Intercambio de madres, capítulo 9

Serie de incesto, dominación y voyerismo.

Mientras terminaba de ducharse, la doctora Ana Laura Lorenzzeti comenzó a sentirse extraña. No era que se sintiera mal. No le dolía la cabeza, ni se sentía cansada. Lo que le ocurría era que su mente parecía estar siendo empujada hacia un lugar oscuro. Esa era la única definición que se le ocurría, pues le estaba costando tener ideas claras, y armar oraciones complejas en su cabeza.

Lo raro era que ni siquiera era muy tarde. Apenas las ocho de la noche, recién estaba oscureciendo, por lo que su estado era inexplicable. Había tenido un día normal en el trabajo. Por la mañana un par de audiencias. Luego fue a la oficina, y le ordenó a su secretaria que redactara los escritos que deberían presentarse en los juzgados al día siguiente. Al mediodía el doctor Abascal la invitó a almorzar, pero ella lo rechazó. No quería generarle falsas esperanzas. Ya había decidido que su amorío con él era cosa del pasado. No le importaba si, al fin, después de tantos años, se había separado de quien fuera su mujer durante veinte años. Ana había sido la segunda opción durante mucho tiempo, y ahora que él le prometía el cielo, ya estaba hastiada, y el amor se había esfumado.

No, no había sido un día particularmente estresante. Por la tarde se había encerrado en su oficina a analizar un nuevo caso. Leyó detenidamente toda la documentación que había en una carpeta. Concluyó que si tomaba el caso, tenía altas probabilidades de ganar. Cuando se hicieron las seis de la tarde, agarró la cartera y el portafolios, y salió de la oficina. En la vereda saludó al diariero, un simpático sexagenario que desde hacía años parecía estar enamorado de ella. Fue a la cochera a buscar su auto. En el viaje tuvo que tolerar el embotellamiento del centro. Pero ya estaba acostumbrada a ello. Daba por sentado que al viajar en ese horario, llegar a su casa le tomaría una hora en lugar de media hora.

No, no había sucedido nada fuera de lo normal. Al llegar a casa, Carlos la esperaba en la sala de estar, como de costumbre. Desde que había tenido esa desagradable experiencia de abuso sexual en el subterráneo, habían vuelto a tener la misma intimidad de antes, por lo que la doctora Lorenzzeti no podía evitar sentir que aquel suceso le había traído algo bueno. El chico le había preguntado si quería un vaso de agua. Ella estaba sedienta, así que le dijo que claro, que gracias. Lo único que podría considerarse llamativo era el hecho de que no le había dado un vaso de agua, sino uno de agua saborizada. Ana se lo tomó todo. Subió a su cuarto, se quitó la ropa y se metió en el baño.

Mientras se ponía la ropa, ya en su cuarto, alguien golpeó la puerta. Sin que ella le dijera que pasara, Carlos arrimó su rostro en el umbral.

— Má, hoy tenemos visitas. Ponete un vestido lindo —dijo el chico.

La doctora Lorenzzeti, sumergida casi por completo en esa extraña oscuridad, se sorprendió al escuchar las palabras del chico. Palabras que parecían una orden. Además, ¿Desde cuándo invitaba a gente a cenar sin avisarle? Sin embargo, antes de que pudiera pensar en una respuesta, de sus labios salieron, como por inercia, dos palabras:

— Está bien.

Carlos cerró la puerta y la dejó sola. Contra toda lógica, Ana se puso a rebuscar en su placard un lindo vestido, tal como se lo había dicho su hijo. Escogió uno de sus favoritos. Un vestido rojo, muy corto y ceñido, que remarcaba sus caderas y trasero, y además, tenía un escote pronunciado. Era un vestido que no usaba hacía tiempo, pues era más bien para ir de discoteca, cosa que no hacía hacia años. Pero era un vestido lindo, de eso no cabían dudas. Se quitó la ropa sobria que se acababa de poner. Además del vestido, eligió ropa interior acorde a la sensualidad de esa prenda. Una tanguita negra y un corpiño que combinaba con ella. Se colocó esas prendas en su cuerpo húmedo. En ese momento, la doctora Lorenzzeti se preguntó qué carajos estaba haciendo. Sin embargo, la pregunta, como así también su perplejidad, quedaron ocultas en la cada vez más densa oscuridad que ofuscaba su mente.

Bajó las escaleras. Reconoció inmediatamente a los invitados que se encontraban en la sala de estar. Se trataba de ese chico con el que Carlos había entablado una relación. Intentó recordar su nombre. Leandro… Leonardo… Lautaro. Eso era, Lautaro, así se llamaba, se dijo Ana.

Lo cierto era que el chico pecoso de mejillas sonrosadas no le caía del todo bien. Al principio estaba agradecida de que Carlos por fin había hecho un amigo. Pero ese amigo la miraba de una forma muy intensa. Ella estaba más que acostumbrada a captar la atención de los hombres, y de hecho, su ego resultaba herido cuando no se daban vuelta a mirarla. Pero los ojos de Lautaro eran diferentes. No estaban cargados sólo de la lujuria típica masculina. Había algo perverso en ellos.

También estaba su madre. No sabía su nombre. Apenas había tenido trato con ella, ya que se cruzaban de vez en cuando en el supermercado. Era una mujer extremadamente hermosa, pero parecía tener un carácter muy diferente al de ella, por lo que le resultaba difícil imaginarla como una amiga.

— Mamá, acercate —dijo Carlos. Ella así lo hizo. Se paró al lado de su hijo, quien la tomó de la mano—. A Lautaro ya lo conocés. Ella es Leticia —agregó, señalando a la mujer.

La tal Leticia no se molestó en levantarse de su asiento. De hecho, ni siquiera la miró.

— ¿Tomó todo? —escuchó que preguntó Lautaro a su hijo.

Carlos asintió con la cabeza, con gesto de fastidio.

— No te preocupes. Acordate que lo que pasa a partir de ahora, luego no lo recuerdan —dijo el vecino. Carlos asintió nuevamente con la cabeza, aunque parecía contrariado.

A la doctora Lorenzzeti le hubiese encantado preguntarles de qué carajos estaban hablando, pero su mente iba tan lenta que, cuando terminó de armar esa idea, Carlos la había hecho dejarla de lado.

— Mamá, sentate con Lautaro —dijo el chico. Ana fue con su vecino.

— Está hermosa Ana —dijo este último—. Ese vestido le queda muy bien. ¿Por qué no desfila para nosotros un momento? Ahí —agregó, señalando el espacio que había detrás del sofá, desde la puerta de entrada hasta la cocina.

¿Qué le pasa a este pendejo? Se preguntó ella, pero, a pesar de que estaba claro que el pedido estaba fuera de lugar, no sólo no emitió ninguna palabra en su contra, sino que se puso de pie y se dirigió hacia donde el chico le había indicado.

Ana caminó, como tantas veces había visto caminar a las modelos sobre las pasarelas. De más joven había fantaseado con dedicarse al modelaje. No eran pocos los que le aseguraban que le sería fácil hacerse famosa, debido a su impresionante belleza —aunque, a decir verdad, la mayoría de esos halagadores eran tipos que se la querían llevar a la cama—, pero no tardó en percatarse de que su contextura física era muy voluptuosa para ser una modelo. Más que nada por sus carnosas nalgas, mucho más pulposas que la típica cola de manzana que se requieren en los desfiles.

Ahora la doctora Lorenzzeti olvidaba sus años de trabajo como abogada, para retrotraerse a esos momentos en los cuales jugaba a ser modelo. Caminó de una punta a otra, meneando las caderas. Vio que Lautaro no era el único que no le quitaba la vista de encima. Su propio hijo también parecía embobado con sus piernas largas y su voluptuoso culo. Algo extremadamente raro, sin dudas.

— Definitivamente ya cayó bajo la sumisión química —dijo Lautaro, cosa que Ana no logró comprender.

— Leticia, vaya a la cocina y tráiganos dos vasos de cerveza —dijo Carlos.

Le llamaba la atención el hecho de oírlo hablar de manera tan autoritaria, sobre todo tratándose de la madre de su amigo. Ella no le había enseñado esos modales. Además ¿Desde cuándo tomaba cerveza? Pero más raro fue cuando la propia Leticia, sin inmutarse, fue en busca de lo que le había pedido.

Era una mujer muy hermosa. Tenía los ojos como achinados, con el ceño fruncido, pero eso no quitaba el lindo brillo que le daba el color azul del iris. Además, tenía un cuerpo increíble. Iba vestida con una minifalda color crema, una blusa blanca, y zapatos de tacones altos. Su pelo negro estaba recogido en un rodete, lo que resaltaba las hermosas facciones de su rostro.

En menos de dos minutos regresó con los vasos de cerveza. Cuando se inclinó para entregárselo a Lautaro, Carlos aprovechó para pellizcarle el trasero. ¿Cómo carajos se atrevía a hacer eso delante de ella? ¿Y cómo es que Leticia no se inmutaba ante tremenda falta de respeto?

— Esta vez no voy a desaprovechar la oportunidad —escuchó decir a su hijo. Luego la miró a ella, quien inexplicablemente había quedado parada en el umbral de la cocina, una vez que terminó de hacer su desfile—. Mamá, acercate, parate al lado de ella.

Leticia había quedado de pie en medio de los sofás, rodeada por los dos adolescentes, que ahora se encontraban sentados con los vasos de cervezas en sus manos. Ana se acercó hasta donde estaba, y se colocó a su lado. Los dos chicos las escudriñaban de arriba abajo, desnudándolas con la mirada. Ana se dijo que estaba equivocada, que su hijo seguramente estaba observando a Leticia, mientras que Lautaro se deleitaba con ella, aunque no pudo evitar pescarlo cuando los ojos llenos de lascivia de su hijo se detuvieron en sus piernas.

— Te cedo el honor —dijo Lautaro, dirigiéndose a Carlos.

Su hijo largó un sonoro suspiro.

— Leticia, quitale la ropa interior a mi mamá —dijo.

Estaba claro que lo que sucedía no era cierto, se dijo Ana, en un último esfuerzo por negar esa locura. ¿Por qué su hijo le pediría a Leticia que hiciera algo como eso? Su vecina se inclinó, metió la mano adentro del vestido. A pesar de que no parecía tener intención de manosearla, al tratarse de una prenda tan ajustada, su mano se frotó con el pomposo trasero de Ana, cuando se dispuso a agarrar la diminuta tela que la cubría, para luego tironear de ella, hasta bajarla hasta los tobillos de la doctora Lorenzzeti. Como esta última no parecía dispuesta a moverse para que pudiera cumplir su orden, Leticia tironeó de la prenda, hasta que esta se rompió y así pudo quitársela, al fin. Como no parecía saber qué hacer con ella, la tiró a un costado.

El vestido le había quedado un poco levantado, dejando su culo desnudo a la vista. Era una situación patética, pero no podía hacer nada al respecto, ni siquiera era capaz de indignarse. Se preguntó si ahora le tocaría a ella quitarle la tanga a la vecina. Si se lo ordenaban, seguramente no podría hacer nada para negarse. Había perdido su voluntad, como así también su dignidad.

— Ana, siéntese acá, y abra las piernas —escuchó decir a Lautaro.

El chico había puesto uno de los almohadones del sofá en el suelo, frente al sofá individual en donde estaba sentado. Ana se sentó sobre el almohadón, y abrió las piernas. Su sexo desnudo quedaba a la vista de su hijo, quien esta vez desvió la mirada, avergonzado. Lautaro le acarició la cabeza con ternura. Era como cuando una persona mimaba a su mascota que se recostaba a sus pies.

Carlos le susurró algo al oído de Leticia. El chico colocó otro almohadón en el piso, frente a Ana. La vecina no tardó en arrodillarse sobre ella. De repente, el exquisito rostro de Leticia quedó entre los muslos de la doctora Lorenzzeti.

— Bien pensado Carlitos —escuchó a Lautaro, que lo felicitaba.

Leticia arrimó más su rostro, y entonces Ana sintió cómo su lengua se frotaba en su vulva. Jamás había tenido fantasías lésbicas, pero como buena mujer experimentada, Leticia tenía en claro de qué manera darle placer a alguien de su mismo género, por lo que Ana no pudo evitar empezar a gemir cuando los labios, y sobre todo, la lengua babosa de esa mujer, hasta entonces distante, se frotaban con dulzura en su sexo, aumentando de a poco la intensidad.

Mientras observaba cómo su concha era comida sin que pudiera hacer nada al respecto, sentía la mano de Lautaro que se deslizaba hacia una de sus tetas, para luego empezar a acariciarla con vehemencia, a través del vestido.

Entonces su hijo entró en acción. Se arrodilló detrás de leticia, quien a su vez seguía arrodillada ensañada con el clítoris de ella, haciendo que la doctora Lorenzzeti, contra todo pronóstico, gimiera de placer, sin evitar disfrutar de la vejación. Carlos corrió la minifalda de Leticia, quien no parecía enterada de lo que sucedía más allá de lo que ella misma estaba haciendo. Luego arrimó su rostro al trasero de la mujer, y le dio una mordida a su nalga, para luego darle un fuerte chirlo.

En medio de su oscuridad, Ana se repitió que eso debía ser un sueño. Aunque no se explicaba por qué estaba soñando que su hijo le comía el culo a su vecina, mientras esta le practica sexo oral a ella. Sin embargo, no tenía otra explicación. Esperaba no recordar ese retorcido sueño al otro día.

De repente Lautaro la agarró del mentón, y la hizo girar. Se dio cuenta de que el chico se había puesto en pelotas. Su verga erecta se bamboleaba frente a sus ojos.

— Chupámela —le ordenó.

Ana separó los labios y se llevó la verga del chico a la boca. Agarró del tronco para que su tarea fuera más fácil, y la chupó como había chupado tantas otras pijas en su vida, sin dejar de sentir la estimulación que la vecina ejercía en sus partes íntimas. Oyó los gemidos del chico mientras le acariciaba la cabeza y hacía movimientos pélvicos para meterle la verga hasta la garganta.

Si bien ahora no los veía, se daba cuenta de que su hijo estaba penetrando a Leticia. Lo notaba por las constantes interrupciones de la mujer al practicarle sexo oral, como así también por el sonido que había, producto de las embestidas frenéticas del muchacho.

Lautaro se corrió en su boca.

— No lo escupa, pero tampoco lo trague —dijo el chico, todavía largando las últimas gotas de semen en ella.

Ana se quedó con la leche adentro, tal como se lo había dicho, sin escupir ni tragar. Había pensado que iba a ser difícil no escupirla si Leticia le producía un orgasmo, pero ahora que su hijo la penetraba salvajemente, a la mujer le costaba mucho continuar con su trabajo lingual.

Vio, escandalizada, el rostro de su propio hijo retorcido por el inmenso placer que le provocaba eyacular sobre el trasero de Leticia. Ahora liberada de la pija de Carlos, la mujer se disponía a continuar comiéndole la concha a Ana, pero Lautaro la interrumpió con la siguiente orden.

— Ana, escupa la leche en la boca de Leticia. Y vos mamá, tragá todo —dijo el perverso muchacho pecoso.

Leticia, todavía en cuatro patas, abrió la boca. Ana se acercó a ella. Sus labios quedaron muy cerca el uno del otro. Se colocó a una altura un poco superior a la de su vecina. Abrió la boca. El abundante semen cayó lentamente, mezclado con saliva. El líquido viscoso era un grueso hilo que conectaba a ambas mujeres, devenidas en sumisas. Al final, la doctora Lorenzzeti le entregó todo, y leticia no tardó en tragarse hasta la última gota.

— Increíble —comentó Lautaro, largando un suspiro.

— Esta vez no nos vamos a privar de nada —lo oyó decir a Carlos.

Luego de pronunciar esas palabras, desapareció de su vista por un par de minutos. Al regresar a la sala de estar, trajo consigo un objeto que ella conocía muy bien.

— Excelente idea —dijo Lautaro—. Que se metan un extremo cada una.

Carlos le entregó el objeto a Leticia. Se trataba del dildo violeta con doble cabeza. Uno de los más preciados juguetes sexuales de la doctora Lorenzzeti, aunque jamás lo había usado con otra persona.

— Metételo adentro. Y vos mamá, hacé lo mismo —le ordenó su hijo.

El dildo quedó ahora como una víbora que iba de la vagina de Leticia a la de Ana. La vecina agarró del extremo que estaba más próximo a Ana, y la penetró. Luego se arrastró hacia adelante, y se metió la otra cabeza en su propio orificio.

Como si estuvieran viendo un partido de fútbol, tomando un sorbo de cerveza cada tanto, los chicos no se perdían ningún detalle de la doble penetración que se estaban propinando las mujeres. Ambas estaban sentadas, con las piernas abiertas, mientras el flexible instrumento se enterraba cada vez más, frotándose en su paredes vaginales.

Carlos se desnudó por completo. Su verga ya estaba empinada. Ana sintió vergüenza ante semejante situación. Pero era una vergüenza que quedaba sumergida en la oscuridad en la que se encontraba desde que había salido de la ducha. Pensó que una vez más, Lautaro le arrimaría la pija, pero ambos adolescentes estaban fascinados viendo cómo sus respectivas madres se violaban mutuamente, por lo que se limitaron a quedarse de pie, acariciando sus respectivas vergas, mientras las mujeres se perforaban la cajeta una y otra vez.

El cuerpo de la doctora Lorenzzeti comenzó a reaccionar a los continuos estímulos del dildo. Sin embargo, estaba lejos de llegar al orgasmo con eso. Para ello necesitaba que le volviera a practicar sexo oral. Sin embargo, no dejaba de ensartarse más y más el objeto fálico.

Las mujeres maduras parecían estar luchando en el piso, en una sensual coreografía hecha exclusivamente para sus hijos.

Ana notó que los muchachos estaban conversando, aunque no entendía qué era lo que decían, pues estaban susurrando. Pero no le cabía dudas de que estaban deliberando sobre cuál sería la próxima vejación a la que las someterían. A esas alturas, también tenía la certeza de que Leticia era un víctima igual que ella. Se preguntaba si detrás de esa sumisión aparente, la mujer se cuestionaba todo lo que estaba sucediendo, tal como lo estaba haciendo ella misma.

— Ya está bien por ahora —dijo Lautaro.

Ella se liberó del consolador. Él la tomó de la mano, y la guió hasta la escalera.

— Vamos a dejarlos un rato solos —dijo, refiriéndose a Carlos y a Leticia, acariciándole el culo mientras subían por los primeros escalones—. Y de paso aprovechemos para estar a solas nosotros también.

La llevó hasta su propio cuarto. Al entrar a la habitación, metió la mano por adentro del vestido, palpando el delicio culo desnudo. La agarró con violencia del brazo, y la puso contra la pared.

— No se preocupe, mañana no va a recordar nada de esto —le dijo al oído. Levantó el vestido, y enterró un dedo en su sexo. Retiró el dedo, impregnado de fluidos, y lo llevó a la boca de la propia doctora—. Chupe —le ordenó.

Ella así lo hizo. Luego Lautaro la besó con una pasión que parecía contenida desde hacía mucho tiempo. Su lengua se frotó con lujuria en la suya, haciendo de esa manera, que compartiera el fluido que había quedado impregnado en su paladar.

— Separe las piernas —exigió después. Ella las separó. El chico arrimó su verga, se tomó su tiempo para encontrar la hendidura, y finalmente empujó. La doctora Lorenzzeti apenas sintió a la verga que se introducía en ella.

Lautaro la agarró de las caderas, y empezó a moverse con mayor intensidad. En un momento la empujó con tal brusquedad, que su rostro quedó pegado a la dura pared.

— Esto se siente muy rico —decía el chico, entre gemidos—. Es usted una verdadera puta. Estoy seguro de que se acuesta con todos sus colegas y clientes. A Carlos no le gusta que le diga estas cosas, pero ahora que estamos solos no me puede engañar. Es usted una verdadera puta. ¡Mire cómo se coge al amigo de su hijo! Usted no tiene límites.

— No, no es así —alcanzó a decir la doctora.

Aún así, el chico continuó con la humillación verbal por un buen rato, mientras no dejaba de hundir su falo en ella.

— Quítese el vestido —le dijo, deteniéndose por un momento.

Ella se lo sacó. Lautaro se acercó y le desabrochó el corpiño.

— Tírese en la cama, baca abajo —ordenó después. Ana se subió a la cama, y se acostó tal y como se lo acababa de decir su joven vecino—. Qué tremendo culo —dijo este.

Sintió los dientes cerrarse en uno de sus glúteos, hasta hacerle largar un grito de dolor. Recibió una nalgada, y el chico le dijo que cerrara la boca. Luego se recostó encima de ella. Los brazos se aferraron a las tetas de la doctora, mientras que la verga se hundía una vez más en ella.

No sintió casi placer en esta ocasión la doctora Lorenzzeti. Recibió la verga del muchacho con apatía.

En ese momento, la puerta se abrió.

— Es mejor que ya le des la segunda dosis —escuchó decir a Carlos.

— Claro, estaba tan entusiasmado que casi se me olvida —explicó Lautaro. Hubo un movimiento, en el que su hijo le entregaba algo. Inmediatamente después de eso, Lautaro le acercaba a sus labios, el pico de una botella abierta —. Tómese todo —le dijo, ayudándola a que beba el contenido de la botella—. ¿Te vas a quedar ahí parado hasta que se trague todo? —preguntó después, dirigiéndose a Carlos.

— Sólo quiero estar seguro de que todo va a salir bien —contestó el aludido, mientras Ana tragaba el agua saborizada que le daba el vecino.

— Mirá Carlitos —dijo luego Lautaro—. Mirá cómo me cojo a tu mami.

De repente Ana sintió que la oscuridad que la envolvía ya no era tan negra como hasta hacía unos minutos. Trató de pensar en lo que estaba sucediendo. El chico de la casa de al lado la estaba violando. De alguna manera se las había arreglado para someterla al grado tal, que se sentía en la obligación de hacer todo lo que le ordenaran, por más obscena que fuera la orden. Y lo peor de todo era que Carlos era su cómplice, y ahora mismo estaba viendo cómo la vejaba el otro pendejo.

Se aferró una vez más a la idea de que estaba sufriendo una pesadilla. Pero esa idea era cada vez más endeble. Todo se sentía demasiado real. El aire que se metía por la ventana, y refrescaba su piel desnuda era muy real; la verga que se introducía una y otra vez en su sexo, era muy real; el sabor a semen y a flujos vaginales que tenía en su lengua resultaba muy real.

Lautaro empezó a gemir de forma agitada en su oído. Retiró la verga, se arrastró hacia el extremo de la cama, y la arrimó a los labios de Ana.

— A tomar la leche, vecina —le dijo.

Ella, aun sumisa, abrió la boca, y sacó la lengua, dispuesta a recibir la eyaculación del muchacho.

Ana aun no había recuperado su voluntad, pero sí contaba ya con la consciencia suficiente como para sentirse humillada ante lo que le estaba sucediendo.

— Quédese así, no se mueva —le ordenó Lautaro. En efecto, ella se mantuvo boca abajo, con los ojos mirando a la pared.

Escuchó que los chicos debatían algo entre murmullos, aunque no alcanzó a comprender más que alguna que otra palabra suelta. Hubo también algunos movimientos en la habitación. Los cajones se abrieron. Enseguida se cerró la puerta. Había quedado a solas nuevamente con ese ser repulsivo, mientras su hijo seguramente se iba a abusar de la vecina.

Sintió que le ponían algo en los ojos. Un pedazo de tela que luego ataron por detrás, y funcionaría como una venda. Quizás se trataba de una de sus bombachas, pensó la doctora Lorenzzeti, cada vez más lúcida, y por ende, cada vez más aterrorizada.

Otra vez, unos labios se posaban en su trasero. Recibió suaves besos en los glúteos, casi tiernos. Pero enseguida eso fue reemplazado por algo más obsceno. La lengua se enterró en la raja de su culo, y le propinó un intenso beso negro. La lengua se enterraba en el ano, como si quisiera cogérsela con ella. Las manos se cerraron en las nalgas, y las apretaron con fuerza, mientras el chico no dejaba de comerle el orto.

Ana no pudo evitar volver a sentir placer, pues los besos negros eran una de las cosas que más disfrutaba en la cama. Pero la cosa no duró mucho, porque el muchacho estaba ansioso por volver a penetrarla.

— En cuatro —le dijo.

Notó que había algo diferente en su voz. La doctora Lorenzzeti se puso en cuatro patas, y separó las piernas.

Dos dedos se introdujeron en su sexo. Un sexo empapado. El chico los metió y sacó una y otra vez. La penetraba con mucha facilidad. Los dedos se resbalaban adentro de ella, y hacían un gracioso ruido, como de chasquido. Mientras lo hacía, no dejaba de acariciarle el culo, y cada tanto volvía a besarlo con ternura.

Luego arrimó su verga. Parecía que le estaba costando encontrar el agujero donde debía meterla, y eso que acababa de hacerlo. Sin dudas era muy inexperimentado. Ana no había recibido la orden de ayudarlo a encontrar su vagina, pero era obvio que pretendía penetrarla, por lo que de todas formas sintió que era una obligación colaborar. Agarró el tronco de su victimario, y de un solo movimiento, lo llevó a su destino. Oyó el gemido de placer cuando se introdujo en ella.

— Por fin sos mía —lo escuchó decir entre jadeos. La voz le salía distorsionada debido al inmenso placer que le daba cogerse a la doctora Lorenzzeti.

Entonces la agarró de la cintura, y la hizo girar, de manera que ahora Ana quedó boca arriba. Lamió sus tetas con violencia, y pellizcó sus pezones, haciéndole doler. Luego subió, hasta su cuello, y lo besó mientras sus manos iban de acá para allá, a todos los rincones de su cuerpo. Arrimó sus labios a su oreja. La chupó, con la misma intensidad con la que había chupado su trasero. Luego le susurró al oído:

— Por fin sos mía. Yo sé que esto está mal, pero te deseo mucho.

— ¿Qué? —preguntó la doctora Ana Laura Lorenzzeti, cayendo en la cuenta de lo que estaba sucediendo.

Ahora reconocía esa voz, y las palabras que había pronunciado no le dejaban lugar a dudas. Quien yacía ahora con ella no era Lautaro, sino Carlos, su propio hijo.

Pero el chico no le hizo el menor caso. Siguió saboreando el cuello de cisne de su madre, mientras se acomodaba para penetrarla nuevamente. Estrujó sus tetas, mientras hacía un movimiento pélvico con el que enterró su verga en ella.

Estaba embriagado de lujuria. Ya no había nada que lo detuviera. Ana se sacó el trapo que cubría sus ojos. En ese momento, lo que menos le importaba era comprobar si se trataba de una de sus prendas interiores o no. Lo que quería confirmar era si el que estaba encima de ella era su hijo.

En efecto, aunque el muchacho tenía su rostro enterrado mientras le chupaba el cuello como si fuera un vampiro, la doctora Lorenzzeti no podía confundir al esbelto cuerpo que la estaba montando.

— No —dijo, primero susurrando. Luego repitió, alzando al voz—: ¡No! Carlos ¿Qué hacés? ¡¿Te volviste loco?!

El chico se irguió, y la miró a los ojos, aterrado. Sin embargo, su verga aún estaba dura adentro de la misma hendidura por donde había nacido hacia dieciocho años.

— Tranquila, mañana no vas a recordar nada —le prometió, aunque no se veía muy convencido de sus propias palabras.

Y entonces siguió violándola, ante la continua negativa de ella, quien hacía vanos intentos de sacárselo de encima. Finalmente, Ana se rindió, y lo dejó acabar con lo que había empezado, pues todo el forcejeo para lo único que servía era para agotarla.

Carlos eyaculó en sus muslos. Se quedó un rato viendo la expresión apática de su madre, como esperando a comprobar si realmente estaba consciente o no. Luego se machó de la habitación.

Ana cerró los ojos, rogando que fuera cierto lo que le había dicho él. Quería dormir y al otro día no recordar nada.

Continuará

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