Inmoralidad Aristocrática

Una madre acaudalada disfruta poniendo al límite a su hijo y alardeando del poder del dinero.

Inmoralidad Aristocrática

I

—Pues tampoco lo veo tan grave… —argumentó Borja mientras se desanudaba la corbata del uniforme y se acomodaba en el sofá.

—Para ti es fácil, vosotros en Ibiza pasándolo en grande y yo de vacaciones con mi madre en la Costa Brava —repliqué mientras me abría una cerveza de la nevera del anfitrión, Bruno.

—No te pongas así, Jacobo, al final en Ibiza lo único que hacemos es tostarnos al sol, no nos dejan entrar en ninguna discoteca ni nos invitan a ninguna fiesta —me consoló Bruno —. Lo bueno es que el curso ha acabado.

Oía las palabras de mis inseparables amigos, pero no calaban en mí. En mi mente solo estaba la “soledad en compañía” que me deparaba aquel mes con mi progenitora. La casa en la playa, sus amigos snobs, sus cenas, la gente que nada tenía que ver conmigo. Rodeado de adultos y a la vez solo. Supongo que era normal la sensación teniendo tan solo dieciséis años, pero era tan común como desasosegante. Empeoraba cuando pensaba en las rarezas de mi madre. A los ojos de los demás una viuda modélica de la alta burguesía. La realidad, una alcohólica fiestera adicta a toda clase de pastillas. Un ser completamente superficial.

—No me entendéis. No sabéis en qué se convierte esa casa. Llena de ruido, de pijos y petimetres. Rodeado todo el día de hipócritas y de los amantes de mi madre.

—¿Amantes? —preguntó Borja.

—Se juntan para competir sobre quién es más odioso. A ver quién tiene más dinero, más títulos o más conocimientos. Todos sonríen y a su vez no se soportan, es un espectáculo repulsivo —seguí yo.

—¿Tú madre tiene amantes? —insistió ahora Bruno.

Pero yo ni les oía. Seguía con mi retahíla de agravios:

—Representa que son la jet set y cuando llevan un par de copas se olvidan de los modales y dan rienda suelta a sus vicios.

—Jacobo, amigo, relájate —me dijo Borja poniéndome la mano sobre el hombro —. ¿Dices que tu madre tiene amantes?

Su cara intentaba ser normal pero la curiosidad la hacía completamente desencajada.

—Sí, eso he dicho. Os recuerdo que mi padre murió hace más de siete años.

—Claro, claro, si no lo criticamos eh. Solo pregunta porque nunca habías comentado nada.

La actitud de aquel par de fisgones era cada vez más obvia, tanto que me puso aún más a la defensiva.

—¿Me comentas tú si tu madre tiene amantes? —le pregunté a Bruno que había sido el último en interesarse.

—Tranquilo hombre, sabes que está casada.

—¿Pero me cuentas si le pone los cuernos a tu padre?

—No, porque no tengo ni idea.

—¿Y tú? —espeté ahora a Borja —. ¿Me explicas las aventuras de la tuya? ¿O con quién folla tu hermana?

—¡Tranquilo joder! Qué solo era curiosidad. Sabes que no es lo mismo.

—¡¿Cómo que no es lo mismo?!

Mis dos amigos se miraron con una mezcla de vergüenza y complicidad.

—Jacobo —empezó Borja—. Mi madre es una gorda felizmente casada. Y mi hermana se pasa el día en misa.

—¿Y qué tiene que ver esto?

—Pues que la tuya… —intervino ahora el otro.

—¿La mía qué?

—¡Coño! ¡No seas así! Sabes perfectamente que la tuya está buena. ¡No pasa nada hombre!

—Sois un par de cretinos —dije mientras recogía la americana del uniforme y me disponía a irme.

Nunca me habría imaginado que mis dos amigos pensaran en mi madre en esos términos. Me sentí profundamente ofendido ya que, además, se notaba que había sido un tema recurrente de conversación entre ellos dos. Puede que la adolescencia mezclada con los cuarenta y dos escasos años de mi progenitora fuera un atenuante, pero tardaría en verlo de ese modo. No esperé sus disculpas, abandoné la casa como alma que lleva el diablo.

II

El camino de Barcelona a Begur fue una auténtica pesadilla. Con mi madre intentando alegrarme y yo cada vez más ofuscado.

—Alegra esa cara cariño, seguro que hay gente de tu edad con la que puedas salir por allí.

—Mamá, déjalo. Sabes que allí sin coche no eres nadie, y yo no tengo ni edad para conducir.

—Pero tu queridísima mami se ofrece a hacerte de chófer, ¿vale?

Miré a aquella mujer, con su cara burlona, cigarrillo en una mano y la otra al volante pero raramente con los ojos puestos en la carretera. Claro que detrás de aquellas enormes gafas de sol última tendencia qué sabía yo dónde miraba.

—No hace falta, gracias.

—Jacobo, va, no te comportes como un niño. En un mes volverás a estar en casa con tus adorados amiguitos, la consola y cualquiera de las tonterías que hagáis para divertiros.

—Mamá… —contesté con voz reprobatoria.

—Ay, perdona. No quería meterme con ellos eh, son buenos chicos.

Ni mi cara de paciencia ni un pequeño golpe de volante que tuvo que hacer para no salirse del carril de la autopista fueron suficientes para que la señora Victoria Medina dejara de agobiarme.

—¿Sabes que una vez pillé a Borja mirándome el culo?

—¡Mamá joder! ¡¿Pero qué estás diciendo?!

—¡Pero si no pasa nada! Es la edad. Cuando se dio cuenta de que lo había cazado infraganti se puso rojo como un tomate. Es una monada de chaval y con lo carcas que son sus padres no me extraña que el chiquillo vaya fantaseando por allí.

Decidí cambiar de estrategia y guardé silencio. Otro fracaso.

—Cariño…—dijo un par de minutos después —. ¿Te has enfadado?

—No.

—¿Seguro? —insistió poniéndome la mano en el muslo.

—Que no, y mira la carretera por favor. Además, me vas a quemar con el cigarrillo.

III

La primera cena en casa de los Medina parecía que iba a ser reducida. Lejos de que vinieran una docena de comensales los invitados fueron tan solo dos parejas. El cónsul de Francia en Barcelona y su consorte y Dimas Simón y su nueva esposa. Dimas no era más que un profesor universitario con ínfulas que había conseguido introducirse en la alta sociedad. Había escrito tres libros, tan infumables como minoritarios pero respetados en el mundo académico. Mi madre se puso un vestido rojo para recibirlos, con algo de escote y algo corto, pero no demasiado de nada. Los primeros en llegar fueron los franceses, que pronto empezaron con los halagos a la anfitriona y a la casa. Dos sapos bien vestidos con el típico tonito hipócrita de su querida patria.

El timbre sonó estando nosotros tomando una copa de champagne antes de la cena y mi madre me envió a abrir. Detrás de la puerta aguardaban el profesor, con una insigne barba blanca y más quilos de los que le recordaba, y su exótica esposa. Una auténtica morenaza de unos treinta y tantos, vestida con un precioso vestido verde abierto por un lateral.

—¡Cada día estás más grande! —dijo Dimas mientras me abrazaba. Te presento a mi esposa Chandra.

Al presentarnos ella sonrió, contrastando sus preciosos y blancos dientes con el color ligeramente embetunado de su piel.

—Chandra —fue lo único que alcancé a decir.

—Así es, es originaria de la India.

Me dio dos besos y con tan solo eso casi noté acelerarse mi pulso. Conseguí salir de mi ensimismamiento para informar:

—Están en el jardín tomándose una copa.

La cena empezó ya animada, con los comensales devorando los canapés y rellenándose continuamente las copas. Yo llevaba un rato con mi mirada clavada en el escote de nuestra invitada más exótica, escote que cada vez me parecía más generoso. Estaba absolutamente obnubilado.

—Este champagne está delicioso, querida —dijo el cónsul rellenándose la copa.

—Es un Bollinger , desde que lo probé que el Moet & Chandon me parece hasta vulgar, jajaja —respondió mi madre.

—Pues has acertado plenamente, eso sí, me muero si no te digo que el foie que me traen a mí desde Francia es mejor que este.

—Es posible, este es de Figueres. Tuve que improvisar. A medida que se vaya atemperando le verás más matices, es como los hombres. Mejoran con el tiempo —coqueteó la anfitriona, avergonzándome, por pura afición.

Estuvieron, no exagero, más de una hora hablando de manjares exquisitos y también degustándolos. Todos excepto mi querida Chandra, que creo que empezaba a ruborizarse por mi culpa. Para mí seguía siendo como un ángel, de piel morena y pelo azabache. La única con clase real en aquella mesa cargada de pedantes. A veces me retiraba la mirada y otras me sonreía, desconcertándome.

—¿Y que hace un joven apuesto como tú rodeado de vejestorios como nosotros? —me preguntó el profesor.

—Uy, tema delicado —advirtió mi madre —. A regañadientes lo he tenido que traer.

—Victoria, no es para menos, es todo un hombrecito ya.

—Pues cuando lo demuestre trayéndome alguna novia a casa elegirá dónde pasar las vacaciones, mientras tanto, manda su madre.

—Vamos querida, no seas ingenua, seguro que tiene a más de una por allí, o uno jujuju —intervino el cónsul.

—¡No seas insolente viejo vicioso! Eso sí, me ha salido un poco…no sé…por mí que es virgen.

El alcohol ya corría suficiente por sus venas para humillarme de manera tan gratuita. Asqueado, decidí ir al baño. Me lavé la cara y comprobé que yo también me había pasado un poco con la bebida. Todo me daba vueltas. Decidí aprovechar el viaje para mear y luego, probablemente, retirarme a mi habitación. Cuando conseguí colocarme delante de la taza del váter y sacarme el miembro oí un ruido justo a mi lado y maldije no haber puesto el pestillo.

—Shhh, no te asustes, soy yo —me susurro una dulce voz.

Enseguida me percaté de que aquel sonido provenía de los gruesos y sensuales labios de mi amiga india, pero antes de que pudiera reaccionar noté como su delicada mano me agarraba el pene. Este creció en un tiempo récord, más incluso si tenemos en cuenta mi estado de embriaguez.

—Me tomaré esto como un halago —afirmó viendo mi erecto falo.

Sin conseguir yo decir ni una palabra, Chandra comenzó a acariciarme con dulzura para seguir luego con aquella deliciosa e improvisada paja, subiendo y bajando mi prepucio. De pie y con los pantalones y los calzoncillos por los tobillos noté como me temblaban las piernas.

—Lo hago por tu bien —explicó—. Si te descargo seguro que dejas de mirarme los pechos.

Jamás me había pasado algo ni remotamente parecido a aquello, en ninguna de las lascivas fiestas de mi madre. Subió ligeramente el ritmo, tuve que morderme el labio para no gemir y no pude evitar que mis ojos se clavaran en aquel espectacular escote. Ella me miro a los ojos y luego se miró a sí misma antes de decir:

—Puedes mirar todo lo que quieras, pero solo te puedo tocar yo.

Reflexioné sobre su acento, no me recordaba a nada conocido aunque su español era impecable, pero mis pensamientos se desvanecieron enseguida cuando acompañó sus rítmicas y ascendentes sacudidas con unas delicadas caricias presionando con su pulgar el orificio de mi uretra.

—¡Joder! —exclamé entre dientes, intentando no gritar.

Eyaculé. Me corrí salpicando la pared del baño sin previo aviso, ni siquiera yo mismo lo había visto venir. Aquello fue como la erupción de un volcán, uno dormido durante siglos. Violento y rápido, expulsando chorros de mi simiente entre poderosos espasmos. Chandra se limpió la mano con papel higiénico, luego completó el proceso con un poco de jabón y agua en la pila mientras decía:

—Ahora ya puedes relajarte, pero antes de volver creo que tienes que limpiar un poco.

Fueron las últimas palabras dirigidas a mí en el resto de la velada. Debo confesar que su plan había fracasado, siguió la bebida, las risas y los debates, pero mis ojos siguieron hundidos entre sus senos perfectos. Cuando todos se fueron me retiré rápidamente a mi habitación y, antes de quedarme dormido, le dediqué una pequeña pero gratificante sesión de onanismo a mi nueva amiga.

IV

Me desperté tarde al día siguiente, pasadas las doce. Salí al jardín y lo único que encontré fue a mi madre acomodada en una tumbona tomando el sol frente a la piscina. Llevaba sus inseparables gafas de sol, un seguramente inapropiado y escaso bikini y sostenía un cigarrillo en una mano y una copa de vino blanco en la otra.

—Buenos días, dormilón —dijo al sentir mi presencia.

—Estoy hecho polvo, no tengo ganas ni de desayunar.

—No me extraña, ayer estabas muy animado con el champagne. El truco es fácil, una copita de vino blanco, un paracetamol y comer pronto.

Me di cuenta de lo insultante que era aquella mujer, manteniendo su figura a pesar de sus excesos. Creía que saliendo a correr y tomando de vez en cuando uno de esos potingues horribles hechos a base de no sé cuántas verduras mantenía a raya las toxinas de su cuerpo. Yo siempre pensé que todo lo que relucía por fuera pronto estaría podrido por dentro, pero es que encima tenía que aguantar que me “iluminara” con sus impresentables consejos.

—¿El señorito quiere que le prepare algo? —dijo Mariela, nuestra asistenta del hogar boliviana, apareciendo detrás de mí.

—No, gracias Mariela, me esperaré a la hora de comer.

Pobre Mariela, pensé. Era la chica que teníamos en las vacaciones. Su primer día de trabajo de la temporada y ya se habría encontrado con la casa hecha un auténtico desastre. Llena de platos y copas por todas partes.

—¿Qué te parecieron los invitados de ayer? —me preguntó la Señora Victoria Medina.

—Pues qué quieres que te diga mamá, como siempre. Unos snobs.

—Sí, los franceses son bastante insoportables. Y aquel profesor…a ver cuánto tiempo le dura su nueva mujercita. ¡Menudo bellezón ! Ahora que ya debe tener papeles seguro que lo larga en menos de lo que canta un gallo.

—Mamá, por favor, no seas víbora.

—¡Pero si sabes que es verdad!

—Mamá…

—¡Ay hijo! De verdad, has salido soso como tu padre. Por cierto, esta noche vendrá a cenar Evadne.

—¡¿Hoy?!

Evadne era un socorrista griego que trabajaba por la zona en verano. Lo conoció el año pasado, cuando debido a una pequeña reforma no pudimos disponer de la casa y alquilamos un pequeño apartamento cerca de aquí, en Llafranc. Uno de esos en una urbanización con piscina comunitaria. Era el típico musculitos buscavidas, una víctima perfecta para mi madre.

—Sí, hoy. ¿Qué pasa?

—Me apetecía descansar un poco.

—Vamos, pero si no te vamos a molestar, cenaremos cualquier cosa en el jardín y luego puedes irte a dar una vuelta o lo que sea. Si es un chico encantador.

La traducción a las palabras de mi madre era: “Cenamos los tres y luego vete a molestar a otro sitio que quiero follarme al griego cachas, aunque te saque solo tres o cuatro años y pudiera ser mi hijo”.

—¿Los que estuvieron ayer volverán un día de estos? —pregunté.

—Pues, aún no lo sé, ¿por qué? ¿Te has quedado con ganas de seguir mirando a la esposa del profesor?

—¡¿Qué?!

—Vamos hijo, que era obvio. Todos los hombres sois iguales, os ponen delante un conejito exótico y se os nubla la mente.

—¡¿Pero qué dices?! Cada día eres más ordinaria, ¡eh! ¿Lo saben tus amiguitos ricos?

—No te pongas así, Jacobo. Que no pasa nada. Es la edad, ni pasa nada porque le mires las tetas a nuestra amiga Chandra ni pasa nada porque tus amigos me miren a mí el culo. Déjate de remilgos, no los soporto, ya lo sabes.

Su tono había cambiado, probablemente por el malhumor de la resaca. Le encantaba provocar y cuando empezaba, si no estaba de buen humor era muy difícil pararle los pies.

—Déjame en paz.

—¡Jacobo! Que es ley de vida, lo diferente atrae. Te pasa a ti, me pasa a mí y le pasa al Papa.

—Qué tú te vayas fijando en cualquiera no significa que todos seamos igual. Seguro que el imbécil de Evadne se ha gastado todo su sueldo en comprarse un conjunto digno de ti, claro que no creo que sea su ropa lo que te interesa.

Hasta ese momento habíamos estado hablando con ella de espaldas a mí. Yo la observaba de cuerpo entero pero ella le hablaba al aire. Después de aquel comentario se giró, levantó las gafas de sol y me atravesó con sus ojos verdes. Volvió a colocárselas y, sentándose en el borde de la tumbona dijo:

—¡Mariela! ¡Ven un momento por favor!

En menos de un minuto apareció la asistenta y mi madre se dirigió a ella sin girar la cabeza ni un momento, con los cristales negros clavados en mí.

—¿Qué tal está tu madre?

—Pues mire señora, allí está. Seguramente la tienen que operar pero ahora mismo el dinero no nos alcanza para sacarla del pueblo y llevarla a la capital. Yo mando todo el dinero que puedo pero ni con este ni con la ayuda de mis hermanos tenemos claro que podamos hacernos cargo.

—Tráeme la billetera por favor —ordenó.

—Sí, señora.

La chica, de unos veintiocho años, volvió a desaparecer detrás de mí.

—¿Y ahora que intentas demostrar, mamá? ¿Qué eres buena y generosa?

Ella permaneció completamente inmóvil, inexpresiva. Al poco rato apareció de nuevo la sirvienta y le entregó la billetera. La Señora, hurgó un poco entre sus numerosos compartimentos y, sacando cuatrocientos euros en billetes de cien, dijo:

—¿Esto ayudaría?

Los ojos de Mariela se iluminaron, su rostro era de absoluta felicidad.

—Sería una ayuda increíble señora, no sabría cómo agradecérselo.

—Tranquila, Mariela, que aún no son tuyos. Pero son fáciles de conseguir. Escúchame bien porque no me gusta repetir las cosas —advirtió con el tono más serio que le recordaba—. Si quieres que te entregue este dinero ahora mismo tienes que desnudarte para mi hijo, aquí y ahora, sin peros, ni titubeos, ni falsas conciencias. ¿Entiendes? Sin preguntas, simplemente hazlo.

Mi madre sostenía el dinero en una mano sin dejar de mirarme, completamente desafiante. Yo estaba acostumbrado a sus shows, pero nunca había llegado tan lejos. No fui capaz de decir nada, simplemente la miré con desprecio.

La chica nos miró alternativamente, boquiabierta. A ella, a mí, nuevamente a ella…Iba vestida con un uniforme típico, una especie de vestido de manga corta que llegaba hasta las rodillas, de finas rayas blancas y azules y anudado en la cintura por un pequeño cinturoncito de tela. Con el calor del verano, pronto deduje que debajo no llevaría nada más que la ropa interior.

—Mariela, ahora o nunca, me he expresado con claridad.

—Sí señora —afirmó mirando al suelo, abochornada.

—Eres lo peor —susurré.

La empleada desabrochó lentamente el cinturón y lo dejó colgando, agarró el uniforme por el cuello y con un solo movimiento se lo quitó despacio, quedándose en ropa interior y tapándose con el mismo. Mi madre la miró por primera vez y al observarla dijo:

—No tenemos todo el día, hazlo lento, hazlo sexy, pero hazlo ya.

—Sí, señora —volvió a decir de manera casi inaudible.

Dejó el vestido doblado en el suelo y reconozco que no pude evitar mirarla. Era una chica normal, quizás con algún kilo de más. Generosos pechos, cadera  un poco ancha y algo de tripa. Morena en todos los sentidos y con cara de indígena. Mariela se llevó las manos a la espalda y, con algo de dificultad, se desabrochó el sujetador para luego dejarlo también en el suelo. Ahora nos miraba asustada, tapándose sus grandes mamas cruzando los brazos y solo cubierta con unas braguitas negras.

—¿Lo ves? Una chica de lo más normalita, ¿verdad, hijo? Pero es distinta. Su piel no es como la nuestra, es preciosa, trigueña. Tiene un color especial. Sus pechos hacen intuir que a pesar de su juventud tiene ya tres hijos, uno al que hasta hace poco amantaba. ¡Tres hijos! Es casi una salvaje a la que necesitan domar, ¿no?

—Eres una…

—Espera, un momento antes de insultarme y que te cruce la cara como nunca he hecho. Aún no hemos acabado. Mariela, sigo viendo ropa en tu cuerpo.

Llevó las manos a sus braguitas, intentando taparse los pechos como podía siendo esto cada vez más difícil. En un hábil movimiento se las quitó por los pies y siguió en aquella postura imposible, tapando al máximo posible su desnuda anatomía.

—Extiende los brazos y déjanos ver cómo eres —ordenó mi madre sacudiendo los quinientos euros que aún tenía en la mano.

Obedeció. Sin quejarse pero con una cara de angustia difícil de olvidar, mostrándome su sexo parcialmente rasurado y unos pechos que caían víctima de la combinación de gravedad y tamaño.

—¿Lo sientes ahora, hijo? Podríamos decir que casi es gorda. Un cuerpo castigado por su último e insensato embarazo. Sin embargo no puedes dejar de mirarla y…sobre todo…no puedes evitar desearla. Excitarte. Es la combinación de lo exótico y el poder.

La rabia que sentía contra mi madre no evitó que tuviera razón, notando como creía mi entrepierna dentro del ajustado bañador.

—Nunca te perdonaré esto, mamá.

De repente, mi madre volvió a mutar su rostro. De la seriedad al desenfado.

—Vamos Mariela, coge el dinero y vístete de nuevo, gracias por ayudarme a educar al ingrato de mi hijo —dijo entregándole los billetes para luego volverse a tumbar a tomar el sol, como si nada hubiera pasado.

V

Aquella noche no quise saber nada ni de mi madre ni de su amante griego. Cené un triste bocadillo encerrado en mi habitación, escuchando música con los auriculares para aislarme de posibles ruidos, risas, conversaciones o incluso gemidos. Solo con pensarlo me ponía enfermo. A la mañana siguiente me desperté temprano, poco después de las nueve. Aún en calzoncillos hice una primera misión de reconocimiento por el comedor, encontrándome a Mariela recogiendo el desorden que había, saludándome con un gesto educado y tímido con la cabeza.

Miré en los baños y en las habitaciones pero no había nadie, tampoco en su tumbona favorita de la piscina. Rodeé la casa y cuál fue mi sorpresa cuando me encontré con mi madre tumbada encima de la mesa de ping-pong, con medio cuerpo sobre la madera y las piernas colgando. La imagen era dantesca. Me acerqué y ella ni siquiera hizo el amago de despertarse. Allí estaba, con las piernas colgando y abiertas. En la parte de abajo llevaba un bikini rosa y arriba tan solo una camisa grande y blanca, completamente abierta y desabotonada que dejaba sus pechos al aire. A un lado le acompañaba una copa vacía y al otro un cenicero cargado de colillas.

—Joder…

Deduje que se durmió estando tan borracha que ni siquiera fue capaz de levantarse y fantaseé con su resaca, aunque, conociéndola, tendría tres pastillas distintas para mitigarla. En todo el camino me había acompañado la típica erección matutina, tan visible debajo del bóxer que recé para que la asistenta no se hubiera dado cuenta al cruzarme con ella. Lo peor es que cuando parecía que iba descendiendo me pasó algo impensable, algo terrible. Mi bulto volvió a reaccionar al ver la señora Victoria Medina allí tumbada, indefensa y medio desnuda. ¿Cuántos polvos le habría echado el puto griego? Pensé.

¿Cuántos imbéciles se habrían tirado a mi madre? Era innegable lo que afirmaron mis amigos antes de que me viniera: “mi madre estaba buena”. Cuarenta y dos años bien llevados. No recordaba haberle visto sus pechos nunca completamente desnudos. Con poca ropa, con sugerentes escotes, con imposibles bikinis, pero expuestos y desnudos como allí estaban, era incapaz de recordarlo. Y lo cierto es que eran magníficos. Una talla noventa firme y bien puesta. Apenas se abrían hacia los lados a pesar de estar tumbada boca arriba. Su cintura era delgada y tenía un culo que era la delicia de conocidos y ajenos. A la deseable figura le acompañaba unos rasgos finos, delicados. De nariz perfilada, grandes ojos verdes y labios carnosos gracias a los buenos retoques del buen doctor Planells.

Obnubilado, me fui acercando cada vez más hasta que mis muslos chocaron con el borde la mesa y quedarme justo entre sus piernas. ¿Habría participado en alguna orgía? ¿Conocería el sexo anal? Pensaba como si no fuera su hijo sino otra persona la que la observaba. Al no poder avanzar más, la agarré con suma cautela por las caderas y la acerqué un poco a mí. Ella seguía petrificada, expuesta. Tan solo ladeó ligeramente la cabeza al desplazarla los escasos centímetros. La moví un último tramo hasta que su bikini chocó justo contra mi bulto, separados solo su sexo y mi miembro por la fina ropa de ambos. Noté como se aceleraba mi pulso y mi respiración y me asusté, me asusté mucho. Parecía como poseído.

Oí un ligero gemido narcotizado de su parte, un pequeño amago de despertarse y me separé de ella como de un hierro candente. La abandoné a su suerte a paso ligero, volviendo a la casa con la rapidez y el desespero del que abandona la escena de un crimen. Mi erección era tan exagerada que separaba el calzoncillo de mi piel por arriba, intentando escapar como fuese. Al entrar en la casa de nuevo fui directo a mi habitación, pero, justo antes de llegar a mi puerta, me encontré con Mariela que planchaba de espaldas a mí, en un rinconcito del salón. Estaba tan caliente que sin pensarlo ni por un instante me liberé de la ropa y con el pene erecto como una bayoneta me acerqué a ella y lo incrusté contra su generoso trasero mientras que mis brazos la rodeaban hasta llegar a sus pechos, estrujándolos con fuerza por encima del uniforme. Ella dio un respingo del susto mientras le decía:

—Qué buena que estás, me has puesto a cien.

Seguí metiéndole mano ante su estupefacción, restregándole mi mástil y manoseándole las tetas.

—Señorito…por favor —fue lo único que dijo sin forcejear en ningún momento.

—Shhh, vamos Mariela, no pasa nada, no puedes desnudarte delante de mí y pretender que esto no pase.

Dejé momentáneamente sus lactantes melones para desanudarle el cinturón del uniforme y se lo subí casi con violencia hasta los riñones, desprotegiendo unas nalgas que, a pesar de ser grandes, eran firmes.

—Señorito…señorito, espere…no.

Apenas la oía, estaba tan excitado que necesitaba vaciarme lo antes posible. Intenté bajarle las bragas pero consiguió detenerme con pequeños movimiento de cadera.

—Vamos por favor, no seas así —supliqué.

Luchamos pocos segundos hasta que me apartó las manos con contundencia diciéndome:

—¡No! No puede ser soy una mujer casada.

La miré con una inmensa frustración mientras volvía a bajarse el vestido y se disponía a atarse el cinturón pero, estaba tan cegado por el deseo, que contrataqué. Sobándole de nuevo los pechos mientras le decía:

—Yo también tengo dinero Mariela, te daré doscientos euros, ¿ok? ¡Doscientos euros!

Ella se resistió diciendo:

—No, ¡esto no! ¡No puede ser!

Seguí metiéndole mano cómo pude, volviéndole a subir el vestido bruscamente cuando sentencié:

—¡Tres cientos euros! ¡¡Tres cientos euros por cinco minutos de tu vida y no tienes que hacer nada!

En aquel instante, cuando paró su lucha en seco, supe que había aceptado. Se terminó de subir el uniforme y se quitó las bragas, dejándolas dobladas encima de la tabla de planchar supongo que por deformación profesional. Se inclinó poniéndose en pompa, apoyándose sobre la tabla y separando ligeramente las piernas. Sonreí mientras le agarraba las caderas con fuerza y con mi glande buscaba la entrada de su vagina, tan excitado como si hubiéramos estado veinte minutos entre amorosos y eróticos preámbulos. La penetré con fuerza, con dureza. Metiéndosela hasta al fondo en la primera embestida a pesar de la resistencia de su conducto y haciéndole lanzar un fuerte gemido de dolor.

—¡¡Ahhh!!

—Ya está, ya está preciosa, estoy dentro —informé mientras notaba mis muslos presionados contra sus glúteos.

La penetré tres veces más, profundamente, obligándole a ponerse de puntillas con cada acometida para mantener el equilibrio y, a la cuarta, me corrí como un chiquillo de trece años en la mansión de Hugh Hefner .

—Ohhh…¡ohhh! ¡¡Ohhhh!! ¡¡¡Ohhhhh!!! ¡¡Jodeeeer!! ¡¡Joder!!

Descargué toda mi leche en su interior, notando cada espasmo emparedado en aquella cueva y alcanzando un salvaje orgasmo para, al momento, quedarme completamente exhausto. Me separé de ella y antes de irme le dije:

—Al final ha bastado con cinco segundos, pero tranquila, que no te voy a regatear el precio.

VI

Sinceramente, no le di demasiada importancia a lo sucedido. Os mentiría si dijera que me tiré todo el día pensativo o me costó dormir. Mi affair con la sirvienta era la consecuencia del maquiavélico juego de mi madre. Ninguno de los tres éramos inocentes, ni siquiera Mariela por muy necesitada que estuviera de dinero. ¿La reacción con mi madre? Excitación matutina, curiosidad, locura transitoria, odio hacia ella por lo acontecido el día antes expresado biológicamente de la manera más insospechada. No me consideraba ni Edipo ni Nerón, desde luego. Lo único que sentía hacia mi progenitora, sentimiento que además cotizaba al alza, era desprecio por su manera de ser.

Al día siguiente Victoria Medina parecía recuperada de la resaca. Veinticuatro horas bebiendo solo agua, durmiendo y ayudándose de sus preciadas píldoras había surgido efecto. Se la veía cansada pero no comatosa como el día anterior. Ambos desayunábamos en el jardín, yo con mi habitual uniforme veraniego, bañador y camiseta, y ella habría jurado que solo con una bata, rosa y corta que dejaba al descubierto casi la totalidad de sus piernas y también buena parte del escote.

—¿Estás de mejor humor hoy? —preguntó con voz dulce, haciendo gala de su bipolaridad.

—Estoy orientado y sereno, que es mucho más de lo que se puede decir de tu lamentable estado de ayer.

—Ah, ya…en fin. Ya sabes, una noche larga —contestó guiñándome un ojo.

Era increíble la capacidad que tenía para sacarme de mis casillas. Daba igual que se hiciera la simpática o sacara su Mister Hyde , su poder sobre mi estado anímico era digno de patentarse, el mismísimo ejército se habría interesado por el tema si hubiera tenido constancia. Dos frases y yo ya notaba mi corazón acelerarse.

—Me lo imagino, ahora mismo toda la comarca debe saber de tus hazañas, no tengo duda.

Mi madre dejó caer la tostada sobre el plato, cambiando su sonrisa por una advertencia:

—Escúchame, niñato, bajo mi techo te empiezas a comportar o te vas a pasar el verano limpiando la piscina con el colador y haciendo el trabajo de Mariela mientras que ella se toma un daikiri a tu salud, ¿me entiendes? No es mi culpa si eres un pajillero al igual que los bobalicones de tus amiguitos. ¡A mí me respetas!

La contestación, por su contundencia, me pilló completamente desprevenido. Antes usaba más la ironía sin llegar a esos extremos. Los excesos del verano le habían comenzado a pasar factura mucho más pronto de lo esperado. Lejos quedaban sus ofrecimientos de hacerme de chófer y ponerse a mi disposición para alegrarme el verano.

—La que no se respeta eres tú —dije entre dientes retirándome de la mesa.

Una hora después me bañaba en la piscina en absoluta soledad cuando alguien llamó al timbre. Me sequé como pude y abrí la dichosa puerta. Al otro lado me esperaba Evadne, vestido como un playboy de los setenta, con gafas de sol y tanta brillantina en el pelo que pensé que le seguía el agujero de la capa de ozono desde que había salido de casa. Un fantasmón en toda regla.

—Buenos días compañero, ¿está tu madre?

—No —fue lo único que contesté.

—¡Ah! ¿Y dónde está?

—No tengo ni idea, pero si estuviera ya estaría aquí, pavoneándose.

Hizo una mueca entre descontento y sorprendido, se limpió las gafas de sol y preguntó:

—¿Por qué no cenaste con nosotros el otro día?

—Oye, com-pa-ñe-ro, ¿no tienes algún niño que salvar? Las piscinas son muy peligrosas.

—Ya no soy socorrista, ¿no te lo ha dicho tu… —no le dejé terminar la frase, cerrándole asqueado la puerta y estando a punto de golpearle con la madera en la cara.

Me encontré a Mariela colocando bien unos cojines del sofá y al preguntarle por La Señora me dijo que se estaba duchando. Sin pensármelo dos veces, entré en el baño principal y, efectivamente, allí la encontré. Podía ver si silueta acarándose el pelo a través del vaho del cristal.

—¡Mamá, ha venido tu follaamigo ! —grité desde el otro lado de la mampara.

Pude ver cómo su cuerpo daba un respingo por el susto, corrió ligeramente la puerta acristalada y, asomando solo media cabeza, preguntó:

—¿Qué dices? ¿Qué haces aquí?

—Digo que ha venido tu follaamigo griego, con muchas ganas de verte.

Alcanzó una toalla como pudo, se la enrolló en el cuerpo y salió, quedándose encima de la toalla de pies que la esperaba fuera de la ducha.

—¿Y no podías esperar a que terminara de ducharme para decírmelo? Casi me matas del susto.

—Pensé que estarías ansiosa —me defendí mientras ella terminaba de arreglarse la toalla en forma de vestidito escote-bañera, adecentándoselo como una secretaria mojigata.

—¿Qué haces tan inquieta con la puta toalla? ¿No eras tan liberal y espontánea? —añadí

—¿Y qué le has dicho? —me interrogó mirándome inquisitivamente.

—La verdad, que estarías por allí con alguno de tus novios.

Comenzó a secarse el pelo dándome la espalda, resoplando de paciencia por mis impertinencias. Aquella imagen, con ella nuevamente tan expuesta, fue demasiado tentadora para mí. Agarré la junta de la toalla y la desenrollé de su cuerpo como si fuera un mago cutre de comunión, desnudándola para lanzar la prenda luego al suelo. Ella se dio la vuelta completamente sorprendida y momentáneamente aterrorizada, sin entender que estaba pasando. La observé completamente desnuda y desvalida, tapándose sus pechos como podía mientras me mostraba en su plenitud su sexo, con el pubis rasurado en forma de triángulo. Ahora se cubría también sus partes con antinaturales contorsiones de muslo mientras me gritaba:

—¡¿Pero qué coño haces?!

Yo mismo me quedé sorprendido de mi acción, consciente de que había cruzado una línea muy peligrosa y, de repente, arrepentido. Miré avergonzado hacia un lado y girando sobre mis tobillos para abandonar el cuarto de baño dije:

—Lo siento, perdona mamá. Pensé que sería divertido.

VII

Inesperadamente, las cosas mejoraron después de tanta tensión. Creo que ambos aprendimos que había límites y, después de algunos días de cierta contención, todo volvió a la normalidad. Diría que incluso a una normalidad mejorada. Las cenas siguieron en mi casa y yo me comporté como un buen anfitrión. También ella, que ya no me buscaba las cosquillas. Así pasó la mayor parte del verano hasta que la señora Victoria Medina decidió hacer la gran fiesta de despedida.

Los invitados iban a ser cerca de treinta, casi afinados en aquella casa de veraneo. Compramos de todo, champagne, vino tinto, blanco y rosado, mariscos, comida de todo tipo, luces supletorias e incluso le pedimos a Mariela que viniera con una prima suya para reforzar el servicio. Estaba todo preparado para la fiesta final y mi señora madre quiso estar a la altura, apareciendo en mi habitación ataviada con uno de los vestidos más sexys que jamás había visto, más propio de los premios Grammy que de un cóctel de la alta sociedad. Era de color verde esmeralda, con un escote que llegaba casi a la cintura hecha de dos telas entrecruzadas que apenas podían tapar sus pechos. Llegaba solo hasta la rodilla y con una gran apertura en un lateral que le permitía lucir una de sus torneadas y largas piernas. Dando un par de vueltas sobre sí misma pude ver que por detrás las dos telas se agarraban solo al cuello, desnudando toda su espalda hasta la altura del trasero.

—¿Y bien? —me preguntó.

—No está mal.

—Mira que eres soso cuando quieres, ¿eh? Mi pequeño malhumorado.

El pase de modelos fue interrumpido por el sonido del timbre de la puerta, faltando más de una hora para el inicio oficial de la velada me quedé sorprendido.

—Abre tú, es para ti —me informó mi madre.

Sin disimular mi cara de asombro, salí al jardín y fui directo a la puerta principal. Aún no había abierto del todo cuando recibí una colleja y un abrazo.

—¡¿Qué pasa bribón?! —me dijo Bruno entrando ya en la propiedad.

—Tú madre nos ha sacado de Ibiza para que te hiciéramos compañía, dice que estás muy rebelde —informó Borja dándome también un abrazo.

—Joder, menudo par de cabrones. ¿Y no me decís nada?

—Era una sorpresa, la única condición para que nos financiara el viaje. ¿Dónde está? Tengo que darle las gracias personalmente, la verdad es que se lo ha currado mucho.

—Creo que iba a repasarse el maquillaje, luego la veréis. Anda, contadme vuestras vacaciones mientras ayudamos al servicio con la mesa, hoy no vamos ni a caber.

El tiempo pasó entre risas y comenzaron a llegar los comensales. Cónsules, ricos, nobles, algunos con clase pero la mayoría algo excéntricos. Otros con dinero y otros que solo disfrutaban de este nivel de vida cuando les invitaban, gente como el profesor Simón, un pedante insoportable, aunque me alegré de ver a mi querida Chandra, desaparecida el resto del verano después de nuestro fugaz encuentro en el baño. Además venía dispuesta a que no la eclipsara mi madre, con un vestido rojo tan corto y escaso que mis dos amigos se golpearon uno al otro al verla entrar.

—No me jodas que fue esta la de la paja —me susurró Bruno al oído.

—Sí, y cuando pasen las horas espero terminar lo que empezamos.

La cena empezó con todos comiendo y bebiendo desde el primer momento. Casi como si tuviéramos prisa. Escudado con un amigo a cada lado se me estaba haciendo mucho más llevadero de lo habitual. Pendiente de Chandra en todo momento, noté como no solo no me correspondía con la mirada sino que la evitaba, y eso aún me puso más caliente. Se empezaban a acabar las primeras botellas de champagne y vino y también los mejores canapés, las colas de langosta gratinadas, las tarrinas de foie, y el salmón. Pensé que eso era peor que un comedor social pero habitado por gente de la alta sociedad, pura ansia por hacerse con lo mejor de lo mejor. Pude ver también las atenciones de los varones con mi madre, cinco o seis moscones dispuestos a llevarse un pedacito de ella. Me sorprendió no ver al hortera del griego, pero pensé que, con criterio, mi madre había decidido no invitarle.

Después del picoteo y la cena la gente se fue organizando en pequeños grupos por toda la casa. Los que seguían comiendo, los amantes de la música en el salón, los que preferían estar al aire libre charlando tranquilamente e incluso algunos que, preparados desde casa, se bañaban en la iluminada piscina. Yo había perdido a mis dos amigos de vista un momento que fui al baño y al volver me los encontré bailando y baboseando alrededor de mi madre. Allí estaba ella, contoneándose en el salón ante la atenta mirada del público masculino. Bruno incluso había aprovechado una de las canciones lentas para acercársele, arrimándose lo máximo posible. A la señora Victoria Merina, lejos de incómoda se la veía en su salsa.

«Menudo par de cretinos». Creo que no volví a verlos durante un par de horas, siempre siguiendo la sensual estela de la anfitriona. La gente fue yéndose hasta quedar un grupo, reducido y disperso, de unas diez personas. Yo llevaba tiempo tonteando con una gin-tonic, asqueado por la actitud de mis amigos y aburrido como una ostra. Fue entonces cuando vi a mi querida Chandra entrando en el cuarto de baño.

Se disponía a cerrar la puerta cuando se lo impedí, colándome dentro del servicio y cerrándola detrás de mí.

—Hola…Jacobo, ¿qué tal? —me dijo apurada.

—No tan bien como tú —contesté llevando mis manos a sus caderas, con mi vista clavada en su generoso canalillo.

Ella retrocedió un par de pasos hasta encontrarse con la pared, claramente incómoda. Me acerqué un copo más y comencé a besarle con dulzura por el cuello mientras le subía ligeramente el ya de por sí corto vestido.

—Para…¿qué haces? —me preguntó casi en un susurro.

—Joder Chandra, no he podido dejar de pensar en ti, me pones muy cachondo.

Ahora una de mis manos intentaba meterse entre sus muslos mientras que la otra magreaba sus pechos por encima de la tela.

—Jacobo, para…me están esperando.

—¿Quién? ¿El vejestorio impotente de tu marido? Vamos, no seas así, tú empezaste todo esto.

Cada vez más excitado le metía mano por todas partes, le sobaba el culo, le manoseaba las tetas y restregaba mi bulto contra sus piernas, podríamos decir que la tenía entre “la espada” y la pared.

—Qué buena que estás…

Ella luchaba por bajarse el vestido mientras insistía, casi con dulzura:

—Para por favor, Dimas me está esperando en el coche, le he dicho que iba un momento al baño y nos íbamos.

—Te prometo que no llegarás tarde —insistí yo en mi acoso— Solo necesito cinco minutos, estoy a cien.

Mis movimientos eran más bruscos debido a la excitación, con ambas manos ahora por debajo de su vestido peleando por bajarle las bragas.

—No, Jacobo, ¡no!

—Vamos, empezaste tú, ¿ya no te gusto? ¿Es eso?

Ella forcejeó un poco más hasta que finalmente me separó de un fuerte empujón, adecentándose la ropa mientras me increpaba:

—¡Te he dicho que no! Lo hice porque no parabas de mirarme y me diste pena, ¿me entiendes? Solo por eso.

Después de eso, se miró en el espejo, se peinó y repasó el maquillaje y se fue diciéndome:

—Por tu culpa me voy sin mear.

No sé qué sensación era más potente, si la frustración o la calentura. Me sentía humillado, pero no lo suficiente para que mitigara mi excitación. Salí dispuesto a pagar lo que fuera para aliviarme con Mariela, o quizás con su prima que era aún más joven y delgada. A la segunda no la encontré pero a Mariela sí la vi en la cocina, acosado por un borracho sesentón.

—Vamos cariño, enséñame las tetitas —oí desde la puerta.

Había llegado tarde y el espectáculo del fin de fiesta era dantesco. Un borracho durmiendo la mona en el sofá junto a su mujer, ambos de unos cincuenta años y con ella perfectamente vestida a excepción de sus bragas, que estaban en los tobillos. Otro bailaba junto a una jovencita que, a pesar de no estar mal, parecía bastante recada. Ni siquiera los reconocía de la cena y parecían tan ebrios que la danza no estaba seguro si era lúdica o simplemente intentaban no perder el equilibrio. Así acabé en el desolado jardín, a punto de rendirme cuando oí algo.

Me acerqué hasta la parte más alejada, detrás de unas tumbonas y una sombrilla y allí los vi, a Bruno fornicando con alguien sobre el césped y a Borja mirando, como esperando su turno.

—Va joder, termina ya, que no aguanto más.

—Shhh, cierra la boca puto gordo.

Bruno seguía gimiendo y embistiendo a lo que, parecía, una mujer tan borracha que apenas tenía conciencia. Finalmente terminó, separándose de ella y poniendo en su sitio los pantalones mientras que pude ver a su compinche abriéndole de nuevo las piernas a la mujer y acomodándose entre ellas.

—¡Qué buena que está la putilla!

Ahora era Borja quién gemía, gritando como un cerdo en el matadero ante los avisos del aliviado amigo.

—No grites tanto joder, ¡qué nos van a oír!

Me acerqué sigilosamente, estaba solo a un par de metros y aquel par de imbéciles ni siquiera se habían dado cuenta.

—Mira que sois cerdos, ya podríais avisar —fue lo único que dije.

Al ver la expresión de terror de Bruno enseguida me di cuenta de que algo no andaba bien. Observé al otro y casi entro en shock al comprobar, que la mujer de piernas abiertas y estado de embriaguez, era ni más ni menos que mi madre.

—¡¡Pero qué coño hacéis!!

Bruno empezó como a correr alrededor de la escena, esperando un supuesto ataque por mi parte mientras se excusaba:

—Jacobo tío ha sido ella, te lo juro. Lleva toda la noche poniéndonos cachondos.

Borja parecía no darse cuenta, le agarré de la camisa con fuerza pero no fui capaz de moverlo.

—¡Dejadme! ¡Me toca a mí joder ya casi estoy!

La empotraba con tal fuerza contra el césped que La Señora gemía entre sueños.

—¡¡Ohh!! ¡¡Ahh!! ¡¡Ahh!! ¡¡¡Ahhh!!! Ya casi estoy, ¡ya casi estoy!

Cogí ahora a mi amigo por las axilas y lo retiré con violencia, haciéndole rodar por el suelo.

—¡¡¡Joder!!! —dijo mientras se ponía de pie patosamente, con los pantalones por los tobillos y actitud amenazante.

—Vete de aquí gilipollas o te juro que comerás con una pajita el resto de tus días —dije.

Bruno, que tenía algo más de sentido común y además ya había consumado, agarró al patán de nuestro amigo y se lo llevó a empujones, evitando que la cosa fuera a mayores. Miré a mi alrededor y cuando me aseguré de estar solos, observé a mi madre, tumbada en el suelo ladeando la cabeza de vez en cuando medio inconsciente. Sus bragas estaban a unos dos metros de nosotros, estampadas contra un arbusto, tenía el vestido subido más allá del ombligo y el escote tan destrozado que no cubría sus pechos. Una de sus mamas se escapaba también por encima del mal puesto y arrugado sostén, mostrándome un erecto pezón.

—Joder, serás puta. Mira cómo has terminado.

Parecía que con la adrenalina del momento mi calentura había pasado, pero esta volvió con fuerza volcánica, provocándome una tremenda y traicionera erección. Sus piernas abiertas, invitándome, y nuevamente esa actitud, tan expuesta, tan indefensa. Odié a mis amigos por disfrutar de ella, y a ella por coquetear con ellos.

—No has parado hasta poner cachondo a todo el personal, ¿verdad? —dije desabrochándome el cinturón, furiosamente excitado.

Me desnudé de cintura para abajo y poco a poco, como un felino al acecho, me coloqué entre sus piernas. Mis manos comenzaron a acariciar suavemente sus pechos mientras que con el glande jugueteaba con su sexo.

—Mmm, grhg —gimió.

—Te encanta gustar, ¿verdad mamá? No lo puedes evitar.

Ella no era consciente de nada, a saber cuántos hombres habían pasado por su entrepierna aquella misma noche. ¿Cuánto alcohol y pastillas necesitabas para acabar en un estado tan lamentable? Pensé que, en el fondo, se lo merecía. Lo dominaba todo gracias al dinero, a la gente, a sus empleados, todo. Pero hay cosas que no se pueden evitar ni con todo el dinero del mundo.

—Vamos mami no te preocupes, solo soy yo, tu hijo.

Comencé a penetrarla y sus carnes se abrieron a mi paso como las aguas del mar Rojo delante de Moisés, consiguiendo metérsela hasta lo más hondo y sintiendo su vagina caliente y húmeda.

—Mm…mmm.

—Eso es mamá, te gusta, sabía que te gustaría.

Le bajé el sujetador junto al resto del vestido, convirtiéndolo todo en un improvisado y desastroso cinturón, pudiendo recrearme ahora con aquellas tetas perfectas y jugando con ellas cada vez más animado.

—No me extraña que todo el mundo quiera follarte, joder, qué buena que estás. ¡¡Ohh!! Mmm ¡¡Mmm!!

Seguí cargando contra ella, cada vez más fuerte y más rápido hasta notar mis testículos rebotar contra su carne.

—¡¡Ohh!! ¡¡Ohh!! ¡¡Ahh!! ¡¡Ahhh!! Mmm…¡¡Mmm!!

Ella también gemía, completamente narcotizada y sin apenas moverse.

—Ghrmm, grhmm, mmm, mmm.

Ahora la embestía con tanta dureza que podía notar todo su cuerpo subir y bajar debajo del mío, con sus pechos moviéndose descontrolados en todas direcciones.

¡¡Ohh!! Mmm ¡¡Mmm!! ¡¡¡Ohhhhh!!!

Sentí que estaba a punto de terminar, pero por una vez supe parar justo a tiempo, disminuyendo el ritmo hasta salir, finalmente, de su interior. La agarré como pude y le di la vuelta en el suelo diciéndole:

—Yo soy especial, ¿no crees? Merezco algo mejor que mis amigos. ¿Te han dado alguna vez por el culo? Seguro que sí.

Coloqué de nuevo mi durísimo mástil en la entrada de su ano, metiendo primero el glande con cierta dificultad pero enseguida siendo capaz de penetrarla por completo, sintiendo mi piel prisionero entre su carne.

—¡¡Oh sii!! Mmm ¡Mmm! Yo creo que no es tu primera vez, ¿verdad zorra? O eso o te gusta tanto que estás muy relajada.

—Ghrmm, grhmm, mmm, ¡mmm! ¡¡Mmm!! —gemía mientras comenzaba el baile.

Poco a poco su conducto se fue haciendo aún más accesible al ritmo de mis acometidas, que eran lentas pero profundas. Aquel era, no solo el único trasero del que había disfrutado, sino probablemente el mejor que había visto nunca.

—Joder mamá, menudo culo tienes, ¡¡menudo culo tienes!! ¡¡Ohh!! ¡¡¡Ohhhhh!!!

Subí la velocidad, mis huevos chocaban ahora felices contra sus trabajadas nalgas, proporcionándome un placer indescriptible.

—¡¡¡Ohhhhh!!! ¡¡¡Ohhhhhh!!! ¡¡Ohh!! ¡¡¡Ohhh!!! Así, así, muévete. ¡¡Muévete!!

Seguí tan solo un par de minutos hasta que le agarré por el pelo y me corrí como nunca, llenándola de mi leche a cada espasmo y alcanzando el orgasmo más bestia de mi corta vida. Quedé tan cansado que por un momento incluso pensé que me daría un ataque de asma, salí de su interior y me tumbé a su lado, sobre el húmedo y reconfortante césped. Cuando conseguí recuperar el aliento me vestí, volví a verla allí en el suelo, boca abajo, como si unos soldados hubieran abusado de ella y la hubieran arrojado después a una cuneta. Pensé en adecentarla, pero no quise.

—Ya te arreglaras cuando te despiertes, mami.