Internado de chicos
Un chico es ingresado en un internado para muchachos. La primera noche en el establecimiento será muy, muy excitante...
Internado de Chicos
El año pasado, cuando tenía 16 años, mis padres decidieron que estudiaría ese curso en un internado; las razones eran de tipo familiar y no vienen al caso. Lo que sí viene es que en aquel curso que pasé internado tuve el más extraordinario conocimiento que imaginar pude, y eso sí os lo voy a contar.
Llegué al internado de chicos de la ciudad de L... cuando ya había comenzado el curso. El caso es que llegué de noche, porque vivo bastante lejos de aquella ciudad. Me recibió el director, que me acompañó a mi habitación. Era una estancia no muy amplia, compartida con otros cinco chicos, que dormíamos en hileras de tres camas. Los demás estaban ya acostados, y el director me señaló, con una linterna, cuál era mi lecho. Cuando se marchó sólo quedó como luz en la estancia unas luces difusas que había sobre la pared, para que la habitación no quedara totalmente a oscuras. Me desvestí como pude, porque no veía gran cosa y además aún no me habituaba a la penumbra. Tengo costumbre de dormir desnudo en mi casa, y, la verdad, no caí en la cuenta de que allí no estaba en mi hogar. Me acosté, muy cansado del viaje, desnudo, como siempre, y enseguida me quedé dormido.
Me desperté de repente cuando noté que alguien me agarraba por detrás (yo estaba acostado boca abajo); intenté gritar pero quien fuera me había puesto la mano en la boca y apenas pude gemir. Noté como no era una sola persona la que me sujetaba, porque sentía varias manos que me agarraban de mis brazos y de mis piernas. Quienes fueran me tenían totalmente inmovilizados. Alguien encendió entonces una linterna y me la acercó a la cara. No podía ver a ninguno de los que me apresaban, porque antes la penumbra y ahora la luminosidad hacían imposible que viera nada. Uno de los que me sujetaban habló, casi al lado de mi oído, en un susurro:
--Bueno, bueno, tenemos un pichoncito nuevo en el internado... Mira, pichoncito -decía con un tono lujurioso que me hizo poner la carne de gallina--, todos los novatos que llegan al internado tienen que pasar por las pruebas que les ponemos los veteranos, y tú no vas a ser menos, ¿verdad?
Yo me rebullí entre los brazos que me sujetaban, pero uno de los que lo hacían me dio un fuerte golpe en la espalda.
Aullé de dolor, aunque apenas trascendió un leve gemido, al tener tapada la boca.
--Yo que tú colaboraría, pichoncito - dijo de nuevo la voz-. Podemos hacerte mucho daño.
Y entonces alguien me metió la mano por debajo del cuerpo y me agarró los huevos; los apretó con fuerza, y yo vi las estrellas. La presión no cesaba, y yo me sentía morir, pero la presa que me hacían mis captores era imposible de zafar. Por fin, después de por lo menos diez segundos, que a mí me parecieron diez horas, la presión cedió, y la mano se retiró.
--¿Quieres otro apretoncito, pichoncito? Ahora podemos estar, digamos, un minuto, y con un poco más de presión... pongamos el doble. ¿Quieres probarlo?
La mano volvió a meterse debajo de mi cuerpo, y, enloquecido, agité la cabeza como un poseso, negando que quisiera padecer de nuevo aquel tormento.
--Eso está mejor, pichoncito. Ahora vas a hacer todo lo que te digamos, y si te niegas, ya sabes lo que te espera. Somos cinco contra uno, así que... no tienes absolutamente ninguna posibilidad.
Me levantaron en vilo. Yo tenía los huevos súper doloridos, pero no podía agarrármelos, como hubiera querido, porque me seguían sujetando los brazos.
--La primera prueba es para saber si eres capaz de tragarte cualquier "marrón" que te toque sin chivarte a los maestros.
Me colocaron boca abajo, al filo de la cama, por la parte de los pies, con la cabeza casi colgando. Entonces vi como uno de los que me sujetaban se colocaba delante de mí. Iba desnudo, y tenía la polla en erección, un vergajo bastante considerable, y sobre todo bastante gordo. Ahora comprendía lo de "tragar". Me horroricé: iban a violarme bucalmente, y yo no era homosexual... Me gustaban las tías, de hecho tenía una medio novia en mi ciudad, y había conseguido que me la mamara un par de veces, ya que no quería que folláramos. Yo no era un maricón, no lo era... Pero cómo iba a negarme a abrir la boca, cuando todavía me dolían los huevos como si me los hubieran triturado. Para terminar de despejar mis dudas, alguien, desde atrás, me cogió los huevos y apretó ligeramente, lo suficiente para que el dolor volviera, aunque no tanto como antes. Ya sabía lo tenía que hacer para que aquella mano cejara en su empeño: abrí la boca y cerré los ojos. Algo grande y enorme se me coló entre los labios, y de repente pareció que un solomillo de ternera, caliente y palpitante, me ocupara toda la boca. El tío había dado un golpe de pelvis y me había metido todo el glande y la mitad de su rabo en la boca, que sentía ya llena. Me dio una arcada de náusea, pero la mano de los huevos apretó un poco más, y comprendí que no eran momentos de andarse con ascos. No sabía muy bien como se hacía, pero recordaba los vídeos porno que había visto, con tías chupando nabos monumentales, y también cómo lo hacía mi medio novia, y me apliqué al cuento. Era un gran pedazo de carne cálida y viva, y el tío me la metía y la sacaba, la metía y la sacaba, y cada vez que la metía lo hacía algo más adentro. Llegó un momento en que la punta del glande chocó con la campanilla, y pensé que ahí sí que me iba a volver a dar arcadas y que volvería el dolor en los huevos, así que, no sé cómo, me las ingenié para ahuecar la boca y dar cabida a toda aquella carne, que entraba cada vez más. El capullo del nabo traspasó limpiamente la zona de la campanilla y avanzó hacia abajo, buscando la garganta. Tenía un rabo de no menos de 18 centímetros casi totalmente encajado en la boca, y escuché los comentarios de los otros:
--Fíjate el mariconazo, se lo está tragando enterito.
--Es verdad, ya lo tiene que tener casi en el estómago.
--Traga, traga, putito pichón, trágatela toda.
Otra embestida más, y la verga se enterró totalmente en mi boca. Notaba la punta del capullo muy adentro, prácticamente en la laringe, y además el nabo era tan gordo que me llenaba la boca sin poder darme opción a nada más que a abrir las mandíbulas lo más que podía. El tío que me la estaba encalomando por la boca empezó a jadear más fuerte y dio un tirón de la polla: la sacó hasta colocarla sobre mi lengua, que salió arrastrada por el nabo. En esto que el que me cogía por los huevos me los apretó suave pero firmemente, y yo volví a ver las estrellas. De pronto sentí un churretazo de algo caliente y agridulce; cuando me di cuenta de lo que era, hice ademán de echar la cara a un lado, pero un fuerte apretón en mis cojones me lo impidió. Mantuve la boca abierta y la lengua como la tenía, y el tío se me corrió en la boca, una vez, y otra, y otra, y otra, hasta siete veces conté. La leche del tío me resbalaba por las comisuras de los labios, y aunque no quería, tuve que conocer a qué sabía. Y, sorpresa, sorpresa, el semen tenía un sabor bastante agradable. Así que vencí mi inicial repugnancia y, como además la presión en mis cojones no cedía, me tragué como pude aquel torrente de líquido espeso y lechoso. El tío que me la estaba encalomando por la boca, a pesar de que ya había terminado de correrse, seguía follándome oralmente, y yo seguía chupando, aunque ya no había apenas líquido que tragar. Lo cierto es que aquella sustancia blancuzca y cálida me estaba resultando cada vez más sabrosa, y el hecho mismo de sentir aquel vergajo dentro de mi boca, aquella montaña de carne, hizo que se me pusiera mi propio nabo como una estaca.
--Eh, mirad, mirad al mariconazo cómo se le ha puesto la polla, es un gran mariconazo, se empalma cuando la chupa.
Noté risas y uno de los que me sujetaba me pasó un dedo entre las cachas del culo. Y, os lo prometo, sentí un escalofrío como nunca jamás había sentido. El tío se dio cuenta, porque insistió, y cada vez que me pasaba el dedo, me daba un repeluco que me temblaba el cuerpo entero. Entonces noté que en el dedo se había producido un cambio sustancial: ahora estaba húmedo, y se detenía en mi estrecho agujerito del culo. Hizo una prospección y no le costó demasiado meterse en aquel recóndito lugar. Pronto le acompañó otro dedo, y un tercero con algo más de esfuerzo.
Entretanto, el de la polla gorda se había salido de mi boca y dejaba su lugar a otro tío, en este caso de nabo más delgado pero también más largo. No hizo falta que el de la presión en mis cojones actuara. Yo abrí la boca todo lo que pude y esperé, no sin cierta avidez, aquella nueva verga. Como era más delgada, entró con más facilidad; además, tenía la boca suficientemente lubricada con la leche del anterior. Noté pronto cómo el capullo traspasaba limpiamente las amígdalas, camino de la garganta. Tenía un rabo sedoso y aterciopelado, daba gusto recibir sus embestidas en mi boquita de piñón. El tío me follaba por la boca sin compasión, se ve que hacía tiempo que no follaba. No tardó en correrse en mi boca, mientras decía:
--Trágatela toda, putito maricón, trágate toda mi leche, rebáñala, no dejes que se pierda ni una gota, puto mariconazo.
Y yo, que siempre he sido muy bien mandado, obedecía sin rechistar. Ya no me acordaba del dolor de los cojones. Sólo tenía sentidos para aquel torrente de semen que me inundaba la boca y la lengua, mezclándose con los restos de la anterior, y para el agujero que cada vez se iba abriendo más y más en mi culo, donde el tío me había metido ya cuatro dedos, y yo notaba mi ojete totalmente distendido. Por eso no me extrañó cuando noté que alguien se subía a mi grupa y me colocaba algo caliente, muy caliente, y grande, muy grande, a las puertas de mi relajado esfinter. El tío dio un golpe de pelvis y sentí como si me hubieran metido un aparador por el culo. Una tranca muy gorda me ensartaba por detrás, y a pesar de que tenía el agujero distendido, el diámetro de aquella herramienta superaba las dimensiones expandidas de mi ojete. Pero pronto el dolor intensísimo dio paso a un placer vivísimo, una oleada de calor y orgasmo que me recorrió la espalda hacia la cabeza, justo cuando otro me metía su tranca en la boca. No tardó mucho en correrse tampoco, y lo hizo con una generosidad extraordinaria: no menos de diez churretazos me largó el tío en la lengua, que yo mantuve totalmente fuera de la boca, ahuecándola, para que no se perdiera ni una gota, como una perra en celo. La leche me rebosaba en la boca, pero no quería dejar de saborearla. Me relamí en las comisuras, donde había algunos restos, y abrí la boca de par en par, pidiendo más. El quinto que aún no había pasado por alguno de mis agujeros ocupó su sitió en mi lengua, que le lamió la pinga con auténtica gula. Era un nabo algo más delgado que los anteriores, pero también estaba muy sabroso. Le lamí el glande, con lujuría, regodeándome en el ojete, esperando que pronto saliera por allí su preciado tesoro, y me la metí entera, hasta la empuñadura, en la boca; el tío me folló con violencia, y yo noté como me corría con mi polla. El tío pareció que se había dado cuenta, porque también se corrió, mientras me dedicaba sus piropos.
--Traga, maricona, trágatela toda, mariconaza, comete todo mi rabo lleno de leche, mamón.
Este tampoco debía hacerse muchas pajas, porque me largó ocho o nueve zurriagazos en plena boca, que me supieron a ambrosía. La boca la tenía pegajosa de tanta leche, pero esculqué en el ojete, buscando alguna gota más de aquel tesoro.
Mientras, el que me estaba dando por el culo empezó a jadear, y pronto noté algo húmedo y caliente regándome con generosidad las entrañas. El chico cayó exhausto sobre mí, y se levantó poco después. Una voz dijo:
--Vamos ahora a la segunda prueba. Ahora queremos saber si tienes aguante para la bebida.
Los que me tenían asido por brazos y piernas me dieron la vuelta. Estaba ahora tendido boca arriba, con la cabeza colgando de la cama. Desde esa posición vi como un tío se me acercaba con la minga en la mano, ahora no erecta (era prácticamente imposible, la reconocí como la que había vaciado hacía escasamente diez minutos), y me la metió en la boca. Pensé que quería otra mamada, y me puse a ello, pero alguien me apretó los huevos y aullé de dolor.
--No, novato, esa prueba ya la has pasado, ahora lo que tienes que hacer es abrir la boca y no cerrarla bajo ningún concepto.
Hice lo que querían, lógicamente (el dolor de cojones había vuelto, y de qué manera...) y abrí la boca todo lo que pude. De repente, noté un líquido caliente caerme en la boca. No era semen, era evidente, sino... meados, el tío se estaba meando en mi boca. Hice intención de cerrarla, pero un nuevo apretón casi me hacer perder el conocimiento. Así que aguanté el tipo, notando como aquel tío se me meaba en la lengua. Sin embargo, la verdad es que el sabor salado de los meados, junto al agridulce de la leche, estaba lejos de ser desagradable; olvidando de donde procedía, y sabiendo que no tenía más remedio que aguantar, me dediqué a disfrutar del momento. El líquido seguía cayendo en mi boca, y no pude disimular que me relamí un poco de la meada que cayó fuera.
--Mirad, el tío guarro se está relamiendo con mi meada -dijo el que me había tomado por un urinario.
Lo cierto es que, no sé si por la morbosidad del momento, o por qué, lo cierto es que me empalmé de nuevo.
--Mira la maricona, se empalma mientras le meas en la boca, es una perra salida, le gusta tragarse tus meados, tío.
--Joder, tío -decía un tercero--, es la primera vez que veo esto en un novato, hasta ahora todos lo pasaban fatal, pero éste está disfrutando de verdad.
El que se meaba en mi boca dejó de hacerlo cuando se le acabó el depósito. Eso sí, se la sacudió bien sacudida en mi boca, como está mandado. Su lugar lo ocupó otro, con una meada larga y cálida de la que no dejé escapar una gota. Los otros tres se mearon también con largueza en mi boca, mientras notaba como mi estómago se encontraba ya lleno de aquella sustancia tan íntima.
--Bueno, maricona, ahora vamos a por la tercera prueba. Tenemos que saber si serás capaz de limpiar todas las huellas de nuestras fechorías.
Me volvieron a dar la vuelta y me pusieron boca abajo, como en la primera ocasión. Ahora se colocó un tío delante de mi cara, de espaldas, se agachó y con las manos se abrió las cachas del culo, colocándome su agujero anal e escasos cinco centímetros de mi boca. Un apretón en los huevos me hizo entender qué había que hacer. Saqué la lengua y dio un lametón allí. El tío dio un respingo, pero volvió a colocar, ahora más cerca, el agujero, metiendo prácticamente su culo en mi cara, que debió desaparecer parcialmente de la vista de los demás. Entonces le metí la lengua en su agujero, sonrosado y sin un solo pelo (no podía tenerlo, tendría mi edad, 16 años). Aunque al principio lo hice con asco, pronto me di cuenta de que aquel agujero sabía a macho joven, oscuramente salado, a excitación y a sexo, y entonces redoblé mis lametones, y el tío se estremecía cada vez que le chupaba el culo. Le metí no menos de ocho centímetros, y cuanto más profundizaba más me gustaba aquel sabor almizclado, a varón joven y todavía virgen (al menos por aquella parte: se notaba en las paredes, todavía poco holgadas). Desde mi posición me di cuenta, entre lametón y lametón, que la pinga, que le colgaba entre las piernas, ya no estaba allí, y pronto entendí por que: se había empalmado, y cuando vio que se corría, se dio la vuelta y me enchufó la polla en la boca, descargando en mi ávida lengua un cargamento de deliciosa leche. Los culos de los otros cuatro fueron adecuadamente chupados por mí, y todos acabaron de nuevo en mi boca, sintiendo al final que mi estómago era como un odre lleno de semen y meados.
Cuando el último de todos se corrió en mi lengua, y yo me apoderé de la última de las gotas que salía por su ojete, me soltaron, y en la penumbra vi como cada uno se fue a su cama.
A la mañana siguiente todos nos levantamos como si tal cosa. Me integré enseguida entre mis nuevos compañeros, pero, eso sí, me di cuenta de que los otros chicos, los que no eran de mi dormitorio, me miraban con cierta pícara mirada; en algunos casos vi a algunos de mis compañeros de cuarto hablando con otros, y entonces entendí. Ahora todo el colegio sabía cómo me había portado la noche anterior. Pero no me importaba.
Aquella noche, cuando se apagaron las luces, cinco chicos acudieron a mi cama: no os cansaré con mi relato, pero me follaron como quisieron, se corrieron en mi boca, me tragué sus meados y les chupé el culo hasta que la lengua casi se me desencaja. Ni que decir tiene que esta vez no tuvieron que sujetarme. Bueno, si, tuvieron que sujetarme para que no me comiera dos pollas a la vez, como me hubiera gustado. Me encularon a la vez que me follaron por la boca, mientras otro me meaba en la cabeza. Pero allí no acabó todo. Cuando mis cinco compañeros terminaron exhaustos, sin una gota de semen en sus cojones, uno de ellos abrió la puerta del dormitorio e hizo una señal. Empezaron entonces a entrar chicos, y pronto hubo no menos de cuarenta; eran de las otras habitaciones de aquel ala. Todos venían ya listos, con sus mingas en la mano, erectas; cuando vi aquel banquete de pollas, casi me corro nada más que de verlo. Lo que ocurrió os lo podéis imaginar: me follaron de todas las formas posibles, me trague la leche de todos y cada uno de los cuarenta chicos, y buena parte de ellos me dieron por el culo, y otra buena parte me mearon en la boca.
Cuando se fueron, allá a las cinco de la mañana, sentí que así era como quería estar el resto de mi vida: con la barriga llena, a rebosar, de leche y meados; con la lengua empapada en semen, los labios pringosos, oliendo a culo joven chupado y requetechupado, con el agujero de mi propio culo como un colador. Ése quería que fuese mi destino.
Y así fue, al menos durante el curso pasado. Las noches eran festines sexuales; la voz se corrió por todo el internado y por las noches había un trasiego de chicos, todos deseando conocer a aquel muchacho que tenía delirio por mamar vergas y tragar leche y meados, por chupar culos y que le dieran por el idem. No sé cuantas pollas me tragaría durante los nueve meses del curso, pero calculando no menos de cuarenta por noche, debió superar largamente las diez miel. Además, durante el día aprovechaba cualquier ocasión, en los servicios (se formaban largas colas en la puerta del que yo ocupaba, y todos desagüaban en mi, en vez de en el urinario; más de una vez, después de mearme en la boca, se ponían tan excitados que se empalmaban y seguidamente yo se las mamaba y traga su leche: un trabajito completo...), en los pasillos, hasta en las clases (cuando teníamos profesores despistados, yo me dedicaba a ir de banca en banca, en cuclillas, chupando las pollas de mis compañeros).
Me convertí en la niñita del internado, la maricona del establecimiento, la puta que estaba siempre dispuesta a alojar un rabo en su culo o en su boca, a dejarse hacer lo que quisiera por el machito de turno.
Por eso, cuando mis padres decidieron que ya no repetiría curso en ese internado, me quedé muy deprimido. Me consuelo chupando alguna polla en algún urinario público, pero no es igual mamar una verga fofa de un cincuentón que el rabo pimpante de un chico de 16 años. Así que le he prometido a mis padres que, si el curso próximo, me matriculan de nuevo en mi antiguo internado, conseguiré sobresaliente en todas las asignaturas (incluida la de maricón "cum laude", aunque eso no se lo diré...).