Instalaciones Varias

Una extraña pareja que necesita de las habilidades de un instalador profesional en su piso.

Instalaciones varias

Suele ser habitual en mí el llegar temprano a todos los trabajos que tengo que hacer. Ese día llegué unos diez minutos antes de que dieran las cinco de la tarde, de un día del mes de julio extremadamente caluroso. Pulsé el botón correspondiente en el portero electrónico y nadie contestó. El sol me daba en el cogote haciéndome maldecir mi estúpida puntualidad.

Los diez minutos pasaron rápidamente, volví a llamar sin que nadie volviera a dar señales de vida. Y eso sí que me daba coraje: que no correspondieran a la puntualidad.

En estos casos suelo dar otros diez minutos de espera, porque siempre me pueden contar una excusa más o menos creíble y así actuar yo en consecuencia.

Cuando me dispuse a llamar por teléfono para anular la cita, pues el sol ya me estaba machacando demasiado, vi aparecer una pareja que venía corriendo hacia donde yo me encontraba. Él empujaba un carrito de bebé, haciendo de vez en cuando señales con un brazo para atraer mi atención. Ella le seguía portando un par de bolsas de plástico de supermercado.

Sofocado, al llegar al portal, comenzó a buscar las llaves en el bolsillo del pantalón.

  • ¡Hola…! ¿Eres tú… el… instalador…?

Asentí con la cabeza y le di las buenas tardes, momento en el que llegó la mujer.

  • ¡Ay! Hijo, perdona, pero es que nos ha pillado un atasco impresionante y después hemos dado varias vueltas hasta encontrar un sitio donde aparcar – tomó aire -. ¿Llevas mucho tiempo esperando?

  • No se preocupe, señora – siempre me ha dado reparo usar el término señora para dirigirme a chicas jóvenes a pesar de estar casadas -, no ha sido mucho tiempo.

Al entrar en el bloque, aunque ya lo había imaginado, pude comprobar que no había ascensor. Con lo que me fastidia subir la caja de herramientas por las escaleras.

Me ofrecí a ayudarlos a subir el carrito o las bolsas, pero se negaron cortésmente. Él con el carrito y el niño, ella con sus bolsas y yo detrás de ellos subimos hasta la cuarta planta.

Durante el trayecto no podía dejar de echar furtivas miradas a ese par de nalgas que bamboleaban a la altura de mis ojos. A esas piernas desnudas tostadas por el sol y a esa espalda húmeda por la carrera y el calor que habían hecho que el fino vestido se pegase a la piel, haciéndose traslúcido.

Al llegar a la puerta de su casa me di la vuelta disimuladamente para ordenar un poco mi pantalón y que no se notase demasiado que llevaba un empalme impresionante.

El piso era bastante acogedor, a pesar de tener reformas por acabar y de haber cajas de cartón por desembalar aquí y allá. Se acababan de mudar y necesitaban de alguien que les colocase algunos muebles y accesorios. Cosa que explicaba mi presencia allí.

  • Marga – dijo el tipo -, creo que Jaime se ha hecho caquitas.

Mientras ella se encargaba de cambiar los pañales su marido me indicó las cosas que quería que hiciera. En este momento es en el que la personalidad de la gente se muestra ante mí de forma clara. Y a este le sobraban pájaros en la cabeza.

  • Eso quedaría muy bonito – le dije -, aunque creo que le va a faltar algo de espacio para colocar todo lo que quiere poner ahí.

  • ¡Qué va – insistió -! Ya lo he medido yo con el metro.

Le eché un vistazo de nuevo a la pared, saqué mi metro y le dije que si él podía comprimir medio metro los muebles yo se los montaba. No puede ser, no puede ser decía una y otra vez.

Mientras él volvía a coger su metro y a ponerlo aquí y allá, yo me salí del cuarto, ya que siempre me ha fastidiado ver cómo alguien hace el ridículo continuado, con la excusa de ir a ver otras de las cosas que quería que hiciese.

En el salón estaba su señora cambiando aún los pañales a la criatura en el sofá. Tenía su culo en pompa hacia donde yo me encontraba y otra vez mi pantalón volvía a ponerse rebelde. Estuve observándola no sé cuanto tiempo, hasta que vino el marido para reclamar mi presencia en otro sitio.

  • Bueno – le quitó importancia -, no creo que haya problema si quitamos uno de los muebles. ¿Me acompaña a ver el cuarto de baño?

Esta vez acertó en casi todo y no parecía que fuese a tener inconveniente en instalar un par de armarios pequeños y el mueble del lavabo.

El tío seguía hablando sin parar, aunque mis pensamientos estaban en otro lugar. Desperté de mi letargo cuando llegó Marga. Había dejado al niño durmiendo en el parquecito del salón.

  • ¿Le importaría empezar por otro lugar – preguntó –? Me muero por darme una ducha.

Ningún problema, le dije sin poder evitar que se me fueran los ojos tras una gota de sudor que se lanzó a tumba abierta por su canalillo.

Ahí creo que todos nos dimos cuenta de mi lasciva mirada. La verdad es que no hice nada esta vez por evitarla, más aún, la mantuve. Tenía un calentón impresionante y ya me daba igual todo. Pero entonces, cuando esperaba una reprimenda o un váyase de aquí y no vuelva , va el tío y me dice:

  • Bueno, yo me tengo que ir. Aquí se queda mi mujer para todo lo que necesite.

  • Para todo lo que necesite… - repetí sin intención alguna.

Aunque después de decir la última palabra y comprender lo que podía parecer, giré mi cabeza y clavé mis ojos en los de aquel tipejo. A penas aguantó unos segundos antes de bajar su mirada al suelo.

Marga parecía cabreada. Por sus ojos veía salir rayos centelleantes hacia su marido. Él esquivaba su mirada también.

  • Volveré en torno a las nueve o nueve y media – fue lo último que dijo antes de salir disparado.

Ni siquiera le dio un beso de despedida. Dejó a su esposa con un extraño en su propia casa, después de haber visto como hundía su mirada en el escote. Hay gente de lo más enferma, pensé.

En ningún momento se me ocurrió llevar las fantasías a la realidad. Puede que fuese el calor que llevaba soportando, el calentón por culpa de las escaleras y las transpiraciones... Así pues, el capullo se fue, Marga se metió en la ducha y yo me dediqué a lo que me tenía que dedicar.

Aunque, ahora que me paraba a pensar, no me había dado cuenta antes, y es que… aún no tenían las puertas de paso, y el grifo de la ducha acababa de empezar a soltar agua.

Vaya, pensé, creo que se me ha olvidado el metro en el cuarto de baño.

Cuál fue mi sorpresa cuando, al hacerme el encontradizo en el baño, resultó que tampoco había mampara ni cortina. Allí estaba ella, sin haberse percatado aún de mi presencia, de pie en la bañera dejando caer el agua por su cuerpo desnudo.

Dudé entre quedarme observando o meterme dentro, despelotarme y follármela hasta las nueve. Tenía la poya que me iba a saltar las costuras del pantalón.

Su cuerpo era exquisito, hipnotizante,…

  • ¿Necesita algo? – preguntó, sacándome de mi cuelgue.

No hizo por cubrirse, simplemente se dio la vuelta, dándole la espalda a la ducha, dejando caer el agua desde atrás de su cuello, por entre sus senos, su vientre y enredarse en su vello púbico antes de precipitarse por sus muslos.

Bajé la cremallera de mi pantalón y salió mi miembro con furia.

  • Pues mire – me dejé llevar por mi vena humorística -, ya que está usted así, a ver si podemos bajar un poco la presión de esta tubería.

Sonrió, cerró el grifo y salió de la bañera. Se secó un poco la humedad con una toalla. Miraba a la tubería y después a mí, mostrándome de nuevo una amplia sonrisa. Se arrodilló a mis pies y con delicadeza se tragó más de la mitad de mi poya, haciéndola entrar y salir alternativamente. No iba a aguantar mucho más. Le agarré la cabeza, entremetiendo mis dedos por sus húmedos cabellos acompasando el movimiento de idas y venidas.

No sé si traté de avisarla, pero ella tampoco se apartó. Se me aflojaron las rodillas hasta el punto de casi hacerme caer mientras notaba como toda mi esencia se volcaba en aquella boca y ella se la tragaba sin cesar.

Seguía chupando, engullendo la totalidad de mi miembro, que para mi sorpresa no daba visos de perder su tensión. No me creía la suerte que estaba teniendo.

  • ¿Nos vamos al salón? - me preguntó aún de rodillas y sin dejar de acariciarme la verga.

Asentí con la cabeza. Se incorporó y sin soltármela me fue guiando hasta la estancia. Por el camino lanzaba mis manos a capturar toda la piel que les fuese posible abarcar de sus tetas, de su culo…

En el salón estaba el pequeño Jaime durmiendo en su parquecito, colocado junto a un sofá de tres plazas.

  • Es que la cama aún no nos la han traído – me explicó.

Aunque me daba reparo que el crío se despertara en mitad de la faena, pensé que era demasiado pequeño para comprender o recordar que alguien que no era su papá estuviese beneficiándose a su mamá.

Apartó un par de bolsas grandes que había en el sofá. Se cayó un móvil que estaba encima de una de ellas. Lo recogió rápidamente del suelo y comprobó que no le había pasado nada. Después se acercó al parquecito y acarició la cabeza del pequeño Jaime. Acto seguido se sentó en medio del sofá, echó su aún mojada melena hacia atrás y entrecruzó las manos por delante de las rodillas.

  • ¿Por qué no te desnudas?

No se me ocurrió nada humorístico esta vez, simplemente lo hice tan deprisa como pude, desperdigando mis prendas por doquier. Cosa que pareció causarle gracia.

Se levantó cuando estaba desembarazándome de los calzoncillos, me pasó sus brazos por el cuello y me dio un profundo beso. El roce de sus pezones sobre mi piel hizo a mi miembro dar dos saltos inquietos, algo que le provocó la risa otra vez, mientras mordía suavemente mi labio inferior.

  • Creo que esta tubería tiene aún mucha presión – me decía mientras se daba la vuelta sin separarse de mí -. Oh, sí, sí que tiene mucha, mucha presión – ahora restregaba su culo contra mi bajo vientre.

La agarré de los pechos y en dos zancadas la llevé hasta el sofá. Se subió de rodillas en él y me ofreció la panorámica de sus caderas. Me agarré la poya y la dirigí a su almeja, pero no había entrado un par de centímetros cuando se empezó a quejar.

  • Ah, espera, espera, huy, huy – me empujaba con una mano en el pecho -. Despacio, por favor…

Me avergoncé de mí mismo, parecía un niñato virgen e inexperto. Quité de su puerta mi herramienta. Dejé correr mis dedos por su espalda y sus nalgas, algo que creo pareció gustarle, aunque aún más cuando le hurgué en la vulva. Hundió la cabeza en el respaldo. La oía respirar filtrando el aire a través de la tapicería. Asentó las piernas y arqueaba la espalda entregándose por completo al placer que mis dedos le suministraban.

Escuché una llave en la cerradura de la puerta de la entrada y toda mi excitación saltó por los aires. Mis ojos buscaban todas mis prendas al tiempo que un lugar donde esconderme. Aunque la tensión en mis músculos era tal que me quedé petrificado, sentado en el suelo, con cara de tonto mirando hacia la entrada. Era el marido.

Para mi sorpresa, nuevamente, no había recriminación alguna. Nos miraba y se restregaba el paquete sobre el pantalón con una mano, sentándose en una silla frente a nosotros.

  • No te preocupes – me dijo Marga al oído mientras me abrazaba desde atrás –, le gusta mirar.

De repente comprendí que el móvil no se cayó por azar y que la comprobación era en realidad una llamada perdida, un aviso a su cornudo para que subiese de nuevo al piso.

Dejaban entrever cierta experiencia en este tipo de líos. Todo muy bien planteado, para poner a la víctima a cien y totalmente en bolas, evitando la posible salida del a mi no me gusta que me miren de haberlo preguntado abiertamente antes de montar toda la escena. Así pues, a mí no me gustaba que me mirasen, pero con el calentón ya me daba igual.

De todas formas tardé un poco en reaccionar. Seguía con las manos tapando mi entrepierna sentado en el suelo. Marga puso entonces su culo a la altura de mi cara y lo restregaba arriba y abajo.

  • Cómemelo – decía bajito para no despertar al niño – venga, que me encanta que me coman el coñito así.

El cornudo se había desbrochado y bajado los pantalones y no dejaba de trastearse el aparato. Me olvidé un poco de él y me concentré en Marga, que ahora gemía y gemía, acercando y alejando, subiendo y bajando su chochito continuamente.

Cuando pensó que ya estaba a tono me hizo levantar y me llevó hasta el sofá subiéndose a horcajadas sobre mí, clavándose mi estaca muy lentamente y ayudándose con ambas manos para abrirse aún más.

Cuando la tuvo toda dentro se le escapó un gritito que trató de retener con una mano en su boca. Miró hacia el parquecito, pero el niño ni siquiera se inmutó.

La escena pareció revolucionar aún más al tipejo, que parecía una máquina de amasar a toda velocidad.

Me agarré a sus caderas y marqué el ritmo.

  • Síííííí, oh, síííí – giró la cabeza para mirar a su marido – no veas si hace tiempo que no tengo una poya gorda dándome gusto, ooooug, síííí, ah, ah, ah.

Nos llevamos un rato funcionando, creo que incluso llegó a tener un orgasmo. Yo, como me había corrido antes, permanecía como una roca.

Salió de mí y me dijo al oído ven, quiero que lo veas . Nos levantamos del sofá y fuimos a donde estaba sentado el capullo. No salía de mi asombro. Llevaba más de diez minutos dándose guerra en el miembro y este no le salía del puño.

  • ¡Abre la mano – le ordenó a su marido -! Deja que te veamos esa mierda que tienes por rabo.

Eso no me gustó demasiado. Nunca me ha gustado ver como alguien es humillado, más aún de esa manera. Pero al ver ese colgajo no supe que decir o hacer. Me daba pena el tío, aunque se le veía que disfrutaba sintiéndose así.

Mandé a hacer puñetas mis escrúpulos y me dije qué coño, si te gusta, es lo que vas a tener . Marga me agarró de la poya.

  • Mira, maricón, esto es una poya – no se parecía en nada a la señora que imaginé con las bolsas de supermercado -, esto es lo que más me gusta tener bien adentro, no esas porquerías que me compras.

Él tenía fijos los ojos en mi nabo y creo, que si su mujer se lo hubiese ordenado, se lo habría zampado.

  • Dime – seguía castigándolo -, ¿quieres ver cómo me abre esta pedazo de poya? ¿Eh? ¿Quieres?

Dejó escapar un muy bajito mientras miraba de reojo al parquecito.

  • Procura que no se despierte – le amenazó – o lo vas a tener que aguantar mientras yo sigo follando con… con… Oye, ¿cómo te llamas?

Se me escapó una risa. La situación se desbordaba por momentos. Le iba a decir mi nombre, pero se me ocurrió otro más gracioso.

  • Llámame Cañón, el que te la clava delante de tu maricón.

Pareció gustarle, por su risa contenida con una mano mientras con la otra no me dejaba libre el miembro. Le dio una bofetada sin mucha fuerza a su marido en la cara sin dejar de reír. Le agarró de la barbilla y se puso cara a cara con él.

  • Pues bien, ahora vas a ver como me deja el coño nuestro amigo Cañón.

Dejó caer las manos hasta el suelo ofreciéndome su raja para que la penetrara otra vez. En esta ocasión íbamos a darle un primer plano al mariconcete de nuestro disfrute, que volvió a manipularse con frenesí el pito sin perder ojo de mi pistón entrando y saliendo del conejo de su esposa.

  • Ahí, ahí, dame fuerte – decía muy bajito la pedazo de guarra - ¡enseña a este maricón como hay que follar a una mujer! ¡Oooug! ¡Hmmmm! ¡Sí, sí, sí! ¡Ah, aaug, hmmm!

Era la primera vez que veía eso y que no creía haber podido imaginar en la vida. Al tío se le volvieron los ojos del revés, se cayó al suelo y de su puño cerrado escapó un chorrillo blanco, todo en un silencio absoluto. Como transpuesto en otra dimensión se quedó tumbado en el suelo.

Yo seguía bombeando sin visos de que aflojara la tensión de mi poya. Creo que empezaba a gustarme a mí también la situación.

Empujó con sus manos mis muslos haciéndome salir de ella. Se fue a sentar de nuevo en el sofá y abrió las piernas de par en par.

  • Ven – dijo -, que aquí estoy más cómoda.

Volví a introducírsela hasta el fondo y ella empezó a gemir ahogadamente. Le amasé los pechos follándola sin parar. Estaba asombrado de mi profunda excitación.

Como un fantasma apareció por mi derecha el cornudo, que no volvía a perder detalle de la función. Se subió de rodillas al sofá junto a su mujer.

  • Ay, ay, agggg – se quejaba Marga, de nuevo muy bajito – me está destrozando amor mío, aaay.

Lo vi acercar la cara hasta su coño y a cierta distancia soltar un litro de saliva que venía licuando desde que llegó, el muy baboso.

  • Así, así, ooooh, ooooh, qué maravilla – decía ahora la viciosa de su mujer.

Se fundieron en un beso mientras ella le manipulaba dulcemente con dos dedos su aparatillo.

En vistas de que ellos ya habían disfrutado bastante usándome a su antojo, me dispuse a tomar el control de la situación a partir de ahora. Agarré del pelo al cornudo y saqué la poya del coño de su mujer dejándole bien abierto el agujero.

  • Dime, maricón – me puse lo más rudo que pude –, ¿quieres ver a tu mujer empalada por el culo?

Marga se adelantó, extendiendo su brazo y con su dedo índice diciendo no, no, no. Le agarré la mano y trató de zafarse con la otra.

  • Que no, que no – insistía bajito -, que por el culo ni hablar.

La mandé callar, que estaba hablando con su cornudito, al que jalé del pelo obligándole a contestarme a la pregunta que le hice y al que ahora le brillaban los ojos de deseo.

  • Por favor, Marga – le suplicó – me encantaría verte así.

  • Que no, vamos – seguía negándose -, que te de a ti por el culo si quiere.

Pensé que me había equivocado. Había metido la pata. Ahora aunque me desdijera ya no iban a dejarme terminar de correr en aquel fabuloso coño.

  • ¿Me dejas hablar con ella un momento a solas? – preguntó el maricón

Pensé unos segundos mi decisión, ya no tenía nada que perder.

  • Tenéis dos minutos – y le empujé la cabeza con desdén.

Se marcharon a la cocina y dialogaron, procurando en ningún momento alzar la voz. Siempre sobresalía la negativa de ella a mi deseo, aunque después de algunas frases inaudibles desde mi posición retomé ciertas esperanzas. Se hizo un silencio tras el cual volvieron a aparecer ante mí.

  • Vale – dijo secamente Marga, para continuar después -. Hemos llegado a un acuerdo. Yo me la dejo meter por el culo, pero primero se la tienes que meter a él.

Je, ni loco dije yo. Por un momento pensé que esta era realmente a la situación a la que querían llegar desde un principio, volviendo a tomar las riendas del asunto. No, que va. Yo de mariconeos nada de nada.

Marga se encogió de hombros mirando a su esposo y él, perdiendo cualquier resquicio de hombría, se lanzó a mis pies de rodillas suplicando que se la metiera. Se abrazó a mis piernas y acercó peligrosamente su boca a mi miembro sin parar de rogar que lo penetrase.

  • ¡Quita tío – me deshice de él con energía -! ¡Que yo no me lo monto con tíos!

Comencé a recoger mi ropa. Él se lanzó ahora a los pies de su mujer.

  • Por favor, Marga – casi lloraba -, deja que te lo haga. ¡Quiero que te lo haga! ¡Quiero verte enculada! ¡Por favoooor!

Ella lo miraba con una mezcla de pensamientos encontrados, con una enorme pena y un por qué hubo de casarse con aquel degenerado.

  • Está bien – dijo Marga, yo les estaba dando la espalda y había comenzado a vestirme -. Me la puedes meter por el culo.

Bien, grité para mis adentros. Después retiré de mi rostro cualquier signo de felicidad y me giré hacia ellos.

  • ¿Es en serio? – ¡Seré gilipoyas! Acabé dándoles otra oportunidad de echarse atrás.

Ella asintió sin mucha convicción y él se abrazaba a ella besuqueándola en toda su desnudez. Otra vez se me puso el nabo a tope.

  • Tú, anormal – ordené –, ve a la cocina y trae mantequilla o aceite.

Marga se quedó de pie frente a mí mientras el cornudo salió corriendo a rebuscar entre los muebles y encontrar lo que le mandé. Me acerqué a ella, posé mi mano en su pubis y lo acaricié. Se dejaba hacer a pesar de lanzar miradas de desaprobación.

Apareció babeando y trayendo consigo una garrafa de aceite de cinco litros a medio vaciar. No pude más que pegarme una buena carcajada, y hasta Marga se rió de lo estúpido que era su marido.

  • ¡Dónde vas – sin parar de reír -! ¡Hombre de Dios! Ni que fuéramos a hacer un saco de patatas fritas, ja ja ja ja.

  • ¡Anda! Ya voy yo – dijo ella -. Y, por favor, no alcemos tanto la voz no sea que se despierte el niño.

Al pasar por el lado del cornudo le arrebató la garrafa con fuerza y se metió en la cocina. Al instante regresó con una tarrina de margarina aduciendo que el aceite estaba muy caro para tirarlo de cualquier manera. Me la entregó y se puso a cuatro patas sobre el sofá.

  • Por favor – me rogó -, no me hagas daño.

Cada vez me gustaba más la tarde que estaba pasando.

Destapé la tarrina y con mis dedos corazón e índice tomé una buena cantidad de margarina. Le busqué el ojete y comencé a horadárselo. Ella abrió las piernas y con su mano izquierda se daba un buen masaje en el clítoris.

El marido volvió a amasar la croqueta y a babear como un poseso.

Suavemente iba introduciendo uno de mis dedos en aquel, supuestamente, virginal boquete. Al principio me costó, porque lo cerraba, pero poco a poco fue cediendo a los embates relajando el esfínter permitiéndome la entrada libremente.

Mi trabajo y el que ella misma se hacía estaban produciéndole un placer que le era difícil ocultar entre sus gemidos y su forma de arquear la espalda.

Al meter el segundo dedo le provoqué como una descarga eléctrica, trató de zafarse y tensó todos sus músculos escapándosele un gritito de dolor. Se lo saqué y seguí otro rato más hurgándole con solo un dedo.

  • Ven – le dijo a su marido -, quiero que hagas algo.

Sumiso, el marido se acercó hasta ella y esta le comentó algo al oído. Sin apartarse de ella, me miró a mí y después a mi poya. Antes de que me diera tiempo a reaccionar había metido la mano en la tarrina y me estaba untando todo el miembro con la margarina. Di un respingo, aunque después le permití continuar.

Volví a introducir el segundo dedo y esta vez entró sin problemas. Desde la punta hasta el fondo se los introducía y los hacía girar acariciando las paredes de su recto. Sin oposición alguna se dedicaba a disfrutar del momento. Ahora introducía sus dedos en su vagina y gemía calladamente.

El cornudo estaba también disfrutando del trabajo que le encomendó su mujer y como ya lo estaba haciendo demasiado efusivamente lo tuve que apartar, no fuese a ser que al final también se me apeteciese hacerle el culo.

Tenía toda la poya bien embadurnada y ella el ojete dispuesto. Se preparó y hundió la cabeza en un cojín para ahogar cualquier posible grito que pudiese despertar a la criatura.

Posicioné la punta de mi miembro en la abertura y poco a poco fui obligándola a entrar. A mi parecer, fue más fácil de lo que había pensado que me costaría, y apuesto a que ella también se dio cuenta, cuando más de un tercio de mi verga entró sin a penas resistencia.

Antes de llegar a metérsela por completo comenzó a tocarse desesperadamente y a gemir como una loca, pero siempre sin alzar mucho el volumen, hasta que comenzó a convulsionarse y a dejar escapar gemidos de placer ya no tan ahogados.

Un par de embates y no pude aguantar más, soltándole en sus intestinos toda la carga que me quedaba.

El marido estaba de nuevo por los suelos con los ojos en blanco mientras yo permanecía clavado en el culo de su señora dejando que la naturaleza aflojara la tensión de mi miembro y lo expulsara ya flácido por completo.

Ella permanecía quieta disfrutando del mismo momento y creo que volvió a tener otro orgasmo, esta vez más tenue que el anterior, al salir por completo mi pija de su culo.

  • Sabes – comenzó a decirme –, es la primera vez que me hacen el culo… y ya te digo que no va a ser la última.

Rendida de placer permanecía en la misma postura acariciándose la cara interna de los muslos. El cornudo volvía también en sí y se apresuró a repasar con la lengua el mancillado ojete.

Y ahora, quién se ponía a trabajar. Me acerqué al frigorífico y cogí una lata de cerveza. De la punta de mi poya caían gotitas de mantequilla licuada.

Volví al salón. La pareja parecía no saciarse. Se habían posicionado en un perfecto 69. Ella hacía lo que podía y él estaba poniéndose asqueroso de mantequilla y semen.

Pensé cómo lo habrían hecho para engendrar a la criatura. O, tal vez, no sería de este padre, sino de cualquier otra víctima como yo que hubiese puesto la semilla en el momento apropiado.

Abandonó a su marido en el sofá y vino hasta donde yo estaba. Me quitó la lata de cerveza y la apuró dejando caer parte de su contenido por su cuerpo. Se puso firme y no esperé a que me dijera nada. Recorrí con la lengua, sorbiendo a veces con mis labios, el camino que había tomado la cerveza.

  • Quiero comerme esa poya otra vez - ¿y quién podía negarse a tal ofrecimiento?

Se agachó quedándose en cuclillas. Se tragó todo mi miembro flácido de una vez mientras se agarraba con una mano a mi muslo y la otra se prodigaba en caricias a su coño.

  • Te gusta la mezcla de sabores de culo y mantequilla ¿eh?

Siguió y siguió mamando como una loca hasta que consiguió volver a ponerme como una piedra. Había vuelto a empalmarme y a hacerme desear meterme por todos sus agujeros.

El cornudo estaba ahora totalmente en pelotas rebuscando dentro de algunas de las cajas de cartón, y la verdad es que me importaba un bledo lo que hiciera. Esta vez no quería mirones.

Saqué la poya de su boca, la hice levantar y girarse tomándola por las muñecas y así se la clavé de un tirón hasta el fondo en su vagina, iniciando un frenético vaivén. Ella quería gemir alto. Así que sin sacársela fuimos andando hasta una de las habitaciones más alejadas donde se pudiese explayar más a gusto, sin miedo a despertar al niño.

A trompicones llegamos a una habitación que tenía muchas más cajas de cartón. Todas parecían de ropa según pude leer en alguno de los laterales de ellas, escrito con rotulador. Posicionó un par de ellas, siempre sin sacarse mi nabo de las entrañas y se apoyó encima de ellas.

  • Auuug, hmmm, qué gustoooo, aaaah… - Ahora tampoco chillaba pero sí se la escuchaba bien.

Volvió a tener otro orgasmo, seguro que había perdido ya la cuenta, pero quería más y más. Se levantó, me sonrió y siempre con la manía de tener una mano aprisionando mi poya me pidió que se la metiese otra vez por el culo. Que había tenido un orgasmo increíble y quería repetir.

  • ¿Voy por la margarina? – pregunté con desgana.

  • ¿Crees que hará falta de nuevo? – preguntó a su vez, abriéndose las nalgas y enseñándome su agujero negro.

  • Si quieres podemos intentarlo sin ella

  • Hazlo como quieras – me abrazó por el cuello -, pero hazlo ya.

Me besó como enamorada, acariciándome el cogote achicharrado por el sol.

Apareció entonces el marido, con ese rabillo de guasa entre las piernas, pero armado con un consolador enorme, de color rosa transparente y brillante. Y yo, que quería que no volviese a mirar.

  • ¿Dónde vas con eso – le pregunté –, anormal?

  • ¿Por qué se habéis ido del salón?

  • Porque ahora quiero follármela a gusto y sin mirones – respondí enérgicamente.

  • Ya lo has oído – me ayudó su mujer -, vete allí con el niño y espéranos que ya iremos.

  • Pero Marga… - bastó una mirada fría de su esposa para que no volviera a rechistar.

Pero qué golfa eres, pensé. Nos mirábamos a los ojos. Ella hacía pasear su lengua por sus labios. Ya no quería esperar más y me lo volvió a pedir. Métemela, métemela hasta el fondo en el culo.

Le di la vuelta. Apoyó las manos en una de las cajas. Le abrí las nalgas y allí estaba palpitante el agujero de su culo. Un escupitajo fue la única lubricación esta vez.

  • ¡Aaaug, hmmm, aaah – me encantaba escucharla gemir -! ¡Sigue, sigue, síííí! ¡Ooooug! ¡hmmm! ¡Aaagh!

Sin previo aviso me hizo parar. No sabía qué es lo que quería ahora.

  • ¡Hey, cabrón – supuse que llamaba al marido -! ¡Trae eso que tenías antes!

Al instante apareció con el consolador de antes, que medía tanto como mi antebrazo y era gordo como un botellín. Se lo dio como si se tratase de una ofrenda, tal vez buscando la benevolencia de su mujer para que le dejase permanecer con nosotros. Pero nada más lejos de la realidad. Mientras tanto yo comencé a imprimir un pausado ritmo limando su ano, mirando al cornudo con total desprecio.

  • ¡Ea, ya te puedes ir – le ordenó!

Tardó unos segundos en reaccionar, pero de nuevo una fulminante mirada le hizo desaparecer rápidamente. Comenzó de nuevo a gemir, haciéndolo lo suficientemente alto como para que su maridito la escuchase disfrutar siendo follada por otro hombre.

Poco a poco se fue introduciendo el falo de goma por el coño, hasta casi un palmo. Notaba como chocaba con mi poya a cada entrada. Si la primera vez fue brutal, esta otra se quedaba sin adjetivos. No se contenía en sus gemidos y gritos, llegando a hacerme creer que no sólo íbamos a despertar al niño, sino a todos los vecinos de su apacible siesta.

Imaginaba al pobre cornudo sentado en su silla en el salón, aguantando la candela sin hacerlo partícipe de la fiesta, y aún me gustó más la situación.

  • Quiero que te la vuelvas a tragar toda – le pedí

No se sacó el consolador de la vagina al darse la vuelta y engullir todo mi miembro. Siguió dándose meneos en su zona baja mientras me la chupaba como una aspiradora.

Ya no pude aguantar más y volví a soltar directamente en su garganta toda la leche de mis huevos, que ella tragó sin que una gota escapara.

La ayudé a levantarse y nos fuimos al salón. Ella no se sacó el consolador y lo iba frotando entre las piernas al caminar. Qué visión...

Tal y como lo imaginé, estaba sentado en la silla. Se acercó hasta él y le pidió que le sacara el falso miembro. Después se dio la vuelta y abriéndose el culo se lo enseñó.

  • ¡Mira, mira – le decía -! ¡Mira cómo me lo ha dejado! ¡Si hubiese sabido antes que era tan placentero!

Empecé a vestirme para tomar el camino a casa, pues ya no iba a ponerme a trabajar. Se me pasó por la cabeza el cobrarles la factura, al menos el desplazamiento, pero al final pensé en venir otro día para terminarles de instalar todo en su lugar, y quién sabe, lo mismo repetir esta lujuria.