesta a acostarse con él, y ese motivo era más que suficiente para sonreír y sentirse feliz. Luego de acomodarse la ropa y asegurándose de que nadie lo viera, dejó su escondite y se marchó a casa, sabiendo que al día siguiente sería jueves, contando los minutos que faltaban para estar con el amor de su vida.

Estando ya en su recámara, se miró al espejo y por primera vez en su vida le gustó lo que vio. Se acordó de las palabras de la morena y se fue encendiendo al escucharlas en su cabeza: "esos brazotes", pensó tomando una posición de físico culturista; "esas piernas", tiro una patada imitando a un karateca; "esas nalgas", se puso de perfil y se agarró los glúteos haciendo un movimiento de afirmación con la cabeza; "y ese bulto", sonrió frotando por encima de los pantalones su potente y evidente erección. Se desvistió lentamente repitiéndose en silencio lo atractivo que era. Se admiró de pies a cabeza, al derecho y al revés, de arriba abajo, una y otra vez, y finalmente atrapó su hinchado falo para iniciar con un frenético sube y baja que, sin él saberlo, competía contra la furiosa manera en que Lorena se auto penetraba con la ayuda de un desodorante.

Era cómo si sus manos se movieran en perfecta sincronía, cómo si en lugar de estar separados por varios kilómetros, ella en la oscuridad de su habitación en el internado y él en la soledad de su cuarto, se encontraran frente a frente, impulsándose el uno al otro, animándose con sus respectivas caras de satisfacción y sus gemidos callados. Ella pellizcaba sus pezones y no paraba de clavarse con aquel objeto cilíndrico que por más grueso y largo no podía sustituir el calor de un hombre, y él seguía envolviendo su endurecida polla, dándole pequeños apretones con los que inútilmente intentaba reemplazar los espasmos de una vagina, una de esas en que tan pocas veces y con tan poca suerte había estado. Sus pieles se iban tornando rojas, sus pupilas dilatándose y su frecuencia cardiaca elevándose. Dentro y fuera. Arriba abajo. Lorena se derramó humedeciendo las sábanas y Damián explotó chorreando el cristal, sin saber el uno del orgasmo del otro pero habiendo sido sus respectivas motivaciones, habiendo estado conectados por los eventos futuros, por lo que estaba por venir, por lo que al día siguiente habrían de vivir. Ambos se durmieron y la madrugada se consumió en el fuego que emanaba de sus sueños, en la desesperación que obligó al tiempo a correr más de prisa, a saltarse un par de horas.

Con el primer rayo de sol sonó el despertador. Damián saltó de la cama y se metió bajo la regadera para asear perfectamente hasta el rincón más oculto, era un día especial y no podía permitirse oler mal. Se puso una ropa que resaltaba sus atributos, se peinó de tal manera que disimuló sus entradas y se roció con el perfume que guardaba para ocasiones extraordinarias, ese cuyo recipiente estaba lleno. No desayunó pues no fuera a engordar. Salió de su casa hecho un cuero, y la seguridad que proyectaba lo hacía parecer otro hombre. Se cruzó con la vecina de al lado y la mujer no lo reconoció, o tal vez sería correcto decir que por primera vez volteó a verlo pues nunca había reparado en él de tan gris. Todo apuntaba a que sería su gran día.

Para Lorena las cosas empezaron un tanto diferente. Antes de que la luna se ocultara, el golpeteo de una campana interrumpió sus fantasías anunciándole que era hora de la ducha. Limpiándose las lagañas y bostezando sin cesar, se arrastró hasta los vestidores para deshacerse de la modorra con agua fría. Se vistió el uniforme azulgrana, escuchó la misa matutina, comulgó y comió lo de todas las mañanas: leche, pan y jugo. Y ya con el estómago medio lleno, a comenzar las clases, a soplarse las de matemáticas, español, química, biología y arte antes de que finalmente llegara la de deportes, antes de fingir lastimarse el tobillo para, de una vez por todas, tirarse a su profesor.

Las manecillas se juntaron señalando el doce y Damián observó desfilar una a una a sus alumnas. Se fueron formando en hileras, pero Lorena nada más no aparecía. Pasaron cinco minutos del mediodía y no había rastro de ella, detalle que lo irritó y le hizo perder la calma que lo caracterizaba, ganándose risas y murmullos de parte de las chamacas, sospechosas de lo que había o habría de haber entre él y la morena.

¡Claudia! ¿Dónde está su compañera Lorena? – Preguntó el abrumado sujeto alzando la voz cómo nunca antes, azorando a las internas.

Fue a la enfermería, profesor. – Respondió la niña en voz baja, cómo no queriendo.

¿A la enfermería? – Insistió Damián.

Sí. – Corroboró Claudia.

¿Qué fue hacer ahí si no hay nadie? ¿Se sintió mal? – Volvió a cuestionarla.

No lo sé, nada más nos dijo que iba a ir.

Está bien. Pónganse a darle veinte vueltas a la duela en lo que yo voy a buscarla. Ahora regreso. – Mencionó el docente saliendo con dirección al consultorio.

Es en este momento, mientras Damián atraviesa el colegio para llegar hasta su amada, que he de abrir otro paréntesis, esta vez para aclarar el porque siendo una enfermería, no la atiende una enfermera. Es muy simple, las monjas del Colegio Santa Margarita eran tan avariciosas que decidieron no pagar los servicios de un trabajador del sector salud. Ya que el profesor de educación física tenía una maestría en medicina deportiva y su horario de clases estaba mucho menos saturado que el de los demás académicos, le asignaron a él la responsabilidad para así ahorrarse unos cuantos pesos que bien podrían invertir en su negocio de contrabando de rompope. Habiendo explicado la conveniente coincidencia de que el lugar de reunión de los protagonistas se encontrará siempre a su disposición y sin la molesta presencia de un tercero, prosigamos con la historia.

Lorena se jalaba los pelos para evitar volverse loca. Faltaban escasos segundos para que su profesor estuviera frente a ella y le cumpliera el caprichito, pero son precisamente esos últimos momentos los más desesperantes y así los vivía ella: mirado el reloj constantemente y preguntándose por qué el tiempo vuela más lento en la mañana que en la noche. Estaba tratando de descifrar la teoría de la relatividad para resolver sus dudas, cuando escuchó pasos acercándose. No podría tratarse de otra persona que Damián, así que se apresuró a colocarse en una posición sensual que a la vez expresara lo supuestamente mal que se sentía. Se recostó en la camilla dejando una pierna al aire y la otra flexionada, posó la mano izquierda sobre su sexo, descubrió uno de sus hombros, con la derecha tapó sus ojos, comenzó a quejarse con un tono que más bien parecía cómo si la estuvieran penetrando y esperó a que su próximo amante hiciera acto de presencia.

Entré al consultorio y la encontré más bella que nunca, el saber que esa era la tarde en que sería mía borró todas sus imperfecciones: su nariz chata, el desproporcionado tamaño de sus senos respecto al resto de su cuerpo y sus delgadísimas pantorrillas. Sus piernas estaban abiertas y por sus shorts se asomaba el encaje de sus bragas. La blusa le colgaba de un hombro y el nacimiento de sus tetas se mostraba coqueto e incitante. Caminé hasta ella y le acaricié la mejilla, sintiendo como la sangre se iba acumulando en mi miembro.

¿Qué tienes, pequeña? ¿Te sientes mal? – La interrogué sobando mi paquete contra su muslo.

Eh… sí. – Se limitó a decir, sorprendida por mi nueva actitud.

No te preocupes, con un masaje seguro te pondrás mejor. – Afirmé antes de voltearla boca abajo e hincarme con sus piernas atrapadas entre las mías.

Comencé por su nuca y su cuello, procurando librarla de todo estrés, activando sus nervios para ponerla a tono. Poco a poco fue aflojando el cuerpo y acostumbrándose al cambio de planes, a que yo tuviera el control de la situación. Mis manos se fueron deslizando por su espalda hasta llegar a su trasero. Supongo que pensó que no me atrevería a tocarle una parte tan íntima, pero la impresioné estrujando con fuerza sus ricas nalgas, amasándolas hasta que su respiración se oía en todo el cuarto, momento que aproveché para hacer a un lado la tela de sus pantalones cortos y sus pantaletas, y acariciar su vulva.

¿Qué ha… – quiso protestar por mi osado movimiento, pero se mordió la lengua al sentir que la penetraba y no pudo continuar hablando.

¿No era esto lo que querías? ¿No necesitabas un hombre para calmar tus ganas, putilla? Pues aquí me tienes, así que ahora ¡muévete! – Le ordené extrayendo mis dos dedos de su lampiño, tibio y estrecho coño, para sumarles otro e introducirlos de nuevo y con más violencia.

¡Ah! No sé qué chingados te ocurrió para que cambiarás tanto, pero me gusta. Ya decía yo que serías un buen amante. – Apuntó al tiempo que empezaba a sacudir sus caderas en círculos.

Mi mano se fue empapando con sus jugos mientras mi verga hacía lo propio con mi bóxer. Mis colmillos estaban enganchados de mis labios y un hilillo de sangre escurría por mi barbilla. Estaba fuera de mí, completamente embrutecido por esa hermosa jovencita a mi merced, porque ella así lo había planeado y no necesitaba más agujeros para espiarla. El calor de su gruta me ponía mal, me encendía de sobremanera. Le quité los shorts y las bragas dejándola desnuda de la cintura para abajo. Me abalancé contra su entrepierna y comencé a chupársela con ansia, subiendo de vez en cuando a atender su ano. Ella se retorcía de volver a sentir el placer de estar con un macho, así me lo hacían saber sus palabras, esas que balbuceaba con dificultad entre gemidos, y yo me sentía en la gloria.

¡Métemela ya, hijo de puta! ¡Métemela ya, que no tenemos mucho tiempo! – Me pedía.

Yo deseaba lo mismo, pero me resultaba sumamente complicado despegar mis labios de los suyos, hacía mucho tiempo que no probaba ese sabor ácido de una mujer y no quería parar hasta que quedara grabado en mi lengua, mas tuve que hacerlo porque efectivamente no contábamos con mucho tiempo. Con la torpeza de estar temblando de la emoción de tener a esa chiquilla frente a mí y con el culo al aire, me bajé la bermudas y le enseñé mi inflamado y baboso falo, el cual dio un sobresalto ante su gesto de aprobación, ante esa pícara sonrisa que en su rostro se dibujó al percatarse de lo bien armado que estoy. Orgulloso y anhelando estar en ella, coloqué la punta de mi polla en su orificio. Antes de penetrarla, paseé mi glande a lo largo de su raja, para impacientarla. Ella se echaba hacia atrás para ensartarse, pero yo se lo impedía, al principio para hacerla desearme y después porque se me ocurrió que sería mejor entrar por otro lado, por uno menos común. Lubriqué su anillo con mis propios fluidos sin que ella se oliera lo que pretendía, y finalmente, agarrándome a sus costados, arremetí contra su angosto canal hasta introducirle la mitad de mi gruesa herramienta. Ella gritó e intentó zafarse, pero me le caí encima y la paralicé con mi peso, con esos músculos que tanto le agradaban.

¡Estúpido! – Aulló con toda su rabia – ¡¿Qué diablos haces?!

Lo qué querías, ¡metértela! No me digas que ya no te gustó, que a fin de cuentas no dejas de ser una niñita y que nunca te habían dado por el culo. – Dije con tono cínico, gozando el haber hecho algo que en verdad no se esperaba, demostrándole que ahí el experto era yo.

¡No seas imbécil! Si me quejo es porque no me la has metido toda y no por otra cosa, porque… ¡ay! – Chilló cuando mis bolas chocaron con sus nalgas, señal de que la tenía ensartada hasta el fondo.

Pues ya no te quejes que ahí la tienes: enterita y hasta adentro. – Señalé besándole el cuello.

Y ¿qué? ¿Es lo único que sabes hacer? ¿Te vas a quedar ahí nomás? ¡Rómpeme el culo, cabrón! ¡Trátame cómo a la peor de las putas, que eso soy y no una escuincla! ¡Ah! ¡Y déjate de besitos cursis, por favor! – Decretó cómo si lo único que le importara de mí fuera mi pene y no mis sentimientos, esos que sentía por ella desde el primer momento en que la miré desnuda a través de aquel hoyo en la pared.

Enrabietado por lo zorra que era, por rechazar esos besos que con tanto amor le daba, inicié un mete y saca con tanta fuerza que pensé que la camilla se iría al suelo en cualquier momento. Clavaba mis uñas en sus glúteos y mis dientes en su espalda, sin parar de embestirla con todas mis ganas, sin importarme el que pudiera lastimarla o las sábanas estuvieran manchándose de rojo. Haciendo un gran esfuerzo, estiré mi brazo y tomé una botella de agua con la que también atravesé su vulva, animándola a moverse como posesa y escupir palabras altisonantes a la menor provocación. Tenía los ojos cerrados y en verdad estaba gozando con la manera en que la trataba, con mi brusquedad, con mi falta de delicadeza, y yo también lo disfrutaba, sus esfínteres se cerraban sobre mi endurecida verga estimulándola deliciosamente. La cabalgué como una bestia hasta venirme e inundarle los intestinos, de una forma tal que la mente se me puso en blanco por unos minutos y no reaccioné hasta que me exigió seguir moviéndome para que ella también terminara, cosa que no tardó en suceder pues antes de que se me pusiera flácida, ella explotó dándole de golpes a la colchoneta y gritando lo maravilloso que había sido.

¿Te gustó? – La cuestioné ya con tono amable y buscando elevar mi ego.

Sí, mucho. – Contestó ella acariciando mi cabello y pidiéndome que la abrazara.

La obedecí y permanecimos unos minutos acostados y sin decir palabra hasta que repentinamente, cómo acordándose que no le gustaban las cursilerías, me mandó me le quitara de encima. Me puse de pie y estaba por subirme los shorts, cuando me pidió que no lo hiciera, que me masturbara para ella y me corriera en sus pantaletas para así recordarme por las noches.

Está bien, pero antes mi amigo necesita que lo reanimen. – Comenté sacudiendo mi adormecido miembro.

Sin demora, Lorena se arrodilló y se tragó mi falo, despertándolo rápidamente con sus hábiles lengüetazos y separándose de él una vez habiéndolo logrado. Me entregó sus bragas y yo envolví mi polla con éstas antes de dar inicio a la masturbación. Todo el tiempo estuvo observándome, lamiéndose los dedos y toqueteando su sexo, por lo que no tardé mucho en derramarme en su ropa interior, dejándole el recuerdito blanco y oloroso que ella quería. Le devolví su prenda y ella se la puso y terminó de vestirse con la intención de marcharse. Antes de que lo hiciera, pronuncié su nombre y le dije que la quería. Dio media vuelta y regresó hacia mí, acercó su rostro al mío y cuando creí que me daría un beso en la boca, se agachó y me lo dio en la punta de mi todavía endurecida verga para luego salir corriendo de la enfermería cómo si hubiera cometido una travesura. Entre feliz e insatisfecho, yo también me acomodé la ropa y abandoné el lugar para volver a la cancha y terminar la clase. Durante los minutos que le restaban a ésta, no nos dirigimos ni una sola mirada.

Las horas pasaron, y Lorena se reencontró con Cintia y Jimena en la ducha vespertina. Lo primero que las chicas hicieron, fue interrogarla acerca de su encuentro con el profesor de deportes. La morena no expresó palabra alguna, se quitó las pantaletas y se las mostró a sus compañeras. Ellas olieron la prenda y el aroma inconfundible del semen las convenció de que en verdad había sucedido, de que en verdad habían follado.

Y… ¿cómo estuvo? – Preguntó la rubia.

Pues… dos tres. – Respondió Lorena tratando de disimular lo fascinada que había quedado.

Bueno, ganaste la apuesta – expresó la pelirroja –. ¿Qué vas a querer que hagamos esta semana que seremos tus esclavas?

Todavía no lo sé, pero prepárense que voy a ser una perra maldita con ustedes, por haberse atrevido a dudar de mí. – Amenazó Lorena caminando en dirección a las regaderas.

Y mientras su pequeña y sus amigas terminaban de asearse para después tomar la cena, Damián conducía rumbo a su casa con un notable bulto entre sus piernas. No podía dejar de pensar en lo que acababa de suceder unas cuantas horas atrás, aún no lo creía. La sonrisa no se le borraba de la cara y hasta tarareaba una canción que sonaba en ese radio que por primera vez había encendido. La noche cayó, y Lorena, refugiada en la privacidad de su cuarto, apretó contra su pecho las sucias bragas y a punto estuvo de, al recordar las palabras de su profesor, escapársele un "yo también te quiero", pero logró contenerse, no así una lágrima que resbaló por su mejilla y se perdió en sus labios. Respirando profundamente para calmarse, asustada de experimentar esa sensación llamada amor que sólo conocía por las películas y las novelas rosas que a escondidas de los demás leía, le prendió fuego a la prueba de ese encuentro que, contra su voluntad, había significado más que buen sexo. El humo se elevó y escapó por la ventana, viajó a través de la ciudad hasta colarse al departamento del docente y mezclarse con el del cigarrillo que el despreocupado individuo se fumaba, acostado en su cama sin más cobija que la oscuridad. Lorena observó cómo el algodón se reducía a cenizas, mientras su corazón se hacía trizas sin motivo aparente. Damián se masturbó pensando en ella y en los preparativos de una boda que sólo se realizaría en sus sueños.