Intercambio de madres, capítulo 8

Serie de incesto, dominación, voyerismo y fetichismo

Pasaron un par de meses desde que corté relaciones con Lautaro. Al principio me costó acostumbrarme al hecho de que nuestro juego morboso había acabado. Ya me estaba acostumbrando a husmear en la vida de Leticia. De esa manera resultaba más fácil soñar con ella. Pero al menos, todavía contaba con las fotos y la ropa interior usada de la vecina, con las que aún me masturbaba en las noches.

Durante unos cuantos días —que se convirtieron en semanas—, estuve con el corazón en la boca, temiendo una venganza de Lautaro. Sin embargo me encontré con que era un cobarde. Cuando nos cruzábamos por el barrio, me esquivaba, o me desviaba la mirada. Por lo visto, había quedado escarmentado desde que le di una paliza. De todas formas, me di cuenta de que la ira que había desatado en su inmaduro rostro no era sólo dirigida a él. Si bien me daba cuenta de que era un maldito manipulador, que encontraba las debilidades de las personas y las explotaba para su beneficio, no podía negar que yo mismo tenía tanta responsabilidad como él, en el hecho de que todo hubiera llegado tan lejos.

Pero ya estaba, me decía todos los días. Todo eso había quedado atrás.

No obstante, me resultaba muy difícil mirar a los ojos a la doctora Lorenzzeti, sin que me asaltara la imagen nítida de sus manos palpando mi verga, y unos segundos después, su hermoso rostro de labios gruesos acercándose a mi sexo para mamarlo. El hecho de que hubiese evitado que concretara su tarea, no me dejaba del todo tranquilo. Aunque si lo hubiese hecho, mi tormento sería mucho mayor, claro está.

Tampoco podía sacarme de la cabeza el hecho de que el vecino la hubiera obligado a mamársela, mientras que yo no había podido hacer lo mismo con Leticia. Eso me parecía injusto.

Pero de todas formas, traté de convencerme a mí mismo de que ahora todo había vuelto a la normalidad. Aquello no había sido más que un extraño sueño. Un sueño lúcido, en donde yo había hecho cosas que jamás haría en la realidad. ¿Espiar a mamá para compartir con el vecino las fotos que le sacaba a escondidas? Eso era algo que al Carlos que existía antes de la irrupción de Lautaro, jamás se le hubiera pasado por la cabeza. Ya ni hablar de ponerle una cámara oculta en la habitación. Y luego lo de la sumisión química…

Había escuchado de gente que hacía locuras que en circunstancias normales no harían, ya sea porque se encontraban drogados, o alcoholizados, o simplemente sucumbieron a una lujuria pasajera. Muchos hombres y mujeres se jactaban de, por ejemplo, haberse acostado con personas que no deseaban en lo más mínimo. Pero esas eran locuras pasajeras, que duraban algunos días como mucho. Lo mío, en cambio, había durado mucho más que un par de días. No obstante, ya estaba cayendo a la tierra de nuevo, o al menos eso quería creer. La doctora Lorenzzeti había vuelto a ser mi madre, y nada más que mi madre. Pareció algo decepcionada, cuando, de a poco, dejé de hablar tan abiertamente con ella. La pobre no tenía idea de que esas charlas me ponían totalmente al palo. Sin embargo, aún manteníamos una excelente relación. No tan estrecha como en esas extrañas semanas, pero tampoco tan distante como antes de que sucediera todo eso.

Pero, como supondrán, la hipotética normalidad en la que me encontraba no tardó mucho en desplomarse, tal y como yo mismo debí habérmelo imaginado.

Desde hacía tiempo que había esquivado el tema de conseguir un trabajo fijo o ponerme a estudiar una carrera. Pero mamá insistía con el tema cada vez con mayor frecuencia. En las últimas cenas que habíamos tenido juntos, había dejado escapar que ya era hora de que empezara a tomar mayores responsabilidades.

Pero había un problema. Un trámite burocrático que dificultaba tanto que consiguiera un trabajo, como que pudiera inscribirme en una carrera. Resulta que si bien había terminado la escuela secundaria hacía tiempo, todavía no contaba con el certificado analítico que demostraba tal hecho. Cuando no pude encontrar más excusas para retrasar ese suceso, tuve que ir a mi vieja escuela a por dicho certificado. No obstante, para que realmente tuviera validez, faltaba un trámite llamado “legalización”. Esto último también lo retrasé todo lo que pude, hasta que mamá me dio el ultimátum. El miércoles debía ir hasta Capital a terminar de una vez con eso. Para colmo, como para asegurarse de que fuera, inventó la excusa de un almuerzo al mediodía, por lo que lo ideal según ella, era que fuéramos juntos a hacer el dichoso trámite, y luego fuéramos a un restorán del centro a comer algo hasta que se hiciera la hora en que ella tuviera que regresar a la oficina.

— Hace mucho que no almorzamos juntos fuera de esta casa —argumentó.

A regañadientes, tuve que aceptar. De todas formas, toda esa tediosa situación contribuía a esta idea de que todo estaba volviendo a la normalidad. Esa complicidad que teníamos, y ese servilismo calculado que le profesaba, no eran más que una ficción.

Me tomé un colectivo y fui a Capital, a donde trabajaba mamá. La esperé afuera, pues no tenía ganas de socializar con nadie, ni de saludar al doctor Abascal, aquel tipo que iba a casa desde hacía años, fingiendo llevar trabajo, cuando en realidad sólo esperaba a que yo les diera la espalda para cogerse a mamá.

— Vamos a tomarnos el subte —dijo ella, cuando atravesó una puerta de vidrio para salir a la calle. El viento le desparramó el pelo, e hizo que la camisa blanca que llevaba puesta, se ciñera a sus pechos. Debajo vestía una falda negra que le llegaba casi hasta las rodillas—. Es que con tanto embotellamiento, si vamos en auto, tardaríamos más —agregó.

Ese era uno de los dilemas de ir a Capital. A diferencia de lo que sucedía en provincia, los autos no hacían más fácil la vida de la gente, sino al contrario. Además, en el horario en el que pensábamos trasladarnos, en todas las calles y avenidas había embotellamientos. Por lo que mamá estaba en lo cierto. Pero no por eso resultaba menos molesto. Ya me había tomado la molestia de viajar hasta ahí en colectivo, y encima ahora debía tomarme el odioso subterráneo. No obstante, no había nada que decir. Aunque ojalá me hubiera opuesto.

Caminamos tres cuadras hasta la estación de la línea D. nos metimos en la boca del subte, bajando por la escalera. Como era de esperarse, un montón de gente ajetreada, iba y venía por todos lados. Ella parecía como pez en el agua, ya que debía lidiar con eso todos los días.

— Esperemos al próximo, para no ir tan apretados —propuso, pues el andén estaba repleto de gente, y si todos subían, íbamos a viajar como sardinas.

En efecto, cuando pasó el tren, la cosa se descomprimió bastante. A los cinco minutos llegó otro, y ahora sí nos subimos. Debíamos pasar por cinco estaciones hasta llegar a nuestro destino. Sería cuestión de quince minutos, cuanto mucho.

Hubo un silencio algo incómodo en los primeros minutos de viaje. Era de esperarse, pues por lo visto, ninguno de los dos encontraba tema de conversación. Y de todas formas, aunque aún quisiera preguntarle cosas íntimas como solía hacer hasta hacía poco, no podría hacerlo en un lugar público como ese.

Entonces sucedió algo, aparentemente insignificante, pero que, junto con el resto de circunstancias que se dieron ese día, me instaron a volver a transitar el camino de la oscuridad.

En la estación Pueyrredón subió muchísima gente. Tanta, que resultaba demasiada, incluso por tratarse de hora pico. El vagón no tardó en llenarse. Al final, la precaución que había tomado la doctora Lorenzzeti había sido en vano. Fuimos arrastrados por la marea humana, hasta uno de los extremos del vagón. Mamá se las apañó para agarrarse de uno de los pasamanos, para así sostenerse. Yo, por mi parte, había quedado detrás de ella, sin poder agarrarme de ningún lado. Lo único que me mantenía en equilibrio eran los otros pasajeros, que estaban tan apretados a mí, que gracias a eso podía mantenerme en pie. Mamá también se vio afectada por la enorme sobrepoblación de ese transporte. Segundos después de que pudiese agarrarse de ese fierro que iba del piso al techo, se vio empujada, hasta que su cuerpo quedó pegado a dicho fierro. Yo había quedado a su espalda. Nos separaban apenas un viejo panzón, y una señora con una cartera enorme, que la flanqueaban.

Me las había arreglado para colocar mi mochila del lado de adelante, para así impedir que me robaran. Vi que ella también se aferraba a su cartera con vehemencia. Así eran las cosas en Argentina, y más aún en Buenos Aires. Sólo bastaba un segundo de descuido para que alguien te robe.

Al prestar atención en mamá, no pude evitar desviar la mirada hacia su pomposo culo. Lo tenía a centímetros de distancia, era cuestión de bajar un poco la mirada, para quedar hipnotizado por él. La falda tenía un cierre en la parte trasera. La pequeña llave de dicho cierre estaba como levantada a cuarenta y cinco grados, invitando a agarrarla, y deslizarla hacia abajo, para así ir abriendo los dientes, hasta que apareciera una linda ropa interior cubriendo el hermoso ojete.

Definitivamente estaba enfermo. No podía desviar la vista de las carnosas nalgas de la doctora Lorenzzeti.

De repente el tren dobló por una curva pronunciada, que nos sacudió a todos, sobre todo a los que no íbamos agarrados de nada. Mi cuerpo se desplazó hacia adelante en una violenta sacudida. Pasé entre el medio del gordo y la señora de la cartera grande, y uno de mis cuádriceps se hundió en el glúteo de mamá.

Ella no se inmutó siquiera. Después de todo, creería que no era más que un acto involuntario, cosa que en realidad era cierta. De hecho, ni siquiera parecía haberse dado cuenta de que quien tenía a sus espaldas era a mí. Quizás había pensado que me encontraba más atrás, pegado a la puerta que nos separaba del otro vagón. Hice un sutil movimiento a la izquierda, haciendo que mi pierna se frotara deliciosamente en esas generosas carnes. Cuando el tren retomó nuevamente un camino recto, quedé nuevamente un poco detrás, entre las dos personas ya mencionadas.

Pero ya la cosa resultaba demasiado morbosa como para dejarla pasar. En efecto, yo mismo tenía a alguien pegado a mi espalda, y no creía que ese alguien estuviera apoyando sus caderas en mis nalgas a propósito. Esa era la desgracia de viajar en transporte público. Pero por esta vez, la usaría a mi favor.

Miré en derredor. Todo el mundo tenía la mirada perdida, ya sea en sus celulares, o en algún punto del vagón, y de todas formas eran muy pocos lo que podrían ver qué sucedía a la altura de mi cintura. Nadie reparaba en mí, ni tampoco en mamá. Mi verga se estaba empinando, a la vez que una malsana temeridad se apoderaba de mi cabeza.

Extendí la mano por debajo, pasándola entre el medio del gordo y de la de la cartera grande. En un instante, alcancé mi preciado destino. Las yemas de mis dedos se frotaron dulcemente en la suave tela de la pollera de mamá, y a través de ella, pude palpar su precioso orto. Lo hice apenas, y retiré la mano raudamente.

Tal como lo había supuesto, la doctora Lorenzzeti ni se había inmutado ante un contacto tan insignificante como ese. Lejos estaba de creer que alguien lo hacía adrede. Estaba nervioso, pues sabía que si no llegábamos a la próxima estación pronto, necesitaría repetirlo una vez más. Y como el destino parecía querer ensañarse conmigo, resultaba que ese trayecto que estábamos haciendo, era el más largo entre estaciones. Ya sin poder contenerme más, extendí la mano nuevamente, para frotar ese culo tan provocador. Un culo que debería ser prohibido de portar a una madre con un hijo de dieciocho años. Esta vez hice movimientos circulares sobre ellos, quedándome durante más segundos de los que eran recomendables.

Se me hacía agua la boca. Al igual que aquella vez en la que había caído en la sumisión química, el hecho de verla tan indefensa, me hacía imposible no querer aprovecharme de ella. Cuando parecía que en cualquier momento llegaríamos a la siguiente estación, me volví incluso más osado. Esta vez palpé el trasero sin ningún miramiento. Pellizcando la nalga, para retirarme enseguida. Ahora, ya no había forma de que creyera que la cosa había sido sin intención.

Y entonces me di cuenta de mi terrible error.

El hombre gordo que estaba detrás de ella, un poco hacia la derecha, me miraba con suspicacia.

Se me cayó el alma al suelo. En un primer momento no tenía idea de qué hacer. ¿Y si me delataba? Llegamos a la estación Agüero. Fue entonces cuando se me encendió la lamparita. Tenía la esperanza de que el tipo se bajara. Yo me acercaría a mamá, y le diría algo, demostrando que nos conocíamos. De esa manera el hombre supondría que éramos pareja, o amantes, y que ese manoseo que había presenciado era producto de la intimidad que había entre nosotros. Después de todo, el tipo no tenía idea de que éramos madre e hijo. Una vez que entendiera eso, se bajaría sin problemas.

No era un mal plan. Mucho más teniendo en cuenta que se me había ocurrido en cuestión de unos instantes. Pero para empezar, mi primer pronóstico no se cumplió. El tipo no solo no se bajó del subterráneo, sino que, los pocos pasajeros que bajaron, fueron reemplazados por otros tantos, haciendo que quedáramos igual de apretados que antes.

Decidí que aun así seguiría mi plan. Le diría algo a mamá que la hiciera reír. Era cierto que era inverosímil que alguien creyera que fuéramos amantes, no sólo por la diferencia de edad, sino porque ella, al igual que Leticia, estaba fuera de mi liga. Por otra parte, mamá no parecía una prostituta, que sería otra idea que podía sacarme del apuro. Finalmente, el hecho de que compartiéramos más tiempo en el vagón con ese tipo, me exponía a que mamá dijera algo que dejara en evidencia nuestra relación filial.

Cuando arrancó el tren, sentí cómo una gota de transpiración se deslizaba por mi frente de tan nervioso que estaba. Sin embargo, el desenlace de lo sucedido no lo había imaginado en ningún momento. El hombre gordo me miró, ahora con una sonrisa de complicidad. Y entonces, con la boca abierta, vi cómo su mano de dedos gruesos se movía, como en cámara lenta, hasta llegar al mismo destino al que yo mismo había llegado hacía unos minutos. Esos mismos dedos se cerraron en el perfecto orto de mamá. Y para más escándalo, el tipo lo hizo con mucha menor sutileza que yo. Incluso pellizcó la nalga con mayor vehemencia con la que lo había hecho yo en la última ocasión.

Vi, sintiendo repulsión a la vez que admiración, cómo el gordo sacaba la lengua y se frotaba los labios con ella, humedeciéndolos en el acto, mientras su mano no dejaba de hurgar en el culo de la doctora Lorenzzeti.

Vi también cómo el cuerpo de mamá parecía comprimirse, pegándose aún más al pasamano del que se sostenía. No obstante, el estallido de ira que temí que llegara, jamás se produjo. Sino que se quedó ahí, quietita, mientras el desconocido le manoseaba el culo a su gusto.

Quedé estupefacto. Sabía que no era alguien de carácter especialmente fuerte, pero no había imaginado que quedaría impasible, mientras abusaban de ella en un transporte público. ¿O acaso era que todo ese asunto le daba morbo?

Cuando el gordo por fin la soltó, lo imité, y esta vez estrujé ese prohibido ojete sin miramientos. Ella seguía de espalda, fingiendo que no pasaba nada. El único que veía todo era mi inesperado cómplice. Y la única otra persona que podría verlo, la señora de la cartera enorme, tenía la vista hacia otro lugar.

Me sorprendió la osadía del tipo, pues ahora pretendía meterse por debajo de la pollera de mamá. Pero ahí sí, la doctora Lorenzzeti al fin intentó una defensa, apretando con todas sus fuerzas la parte inferior de la pollera, para evitar que el gordo lograra su objetivo. Yo había retirado mi mano, pues si la manoseábamos los dos al mismo tiempo, ella se preguntaría quién había sido aquella otra persona que lo había hecho. Lo más seguro era dejar que creyera que el abusador era uno solo.

Finalmente llegamos a nuestro destino. El desconocido desistió de su tarea. Pero si el viaje hubiera sido cinco minutos más largo, no dudaba de que se la hubiera querido coger ahí mismo.

Nos mezclamos con el montón de gente que salía de la estación. El degenerado seguía en viaje, por suerte. Aunque no dejó de seguirla con la vista, y pareció estupefacto cuando descubrió que realmente íbamos juntos.

El trámite de mi certificado analítico fue muy rápido. Mamá estuvo seria en todo momento. Cuando por fin elegimos un restorán para comer, le pregunté que qué le pasaba.

— ¿No te diste cuenta? —dijo, agachando la mirada, para después mirarme con ojos brillosos, aunque aún no soltaban lágrimas—. Alguien me estaba manoseando —susurró.

Fingí un completo asombro e indignación, y cuando me recompuse, pregunté.

— Pero ¿Cómo no dijiste nada, má? ¡Tendrías que haber hecho un escándalo! Además ¡Yo te iba a apoyar! —comenté, exaltado, obligándome a mí mismo a bajar la voz.

— Es que… no sé. Creo que me daba mucha vergüenza. Preferí dejar que se aprovecharan de mí, a verme obligada a exponerme frente a todas las personas. Ya lo sé, fui una estúpida, pero en ese momento no pude pensar muy bien las cosas —respondió.

— Claro, te entiendo —extendí la mano y tomé la suya, como consolándola—. Ojalá me hubiera dado cuenta. Le hubiese roto la cara a ese hijo de puta —mentí, sintiendo sin embargo, una verdadera indignación. Era como si yo mismo me creyera mi mentira.

El mozo vino a preguntar si ya queríamos ordenar. Ella pidió una ensalada Caesar, y yo una hamburguesa con papas fritas. Mientras esperábamos la orden, le pregunté.

— Má, ¿Te pasó alguna vez algo parecido a lo del subte?

— Te sorprenderías si supieras las cosas con las que tenemos que lidiar todas las mujeres. Y aunque suene pedante, las mujeres lindas, en ese sentido, la pasamos peor. En esta sociedad de mierda, estamos acostumbrados a enseñarles a las chicas a no provocar a los hombres, pero no les enseñamos a los hombres a no abusar de las mujeres —dijo. Parecía molesta, como si mientras dijera esas palabras, recordara algunos hechos traumáticos de su pasado. Después me miró, como recordando con quién estaba ablando, y agregó—: Bueno, a vos no hace falta que te diga que tenés que tratar bien a las mujeres. Sé que sos un buen chico.

Me costó sonreírle, pero hice el esfuerzo, para parecer halagado por sus palabras.

— Y las otras veces… ¿Cómo fueron? —pregunté, morboso.

— Bueno, cosas como las de recién me sucedieron varias veces. Que me toquen, o que apoyen sus partes en mí. En general me quedo petrificada. Y ¿Sabés? A muchas mujeres les pasa lo mismo. Por miedo o por vergüenza, dejan que los degenerados se salgan con la suya.

— Pero… digo… no quiero que te ofendas… —murmuré.

— No me voy a ofender —prometió ella.

— ¿No es posible que los tipos crean que vos estás accediendo a que lo haga? Digo…  Viste que en el subte vamos todos muy apretados. Quizás el tipo te tocó sin querer, y como vio que no te inquietaste, lo siguió haciendo, una y otra vez. Y al fin y al cabo, vos no hiciste nada, así que de alguna manera el tipo está en lo cierto si piensa que te dejaste manosear. Incluso podría pensar que lo estabas disfrutando —cuando terminé de hablar, me aclaré la garganta con un trago de agua.

— Entiendo tu punto —dijo mamá, mientras el mozo se acercaba a dejar los platos sobre la mesa. Esperamos a que se fuera, no sin notar el interés que mamá había despertado en el jovencito—. Pero eso sólo podría llegar a creerlo de un muchachito inexperimentado como vos —aclaró ella—. Ese hombre del subte sabía muy bien lo que estaba haciendo. De todas formas, no quiero seguir pensando en eso. Además, me sucedieron cosas más terribles.

— ¿Cómo cuáles? —pregunté.

Mamá suspiró hondo. Se notaba que le costaba hablar del tema, pero también era evidente que necesitaba desahogarse.

— Bueno, por ejemplo… esto sucedió hace relativamente poco, pero no quise decirte nada para no molestarte. Fue una noche en la que llegué tarde a casa. Dejé el auto en la vereda, y me dispuse a abrir rápidamente la puerta —comentó mamá. En Argentina es normal no meter el auto adentro, porque el tiempo que se demora en hacerlo resulta muy riesgoso, ya que algún ladrón podría aprovechar para asaltarte y encima meterse en tu casa—. Entonces, de repente veo que se me viene al humo un tipo. No me olvido más de su cara. Piel marrón, con barba de varios días, ojos verdes rodeados de pronunciadas ojeras, delgado, ropa vieja. Estaba segura de que me iba a robar. Casi me muero del susto. Creo que hasta pegué un salto. Al final la precaución de no meter el auto en la cochera había sido al pedo, pensé. Porque yo estaba con la llave en la mano, y no había tenido los reflejos lo suficientemente rápidos como para meterme antes de que apareciera el tipo. Bueno ¿por dónde iba? Ah, sí. Estaba segura de que me iba a obligar a meterme en la casa con él, me robaría todo lo que pudiera, me amordazaría, y quién sabía si hasta me mataba. Pero por suerte, y por desgracia, no era un ladrón —sorbió un trago de agua saborizada, pues parecía que tenía la boca seca, y luego siguió hablando—. El tipo no quería robarme. Lo que hizo en cambio, fue lo mismo que hizo este del subterráneo. Me empezó a manosear. Y encima se reía.

— Qué hijo de puta —comenté.

— Y lo peor de todo es que yo estaba tan asustada, que estaba dispuesta a hacer lo que él quisiera. Tenía mucho miedo de que entrara a la casa, siendo que vos estabas adentro. Así que hasta llegué a pensar que lo dejaría meterse en el auto. Con una mamada se le quitaría las ganas, me decía a mí misma.

Parecía a punto de largarse a llorar, pero no lo hizo, aunque sus ojos seguían viéndose vidriosos.

— Y qué pasó —quise saber.

— Nada. Por suerte, parecía que sólo quería divertirse un rato conmigo. O quizás le daba miedo la posibilidad de que alguien lo viera. Así que me soltó, y se fue corriendo. Nunca más lo volví a ver.

Maldijimos al degenerado un rato. Me solidaricé con ella. Pero por lo visto, no había acabado de desahogarse. Como era mi costumbre, no pude evitar tener una erección mientras la oía. La verdad era que todos los hombres fantaseábamos con ir y tomar a la mujer que deseamos. Simplemente hacerlo sin pedir permiso a nadie. Había pocos que se animaban a hacerlo. Eran despreciables, pero no podía dejar de sentir cierta admiración por ellos. Además, yo mismo, después de lo que acababa de hacer en la estación de subtes, me asemejaba mucho a ese tipo que emboscó a mamá en medio de la noche, por lo que, por más que quisiera, no podría detestarlo.

— Como te digo, te sorprenderías de saber cuántas cosas como esas padecen todas las mujeres —siguió diciendo mamá. Por lo visto, ahora no había quien la parara—. Desde que somos chicas, hay tipos que nos muestran sus partes, sin que se lo pidamos. Lo raro es que la mayoría de los hombres no terminan de ver esta situación, siendo que son los propios hombres los que las generan. Quizás sea porque no todos actúan así, o porque no se dan cuenta de que cada vez que le dicen algún “piropo” a alguna chica que se cruzan por la calle, o cada vez que la miran con lascivia, esas mismas chicas ya sufrieron esa misma cosificación una decena de veces durante todo el día. Y hay muchas maneras de abusar de una mujer, no sólo haciéndole algo que ella claramente no quiere. Otra forma, mucho más sutil, es manipularla de tal manera para que ella misma se someta sexualmente, aunque no tenga ganas de hacerlo. Te sorprenderías de conocer la cantidad de mujeres que acuden a mí con historias como esas. Mujeres que, como necesitan dinero, acuden como última alternativa a algún supuesto amigo. Este “amigo” le dice que lo vaya a buscar a su casa ¿Por qué no hacer una transferencia? Sería mucho más práctico ¿O por qué no reunirse en un lugar público? Pero los tipos siempre tienen excusas, y las mujeres necesitadas son fáciles de convencer. Y una vez que van a la casa del prestamista ¡Zas! Resulta que no hay problema con el plazo de la devolución. Tranquila. El único problema es que hay pagar intereses que la mujer no había previsto. Y no, no estoy hablando de dinero. Estoy hablando de que el “amigo” prestamista se baja los pantalones, y le pide que le demuestre su agradecimiento.

— Vaya, qué fuerte —comenté, aunque la verdad era que a mi entender esas chicas simplemente se estaban prostituyendo de una manera rebuscada. Seguramente sabían perfectamente que el amigo en cuestión siempre les tuvo ganas, y aprovechaban ese hecho para sacarles dinero. Y luego, si se la mamaban al tipo, era decisión de ellas.

— Como ves, hay muchas formas de abuso. Y ni hablemos de quienes se encuentran en una posición de poder, como ser dueños de una empresa, y aprovechan ese hecho para, literalmente, convertir en sus putas personales a sus empleadas. Una vez tuve que trabajar en una causa de divorcio donde descubrimos que el tipo prácticamente tenía un harén en su concesionaria de autos. Gracias a eso pudimos sacarle un montón de plata al desgraciado.

Era evidente que lo que había sucedido en el subte removió su lado feminista. La verdad es que esas empleadas de las que hablaba también me parecían unas putas, pero por supuesto no dije nada de eso. La dejé desahogarse tanto como quisiera.

Volvimos a su oficina, también tomando el subte. Por esta vez no estaba tan lleno, pero igual había mucha gente. Nos quedamos parados en un rincón. La agarré de la cintura, y la atraje hacia mí, ambos agarrados del pasamano.

— Si alguien te quiere tocar, esta vez me voy a dar cuenta —dije. Mamá rió.

— Van a pensar que somos pareja, y que soy una señora que se aprovecha de los adolescentes — comentó ella.

Cuando el tren se sacudió en una curva, fingí un estremecimiento más brusco de lo normal, y por un segundo apoyé mi pelvis en su nalga. La pobre era muy inocente. A pesar de su ataque de feminismo, resultaba muy fácil aprovecharse de ella.

Volví solo a casa, mientras ella terminaba de trabajar. Definitivamente, la normalidad que había supuesto durante ese último tiempo, no era más que una fachada. Ese día me di cuenta de algo que en el fondo ya sabía. Si Leticia me volvía loco, era porque en ella veía ciertas similitudes con la doctora Lorenzzeti, principalmente en su belleza, en su edad, y en su contextura física. Por primera vez pensé que había sido un desperdicio no aprovecharme de ella aquella noche en la que le había puesto esa sustancia al té.

Al otro día Lautaro reapareció en el barrio después de un par de semanas de no haberlo visto. Me lo crucé en la vereda, justo ahí donde lo había conocido por primera vez, donde todo había empezado.

Para mi sorpresa, me saludó con simpatía. El miedo que había demostrado tener hasta la última vez que lo había visto, pareció haber desaparecido. Me contó que estuvo un tiempo de viaje con su padre. Esa era otra cosa que teníamos en común. Nuestros progenitores se acordaban cada tanto que existíamos, aunque, a diferencia de mí, que no le hacía mucho caso a mi padre, él decía estar contento de haberlo visto.

— Che, sabés que estuve pensando… —dijo Lautaro—. Sé que ese día en el que estuvimos con Ana, me pasé de la raya. Es que cuando me dejo llevar por el morbo, a veces hago locuras.

Era su manera de pedir disculpas, según entendía.

— Bueno, yo también me pasé con eso de pegarte, así que supongo que estamos a mano —dije.

— Estuvo bueno mientras duró ¿No? —comentó él, como al pasar, aunque estaba claro que lo que realmente quería, era preguntar si estaba dispuesto a volver al juego de los intercambios.

— Sí, estuvo bueno. Hubo momentos divertidos. Va a ser un recuerdo interesante —contesté, como para que entendiera que para mí eso había quedado en el pasado.

Lo dejé ahí, y me metí en la casa. Pensé en mamá. Quizás ese era el verdadero intercambio, el definitivo. Yo con la doctora Lorenzzeti, y Lautaro con la huraña Leticia. ¿Pero cómo hacerlo? Durante toda la noche no pude pegar ojo, fantaseando con todas las posibilidades.

Continuará

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