Intercambio de madres, capítulo 10

Final de la serie

Capítulo 10, final de la serie

Me costó dormir esa noche. Creo que si lo hice fue sólo porque el hecho de haber mantenido relaciones sexuales con Leticia y con mamá me había dejado exhausto. De lo contrario no hubiera podido pegar un ojo en toda la noche.

La actitud de la doctora Lorenzzeti, cuando faltaba muy poco para que acabe, me dejó desconcertado. Sabía que era muy probable que la primera dosis de la droga estuviera perdiendo el efecto. Por eso fui a la habitación de mamá con la botella que contenía agua saborizada mezclada con la droga. Lautaro parecía no haberse acordado de que ya era hora de suministrarle la segunda dosis. Ese era el plan. Por esta vez mi vecino había conseguido mayor cantidad que la primera vez, así que aprovecharíamos eso para estar seguros de no tener ningún problema.

Era sólo eso, para estar cien por cien seguros, ya que en realidad no sabíamos el tiempo en que la sumisión química duraría. En internet la información era tan escasa como confusa, así que sólo contábamos con la poca experiencia que teníamos.

Cuando entré a la habitación, no pude evitar sentirme maravillado cuando vi cómo el vecino se cogía a mamá, y ni hablar de cuando eyaculó en su boca y ella, obediente, se tragó hasta la última gota. Lautaro le vendó el ojo con uno de sus culotes. Mamá ya había tomado la segunda dosis, por lo que no me cabían dudas de que continuaría a nuestra merced por más tiempo.

— Bueno, dejame con ella —dije, susurrando, mientras mamá esperaba inmóvil en la cama.

Lautaro me miró con una sonrisa odiosa. Cuando trazábamos el plan, por fin había admitido que me quería coger a mi mamá, y ahora lo reafirmaba, y a él le parecía muy divertido el asunto. Pero lo importante es que respetó el pacto que habíamos hecho. Después de la segunda dosis, haríamos el intercambio. Yo con la doctora Lorenzzeti, y él con Leticia.

Desde que conocí a mi cómplice, había tenido muchos acercamientos a mamá, sobre todo la primera vez en la que la sometimos a la sumisión química, en donde incluso había alcanzado a masturbarme por unos segundos, y luego en el vagón del tren, donde la había manoseado. Pero esto estaba en otro nivel. No terminaba de caer en la cuenta de lo que estaba sucediendo. Parecía estar moviéndome en un sueño, cosa que no me gustaba del todo, ya que, como en los sueños, nada se sentía del todo real. Aun así, lo primero que hice fue disfrutar su hermoso orto. Lo saboreé, y en efecto, comprobé que era lo más rico que podría haber probado con mi lengua. Mis dedos se hundieron en sus oscuras cavidades.

Cuando me ayudó a penetrarla, guiando mi verga por el camino correcto, sentí que estaba tocando el cielo con las manos. Y cuando, estando en cuatro patas, empezó a gemir mientras la penetraba, pensé que todo el riesgo que estaba corriendo había valido la pena.

Pero después todo se fue a la mierda.

— ¡No! Carlos ¿Qué hacés? ¡¿Te volviste loco?! —exclamó la doctora Lorenzzeti.

Se había sacado la prenda que cubría sus ojos, y ahora me reconocía. Por lo visto estaba más lúcida de lo que debería, pero sus ojos aún parecían extraviados. Le juré que al otro día se olvidaría de todo, sin estar seguro siquiera de ello. Me llamaba mucho la atención que dijera esas palabras. Lo único que se me ocurrió fue que la primera dosis ya había perdido el efecto, mientras que la segunda aún no había actuado en su organismo.

A pesar de mi creciente miedo, mi calentura era imposible de controlar, así que seguí cogiéndomela hasta acabar. Después la dejé sola.

Hubo dos cosas que me calmaron considerablemente. Primero, que apenas unos segundos después de exclamar esas palabras, viéndose totalmente exaltada, dejó de quejarse, hizo silencio, se mantuvo inmóvil, y dejó que yo termine con lo que había empezado. Y lo segundo fue el hecho de que durante toda la noche se quedó en su cuarto tranquila, aparentemente durmiendo plácidamente. De hecho, sólo salió de su habitación para darse una ducha. Mejor aún para mí, pues con todo el lío que se había armado, no había atinado a ordenarle que se bañara.

Quise preguntarle a Lautaro sobre el efecto de la droga. Necesitaba saber si incluso en el caso de que se hubiera despertado durante algunos segundos, luego olvidaría todo. Pero tanto él como su madre ya no estaban en la casa, y el vecino tampoco respondió mis mensajes de texto.

Con toda esa incertidumbre me levanté al otro día, habiendo dormido apenas tres horas. A pesar de que contaba con motivos para pensar que me había salido con la mía, por momentos pensaba que todo pendía de un hilo, y entonces me acometía un terror que me producía un sudor frío, y la paranoia se apoderaba de mí.

No fueron pocas las veces en las que, a lo largo de esos minutos, pensé en huir lejos y no volver jamás. Pero el optimismo me embargaba con la misma intensidad que los pensamientos negativos, y entonces me quedaba. Además, incluso si todo se iba a la mierda, era mejor enfrentarlo lo antes posible. La incertidumbre podría matarme de un ataque al corazón.

Me vestí y salí del cuarto. Me acerqué a la puerta de la habitación de mamá, pero no me animé a entrar. Decidí bajar a la sala de estar y mirar algo en la televisión, para pasar el rato. Revisé el celular. Lautaro no me había respondido nada.

De repente oí un sonido proveniente de la cocina. Unos segundos después, unos pasos fueron acercándose a donde yo estaba.

— Carlos —dijo la doctora Lorenzzeti. Tenía ojeras profundas, como si no hubiera dormido en toda la noche, y además su mirada reflejaba tristeza y quizás, perplejidad.

……………………….

— Ya está ¿No? ¿Ya se terminó? —preguntó Leticia, temerosa de la respuesta que podría recibir.

Habían vuelto de la casa de Carlos. Era de noche. A ella le extrañaba mucho el hecho de que Lautaro no se quedara a ver, al fin, cómo Carlos se cogía a su madre. Ese era uno de sus máximos fetiches. El chico le dio una nalgada y sonrió con descaro.

— Por el momento, sí —dijo, enigmático.

— ¿Qué querés decir? —preguntó la mujer, atemorizada—. Ya conseguiste lo que querías. Ayudaste a que se concrete una relación incestuosa.

— Sí, es cierto. Pero creo que nos fue muy bien, y nos divertimos mucho —dijo Lautaro—. Quizás encontremos a otro igual de degenerado que Carlitos.

“El único degenerado sos vos”, pensó Leticia. Pero no dijo nada, le tenía demasiado miedo a ese chico que hacía apenas un año había salido de la escuela. Además, él la tenía en sus manos. Si difundía el secreto que conocía de ella, su vida se destruiría.

— Pero prometiste que con esto ya íbamos a quedar a mano —le recordó después, aunque sabía que de nada servirían sus súplicas. Cuando a Lautaro se le metía algo en la cabeza, no había nadie que le hiciera cambiar de parecer.

El chico era el hijo de un importante cliente de la empresa donde trabajaba ella. Hacía tres años, cuando Leticia daba sus primeros pasos corporativos, se dejó seducir por el hombre, con la esperanza de lograr que deposite mayor dinero en la firma, y que ella misma sea la encargada de administrar su cartera. Sin embargo, antes de que pudiera concretar nada, se había convertido en la amante del hombre. Era generoso, eso no lo negaba. Pero la trataba como a una puta. La hacía ir a un hotel, alejado de la ciudad, pues estaba casado, y la sometía a toda clase de actos sexuales. Para colmo, su relación no le sirvió para lograr grandes ascensos en la empresa, tal como había imaginado. Apenas alcanzó el cargo de secretaria ejecutiva a costa de hacerles favores sexuales a unos cuantos gerentes, ganándose el mote de sexcretaría . Estaba muy bien económicamente, eso era cierto, pues el sueldo era excelente, e Ignacio —que así se llamaba el tipo en cuestión—, le hacía muchos regalos, y muchas veces simplemente le daba efectivo para que ella se comprara lo que quisiera. Pero su carrera corporativa estaba trabada. De nada le había servido ir a la universidad de economía, pues parecía estar destinada a ser la puta de los hombres que estaban en una posición por encima de ella, y tampoco parecía que hubiera mucho que hacer al respecto. Finalmente, si bien era joven, para el mercado del trabajo ya estaba dejando de serlo, por lo que le sería muy difícil revertir la situación.

Y luego terminó siendo la puta de aquel chico.

Había veces que Ignacio la citaba a un departamento que tenía en el sur de Buenos Aires. Cuando eso sucedía, ella sabía que la cosa iba a ser especial, diferente, lo que básicamente implicaba que ella debería esforzarse aún más que en otras ocasiones. Normalmente se trataba de reuniones de hombres como él, con un estatus socioeconómico alto, y que además estaban casados. En esas reuniones había otras tantas mujeres, algunas de ellas, sino todas, acompañantes profesionales. Leticia era mostrada como si fuera un trofeo. Ignacio se enorgullecía de tener a la mujer más bella del lugar, y eso que las otras eran jovencitas preciosas que apenas rondaban los veinte años.

Normalmente los tipos jugaban al póker mientras las chicas, sentadas a su lado, parecían estar de adorno, siempre dispuestas a llenarles las copas de vino y a dejarse manosear. Sin embargo en un par de ocasiones, Ignacio la entregó a alguno de sus amigos, ya sea porque el tipo en cuestión cumplía años o porque le había hecho un favor profesional que a Leticia no le incumbía. Todo sucedía de manera tan natural, que ella no alcanzaba a negarse. Simplemente el amigo de turno aparecía en el cuarto y le metía la verga en la boca mientras Ignacio se la cogía. Luego la dejaba a solas con el agasajado. Quizás el hecho de que en esos momentos solía estar drogada la hacía aceptar todo sin quejarse.

Pero ese día sucedió algo diferente. Ignacio la esposó de mano y pies. Cuatro esposas que parecían reales se cerraron en sus muñecas y tobillos, mientras que los otros extremos se abrochaban a la cama. Finalmente le vendó los ojos. Leticia pensó que Ignacio pretendía jugar a que la acababa de secuestrar y ahora se disponía a violarla. A él le gustaban esos juegos perversos. Pero no se trataba de eso.

Escuchó que alguien más entraba a la habitación. Supuso que era algún amigo de su amante. Le pareció escuchar que el recién llegado era felicitado por su cumpleaños.

— Ahí tenés tu regalo. Hacé lo que quieras —le dijo.

Entonces el agasajado se subió a la cama. Le quitó la ropa interior, las cuales eran las únicas prendas que tenía, y la poseyó con salvajismo. Una cosa que le llamó la atención fue el hecho de que el hombre parecía algo más pequeño de lo que había imaginado. Aquel invitado eyaculó en cada uno de los orificios de Leticia. Parecía poco experimentado y ansioso, aunque por otra parte mostraba tener muchas energías. Al igual que a Ignacio, le gustaba humillarla. Le decía que era una puta, y que así era como debía tratar a una mujer como ella. A Leticia le llamó la atención la voz de su vejador. Era mucho más joven de lo que había imaginado. ¿De qué manera Ignacio había trabado amistad con alguien como él?

Su amante era astuto. Sabía que a Leticia no le fascinaba que la entregara a cualquiera, y que encima la humillaran, así que al otro día le regaló un Rólex, con lo que bastó para que ella recordara los beneficios que le traía someterse a ese tipo que la trataba como a un objeto sexual, y olvidarse de toda ofensa recibida.

Por unos días apenas recordó ese suceso. Le daba intriga saber quién era ese chico que la había poseído mientras estaba esposada y vendada, pero tampoco era que perdiera el sueño por ello. Sin embargo, un día recibió un mensaje que no se esperaba.

Era un video en el que ella era la estrella principal. El hijo de puta de Ignacio la había filmado mientras el otro la cogía. Quedó petrificada cuando comprobó que se trataba de un chico extremadamente joven. De unos quince años a lo sumo. Luego vino el inevitable mensaje. Una citación para verse en una dirección determinada. Estaba claro que el video que le había mandado primero era una amenaza. Si ella se negaba a visitarlo, lo difundiría. Lo peor no era que quedaría como una puta ante todo el mundo, y que además  perdería su trabajo y toda posibilidad de conseguir otro empleo con ese sueldo. Es decir, eso era algo extremadamente malo, sin embargo, no era lo peor. Lo más terrible del asunto, era que incluso podría ir presa por abuso de menores. Por más que estuviera vendada y esposada, a todas luces se notaba que ella accedía a lo que sucedía, y que incluso por momentos, lo gozaba.

Leticia le escribió a Ignacio, pidiéndole que hiciera recapacitar a su peculiar colega. Sin embargo, a partir de ese momento la relación con ella llegó a su final. Más tarde ella especularía con que el padre la había cedido a su hijo, como si fuera una especie de herencia adelantada.

A su pesar, Leticia fue al encuentro de ese chico tan joven y despiadado. Se enteró de esa manera que se trataba del propio hijo de Ignacio. Un mocoso que ya tenía más perversiones en su cabeza que su progenitor. Aquella vez ella le dijo que se entregaría, siempre que él le prometiera que esa sería la última vez que la obligaría a hacerlo.

Pero cada mes, o dos meses, Lautaro parecía olvidar la promesa, y siempre le recordaba los problemas en los que la podía meter si difundía el video. Si no fuera el hijo de alguien rico y poderoso como Ignacio, quizás ella podría librarse de él, recurriendo a algún pretendiente, ávido de hacerle favores para quedar bien con ella. Pero Ignacio era un hombre con muchos contactos, y no quería ganárselo de enemigo.

El chico no era tonto. No la presionaba con exageración. Dejaba pasar bastante tiempo entre un encuentro y otro. La dejaba respirar y sentirse libre. Pero todo cambió un día en el que fue a visitarla a su nueva casa. Ahí conoció a Carlos.

Sabía que Lautaro había perdido a su madre cuando era pequeño, y tenía una especie de obsesión por las mujeres mayores. Había algo retorcido en su manera de relacionarse con el sexo opuesto. Por lo visto había visto algo en Carlos con lo que se había sentido identificado. Cuando le contó su plan, ella pensó que estaba loco. ¿Hacerse pasar por su madre? Era una locura. ¿De qué serviría eso? Lautaro le aseguraba que con eso ayudaría a desinhibir al vecino. Cuando viera que otro chico como él se sentía atraído por su propia madre, él mismo vería a la suya con otros ojos.

Era un plan demasiado tirado de los pelos. Pero Lautaro le juró y perjuró que con eso ya no volvería a molestarla, por lo que Leticia había aceptado. ¿Qué le costaba hacerse pasar por su madre un par de veces, cuando el otro chico anduviera por la casa?

Sin embargo Lautaro parecía tener un ojo de águila para identificar a chicos retorcidos como él. Todo le había salido con una precisión milimétrica. O casi todo, porque la cosa estuvo a punto de irse a la mierda cuando Carlos se enojó con él y le rompió la cara.

— No seas tonta —dijo Lautaro, sacándola de su ensimismamiento. En realidad ella sabía que nunca la dejaría en libertad. Estaba condenada a ser su esclava sexual hasta que él se aburriera—. Si nos divertimos un montón. Lo hacemos una vez más y ya.

Leticia no dijo nada. Lo cierto era que resultaba muy improbable que se cruzaran con otro Carlos. Eso había sido como sacarse la lotería. Por esta vez el plan del chico quedaría sin concretarse, no importaba que tan buen ojo tuviera para identificar a los depravados. Al menos eso esperaba.

— Me pregunto si se habrá despertado ya —dijo, como al pasar, Lautaro.

— ¿Despertado? ¿Quién? —preguntó Leticia. Pero inmediatamente se arrepintió de hacerlo, había cosas que era mejor no preguntar.

— Ana —contestó Lautaro—. ¿Te pensás que de verdad le di la segunda dosis? Con lo difíciles que son de conseguir.

Ahora Leticia lo entendía todo. Ya le parecía que Lautaro había quedado extremadamente resentido de la vez en la que Carlos le había dado una golpiza. Estaba claro que planeaba una venganza. Y era esa. La segunda dosis no existía. De seguro a esas alturas el efecto de la droga ya estaba desapareciendo. Si Carlos todavía estaba abusando de su madre, entonces… Que se joda, pensó. Eso le pasaba por degenerado.

Miró a Lautaro. Tenía una sonrisa perversa pintada en la cara. Ese chico realmente era un ser despreciable.

……………………….

Mamá me miraba como intentando deducir algo. Como si viendo mi expresión pudiese sacar alguna conclusión. Hice un esfuerzo inhumano por parecer impasible. Creo que lo logré, al menos a medias.

— Mami, vos también te levantaste temprano —dije, y antes de que me respondiera, agregué—. Y eso que ayer parecías estar enferma.

— ¿Ayer? ¿Enferma? —dijo mamá. Su ceño se frunció, cosa que solo hacía cuando no tenía puestos los anteojos.

— Sí —dije, sintiendo que empezaba a transpirar—. Te fuiste a la cama al ratito de que llegaste.

— Sí. Es cierto. Creo que me diste algo para tomar, y entonces… —dijo, dejando la frase sin terminar.

— Entonces, te fuiste a dormir —concluí.

Se acercó a mí, dubitativa. Me agarró de la cara, y me miró directo a los ojos. Parecía estar a punto de llorar.

— ¿Qué pasa má? —pregunté, controlando, como podía, mis emociones—. ¿Estás bien? Me estás asustando.

Las últimas frases me salieron con la voz temblorosa, pero dado el hecho de que supuestamente estaba preocupado por la actitud de mamá, era comprensible mi turbación.

— Nada. Es que tuve una horrible pesadilla —dijo la doctora Lorenzzeti.

Yo extendí mis brazos. La atraje hacia mí, y la abracé.

— Entonces no te preocupes. Sólo fue eso. Una pesadilla —dije—. Habrás tenido un día muy largo en el trabajo. Debés estar estresada.

— Sí, eso deber ser —concedió—. Soy una tonta.

— Claro que no lo sos —dije. Y le di un beso, muy cerca de la comisura de sus labios.

……………………….

El encapuchado estaba agazapado. Su vestimenta oscura se camuflaba perfectamente en la oscuridad. Esperaba paciente desde hacía más de una hora. Eso en realidad era poca cosa en comparación a los meses de agonía que había sufrido hasta por fin llegar a ese día.

Era de noche. La casa estaba vacía, salvo por la perrita a la que había hecho dormir. No fue una tarea agradable, pero era necesario hacerlo, no podía dejar ningún cabo suelto, y era mejor eso a matarla, cosa que, de solo pensarlo, le revolvía el estómago.

Estaba nervioso. Sentía sus manos transpiradas debajo del guante que las cubría, también sentía el corazón acelerado. Tuvo que hacer un esfuerzo para controlar su respiración agitada. Debía salir todo bien. No había motivos para pensar lo contrario. Era su última oportunidad. Si lo hacía con calma, todo iría a la perfección.

Por fin escuchó el auto entrando a la casa. Tardaron unos minutos en estacionarlo. Lo único que quedaba por confirmar era que aquella persona estuviera sola. Era improbable que viniera acompañada, aunque no imposible. En ese caso, debería abortar la misión, por mucho que le doliera hacerlo. El encapuchado estaba acuclillado detrás del sofá de tres cuerpos. Sabía que su víctima entraría por la puerta trasera, pues era la que daba a la cochera. Escuchó los pasos acercándose, y luego la puerta abrirse. Fueron los segundos más largos de su vida.

Se encendió la luz. Apareció la mujer, largando un suspiro de alivio, como si estuviese hastiada. No cansada. Hastiada. Algo en su vida la abrumaba mucho, y parecía sentir cierto alivio al llegar a su hogar. Aunque el alivio no era tan grande como el encapuchado hubiera esperado.

La mujer llevaba el pelo rubio hasta un poco por debajo de los hombros. Tenía unos anteojos de armazón cuadrado, que ocultaban, en parte, las hermosas facciones de su rostro: nariz respingona, cara ovalada, labios gruesos, ojos marrones con una mirada inteligente. Vestía una falda beige bastante corta considerando que parecía venir de su trabajo. Arriba, una camisa blanca adentro de la falda, y un saquito beige.

No obstante, el encapuchado aún no podía ver los detalles del atavío de la mujer de la casa, pues con férrea disciplina, se mantenía agazapado. La mujer se metió en la cocina. Luego pasó por la sala de estar y subió la escalera. Él pensó en seguirla. Pero dedujo que lo mejor era quedarse donde estaba. De hecho, no se atrevió a salir de ahí abajo siquiera. Si bien podría hacerlo, ya que cuando la mujer bajara, se daría cuenta de ello, por los ruidos de las pisadas en los escalones, no quería correr ningún riesgo, por pequeño que fuera.

No obstante, tuvo que volver a armarse de paciencia. Por lo visto la mujer se había ido a duchar, y se tomó su tiempo para hacerlo. Casi una hora después, volvió a bajar. Se había puesto un vestido floreado, algo viejo, pero muy cómodo. Además, al fin y al cabo se creía sola en la casa. No tenía motivos para preocuparse por su vestimenta.

Al fin, la mujer fue a la sala de estar. Se sentó en el mismo sofá que usaba el encapuchado para ocultarse. Este sintió el rico olor del pelo recién lavado, como así también de la piel húmeda que tenía el aroma del jabón importado con el que se había bañado.

Ese era el momento. Ese, y ningún otro. El encapuchado debía actuar rápidamente. Sacó el frasco de plástico que guardaba en el bolsillo, y un pañuelo de tela. Abrió el frasco, y volcó el líquido que contenía en el pañuelo, empapándolo. El olor se alzó rápidamente. Si el encapuchado no tuviera la cara cubierta, hubiera tosido enseguida. Era cuestión de segundos para que la mujer también percibiera el olor, por lo que se levantó, con un ágil movimiento, y cubrió el rostro de la mujer con el pañuelo. Ella alcanzó a sentir unos instantes de pavor, pero enseguida quedó inconsciente.

Él rodeó el sofá, y fue a ver cómo estaba. La mujer parecía dormida. Le gustó su vestido, porque le haría más fácil su tarea. Movió el cuerpo de la mujer, de manera que quedara recostada de costado a lo largo del sofá. No había recibido daño alguno. Eso era parte del plan. Se negaba rotundamente a ejercer violencia física sobre ella.

Estaba consciente de que no tenía demasiado tiempo. Dejó el frasco y el pañuelo sobre la mesa ratona. De necesitarlo nuevamente, debería ir por ellos inmediatamente, por lo que debía tenerlos al alcance de su mano.

Miró a su víctima. En su sueño había una tranquilidad que parecía inquebrantable. Respiraba suavemente por la nariz. Parecía un ángel descansando. Se acercó a ella. Se puso de rodillas. Le quitó los anteojos, suponiendo que eso podría traerle algún beneficio, pues si de repente se despertaba, no vería con claridad.

Se levantó la capucha. Pero sólo en parte. Dejó el mentón y los labios al descubierto. Debía tomar todas las precauciones posibles. Se frotó los labios secos con la lengua. Se sacó los guantes, y los guardó en uno de sus bolsillos. Acarició el hermoso rostro ovalado de la mujer. Deslizó el dedo gordo por el pómulo y la mejilla, para luego ir a los labios. Eran labios carnosos, y estaban pintados de un color rosado muy bello. Luego, sin dejar de mirarla de reojo, para confirmar una y otra vez que siguiera dormida, fue al otro extremo, donde estaban sus piernas.

El vestido en situaciones normales le llegaría unos centímetros por encima de la rodilla. Pero ahora estaba corrido hacia arriba, y apenas cubría sus muslos. El encapuchado los acarició, sintiendo la hermosa suavidad de la piel. La acarició, más y más, y muy lentamente, su mano se iba metiendo por debajo del vestido. Se inclinó, para ver lo que había ahí debajo. Una bombachita blanca húmeda cubría su sexo. Algunos vellos púbicos sobresalían a los costados.

Tironeó de la prenda, lo más delicadamente que pudo, sin dejar de mirar si ella seguía durmiendo, hasta bajársela a la altura de las rodillas. El sexo de labios abundantes quedó a la vista. Los vellos aún estaban húmedos, lo que había causado la humedad en la ropa íntima de la mujer. El encapuchado metió su mano aún más a fondo. El dedo índice se hundió dulcemente en el sexo. La mujer hizo una mueca, pero siguió dormida, por lo que él continuó con su violación manual por un rato.

No pasó mucho tiempo hasta que sintió la imperiosa necesidad de saborear ahí mismo donde estaba hurgando. Metió la cara entre los muslos, y dio un lengüetazo al clítoris. Ahora la mujer gimió, y se removió. El encapuchado esperó unos tensos segundos en los que estuvo a punto de ir a por el frasco y el pañuelo. No obstante, la mujer siguió dormida. Era muy riesgoso continuar con el sexo oral, pero, por otra parte, resultaba muy rico, y además, la adrenalina le producía un placer adictivo. Saboreó la concha de la mujer una, dos, tres, cuatro veces, dejándola mojada de saliva. La mujer gemía, pero seguía dormida.

El encapuchado se sentía con suerte, y a pesar de que todas las alarmas le indicaban que no debía correr más riesgo del que ya estaba corriendo, la calentura y la impunidad le confirieron una prepotencia peligrosa.

Entonces se bajó el cierre del pantalón.

Ahora que no recibía estímulos, la mujer volvía a tener ese gesto de absoluta placidez en su precioso rostro. Viéndola así, incluso parecía más joven de lo que era. El encapuchado se puso de pie y dio unos pasos, para colocarse nuevamente del lado de la cabeza de su víctima. Liberó su arma: una verga que, por supuesto, estaba completamente erecta. Apoyó el glande en la mejilla de la mujer, lo frotó exactamente de la misma manera que lo había hecho minutos atrás con su dedo, sólo que ahora parecía estar utilizando un dedo monstruosamente gordo. Bajó lentamente, mientras que su instrumento se hundía en la piel femenina. El presemen iba quedando impregnado en ella.

Llegó a los labios. El glande hizo contacto con ellos. El encapuchado empujó, pero la boca se mantenía cerrada.

Entonces decidió masturbarse y eyacular sobre ese rostro que tanto amaba. Escupió en su mano y frotó su verga con los dedos mojados. El miembro se agitaba a milímetros de los labios de la chica, y cada tanto, la cabeza volvía a hacer contacto con ellos. Pero el encapuchado cambió de opinión. Quería algo más. No se conformaría con una simple paja, no.

Siguiendo ese camino de peligro en constante aumento, el intruso se detuvo un momento, para abrir el frasco y empapar el pañuelo nuevamente. Dejó el pañuelo sobre el apoyabrazos del sofá, para tenerlo a mano si surgía alguna urgencia. Arrimó la verga nuevamente. Pero esta vez apretó la nariz de la mujer con dos de sus dedos. En un acto automático, ella separó los labios, para poder respirar por la boca. Inmediatamente el encapuchado aprovechó para hacer un movimiento pélvico con el que logró meterle la verga adentro.

No era una mamada, claro está. Pero se sentía muy bien, sobre todo cuando el glande se frotaba en la lengua. Lo mejor de todo era que ella seguía en su profundo sueño. El encapuchado entonces, violó la boca de la mujer, sin sentir una pizca de lástima en ningún momento. Con lentos movimientos, iba enterrando la pija más y más. No podía dejar de jadear mientras sentía la lengua babosa en el prepucio. Entonces, cuando ya no aguantaba más, decidió acabar en su cara, tal como lo había planeado desde el principio.

Si la mujer parecía un ángel mientras dormía, la imagen de su rostro angelical bañado en semen del encapuchado, debería considerarse algo sacrílego. No obstante, el abundante semen que se deslizaba por su piel, le conferían una belleza de otra dimensión. Era algo perversamente hermoso.

El encapuchado esta vez sacó un segundo pañuelo, totalmente seco. Le limpió la cara.

Ya estaba. Con eso debía conformarse. Ahora solo quedaba la última parte del plan. Levantó la bombacha de la dueña de casa, para colocársela como estaba. Fue a su habitación. Revolvió los cajones. Agarró unos relojes importados que costaban una fortuna, y encontró unos cuantos billetes. Luego fingió que había forzado la puerta del fondo. La pequeña mascota ya se había despertado, y ahora le ladraba con entusiasmo, cosa que lo alivió. La mujer seguía inconsciente, pero en cualquier momento imitaría a su mascota. Era el momento de retirarse. Todo había salido bien.

……………………….

Debía irme. Así tenía que ser. Aunque me había costado mucho aceptarlo, en el fondo sabía que tenía que hacerlo. Continuar viviendo con mamá era un peligro demasiado grande, tanto para ella como para mí.

Desde la última vez que, junto a Lautaro, la había hecho caer a la sumisión química, había quedado tranquilo sabiendo que lo poco que recordaba la doctora Lorenzzeti, lo consideraba una horrible pesadilla. Sin embargo, parecía que cierta duda permanecía en ella, pues nuestra relación jamás había vuelto a ser la misma. La complicidad que habíamos alcanzado en los últimos meses, desapareció después de esa noche, y ahora estábamos incluso más distantes que antes.

Estaba claro que si no terminaba de aceptar el hecho de que realmente había sido yo el que había abusado de ella, no era más que por que esa verdad le resultaba demasiado fantasiosa como para darla por válida. Sin embargo, y a pesar de que abiertamente jamás me acusaría de hacerlo, la doctora Lorenzzeti, desde su subconsciente quizás, me castigaba con su fría indiferencia.

Un día, como al pasar, me dijo que mi papá me había conseguido un trabajo en la empresa donde trabajaba. Pero agregó que quizás lo mejor era que me mudara allá, con él, pues desde casa quedaba demasiado lejos. Fue así de simple y efectivo su plan.

Me dolía mucho alejarme de ella, pero como dije, sabía que era lo mejor. Sin embargo, no pude con mi genio. Antes de marcharme a la nueva ciudad debía estar una vez más con ella.

Lautaro había desaparecido, por lo que no podía contar con él para que consiguiera nuevamente esa maravillosa droga que convertía a quien la consumiese en un esclavo. Cosa curiosa, al igual que yo, se había marchado a vivir a lo de su padre. Al menos eso fue lo que logré sacarle a la lacónica Leticia en una ocasión. Por lo visto, algo se había roto también entre ellos.

Me daba mucha mala espina la desaparición de Lautaro, pero después de un par de semanas dejé de preocuparme por él. Además, ya tenía mi propio plan, así que no lo necesitaba.

El robo ficticio había salido a la perfección. El cloroformo estaba lejos de ser tan útil como la burnundanga, pero cumplió su papel a la perfección. Habían pasado diez meses desde la primera vez que había abusado de mamá, por lo que necesitaba imperiosamente volver a hacerlo. En las últimas semanas me había embargado la sensación de que jamás volvería a disfrutar de poseerla, y eso me estaba torturando. Ahora, al menos, sabía que existían varias formas de hacerlo. Había desplegado una ingenio mucho mayor incluso que el de aquel día en el tren subterráneo.

— Te va a ir muy bien —me dijo mamá, cuando había llegado el Uber que me llevaría a mi destino.

Me ayudó a cargar las valijas en el vehículo. Estaba triste, y creí ver un atisbo de culpa en su semblante. Nos dimos un mutuo abrazo.

— Podés venir cuando quieras —dijo.

— Claro —respondí—. Te amo mamá.

Dejaría pasar unas semanas, incluso tal vez unos meses, y volvería algún fin de semana a verla. Sería muy difícil, lo sé. La tentación siempre estaría presente. De hecho era probable que la lujuria me poseyera con más intensidad que nuca.

La vi a través del espejo retrovisor mientras me alejaba. Ralamente amaba a esa mujer.

Fin

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