Inocencia de agua dulce

Sergio no se había visto en otra igual. Pero allí estaba Cintia, de cara al sol, sin nada por encima de la cintura, y él la espiaba hasta que reparó en él.

Sergio no se había visto en otra igual. Frente a sus ojos observaba lo que tantas veces había imaginado pero jamás había ansiado contemplar: a su vecina Cintia, apenas en bañador, quitándose la parte superior de éste para hacer topless en la piscina de su casa de campo. Él, incrédulo, se quedó un rato observándola, y se le olvidó que había ido hasta su casa con el simple motivo de traerle unos cuantos limones de su propio campo. El chico, que por poco no había llegado todavía a alcanzar los dieciocho de edad, espiaba con cierto gozo a aquella moza de veintitrés, ajena a la situación, que se sumía en su mundo tras unas gafas de sol y contemplaba el horizonte a sus pies y los bosques colina abajo.

Era normal que no sospechase que estaba allí, pues para acceder al patio donde se encontraba la piscina, había que rodear la casa, y él lo había hecho al ver que no contestaba nadie al picar al timbre.

La contempló de lejos, deseoso de acercarse a ver más, mas dudó si volver en otro momento menos comprometido. Cintia no tardó en advertir su presencia y colocó su antebrazo derecho frente a sus pechos, tratando de ocultarlos. Contuvo un grito en comprobar quién era la persona que la miraba tras la alambrada, en especial en verle con una bolsa, aunque no pudo disimular su expresión asustada.

—¡Sergio! —exclamó instintivamente, casi a modo de saludo—. ¿Qué haces aquí? —preguntó, aun a sabiendas que le traía algo a la familia, como tantas otras veces. El chico apenas pudo murmurar una respuesta coherente que no lo comprometiese demasiado, y se ruborizó aún más cuando la joven de cabellera castaña hasta la altura de su espalda se descubrió nuevamente, apenas importándole que el menor la viese con los senos al aire. Alzó la bolsa para que la viese, y fue correspondido con una sonrisa y una invitación a adentrarse en la casa. No pudo negarse.

Lo recibió aún a pecho descubierto, lo cual aceleró más si cabe el corazón de Sergio. Trataba de alzar la vista, a veces en vano, pero quiso parecer maduro y acostumbrado a ese tipo de visiones; nada más lejos de la realidad. Avanzaron por la casa hasta salir al patio nuevamente, sin demasiada prisa. El chico, moreno de cabello y algo más blanco de piel que ella, reparó en la ausencia de los padres de la castaña, a lo que ella argumentó que estaban visitando a la familia y ella no había querido ir. Normal, a él también le parecían un rollo las reuniones familiares.

—La casa para ti sola y con piscina, qué chollo, eh. Te hacía montando una superfiesta o algo así —comentó el adolescente para deshacerse un poco del nudo de garganta que tenía. Cintia soltó una carcajada ante la idea, aunque no pudo darle la razón:

—Qué va. No se montan fiestas en tu propia casa, que luego hay que recoger y limpiar —le explicó. Sergio, más que de su respuesta, estaba pendiente de la espalda de la chiquilla cuando ésta se recogió el pelo en una coleta—. Aparte, mañana trabajo, así que hoy toca relax al solecito.

—También está bien —aseguró él, más que contento con la situación.

De nuevo alrededor de la piscina, la joven volvió a tumbarse de cara al sol, y le indicó señalando algunas tumbonas más que había por allí que se pusiese cómodo, o si lo prefería que podía utilizar la piscina; que se sintiese como en casa. Prefirió sentarse, pues no había traído bañador, y así de paso podía contemplar mejor la escena.

—Mejor me quedo en tierra firme, no llevo bañador. ¿Puedo quitarme la camiseta, al menos? El sol pica fuerte. —Sacudió el cuello de su camiseta algunas veces, empezando a sentir la fuerza del astro rey en su frente, y se esforzó en tratar de no desviar la mirada por el cuerpo de su vecina, tan cercano y apetecible a la vista, con aquellos pezones tan tentadores recién descubiertos. Las hormonas se le revolucionaban aún más en una situación así. Ella, por su parte, seguía ajena a las sensaciones que provocaba en el moreno, y tras alzar sus gafas hasta su cabeza, clavó sus verdosos ojos en los marrones del contrario.

—Claro que sí, hombre. Déjala ahí mismo —indicó, señalando el lugar junto a su propia ropa en una de las tumbonas—, que no se ensucie. Y báñate en calzoncillos, si quieres. Si es lo mismo.

Volvió a negarse. ¿Y si sus instintos le jugaban una mala pasada y su bandera se izaba? Qué bochorno. Demasiado temía al quitarse la camiseta que no le juzgase por carecer de abdominales. No pareció molestarle, si más no, su cuerpo, aunque tampoco vio ninguna señal de lo contrario.

—No, no, que luego mi madre se pone echa una fiera por traer la ropa mojada. Me quedo aquí y ya está… —Lo que escuchó a continuación le impactó aún más que la idea de que le juzgase:

—Pues báñate desnudo. —Cintia se vio incapaz de contener la risa en ver la reacción de su invitado. Alzó las cejas y se encogió de hombros, restándole importancia—. ¿Qué pasa? Ni que no tuviésemos confianza… Además, no sería la primera vez que te viese sin ropa.

Ahí debía darle la razón. Incluso alguna vez que lo vio cuando apenas levantaba dos palmos del suelo, la chica lo había visto de igual manera que él a ella en aquel preciso instante, disfrutando de un día de piscina con menos ropa de la cuenta. No por ello obvió el detalle de que, de alguna manera, le estaba sugiriendo que se desnudase ante ella, y su fantasía voló.

—Si tantas ganas tienes de verme sin ropa, tú también tendrás que quitártelo todo —comentó a modo de broma, aunque algo de verdad asomaba—. Si es por ti, que no quiero que te enamores —afirmó, tratando de picarla. En realidad, tan solo temía una fortuita e inoportuna erección.

—Tarde, playboy, ya he caído ante tus encantos… —Su sarcasmo rozaba la herida, y su mano en la frente añadiendo drama enfatizaba aquella sensación. Sergio frunció labios y ceño mirándola, y en respuesta obtuvo una sonrisa divertida y algo malvada. Cuando tuvo suficiente con molestarlo, se alzó de la tumbona y suspiró, estirando los brazos hacia el cielo mientras agarraba su muñeca con la mano opuesta—. Yo sí que me daré un chapuzón, que si me quedo aquí fuera me achicharraré.

Bajó despacio y con cautela las escaleras que conectaban con el fondo de la piscina, deteniéndose en cada peldaño hasta acostumbrarse a la temperatura, y fue bañando progresivamente su cuerpo con la mano hasta quedar sentada en uno de los escalones, sujeta al borde del rectángulo acuático. Sergio observaba entre suspiros su cuerpo mojado, y una incómoda serpiente quería despertar entre sus piernas y amenazaba con querer romperle los pantalones. Con sus esmeraldas, Cintia detectó el extraño comportamiento del chico, y le preguntó qué le ocurría.

—No es nada, tan solo… Tengo que ir al baño un segundo. —Fue, simplemente a que pasasen los segundos, tan solo para comprobar que no conseguía bajarla. De nuevo en la tumbona, seguía inquieto, recostado sobre sus piernas para disimular con buen ángulo aquella presión, y Cintia empezó a sospechar de qué se trataba, aunque en un primer momento lo negaba con fervor. ¿Era ella la causante de aquel nerviosismo? ¿Aquel comportamiento trataba de ocultar, como había visto alguna que otra vez, lo que ella pensaba? Decidió jugar sucio, ya que no obtendría una respuesta de su boca: le salpicó desde la piscina varias veces, de los pies a la cabeza, y entre carcajadas supo que ya no había vuelta atrás, que debía dejar la ropa mojada a un lado.

—¡Ya te vale! —recriminó él como pudo, enrojeciendo. Más risas, y temió por las que seguramente se avecinaban. Dejó los pantalones a un lado, calcetines y zapatillas por igual, quedando tan solo en ropa interior, una que apenas ocultaba el crecido deseo por la fémina. Pese a tratar de ocultarlo con las manos, Cintia había visto suficiente, y le sonreía con amabilidad haciéndole ver que no pasaba nada. Esta vez, fue ella la que desvió la mirada hacia el sur del chico, no tanto por su instinto, sino por el morbo de despertar aquella naturaleza en el joven; por el sentirse deseada. Un extraño calor empezó a recorrerla, y dejó escapar un suspiro.

—¿Nunca habías visto las tetas de una chica, Sergio? —dijo entre risas, con cierta curiosidad. El mencionado la miró con recelo, y empezó a descender los escalones.

—En algún video… y también a mi madre, pero no es lo mismo… —confesó, ya resignado a saberse descubierto. Se sentó junto a ella, tratando de ocultar aquel bulto bajo el agua. Esta vez observó sin reparo y tragó saliva, fijándose en cómo las diminutas gotas adornaban su piel tocada por el sol. Buscó sus ojos en busca de una queja, mas encontró comprensión.

—Es una edad difícil. ¿Y ya has dado tu primer beso? —Sergio negó con la cabeza, avergonzado. Supuso que ella sí, que ni siquiera sería virgen. De hecho, creía haberla visto tiempo atrás con cierto chico. Cintia pareció derretirse por su inocencia.

—¡Qué mono! Aish… si tuvieses unos añitos más...

—¡Oye, que yo soy ya bastante mayor, eh! ¡Estuve a puntito de besar a una! —La mirada acusatoria que recibió lo desarmó por completo—. Vale, no, ¡pero quise! Tan solo… no me atreví… Me falta práctica y no quise que se notase.

La de ojos esmeralda frunció los labios, algo apenada. Él pareció notarlo, y alzó la barbilla altivo en pos de no darle el gusto de volver a reírse. Sí, le faltaba práctica, pero no por ello ganas. Le sobraba vergüenza, eso sí.

—Hagamos una cosa —sugirió ella, volviendo a mirarlo de arriba abajo, y centrando su vista en los labios del menor—. Te dejaré besarme si eres capaz de perder la vergüenza; no harás nada con ella. Será un secreto entre tú y yo. —La mera idea de rozar aquellos labios con los suyos lo ruborizaba aún más, pero si lo decía en serio era una oferta más que tentadora. Se quedó pensativo unos segundos, y tras asegurarse que no se burlaba de él, asintió con energía, dispuesto a curar su rubor.

—¿Puedo…? ¿Puedo besarte entonces? —quiso saber, entrecortado. Ella, descontenta con su inseguridad, le retó:

—Tú sabrás lo que puedes o no. Tú piensa que soy la chica a la que quieres, yo no te voy a guiar. Sé tú mismo.

Su mente se inundó de dudas sobre si hacerlo o no, sobre cómo acercarse y qué hacer si finalmente lo hacía. La castaña aguardó, paciente, cerrando los ojos por si se decidía. Y lo hizo. Un tenue beso unió los labios de ambos, acariciándose entre sí. Una lengua tímida que quería ser más juguetona buscó la contraria, la de él, tratando de demostrar que llevaba las riendas de la situación. La vecina iba a dar por terminado el beso cuando notó una mano en su pecho izquierdo, y bajó la mirada sorprendida.

—¡Sergio!

—Me has dicho que sea yo mismo y que sabía lo que podía o no. Va, un poquito… —rogó, descendiendo los besos rostro abajo, fundiéndose con su cuello. Cintia inspiró hondo mirando al cielo, y pese a no compartir la misma intensidad carmesí en sus mejillas que el joven a su lado, también las tenía enrojecidas.

Volvieron a besarse con los ojos cerrados, empezando a disfrutarse el uno al otro y dejándose llevar. En un parón para coger aire, la mujer pudo notar cómo el chico, casi incapaz de contenerse, se acariciaba a sí mismo la entrepierna por debajo del agua y de la ropa interior. La imagen fue chocante, mas no se lo recriminó; no pudo, no al empezar a sentir las mismas ganas de imitarle y saciar aquel recién nacido fetiche de pervertir aquella inocencia adolescente.

—Creo que ya has practicado lo suficiente —sentenció separándose, pasándose un mechón por detrás de la oreja. Se alzó bajo la atenta mirada de Sergio, quien no había reparado en separar su mano de su carne y recorría la anatomía de Cintia fijándose en cada mínimo detalle, en especial aquella tira de tela que le quedaba cuando quedó de pie.

—Perdona, es que eres tan guapa que me he dejado llevar. —Sus disculpas caían en saco roto, pero no por ello dejó de agradecerle el piropo.

Volvió a la tumbona, acalorada como nunca, y se tumbó nuevamente. Su mente le decía que aquello no estaba bien, que apenas era un niño, y que le sacaba tranquilamente diez años. Se repetía una y otra vez que podía ser su hermana, y los ojos culpables de él la observaban desde la piscina, disculpándose también. Todo quedaría en una anécdota, pensó. En cuanto lo vio salir de la piscina, reparó sin quererlo en su improvisado bañador nuevamente, prácticamente incapaz de apartar la mirada, como mucho para mirarle a los ojos, esos dos orbes castaños que buscaban en ella una respuesta.

—¿Lo he hecho bien? —Una respuesta afirmativa por su parte, aunque sin demasiado entusiasmo, pues no quería que se dejase llevar nuevamente. Percibió también cómo la chica observaba su entrepierna, aunque pasó por alto cómo encogía sus piernas tratando de negar lo que ocurría en su cuerpo. Sergio pensó que era el momento de atacar, que quizás así dejaría de pensar que era solo un niño.

—Creo que te haré caso. —Deslizó sus calzoncillos hasta el suelo, liberando aquel obelisco de carne palpitante y mojado, algo más moreno que el resto de su piel, bordeado por vello negro que su contraria no se había ni parado a pensar si habría nacido o no—. Así también me quitaré la vergüenza de que me vean desnudo, que como ya hay confianza… —La última vez que ella lo había visto sin ropa, nada tenía que ver con ahora. Si bien no era el más pene grande con que había visto, estaba claro que el chico había alcanzado ya la madurez sexual y que por ello tenía tantas dudas con respecto a las chicas. Imitó a su anfitriona y fue a tumbarse, cara al sol, y la miró de reojo, extrañando ya sus labios—. Gracias por ayudarme, ya veo que no tenía por qué tener miedo.

Ahora más bien era ella la que tenía miedo, el temor de hacer alguna locura y terminar arrepintiéndose. Bueno, más allá de lo que ya había hecho. Por otra parte, se decía, que de perdidos al río, y que ya que habían llegado hasta allí, igual no era tan malo seguir.

—No hay de qué. Si no ha sido nada —dijo, volviendo a ponerse las gafas de sol. Tras ellas, observaba cómo el falo de su vecino yacía al sol como su dueño, y frunció los labios en un intento de no morderse el labio inferior.

—¿Puedo pedirte un último favor? —Hubo una breve pausa en la que ambos tragaron saliva—. Nunca he visto a una chica desnuda… —dejó caer. Frunció el ceño tras las gafas y negó rotundamente. Los apretados labios de él no hicieron mella alguna en sus defensas, incluso hizo que negase con más fuerza.

—No va a pasar. Ya tendrás tiempo de ver chicas des-…

—Estoy sin ropa, es lo justo. ¿Qué más te da? Si ya me has visto… con eso levantado. —Era cierto que quien más vergüenza debía estar pasando era él, pero eso no lo justificaba. Ella también sentía cierto bochorno por aquella situación, pero a su vez, no le disgustaba el ser capaz de provocar en él aquellas sensaciones. Es más, en ella misma habían aflorado algunas que creía inexistentes.

Se dejó vencer y finalmente deslizó la última prenda que le quedaba piernas abajo con una mezcla de resignación y morbosidad, deleitándose en ver cómo aquel saquito de hormonas no le quitaba ojo e incluso daba un paso al frente para observar mejor. Le lanzó la prenda a modo de castigo, la cual cogió al vuelo, y la estrujó como si de alguna forma así canalizase sus ansias de montar a aquella hembra frente a él. Sentía el pálpito en su miembro como si éste quisiese explotar, y hubo de llevar su derecha al mismo en un intento de amainar aquel extraño calor. La veinteañera, entre tanto, lo observaba tratando de justificar su comportamiento, comprendiéndole, y por primera vez no pudo evitar morderse los labios.

—¿Te gusta lo que ves? —quiso saber con voz melosa, dejando las gafas a un lado. El muchacho asintió, embobado con aquella vulva mojada con apenas una capa de vello incipiente, bordeada por carne más pálida al no haber sido bronceada como el resto del cuerpo, sin darse cuenta apenas del movimiento ascendente y descendente que había empezado con su propia muñeca. Cintia tampoco pudo contenerse. Empezó a frotar su raja con su índice, de arriba abajo y alternando con algún movimiento circular, todo en movimientos lentos sin perder de vista a su observador, por quien suspiraba de tanto en cuando.

—Cintia… —murmuró Sergio en darse cuenta, rojo cual tomate. Se armó de valor y fue hasta ella, hincó una rodilla en el suelo, y la ayudó con sus propios dedos a obtener placer. No se negó; es más, sus piernas se abrieron algo más de lo que ya estaban. Introdujo su índice en la cavidad mientras buscaba con sus ojos las esmeraldas de la mujer, quien le correspondía la mirada con los ojos entreabiertos al igual que su boca. Se sorprendió por su extraño tacto, húmedo y viscoso, atrapante en su interior con unas extrañas rugosidades carnosas. Las palpaba una y otra vez hasta conducir un dedo más a través de aquella entrada, cuya dueña se dejaba hacer ya presa del momento. Guió al novicio hasta su clítoris y le indicó que juguetease con él con cuidado, a lo que obedeció sin queja alguna. Por iniciativa propia, incluso le regaló un beso en la zona, y paseó su lengua tal y como había visto en algún que otro video para adultos.

—Más despacio —le indicó ella con cierta queja en su tono—. Juega un poco más. —El ímpetu del joven tomaba las riendas, pero eso no jugaba a su favor. Lamió con más calma hasta que ella se alzó y pegó su cuerpo con el suyo, fundiéndose ambos nuevamente en un beso. Se observaron unos segundos entre jadeos, y ambos se adueñaron de la intimidad del opuesto y manosearon a su antojo. Ninguno de los dos creía lo que estaba sucediendo, pero parecían estar conformes.

Cintia palpó finalmente cuan excitado estaba, y sintió en la yema de sus dedos aquel lubricante preseminal que brotaba de la punta. Los deslizó por todo el miembro, sintiendo su calor y aquel bombeo intermitente que le pedía más sin cesar. Imaginó el contacto con él, el relieve de sus venas, aunque no demasiado marcadas, surcándola. Hurgó en su vello y descendió hasta sus testículos, amasándolos con curiosidad.

—¿Vamos a hacerlo? —preguntó él, con el corazón a mil. No supo qué responderle. No debía, pero su cuerpo le impulsaba a ello. No quería, pero tampoco dejaba de querer.

—¿Quieres hacerlo? —cuestionó ella. Un nuevo beso le valió de afirmación, lo cual la hizo sonreír entre dientes. Tiró de él hasta la toalla tendida en el suelo y se tumbó con él encima, abrazándolo entre candentes besos. Le dejó juguetear con sus pezones y lo vio amamantarse como si fuera un bebé, haciéndole más presente en su mente la diferencia de edad. Ya no le importaba, aquello era lo que la motivaba precisamente. Agarró el trasero del chico con firmeza, rogándole que la profanara, mas aún se encontraba fuera de ella. No pasó demasiado hasta ese encuentro, y tras algunos intentos torpes de ajustar su posición en ella, Cintia guió aquel asaltante hasta su interior, arrancándole en el proceso un gemido incapaz de controlar.

No tardaron en acostumbrarse el uno al otro, pese a un leve dolor inicial para ambos, casi más bien incomodidad. Sergio dejó reposar el peso de su cuerpo en su amante, hundiéndose en ella, y suspiraba a escasos centímetros de sus labios mientras observaba cómo los rayos del sol bañaban sus verdosos orbes. Temió que alguien los viese, sudorosos, jadeando, gimiendo a orillas de aquella piscina, a la vista tan solo del bosque colina abajo y del interior de la casa. Ambos lo temían; que apareciese algún familiar por casa, o algún extraño en la valla, pero aquello tan solo acrecentaba la excitación.

—Ay, Sergio… —gemía ella, empezando a culear debajo suyo. Llevó las manos al suelo y arañó sin fuerza—. Un poco más rápido… Por favor —rogó.

El chico apoyó ambas palmas en la toalla, aprisionando el cuerpo de ella ahora sin aplastarlo, e incrementó el ritmo de las acometidas, sintiendo más evidente el cacheteo de las carnes. El vaivén dibujaba ondas en las pieles de ambos, las cuales finalizaban en los pechos que ahora se pellizcaba Cintia, mordiéndose el labio inferior. No la dejó hacerlo mucho tiempo, pues el moreno se aventuró a robarle algunos besos más.

—Te gusta, eh. —Notó él, y lo evidenció con palabras, pues creyó que aquello la excitaría. Dejó de mover las caderas y bajó la mirada hasta su entrepierna, hundida en la ajena, antojándosele un cuadro hermoso. Volvió a masturbarla con su mano, estimulando su clítoris, frotándolo a ratos con movimientos circulares, a ratos con otros aleatorios—. ¿Quieres más? ¿Quieres que te dé bien fuerte? —Su propio juego le divertía, y en cierta manera a Cintia también, pero le provocaba más gracia que excitación.

—Sí… Dame fuerte, cariño… Te quiero bien dentro mío y gritar para ti —anunció siguiéndole el juego—. ¡Hazme tuya, Sergio! —ordenó, volviendo a conducir su boca hasta su pezón. Sergio volvió a acribillar su vagina con sus caderas, ofreciéndole toda la fuerza y velocidad que podía en el momento, y taladró con descaro aquellas paredes rugosas que se adaptaban a su virilidad y la acariciaban invitándola a seguir. El desenlace de sus acometidas vino en forma de orgasmo, y regó con su semilla aquel orificio que, por poco, no se había saciado completamente.

Cintia, en sentir aquel calor inundándola, abrazó a su amante y respiró hondo, notando el corazón desbocado de ambos. Supo que debía adoptar precauciones para después del acto, pues habían llegado demasiado lejos.

—¿Te ha gustado, Cintia? —preguntó tratando de recuperar el aliento, hundido en su cuello, dejando esteradas de aliento en él. Le aseguró que así era, pero no podía confesarle que la había dejado a medias. Buscó su clítoris con los dedos y empezó a acariciarlo nuevamente con la mano reptando entre su cuerpo y el contrario, pidiéndole más.

—Sergio, ¿me harías un favor? —No pudo negarse, y asintió casi ipso facto. Después de lo que se había dejado hacer, era lo menos. Le pidió, más bien le rogó nuevamente por sexo oral. Si bien le dio cierto reparo por la mezcla de jugos que allí se unían ahora, aceptó de buena gana, y bajó al pilón con ansias de explorar con su sinhueso.

Otro mundo de placer, tan distinto y tan igual, se manifestaba en los bajos de la joven. Más oleadas de calor y de placer conforme aquel travieso vecino hurgaba en su interior con su boca y con sus dedos. Lo vio juguetear con su propio jugo entre éstos y rió por lo bajo por su expresión cómica, pero se vio sumida de nuevo en el deseo en breves, acariciando el oscuro pelo de su cabeza. Sergio hincó su índice y corazón con fiereza, arrancándole un suspiro de dolor a su vecina que pronto se desvaneció, y el traqueteo de su lengua pronto hizo que el ambiente se decorase con otro orgasmo, esta vez femenino.

En separarse, ambos concordaron en que debían reponer fuerzas por tantas emociones, y optaron por asearse un poco antes de volver a vestirse y dar por finalizado el día de piscina. Cuando cayó el sol, la pareja seguía charlando, ya menos nerviosos por el encuentro, e incluso comentaban de tanto en cuándo qué les había parecido. Cintia logró aparcar las dudas a un lado, aunque convenció al joven de mantener aquello en secreto; no le fue difícil ya que él también lo prefería, al menos por el momento.

—¿Te quedas a cenar? —preguntó ella, tumbada en el sofá, mirándolo de reojo.

—Depende. ¿Qué hay de cena? —quiso saber él, bajando la mirada a sus partes pudendas. La castaña pilló la indirecta al vuelo, y le empujó el hombro con fuerza, con media sonrisa en sus labios. Sergio, por su parte, reía, divertido en ver su expresión de irritación.