Intercambio de madres, capítulo 1

Dos chicos de dieciocho años se sienten atraídos por la madre del otro, lo que hace que hagan un pacto que los llevará por caminos cada vez más retorcidos. Esta historia contendrá voyerismo, como así también incesto y dominación.

Nota del autor: Tal como dice el resumen, esta historia tendrá voyerismo, como así también incesto y dominación. Si la temática no es del gusto del lector, por favor no se moleste en leer. En cambo los que disfruten este tipo de rerlatos, sean bievenidos, y sepan que es una historia sin muchas pretenciones, y todo el esfuerzo será dirigido a producir el mayor morbo posible en el lector.

Capítulo 1

Cuando se hicieron las dos de la madrugada, pensé que ya era hora de escabullirme en medio de la noche. Lo había pensado mucho —de hecho, no había podido dormir, por estar meditando sobre eso—, y cada vez que lo hacía me decía que, lo mirase por donde lo mirase, no podía ser una buena idea. Sin embargo, Lautaro me había convencido. Aunque eso no era del todo cierto, no sería justo atribuírselo sólo a él. Lo haría por Leticia. Por ella haría eso y mucho más.

Hice a un costado el cubrecama, y me levanté de un brusco salto, como si eso me ayudase a envalentonarme. Mi única vestimenta era un bóxer negro. Hacía mucho tiempo que había dejado de usar slips. Una especie de muestra de madurez. Agarré el celular. Me aseguré de que estuviera silenciado. Abrí la puerta. Hizo ruido, pero apenas. No creía que se haya escuchado, y aunque así fuera, eso no representaría un problema.

El verdadero obstáculo era la otra puerta. La de la habitación que estaba a la vuelta del pasillo. Encendí la linterna del celular, sólo para asegurarme de que no hubiera nada en mi camino. Cuando lo comprobé, la apagué, y avancé sigiloso por la oscuridad. Yo mismo me sentía una sombra mezclada en la penumbra. Estaba descalzo, por lo que mis pasos eran imperceptibles, incluso para mí.

Hay días en donde se escucha continuamente los autos andando por la carretera. Pero ese no era uno de ellos. El silencio de la casa parecía expandirse a todo el barrio. Sólo escuchaba el motor de la heladera, vieja pero infalible, y el de mi propia respiración, que se tornaba cada vez más agitada. Cuando creí haber llegado al extremo del pasillo, tanteé con mis manos. Cuando la pared fue reemplazada por el vacío, giré a la derecha. Unos pasos más con las manos extendidas hacia adelante, y los pies, más lentos que nunca, arrastrándose sobre las baldosas, hasta que me encontré con la puerta.

La abrí. Al girar el picaporte, hizo un seco tac . Empujé la puerta. Agucé los oídos, una vez que estuve adentro. No me molesté en cerrar la puerta. Mientras menos ruido hiciera, mejor. Alcancé a escuchar la respiración profunda proveniente de la cama.

Puse la cámara del celular y enfoqué hacia ahí. La visión nocturna me permitía ver lo que estaba oculto a mis ojos: mamá durmiendo plácidamente.

Su cabellera rubia y su rostro, de una tranquilidad imperturbable, eran lo único que sobresalía por encima del cubrecama con el que se tapaba. Sus anteojos reposaban sobre la mesa de luz, al alcance de su mano.

La cosa era peor de lo que había imaginado. El cubrecama y las sábanas la envolvían de tal manera, que sería difícil apartarlos sin que se diera cuenta. Vaya problema. Era un día fresco, pero no demasiado, por lo que había albergado la esperanza de que estuviera menos abrigada.

Sin embargo, Lautaro lo había hecho. Me había enviado una foto de Leticia en ropa interior, mientras ella dormía. Una foto de su madre, simple, pero lo suficientemente morbosa como para que yo decidiera imitarlo. Aunque, si bien estaba cargada de sensualidad, no era la mejor que podía haber. De hecho, yo mismo la había visto en ropa interior a través de la ventana de mi casa. Pero esa foto tomada a escondidas tenía una magia única. Una magia surgida de la intimidad, la indefensión, y la adrenalina impresa en ella. Pues Lautaro habría pasado por una sensación muy parecida a la mía: con el corazón galopando y las manos transpiradas, que me obligaban a apretar el celular con mayor presión que la recomendable, para evitar que se resbalara y cayera al suelo.

La verdad era que no sabía con qué profundidad solía dormir mamá, por lo que no tenía en claro hasta qué punto podía perjudicarme cualquier movimiento torpe o brusco que fuera a hacer. Me acerqué a la cama. Su rostro se veía diferente cuando no usaba lentes. Sus ojos debían hacer un esfuerzo considerable para enfocar la vista, y eso hacía que su ceño se frunciera. Pero hacía mucho que había empezado a utilizar esos anteojos permanentes. Unos anteojos de armazón redondo, que parecían más de bibliotecaria que de una joven abogada. No obstante, esos lentes la hacían tener una mirada más suave, cálida, que traslucía su verdadero carácter amable. Ahora, mientras dormía, mantenía ese gesto de amabilidad y bondad que siempre solía ver en ella.

Sus labios se separaban para largar aire por ellos. Eran labios gruesos, debajo de una nariz pequeña con las ventanas más abiertas de lo normal. Agarré el cubrecama, y tiré hacia abajo.

Como era de esperarse, estaba envuelto en ella de tal manera, que no iba a poder correrlo sin hacer un considerable esfuerzo. Estaba muy ajustado, como si en lugar de ropa de cama, fuera su propia vestimenta.

Lo que me daba cierta esperanza, era el hecho de que parecía dormir profundamente. Coloqué la mano por detrás de su espalda, y de ahí saqué la parte del cubrecama que yacía bajo su peso. Escuché, muerto de miedo, cómo balbuceaba. Pero eran palabras ininteligibles, que salían de sus sueños. Hice lo mismo con el otro hombro. Ahora sí, las sábanas y el cubrecama no se envolvían en ella como si fueran un arrollado, sino que la tapaban con normalidad.

Me detuve un instante para dilucidar si seguía tan dormida como antes. Tuve que sincerarme conmigo mismo y admitir que no era así. Si bien continuaba en los brazos de Morfeo, se notaba que su mundo onírico había sido perturbado. Se encontraba en ese estado en el que parecía que podría despertarse en cualquier momento.

Esperé unos minutos, para asegurarme de que cayera en un sueño tan profundo como en el que se encontraba cuando irrumpí en su habitación. Minutos que se hicieron eternos, claro está.

En un momento giró su cuerpo a un costado —antes estaba boca arriba—, y se quedó en una posición cuasi fetal. Esto era tan bueno como malo. Bueno, porque ese cambio de postura significaba que se disponía a caer en el absoluto sueño, en ese estado en donde lo que ocurre en su entorno apenas hace mella en uno. Malo, porque la posición no era la mejor para una buena foto.

Recordé la foto de Lautaro. Leticia estaba con el cabello azabache desparramado en la almohada. Vestía sólo ropa interior: un conjunto negro de corpiño y tanga. Sus labios vaginales no parecían poder ser contenidos por la pequeña tela que intentaba cubrirlas, y una de ellas salía, rebelde, y quedaba a la vista. Tenía una pierna flexionada, y su rostro reflejaba una apatía que pensé que sólo se podía lograr de manera deliberada, nunca en la espontaneidad del sueño.

Lautaro había sacado una buena foto, y ahora debía retribuirle. No tanto como agradecimiento, sino porque esperaba que después de eso me enviara más fotos, e incluso mejores. Aunque claro, eso requeriría más sacrificios de mi parte.

Así que, con mucha cautela, me dispuse a correr de una vez el cubrecama. Lo tenía que hacer con mucho cuidado. Ni muy rápido, ni muy lentamente. No debía producir ningún tipo de ventosidad con las telas, ni tampoco debía dejar que su cuerpo notara cómo se deslizaba sobre su piel, mientras la hacía a un lado. Así que la agarré desde el extremo que llegaba a su hombro, y haciendo un doblé, dejé su torso descubierto.

Vestía un camisón blanco. No tenía escote. Los pechos estaban totalmente cubiertos, pues todos los botones del camisón se encontraban abrochados. Aunque, desde esa posición lateral, los senos se veían grandes, más de lo que realmente eran.

Debía apresurarme. No faltaba mucho para que su cuerpo echara en falta la calidez del acolchado, y eso podría hacer que se despertara. Doblé nuevamente el cubrecama. Ahora se encontraba casi completamente descubierta. Sólo estaba tapada hasta las rodillas. Los muslos aparecían desnudos. Pero el camisón no era lo suficientemente corto como para que se viera su ropa interior.

Debía hacer algo para que la foto saliera lo más sensual posible. Una opción era desabrochar algunos botones del camisón, para que se viera su corpiño y parte de sus tetas. Pero eso era muy arriesgado. Su ropa de dormir le quedaba muy ajustada, y en esa pose en la que se encontraba, sería difícil desabotonársela sin que lo notara.

La otra opción era levantarle la parte inferior del camisón para que se viera su ropa interior. Eso era más factible, porque podía hacerlo sin tocarla siquiera, sólo agarrando de la tela para luego levantarla lentamente.

Me sequé la mano sudada en mi propio pantalón. Di unos pasos para estar más cerca de ella. Extendí el brazo. Una gota de transpiración se deslizó por mi frente y continuó su recorrido por mi mejilla, hasta desprenderse y caer, para luego estrellarse en el piso. Agarré la tela. Hice contacto con la piel de la pierna, pero fue apenas un roce. Mamá no pareció darse cuenta de nada. Seguía sumergida en un lindo sueño que hacía que sus labios se curvaran en una semisonrisa.

Los muslos estaban juntos. Eran carnosos, y me constaba que la piel se mantenía muy firme. Había un lunar en el izquierdo. No recordaba que estuviera ahí. Levanté el camisón, sin dejar de mirar su cara. En el momento en que esa hermosa sonrisa se desdibujara, sería cuando debía abortar la misión.

Luego apunté la cámara a la entrepierna, manteniendo la tela en alto, como quien sostiene la tapa de una olla mientras revuelve el estofado. La prenda íntima era blanca. No se trataba de una tanga, sino de una bombacha común y corriente, de esas que pensaba que sólo usaban las viejas. A pesar de que su pelvis estaba completamente cubierta por la prenda, a los costados sobresalía el abundante vello. Quizás era la prueba de que hacía tiempo que mamá no mantenía relaciones con un hombre. Cosa absurda, porque ella era tan linda como Leticia, y no debería costarle mucho trabajo conquistar a alguien.

Tomé una foto. Luego me alejé un poco, sin dejar de sostener el camisón, para que se viera su ropa interior. Entonces saqué otra foto, donde salía casi de cuerpo entero.

Con eso debería bastar. Solté el camisón y luego se lo acomodé. Mamá se removió, cosa que hizo que durante una milésima de segundo me aterrara. Pero claro, no despertó.

La cubrí con la colcha y las sábanas. No podía arriesgarme a envolverla como estaba antes. Si lo hacía, el esfuerzo que eso requería, podía hacerla despertar. Era mejor que pensara que mientras dormía, ella misma se había liberado de ellas.

Retrocedí, sin dejar de mirarla. Crucé el umbral de la puerta y la cerré a mis espaldas. Ya estaba. Eso era todo. Pero no debía confiarme. Caminé sin hacer el menor ruido hasta volver a mi cuarto. Abrí el WhatsApp en el celular. Le envié las fotos a Lautaro. Esperé en vano su respuesta. Ni siquiera me dejó el visto.

Me metí a la cama, con cierto sentimiento de culpa. No sólo por lo que acababa de hacer, sino por la potente erección que no se bajaba. Pero seguramente era por pensar en leticia. Si, eso debía ser.

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Teníamos muchas cosas en común con Lautaro: ambos habíamos terminado la escuela secundaria hacía pocos meses. Recién cumplíamos los dieciocho años. Los dos éramos hijos únicos, con padres vivos pero ausentes. Nuestras madres nos habían concebido cuando eran apenas unas adolescentes. Nos gustaba el animé y las películas de terror. Tanto él como yo no resaltábamos en algún aspecto físico en particular, aunque tampoco se nos podría considerar feos. Más bien, pertenecíamos a esa peculiar clase de personas que tendía a pasar desapercibidas. No nos gustaba el fútbol, ni tampoco salir de noche a bailar. Mucho menos tomar alcohol. Estas últimas cosas las hacíamos solo cuando nuestros amigos nos insistían demasiado con eso, y ya resultaba más tedioso negarse que participar.

Sin embargo, todas estas similitudes las desconocí la mayor parte de mi vida, pues para empezar, apenas conocí a Lautaro en ese otoño del dos mil diecinueve, cuando empezábamos a dar los primeros pasos de la adultez. Hasta el momento, era alguien cuya existencia desconocía.

Pero para hablar de Lautaro, primero debo hablar de Leticia.

Recuerdo que la primera vez que la vi fue uno de esos días grises, de humedad incómoda y llovizna persistente. Un clima que la gente tiende a detestar. Yo solía compartir esta repulsión instintiva, pero desde el instante en que vi ese largo pelo negro menearse mientras ella se agachaba para agarrar una caja, pasó a ser mi clima preferido, pues siempre me acercaba su recuerdo.

Leticia se estaba mudando a la casa que se encontraba junto a la nuestra. Había tenido la mala suerte de tener que hacerlo mientras la llovizna empapaba lentamente el asfalto. Me pareció que estaba molesta, pero más adelante descubriría que sus rasgados ojos azules siempre observaban todo con ese gesto de exasperación permanente. Como si prejuzgara a todo —y a todos—, negativamente. O quizás era la desmedida atención que recibía, la que la hacía hastiarse de las personas, procurando siempre mantenerse alejada de todos —o de casi todos—.

Ahora, ya siendo muy tarde, me doy cuenta de que hubiese sido un excelente primer paso ofrecerme a ayudarla con las cajas. De hecho, ese mismo día mamá me echaría en cara mi desidia. Pero en ese momento —como suele sucederme la mayor parte del tiempo—, no tuve la suficiente agudeza mental como para aprovechar a acercarme a esa mujer que desde el primer instante había captado mi atención.

Yo la veía subrepticiamente desde mi casa, a través de la ventana frontal. Los dos fleteros que la acompañaban tampoco podían disimular su admiración —una forma sutil para llamar a la excitación—. Ambos, veteranos con sobrepeso, no perdían oportunidad de mirarla, sobre todo cuando les deba la espalda, claro está.

Leticia vestía todo de negro, haciendo juego la vestimenta con su cabello largo y lacio, y contrastando con su tez clara. Estaba claro que era mayor que yo, pero ni de cerca hubiera adivinado en ese primer vistazo su verdadera edad.

No me considero una persona particularmente sociable. Más bien al contrario. Cuando suelo socializar es porque no me queda más alternativa que hacerlo. En el barrio no tengo amigos, y no tengo idea de cómo se llaman la mayoría de mis vecinos. El hecho de que alguien se mude en la misma cuadra que nosotros, despertaba en mí el mismo interés que podría hacerlo el resultado de Racing contra Colón de Santa Fe, es decir, ninguno. Pero Leticia había cautivado mi atención. Tal vez se debía a que, habiendo terminado la escuela, y aún sin haber conseguido un trabajo —ni tampoco lo había buscado mucho que digamos, para ser sinceros—, mi vida había alcanzado un punto de sinsentido tal, que ni siquiera alguien tan sínico y melancólico como yo habían creído que alcanzaría. Su simple presencia, de alguna manera, le daba un significado a mi monótona vida.

Lo cierto es que mientras veía los movimientos que había en la vereda frente a mi casa, me preguntaba quién era esa mujer inusitadamente hermosa que había venido a vivir tan cerca de mí. Por qué motivo se encontraba sola en esa tarde estival. Me costaba creer que alguien como ella no tuviese a un montón de amigos dispuestos a ayudarla cuando se encontraba en aprietos. Supuse que prefería no deberle nada a nadie. Además, siendo sinceros, la mayoría de los hombres aprovecharían la ocasión para sacar a relucir sus primitivas intenciones. En ese entonces, por supuesto, desconocía la existencia de Lautaro.

Así que ahí estaba esa pantera de ojos fieros, a quien sólo veía de manera borrosa a través de la ventana que ya se había empañado, y la lluvia que se hacía cada vez más fuerte. Ahí estaba Leticia, con su máscara de apatía y su cuerpo de asesina serial.

Cuando el ajetreo de la mudanza terminó, fui a mi habitación. Mamá no tardaría en llegar. El día anterior me había echado en cara el hecho de que mi cuarto era un desastre. Fiel a mi personalidad haragana, había dejado la labor para el último momento. Para colmo, la llegada de Leticia me había distraído más aún. Cuando me dispuse a empezar con mis quehaceres, me di cuenta de que, del otro lado de la medianera, la habitación del primer piso se encontraba con la luz encendida. Evidentemente la nueva vecina estaba haciendo sus propias tareas. Me pregunté si había tenido la suerte de que su habitación estuviera justo frente a la mía.

No había alcanzado a encender la lámpara de mi cuarto, así que así la dejé. Al estar tan oscuro como la noche, mi ventana más bien funcionaba como un espejo para quien la mirara desde el otro lado. La ventana de la vecina, en cambio, me dejaba ver con mucha nitidez todo lo que sucedía adentro de la alcoba.

Leticia se movía de aquí para allá, con mucha agilidad. Su cabello negro bailaba al ritmo de su ajetreo. Por un instante la perdí de vista, y cuando volvió a estar en mi campo visual, enorme fue mi sorpresa al notar que en la parte superior de su cuerpo sólo llevaba un brasier blanco.

Sus pechos eran firmes y grandes —aunque no enormes—. Estaban completamente salpicados en pecas, cosa que me sorprendió, ya que en su rostro no había notado ninguna. Arqueó la espalda, como haciendo fiaca. Agarró su celular y habló con alguien, sin escaparse de mi vista.

Parecía molesta. Alcancé a escuchar algunas palabras sueltas, aunque no me fue posible entender de qué iba la conversación. Cuando colgó, de un movimiento increíblemente veloz, se quitó el pantalón. Sus piernas eran largas y torneadas. Se las notaba ejercitadas. Su abdomen plano. La cola pulposa y firme.

Me gustaría decir que lo sucedido fue algo parecido a un striptease, pero para ella, lo que estaba haciendo era algo perfectamente normal. Lejos estaba de imaginar que alguien la observaba —aunque debería habérsele cruzado por la cabeza—. Por lo tanto, sus movimientos fueron naturales y veloces. Con la misma rapidez con que se desvistió, se colocó un pantalón de jogging y una remera suelta. Por lo visto, lo que pretendía hacer era ponerse ropas más cómodas para seguir con la mudanza.

Cuando se perdió de mi vista, ahí recién empecé a ordenar mi cuarto, cosa que me generó una nueva reprimenda de mamá.

Después de eso, Leticia se había convertido en un enigma para mí. Lo cierto era que no había sucedido nada inusitadamente extraño como para que así fuera. Su belleza descomunal y su descuido en el día de su llegada bastaron para que todos los días pensara en ella. Me preguntaba cuántos años tenía, a qué se dedicaba, con quién salía…

Había descubierto que se iba todos los días a las ocho de la mañana —suponía que a trabajar—. Así que, para sorpresa de mamá, comencé a levantarme todos los días a esa hora, para poder ver a mi vecina desde el ventanal de mi casa.

No alcanzaba a decidir si su cuerpo era voluptuoso o de una sensualidad más sutil, como la de una modelo, delgada, pero con algunas curvas. Supongo que se encontraba en un punto intermedio. Su cintura era angosta, y solía vestirse con pantalones tiro alto que la resaltaban. Su cola era una manzana por las que cualquier hombre pecaría. Su largo pelo negro le daba un aire de sofisticación. Su mirada de ceño fruncido, y su actitud arisca, la hacían parecer inalcanzable. Cualquier acercamiento podría provocar una feroz mordida.

A pesar de su permanente expresión de disgusto, manaba juventud y sensualidad por cada poro de su cuerpo. Tenía treinta y cinco años, pero yo no le daba más de treinta. Sus pequeños ojos azules se podían ver a gran distancia.

Un día llegó a mi casa un sobre a su nombre, por error. Leticia Gabriela Pierini, decía en la parte del destinatario. Ahora sé su nombre, pensé. Ahora mis fantasías tienen nombre.

………………………………..

“Genial”, decía el mensaje de Lautaro. La foto no salía con una buena nitidez, ya que se había tomado en la oscuridad. Pero se veía lo más importante: la ropa interior de mamá, y los vellos que se escapaban a los costados.

Me sentía un traidor por hacerle eso, pero estaba seguro de que no corría peligros de que la foto se hiciera pública, ya que el propio Lautaro me había enviado fotos de su mamá semidesnuda. Le mandé un mensaje preguntándole si quería pasar por casa a jugar a los videos, pero me respondió que no.

Nuestra relación era rara. Nos llevábamos muy bien, y habíamos empezado ese intercambio de favores, lo que implicaba una unión sumamente íntima. Pero aún no llegábamos a ser amigos. Éramos más bien aliados. El destino nos había unido. Tanto Leticia como mamá eran mujeres extremadamente jóvenes considerando que ya contaban con hijos mayores de edad. Siempre me incomodó saber que mi progenitora era la milf más deseada del barrio. Pero con la llegada de Leticia, se vería obligada a compartir el título. Además, yo mismo había comprendido, al fin, la atracción de los hombres por una milf. Leticia representaba lujuria y experiencia a partes iguales. Me volaba la cabeza.

Unas horas después me llegó otro mensaje de Lautaro. Yo estaba en mi habitación. Mamá estaba en una audiencia por uno de los juicios que llevaba, por lo que estaba solo. Abrí el chat que tenía con él y vi la foto.

Leticia, la vecina insondable que ni siquiera había reparado en mi existencia, salía en esa imagen completamente desnuda. Se encontraba bajo la ducha. Parecía que el agua recién empezaba a caer, pues no se había formado vapor. Estaba de espaldas. El pelo negro le llegaba casi hasta la cintura. Sus nalgas estaban totalmente expuestas al depravado de su hijo, que le había sacado la foto desde cierta altura. Me hubiese gustado una de frente, pero sabía que eso era prácticamente imposible. Al menos mientras estuviera despierta, no era factible tomarle una foto desnuda. Agrandé la imagen y me detuve en las nalgas. Redondas, turgentes, profundas… Pocas palabras podría agregar más que las obvias, para describir a ese culo criminal que me traía loco desde la primera vez que lo vi.

Pero mientras disfrutaba del trasero desnudo de Leticia, al tiempo que sentía cómo mi verga se ponía dura, tuve la certeza de cuál sería el precio que debía pagar por la gentileza de mi vecino.

“Espero la tuya”, puso después él, confirmando mi hipótesis. No hacía falta que lo aclarara. Debía sacarle una foto a mamá mientras se duchaba.

La doctora Ana Laura Lorenzzeti, mejor conocida como mamá, todavía no había vuelto de la audiencia. Pero no faltaba mucho para eso. Era una mujer de rutina, al menos en lo que respecta a lo que hacía en la casa. Una vez que llegara, dejaría el maletín sobre un sillón, se quitaría los zapatos, e iría al baño a ducharse.

Una vez que estuviera aseada, se tiraría frente al televisor mientras contestaba decenas de mensajes que le llegaban al celular.

— Hola Carlitos —saludó ella, cuando llegó—. ¿Dejó la cena en el horno Antonia?

Antonia era la mujer que venía a ayudar a la casa. Desde que se había independizado económicamente, mamá se rehusaba a cocinar, como si eso fuera a convertirla en una simple ama de casa. De alguna manera lo consideraba denigrante. Tenía sus aires de grandeza la Dra. Lorenzzeti.

Le respondí que sí, al tiempo que la observaba. Llevaba una pollera muy ceñida. Me pregunté si Lautaro se conformaría con una foto en primer plano del culo de mamá. Era tan ajustada su prenda, que la ropa interior se marcaba en la tela. Las primeras fotos que habíamos intercambiado eran de ese tipo. Los culos de nuestras madres enfundados en las prendas más sensuales: minifaldas, pantalones de jean, shorts. Un acto vil e insolente que nos garantizaba una buena paja con nuestras milf favoritas. Pero de a poco fuimos subiendo la vara, hasta que él me envió esa imagen, donde Leticia salía en pelotas.

Deseché en seguida la posibilidad de capturar una foto de mamá así como estaba. Era evidente que debía sacar una igual a la que me envió él. Pero me preguntaba qué vendría después de eso. Si no poníamos un límite, la cosa se nos podía ir de la mano.

Pero qué le iba a hacer. En esa ocasión le seguí el juego —como venía haciendo hasta el momento—. No debía esperar mucho, porque una vez que empezara a ducharse, el cubículo se llenaría de vapor, y sería imposible sacar una foto aceptable. Fui a la cochera por una escalera.

Por suerte, el baño que ella utilizaba tenía un pequeño ventiluz que daba al patio del fondo. Otra ventaja que tenía era el hecho de que mamá era miope. Obviamente mientras se bañaba no usaba los anteojos, por lo que su visión estaría muy reducida.

Me dirigí al patio trasero, cargando la escalera al hombro. Haciendo el menor ruido posible. La apoyé en la pared, justo debajo de la ventana. Nuestra mascota, Rita, al ver esa situación fuera de lo común, empezó a ladrar, como exigiendo saber qué estaba haciendo. Era una maldita bocina esa perrita. Eso sí, si vinieran unos ladrones a robarnos, de poco serviría. De todas formas, tenía la costumbre de ladrarles a los gatos que andaban por los techos de las casas vecinas, así que supuse que mamá creería que eso era lo que pasaba.

Subí los peldaños, ansioso. El ventiluz era de esos que tenían dos vidrios. Y en ese momento estaban abiertos. Arrimé la cara, dispuesto a correrla inmediatamente si mamá miraba hacia arriba.

Cuando la vi de frente me sonaron todas las alarmas. Encima, esa pesada de Rita no dejaba de ladrar, como si fuera una hermana menor que me estaba señalando que lo que estaba haciendo estaba muy mal. Sin embargo mamá no hizo gesto de mirar hacia arriba. De hecho tenía la cabeza gacha. Me impresionó verla completamente en pelotas. Una cosa que noté, no en ese momento, pero sí después, al rememorar lo que había sucedido, era que tenía un perturbador parecido con Leticia. Las facciones de la cara eran muy diferentes, sí. Además Leticia llevaba el pelo negro, largo hasta la cintura, mientras que mamá lo usaba rubio, apenas hasta el hombro. Pero tanto el color de la piel como la contextura física eran iguales. Leticia apenas más alta, quizás.

Vi, boquiabierto, el abundante vello púbico de mamá. Estaba observando con detenimiento su entrepierna, a la vez que se tocaba una y otra vez uno de sus muslos. Cuando retiró la mano, pude ver dos cosas: Primero, que lo que estaba tanteando era un forúnculo que le había salido en esa zona. Segundo, los carnosos labios vaginales, que quedaron a la vista cuando retiró su mano.

Apunté la cámara. Ya quería ver la reacción de Lautaro cuando viera esa imagen. No se me había ocurrido que iba a ser yo el que tomara las fotos más osadas. Saqué varias, y me quedé esperando, a ver si se presentaba la oportunidad de hacer otras aún mejores.

Una vez que mamá pareció decidir que aquel bulto no era nada importante, se irguió. Sus tetas de pezones rosados aparecieron a la vista. Eran más pequeñas que las de Leticia. Pero se mantenían firmes, y se veían muy bellos. Tomé una foto, aunque lo hice justo cuando se daba la vuelta, así que no salió muy bien.

Sin embargo ahora tenía a la vista su trasero desnudo. Mamá era delgada, de cuerpo delicado. Sus caderas anchas y su culo pomposo. En esto último era un poco más voluptuosa que Leticia, aunque solo por poco. Me sorprendió notar que las nalgas parecían muy separadas una de otra. Me pregunté si a mamá le gustaba practicar sexo anal. Nunca lo hubiera pensado de ella.

Tomé otra foto. Ella abrió la llave del agua, agarró el jabón y empezó a pasarlo en sus piernas. Al hacerlo, se inclinó, a lo que yo aproveché, claro está.

El agua empezaba a salir caliente. El vapor hizo presencia en el cubículo. Pero de todas formas tomé dos o tres fotos más, por si alguna de ellas resultaba decente. En un momento, me pareció que estaba a punto de perder el equilibrio, así que apreté mi cuerpo contra la pared, a la vez que afirmaba mis pies en los peldaños. En ese momento, cuando mi pelvis hizo contacto con la dureza de la pared, noté que en mi entrepierna había algo igual de duro.

Observé mi erección con la decepción de un padre que mira a su hijo hacer alguna maldad, a pesar de haberle enseñado tantas veces a comportarse.

Me distraje demasiado con esa reacción antinatural —¿O será súper natural?— de mi cuerpo. Entonces escuché el grito. Mamá había largado un aullido de terror desde la ducha. Me tomó por sorpresa. La miré. Ella me estaba observando con un gesto de incredulidad.

Fue entonces cuando perdí el equilibrio y caí al piso.

Continuará

Les comento que en mi cuenta de Patreon (buscar enlace en mi perfil) ya están publicados los capítulos dos y tres de esta serie, disponibles para quienes quieran colaborar convirtiéndose en mis mecenas. Aquí iré publicando un capítulo por semana.