Instinto

El día en que supe que aquel maldito bastardo me engañó.

Nunca olvidaré aquella noche. Las luces de la calle me deslumbraron cuando salí agitada y veloz de aquella casa. Mi casa. Cerré violentamente la puerta y corrí calle abajo mientras me deshacía de las personas que osaban interponerse en mi camino. La ira me recorría. Me faltaba el aire. Tenía que huir de aquel lugar. De mi hogar.

Pronto, llegué al final de la calle. Bendije ese momento. Estaba a suficiente distancia como para que no pudieran verme desde el balcón de aquella gran casa. Mi casa. La diseñó mi marido. No, ¿para qué lo voy a suavizar? La diseñó el cabronazo de mi marido. Ese pobre infeliz que parecía ser la persona que más me quería en este mundo.

En la calle de enfrente, encontré un lugar tranquilo donde descansar. Había corrido demasiado y sentía que me ahogaba. Me costaba respirar. El soportal fue como un oasis en mitad del desierto. Era una buena guarida. Desde allí aquel cabrón no me vería.

De repente, un dolor agudo acudió a mi costado derecho. Mi mirada se nubló en un instante y sentí que me desfallecía. Mi mano se apoyó inconscientemente en la pared. Intenté mantenerme en pie agarrándome en aquella pared. Necesitaba descansar. Observé espantada cómo mi costado derecho sangraba. Aquel lugar era lúgubre y solitario. Con gran esfuerzo me aproximé a la luz de la pared.

-          ¡¿Qué… Qué es esto?! –susurré mirando mis manos temblorosas manchadas de sangre.

La herida dolía cada vez más y más. El abrigo que me resguardaba del frío comenzaba a mancharse con la herida de mi cuerpo. Intentaba recordar qué había pasado, pero un agudo dolor traspasaba mi cabeza. La sangre seguía ahí, brotando de mi cuerpo y haciendo acto de presencia en mi vestimenta. Caí al suelo.

De repente, abrí los ojos y estaba en mi despacho frente al ordenador. El procesador de texto estaba abierto. El informe estaba allí. Miré mi reloj. Las doce y media de la mañana. Me asusté. Aquello me había parecido tan real…

Me levanté de mi confortable sillón y salí del despacho. Necesitaba un café. Eso es. Sólo necesitaba despejarme aquella mañana. Atravesé las mesas de mis compañeros. Cada uno estaba con su trabajo. Era una mañana tranquila. Mucho trabajo, pero tranquila. Podría disfrutar de un café negro, humeante. Delicioso.

Llegué a la máquina de café y me dispuse a introducir la moneda. Entonces, me apoyé en la máquina. La vista se me nublaba…

Me levanté del suelo. Había nevado. Un charquito de sangre se cernía sobre mí. Aturdida intenté levantarme. No pude. Me desplomé en la fría nieve. Maldición. Todo era culpa de ese hijo de puta. Ese gilipollas con su labia me había engañado todos estos años.

Poco a poco, las imágenes venían a mi mente. Había sido un día bastante tranquilo. De hecho, llegaba una hora antes a mi casa. Esa casa que ese mamón insistió en construir. Tan ostentosa, tan glamurosa. Todo para impresionar a sus amistades de la alta sociedad. Yo me hubiese conformado con un pequeño ático en el centro de la ciudad. No, él no.

Regresaba a casa contenta, feliz. Me sentía aliviada de tenerlo a mi lado. Habíamos pasado una mala época hacía no demasiados meses. Por fin, todo había vuelto a la normalidad. Caricias, besos, amor y sexo desenfrenado. Llevábamos cinco años casados. Sólo cinco años en los que habíamos pasado por toda clase de penurias y alegrías, pero juntos. Siempre juntos. El uno con el otro. Amándonos y respetándonos. Eso creía ingenua de mí.

Aún tendría tiempo de prepararme. Entré en casa y deposité las llaves en el bol de la entrada. Me quité el abrigo y lo colgué en la percha de la entrada. Una sonrisa pícara cruzó mi cara. Hoy le daría una sorpresa… ¡picante! Lo primero sería tomar un baño. Ni siquiera pasé por nuestro dormitorio. Sabía que estaba sola en casa. Ni sus llaves ni su abrigo estaban en la entrada. Podría andar desnuda por la casa sin miedo a que aquel pervertidillo que es mi marido quisiera hacerme suya en cada rincón. Le habría vuelto loco verme así y…

Entré en el aseo y comencé a llenar la bañera. El agua comenzó a brotar del grifo y comencé a desnudarme. Me adentré en las humeantes aguas. Quería relajarme. Hoy estaba fogosa. Quería demostrarle lo importante que era para mí. Una tarde seguida de una noche desenfrenada de sexo.

De repente, unos extraños ruidos provenían del piso de arriba. Intenté no darles importancia. Sería nuestro pequeño cachorrito haciendo sus normales travesuras. Sonreí pensando en la sorpresa que se llevaría. Su cara de ilusión sería apoteósica. Me había pasado por una tienda y me había comprado lencería muy sugerente. Esta noche sería mío. Sólo mío. O eso creía yo.

Pasados unos minutos, comencé a preocuparme por los incesantes ruidos. Parecía que no estaba sola. Intenté pensar que posiblemente sería Héctor, mi marido. Sin embargo…

Me encontré recostada sobre la máquina de café. ¡Por Dios! ¡Qué día más raro estaba teniendo! Primero, esa visión corriendo por aquella calle, después se me nubló la vista y ahora, me encontraba tendida sobre la máquina de café con mi blusa blanca con una mancha oscura que se expandía inexorablemente. Mis manos estaban rojas. Aquella situación era muy extraña.

Mi mañana siguió tranquila, pero con abundantes informes que redactar. Aquello era tedioso. Quería terminar cuanto antes y no tener que quedarme hasta muy tarde. Deseaba pasar una velada romántica con Héctor, mi querido marido.

Comencé a redactar un nuevo informe. Siempre lo mismo. Rellenar formularios, entregar informes, entrevistas. Mi vida era demasiado rutinaria, me estaba cansando demasiado… Mis párpados se cerraban…

Volví a encontrarme en la nieve. Cubierta por el grosor de la misma. Había perdido el conocimiento. Tenía un charco de sangre a mi lado. Debía de acudir a algún hospital. Apenas me quedaban fuerzas para hablar, cuanto más levantarme y caminar. Sin embargo, reuní el valor suficiente para luchar por mi vida. Mi mísera vida. Ese maldito cabrón… Apenas me lo podía creer. Los insultos de este mundo sólo representarían palabras bellas para esa persona que robó mi corazón para apuñalarlo vilmente.

Empecé a incorporarme. Me asfixiaba y el frío de aquella noche nevada calaba el maldito abrigo. Nada llevaba debajo. Sólo ese jodido abrigo que el gilipollas de mi marido me regaló en nuestro último aniversario.

El ordenador se mostraba ante mí. El cursor parpadeaba. Llevaba media página ya, pero sentía un agudo dolor en mi costado derecho. De pronto, vi las teclas teñidas de rojo. Aquello no podía estar pasando…

Intentaba ponerme en pie, luchar por mi vida, carente de sentido ahora. Venían fugaces recuerdos a mi memoria…

Los ruidos persistían. La posibilidad de que unos ladrones estuvieran en mi casa me aterrorizaba. Estaba sola. Héctor aún no había llegado o eso creía yo. ¡Qué idiota! Salí de la bañera donde me había estado relajando. Me coloqué el albornoz y me dirigí sigilosamente hacia la cocina. Ya sabía qué haría. Cogería un cuchillo jamonero. No dudaría en clavárselo a quien osara romper la tranquilidad de mi hogar.

El camino hacia la cocina estaba despejado. Los pasos y los murmullos se oían en el piso de arriba. Armada con mi cuchillo, me encaminé valientemente hacia el piso de arriba. El miedo se incrementaba dentro de mí. Pensé en avisar a la policía, mas no sabía si aquellos ruidos eran producto de mi imaginación.

Recorrí el pasillo arrepintiéndome de no haber descolgado el teléfono para llamar a la policía o a Héctor. En cambio, a medida que me acercaba a nuestro dormitorio, los murmullos se esclarecían. Se me antojaban… No, no podía ser…

Apreté la empuñadura del cuchillo hasta desproveer a mis dedos de la sangre que circulaba en ellos. Los ruidos… Se aproximó a la puerta. Tomé el pomo y con discreción procedí a abrir un poco la puerta. Tenía que verlo con mis propios ojos… Reconocía perfectamente aquellos ruidos… Sin embargo, todo comenzaba a darme vueltas, todo parecía confuso… Todo…

Las horas habían pasado tortuosamente aquella mañana fría de invierno. Deseaba que nevara para disfrutar con Héctor de una deliciosa tarde frente nuestra chimenea. Había estado toda la mañana con ilusiones y me encontraba confundida. Nada de aquello podía ser real. Numerosas imágenes se habían cruzado por mi cabeza, pero ninguna podía ser real. Mirara donde mirara encontraba algún rastro de sangre que, sin duda, no era mía… Y después, ese absurdo dolor en el costado derecho… Me olvidaría de todo. Quería regresar a casa y sorprender a mi dulce marido.

Me subí al coche y coloqué la llave en la ranura para arrancar. Tenía tantos planes… Sin embargo, todo se hallaba lúgubre y oscuro para mí… Todo a mi paso se difuminaba hasta… desaparecer…

Allí estaba yo. Mirando como una depravada por la rendija de la puerta. ¡Será hijo de puta! Apretaba cada vez con más fuerza la empuñadura del cuchillo jamonero. Mi marido me estaba traicionando. Se estaba follando a otra y encima el muy cabrón parecía estar disfrutando. ¡Maldito bastardo! La ira me recorría las entrañas mientras veía cómo mi marido recorría con su habilidosa lengua la piel de aquella furcia. Le estaba devorando cada parte de su cuerpo. Ahora, se dedicaba a sus labios vaginales. No veía cómo recorría su lengua por ellos, pero sí sentía cómo se afanaba por complacerla. Además sabía cómo se aplicaba cuando deseaba conseguir lo que quería de su compañera de juegos. La chica gemía una y otra vez. Parecía tocar el orgasmo con la punta de sus dedos, pero aún no lo alcanzaba. Héctor quería hacerla sufrir.

La ira recorría cada poro de mi piel. Sin embargo, a pesar de ello, algo regurgitaba en mi interior. Observaba atentamente cómo mi marido, el jodido hijo de puta que siempre dijo que me amaría y me sería fiel hasta el fin de sus días, hacía sucumbir a aquella zorra en sus redes.

Mis dientes chirriaban y mi odio hacia aquel imbécil crecía a cada segundo. Sin embargo, algo me impedía entrar en la alcoba y acabar con aquel tormento. Veía a mi marido ascender por el vientre de la chica recreándose en sus turgentes y enormes pechos de ramera. Observaba lastimosamente cómo intensificaba su tratamiento en los pechos de aquella mujer. Aquella puta jadeaba cada vez más alto.

Pronto ascendió buscando su boca. Compartieron un tórrido beso que pareció transportarlos a otro universo. Sabía bien, cómo se sentiría esa estúpida. El odio, el rencor, la traición, todo se unió en su interior. Tenía la mano puesta en el pomo. Estaba dispuesta a hacer una locura.

Sin embargo, al escuchar los jadeos de la pareja, no supe cómo reaccionar. Sentí un cosquilleo en mi vulva. Aparté mi bata y coloqué el cuchillo en el bolsillo derecho de la misma. Miraba atentamente cómo el gilipollas de mi marido estaba embistiendo con dureza a la puta ramera aquella que parecía disfrutar con el hombre que ante Dios y los hombres era mi marido. Y yo… Allí, haciendo una inmersión en los pliegues de mi propia vulva.

Héctor seguía bombeándola. Sólo le veía mover la cadera velozmente e insultar a su amante espero, estúpida de mí, que ocasional. No obstante, no podía evitarlo. Ver a mi marido desbocado con aquella hija de puta me estaba excitando. Era una faceta que desconocía de él. Me hubiese cambiado por ella sin pensarlo. Comenzaba a estar aburrida del sexo tradicional y con la postura del misionero. Hoy quería sorprenderle porque desde esa misma mañana estaba ardiente. Pero no. El cabrón, hijo de puta, de mi marido no podía esperarse a que yo llegara. NO. Tenía que cepillarse a esa sucia y rastrera mujer, cuyo rostro no había podido ver.

Ahora le dice que se ponga a cuatro patas. A mí nunca me lo decía. ¡Cabrón! Yo también quiero. Me parecía absurda e irreal aquella situación. Yo, allí, espiando a Héctor mientras se folla a aquella “destroza-hogares”, mientras mis dedos recorrían velozmente mi vulva. Me sentí cerca de ellos, como si yo misma experimentara el placer de esa salvaje follada. Necesitaba más. Mucho más. Mis manos apartaron los pliegues de mi coño y se hundieron dentro del mismo. Quería sentirme igual que aquella que osaba follarse a mi marido. La mataría, sí. No, lo asesinaría. Con saña, con alevosía, con ensañamiento. Alargaría su sufrimiento hasta que no pudiera más que implorarme su muerte. A mí no se me engaña.

Me afanaba en observar aquellas imágenes y penetrarme con furia mi vagina, mas no me era suficiente. Añoraba el pene de mi marido, esa imponente herramienta que me taladraba cada vez que lo hacíamos.

Se disponía ahora a penetrarla analmente. Abrí los ojos como platos. Siempre me lo había pedido. Yo nunca había accedido. Me apesadumbré en aquel momento. No lo podía creer. Aquélla era la razón para unos cuernos… Mi negativa férrea a dejarme follar el culo. El culo era una fábrica para defecar. ¡No para eso! Quería algo que llenara aquel vacío que llenara mi alma. Me acababan de romper el corazón vilmente. No obstante, seguía dándome placer mientras mi corazón yacía muerto dentro de mi cuerpo. La chica y yo estábamos al borde del orgasmo. Ella llena de júbilo y yo con sendas lágrimas recorriendo mi blanquecino rostro.

Me sentía vacía, pero excitada. ¡¡Diosssss!! No podía ni quería evitarlo. Iba a llegar al orgasmo mientras mis dedos invadían las entrañas de una muñeca sin corazón, sin sentimientos, sin razón para la mera existencia. La chica gritaba, jadeaba, imploraba su placer. Alzaba la voz atreviéndose a decir su nombre. Mientras llegábamos ambas al orgasmo, tomé el cuchillo y, respirando agitadamente, abrí la puerta violentamente.

Ni siquiera lo pensé. Quería saberlo ya. Ansiaba descubrir quién osaba follar con mi marido. ¡¿Quién?! Necesitaba saber con quién me traicionó mi marido. Sentimientos confusos, entremezclados. Ira, amor, rencor, celos… No podía identificarlos…

Ambos quedaron estupefactos con mi intromisión en el dormitorio. Héctor me miró aterrorizado. Empuñaba el cuchillo con furia y no había logrado reprimir las lágrimas. Me sentía humillada, traicionada, pero, sobre todo, herida en lo más profundo de mi corazón.

Él intentó explicarme algo incomprensible. Ni siquiera lo escuché. Sólo me dirigí a ella. Quería saber quién era. Quería saber… Tomé el cuchillo. Haría que me mirara a la cara. No era culpa de ella. Era culpa de aquel bastardo. Entonces, lo comprendí. Él debería pagar. No ella. Lo miré enfadada. Le grité. Ni siquiera recuerdo lo que le dije. Tampoco importa demasiado. Comencé a forcejear con él y, de repente… Un dolor sacudió mi costado derecho. Mis ojos se desorbitaron…. Me…Me… Me había clavado el cuchillo… Aquel arma que había elegido para defenderse de los hipotéticos ladrones… ¡Qué importaba ya…! Su alma, su vida… Se había acabado desde que lo descubrió todo…

Se me antojaba una mañana loca. Estaba empezando a desquiciarme. Me encontraba en el garaje de mi casa. Aquellos retazos de recuerdos me estaban abrumando. No podía esperar. Debía subir rápidamente a casa. Buscar el dormitorio. Perseguir la hilera de sonidos, ruidos y jadeos que, efectivamente, se oían… ¡Dios mío! ¿Sería verdad? Todo lo que había estado soñando aquella mañana, todos aquellos desvanecimientos… Me apresuré a subir a la planta de arriba. Corrí agitada hacia la puerta. Me encontré frente a la puerta. Quise abrir y encontré un cuchillo en su mano derecha. Lo pasó a la mano izquierda. Mi pecho subía y bajaba precipitadamente. Tragué saliva intentando tranquilizarme en vano. Si aquellas ensoñaciones eran verídicas, Héctor estaría allí con una mujer… Me habría traicionado. ¿Quería saber la verdad? Sí. Necesitaba saberlo. Abrí la puerta violentamente, armada con aquel cuchillo que había salido de dios sabe dónde… y…

Los vi. Estaban follando de manera salvaje. ¡Malditos bastardos! Ni siquiera mi entrada les había turbado. Mi marido siguió penetrándola velozmente mientras ella se dejaba envolver por el placer. Héctor parecía querer desengancharse de ella, pero aquella furcia no lo dejaba escapar…

Mi rencor, mi furia y la adrenalina me recorrían todo el  cuerpo. Mis ojos se salían de las órbitas. ¡Cómo osaban ignorarme! Tomé el cuchillo de mi bolsillo y me dirigí enrojecida hacia la amante. Ni siquiera sé porqué hacia ella. No había razón alguna. Tan solo quería apartarla de mi hombre. De mi marido.

Deseaba arrancarla de sus brazos, sacarla de mi casa a patadas. ¡Maldita puta! ¡Cómo se atrevía a follarse a mi marido en mi cama! No lo pensé. Creo que en ese momento enloquecí.

Lo juro. Sólo quería arrebatarle a mi hombre. Me acerqué a la cama. Y, sin mediar palabra, le clavé el cuchillo en su costado derecho. ¡Oh sí! Disfruté haciéndolo. Conmigo no se juega. ¡No, señor!

Pronto, obtendría lo que tanto ansiaba en realidad: mi marido. Héctor ni siquiera pestañeó cuando la apuñalé. Aquel bastardo parecía querer demarrar su esperma por aquella zorra a pesar de todo.

De repente, un dolor en el costado derecho me sacudió. Me costaba respirar. Aquella furcia se desplomó sobre la cama. El cuchillo se encontraba anclado en su costado derecho.

-          ¡Cariño! ¿Qué te ocurre? –preguntó aterrado mi marido.

¡No! No podía ser. No, no me hablaba a mí. La hablaba a ella. Aquella mujerzuela giró su rostro y me la encaré frente a frente. No daba crédito a lo que mis ojos veían… Era imposible… Aquello era irreal… Ella… era yo.

Escrito por Universitaria