Inmoral

En algunas ocasiones del cariño al amor hay un paso muy pequeño, de la admiración al deseo hay tan solo un beso.

Fui consciente de mi misma, mucho antes de abrir los ojos. Sentía el calor del cuerpo que dormía a mi lado así como de la suavidad de las sábanas. El zumbido de mi cabeza y la sequedad de mi boca me dejaron a las claras que estaba de resaca. Poco a poco fui encajando las imágenes de la noche anterior.

Una discoteca de ambiente, unos cubatas demasiado cargados y una morenita muy risueña. Por fin, consciente de dónde me encontraba, me levanté de la cama y busqué el cuarto de baño, necesitaba mear y darme una buena ducha.

Mirando mi rostro hinchado en el espejo, recordé algo que me había dicho esa chica mientras jugábamos en su cama: “Pareces vigoréxica, estás tan fuerte y marcadita.”, si no hubiera sido porque tenía su lengua en mi oreja y su mano entre mis piernas le hubiese dicho cuatro cosas. Examiné mis brazos y mi vientre, los primeros estaban torneados y los abdominales no llegaban a marcarse desagradablemente. Yo por lo menos no lo veía tan exagerado, en el último mes ya me lo había dicho otra persona, pero era mi madre y para ella todo era excesivo.

Busqué alguna cinta para recogerme las rastas y poder darme una ducha que me despejase. Debía adivinar en qué barrio me encontraba y luego volver a la disco a por mi moto.

Me enjaboné sin prisas, detectando aquí y allá algunos mordiscos apasionados y algunos chupetones. Más imágenes de la batalla nocturna se fueron dibujando en mi adormilada mente. Sonreí para mis adentros, la morenita, pese a ser poca cosa había resultado ser un terremoto en la cama.

Cuando regresé al dormitorio, aquella chica continuaba durmiendo. ¿Cómo demonios dijo que se llamaba? Busqué por el suelo mi ropa interior y mis calcetines. Los vaqueros y el jersey fueron más sencillos de encontrar amontonados en una esquina. Esperaba que mi chupa de cuero estuviera en la entrada del piso.

Me acerqué al lateral de la cama y me senté junto a la desconocida. Debía tener mi edad aproximadamente, veinticuatro o veinticinco, no más. Ahora no lucía aquella sonrisa tan contagiosa que me había atraído la noche anterior, pero la placidez e inocencia de su rostro eran bellas a su manera. Miré por última vez aquellos pechos apenas insinuados y aquella espalda de costillas marcadas y la arropé para que no agarrara un resfriado.

Al bajar a la calle, averigüé que me encontraba en un barrio no muy lejano a la discoteca, una media hora andando. Aproveché el paseo para detenerme en una cafetería a desayunar, no me parecía muy honesto saquearle la cocina a… ¡Raquel!, se llamaba Raquel… o era Rebeca…

Mi vieja Zephir estaba aparentemente intacta. Miré en el interior del casco por si alguien había decidido dejarme un regalo en forma de vomitona, ya había pasado una vez y esperaba que no volviera a ocurrir jamás.

Subida encima decidí donde podía ir, en mi casa no habría mucho para comer y ya era la una del mediodía, por el contrario en casa de mi madre habría paella, seguro, pero también preguntas incómodas. Mi estómago rujió tomando la decisión por mí.

La comida no fue muy distinta a cualquier otra con mis queridos padres. Que tenía que pintar el piso, que me comprara un coche, que me quitara las rastas  y la que no podía faltar, que me echara una novia. Nunca había habido demasiado problema con mi sexualidad, bueno, a los catorce años les costó aceptarlo un poquito, pero no dieron mucho la tabarra. El principal problema era que asociaban el hecho de que tuviera veinticinco años y saliera de marcha, con ser una fresca y promiscua, vale, tampoco era una santa, pero no era para tanto. Querían verme en una relación formal y llegando a mi casa sobria.

-*-

Aparqué la moto en la puerta del área de servicios sociales del ayuntamiento y subí hasta la tercera planta por las escaleras. En dos años que llevaba trabajando allí solo había utilizado el ascensor cuando me hice un esguince jugando al fútbol.

-Eeehh, ¿cómo va eso? –pregunté a todos y a nadie en particular en el departamento. Éramos ocho personas, nueve si contábamos a la coordinadora, pero esa era más política que currante.

-Hada, han llamado del instituto Quevedo, la cordi está hablando con la psicóloga del centro.

-Pues como no sea de vida o muerte, tengo curro para toda la mañana –dije encendiendo mi ordenador-. Tengo dos visitas domiciliarias y una reunión en el centro de reeducación.

-¡Hada! –gritó la coordinadora desde la puerta de su despacho-. ¡Ven anda!

Me levanté con desgana, tenía la agenda repleta y un montón de chavales en lista de espera y me mandaban otro más, al que seguramente no podría atender correctamente. Tenía el trabajo más bonito del mundo, pero el que más te quemaba.

Me dejé caer en una de las sillas que había delante de la mesa de Sandra, que era como se llamaba la coordinadora.

-La tengo aquí delante, le paso el caso y ella te llamará cuando pueda pasarse por el instituto.

Sandra colgó y me miró fijamente.

-Otro más, ¿cómo lo tienes?

-Como el culo, no doy abasto.

-Este es gordo. Huérfana de madre hace dos años, su padre ha intentado suicidarse tres veces.

-E imagino que al final lo ha logrado.

-Sí. Es hija única, quince años y lleva dos encargándose de ella y de su padre. Alimentación e higiene suficientes. Aislamiento moderado y no sufre de ataques de ansiedad ni desequilibrios aparentes.

Cuando escuchaba hablar así a Sandra, me daban ganas de reír o de echarme a llorar. ¿Qué sabía ella de la calle, de la realidad de los chavales si nunca había hecho trabajo de campo?

-Lo más pronto que la puedo valorar es mañana y si determino que es urgente no la podría atender, no tengo ni un minuto libre.

-Pues más personal no va a haber, se han contratado dos trabajadoras para los ancianos y se han fundido el presupuesto.

-¡Claro, los abuelos votan y los menores no!, hay que tenerlos contentos –grité sabiendo que no serviría de nada pero por lo menos me desahogaba.

-Es lo que hay, Valórala y haz lo que puedas por ella. Por cierto, va a vivir con su tío paterno, soltero de cuarenta años.

-Joder… que miedo me da.

-Y a mí -dijo Sandra consciente de las posibles derivaciones-. Haz todo lo que puedas por… Virginia.

-*-

A la mañana siguiente logré hacerme un hueco para acudir al instituto Quevedo para hablar con la psicóloga y la tutora de Virginia. Era un instituto de barrio humilde sin llegar a ser marginal. Familias trabajadoras, sin demasiada formación con la que poder ayudar a sus hijos.

El tráfico era denso pero se podía circular, si no era imprescindible, prefería evitar el ir sorteando coches como si condujera un ciclomotor, no me gustaban nada los sustos. Justo en ese momento un coche, aparcado en fila, decidió incorporarse al carril por el que yo circulaba. A pesar del brusco giro de manillar, no logré evitar el choque y me pegué contra el retrovisor en la pierna, arrancándolo. Como buenamente pude, logré mantener el equilibrio sin que la moto y yo cayéramos al suelo. Frené unos metros más adelante y observé la mancha oscura que comenzaba a teñir mis vaqueros.

-¿Estás bien? –preguntó una chica muy alterada.

-Pues no sé.

Moví repetidamente el pie antes de bajar de la moto, para comprobar que aguantaría el peso de mi cuerpo. Me giré y vi a la pelirroja que me miraba con angustia. “¡Vaya bombón de niña!”, me dije admirando aquellos ojos verdes y aquella figura menuda enfundada en un traje de chaqueta.

-Te has hecho una herida.

-Sí, ya lo veo –respondí con mi voz amortiguada por el casco.

-No hace falta que seas tan borde, tío ha sido sin querer.

-¿Joder, me atropellas y ahora me dices tío? –me quité el casco para poder hablar mejor y para que me pudiera ver. Ella se rio de una forma muy musical.

-Madre mía, perdona, la verdad que no tienes nada de tío, pero tan alta y con el chaquetón de cuero…

-Tranqui, guapa, que no pasa nada.

-Te llevo a un hospital, también podemos ir a mi casa, vivo aquí al lado te puedo curar la herida, también hay un centro de salud a dos manzanas, si puedes andar hasta allí.

No sabía si el llamarle guapa la había puesto nerviosa, pero se había sonrojado ligeramente y parloteaba a toda velocidad.

-Si tienes café y agua oxigenada, creo que lo mejor será subir a tu casa, ¿has encontrado el retrovisor?

-Sí, ha quedado colgado de los cables, no te preocupes, es más importante tu pierna.

-Habrá que llamar a los respectivos para decir que llegaremos tarde –dije pensando en el instituto donde tenía una reunión en un cuarto de hora.

-No tengo marido.

-¿Cómo?, ¿nos acabamos de conocer y ya me tiras los trastos? -ante su cara de confusión aclaré-: Me refería a los respectivos curros, pero es interesante saber que no tienes marido, espero que novio tampoco.

La miré con toda la sensualidad de que fui capaz y su rubor aumentó muchísimo.

Tras telefonear y bloquear la moto, la seguí al interior de un portal cercano.

-¿Eres abogada? –pregunté cuando estábamos en el interior del ascensor.

-Pasante, ¿tanto Se nota?

-Bueno, estoy acostumbrada a tratar con ellos. Soy educadora social.

-Con migo no creo que llegues a tratar nunca, soy de lo mercantil.

Había ido acortando la distancia entre las dos poco a poco y justo en el momento que la respiración de la pelirroja comenzaba a hacerse muy profunda, el ascensor se detuvo.

-Me llamo… Marta… -dijo alargando la mano.

-Yo Hada, y si me vas a ofrecer un café, lo tomo solo con media de azúcar.

Entramos en el piso y ella se fue directa al baño, donde imaginé que guardaría algún pequeño botiquín.

-Si no te importa, primero tu pierna y luego el café. Ven para aquí.

Me paré delante de la puerta del baño esperando instrucciones.

-Sin el chaquetón no se puede negar que eres una mujer.

El suéter ajustado que llevaba, resaltaba mis formas sin resultar indecoroso para asistir a reuniones. Además, tampoco me resultaba fácil, ni lo deseaba, esconder mis tetas, si las tenía las tenía.

-Bueno, yo me voy quitando los pantalones –dije poniendo una sonrisa pícara.

-Yo ya estoy preparada –respondió Marta alzando el algodón y el yodo.

Me Senté sobre la tapa del wc y ella se agachó como buenamente pudo con aquella falda estrecha y un palmo de tacón.

-No tienes mucho, pero deberíamos ir a algún centro médico por si tienes que tomarte la baja o algo así.

Miré mi pierna donde la mano de Marta presionaba con un algodón.

-No, creo que con esto será suficiente. Aunque a lo mejor pido indemnización.

Marta volvió a sonrojarse ante mi mirada pícara.

-¿Tienes esparadrapo? -ella abrió el armario y me entregó un rollo-. Pues pon el café y déjame a mí con esto, juego al fútbol y no es la primera hostia que me llevo.

Me hice un apósito con algodón y esparadrapo y me fui hacia la cocina, donde Marta ponía cápsulas en una cafetera moderna.

Me acerqué por su espalda y colocando una mano sobre su cadera le susurré al oído.

-tranquila, ya está todo arreglado.

Ella pegó un bote por el susto y el rubor de sus mejillas volvió a aumentar.

-Yo… yo…

-Shhh, no digas nada.

Tomé la taza de sus manos y pegué un sorbo sin separarme de su espalda.

-¿Sabes que tienes la cara casi tan roja como el pelo?

-Yo…

-Tranquila, que no te voy a comer…, salvo que tú quieras.

Ante mis palabras, Marta entreabrió los labios invitadoramente. Yo acerqué los míos hasta que casi se rozaron.

-¿Quieres que te coma? –susurré casi jadeando.

-Yo…, si ya estás curada… tengo que irme al trabajo.

-Sí, será lo mejor –dije poniendo el tono más frío que fui capaz.

Marta me miró fijamente y cuando pensé que iba a decir algo se limitó a morderse el labio inferior de una forma que me pareció muy sexi.

Bajamos hasta la calle en silencio, Marta se debía sentir aturdida y yo había metido la pata como una idiota, pero bueno, la que no se moja no pesca o algo así era.

-Toma, este es mi teléfono, si necesitas cualquier cosa, si te encuentras peor…

-Vale, pero estoy bien, no te preocupes –dije girándome hacia donde había dejado mi moto.

-¡Hada! –gritó Marta mientras yo me alejaba.

-¿Sí?

-Que… no me… has dicho… en qué… consiste la indemnización… -le costó un esfuerzo tremendo decir aquello y el tono de sus mejillas volvió a encenderse.

Regresé sobre mis pasos y me acerqué a ella. Sus ojos fluctuaban entre la indecisión y algo que yo quería que fuera expectación.

-Había pensado en una invitación a cenar, pero no te preocupes, suelo columpiarme.

-Una… cena… po… podría… estar bi… bien… ¿te parece italiano? –un ligero tartamudeo dejaba ver claramente lo nerviosa que le ponía aquella situación.

-Me gustan más las italianas.

Pensaba que toda la bilirrubina del cuerpo de Marta ya estaba en su cara, pero me equivoqué. Fue decir aquello y aún se puso más roja. Tragó saliva sonoramente y dijo:

-Yo… probar… co… cosas… nuevas… está bi… bien…

-Déjalo en mis manos. Ponte guapa y esta noche paso a por ti a las nueve. Si no quieres conducir tú, más vale que te pongas pantalones. ¿Te parece bien el plan?

-Sí… per… perfecto…

Me acerqué y allí, en medio de una acera llena de peatones transitando y delante de su propia casa, le di uno de los besos que mejor me habían sabido en mi vida. Tomé su labio inferior entre los míos y lo masajeé tiernamente, luego lo repasé lentamente con la punta de mi lengua. Ella no hizo amago de corresponder, tampoco de apartarse.

-A… las… nu… nueve… me parece perfecto…. –susurró aún sin abrir los ojos que había cerrado en el momento que uní mis labios a los suyos.

-*-

La reunión en el Quevedo fue bien una vez expliqué el motivo de mi retraso. La psicóloga parecía un poco burocrática y estirada pero no era mala persona, la más preocupada era la tutora que convivía con la niña más a menudo. El caso era jodido, pero lo peor era que ella estaba bien en su propia casa y no se quería ir a ningún sitio. Tendríamos que ir las dos a tramitar sus pensiones de orfandad. A revisar su domicilio, para establecer el nivel de calidad de vida con el que contaba hasta ahora y examinar al tío y su piso. Eso solo en los próximos dos o tres días. Allí había más trabajo del que yo podía asumir sin dejar otros chavales sin atención.

-Aquí os traigo a Virginia –dijo el conserje tras llamar a la puerta.

-Hola, Virginia, esta es Hada, te va a ayudar en todo lo que necesites.

No pude articular palabra, miraba a la chiquilla sin poder apartar la mirada de aquellos pozos negros que eran sus ojos. Un escalofrío recorrió mi espalda, allí no había dolor, tampoco rencor o incomprensión, había una serenidad increíble y una férrea determinación.

-Imagino que pasaremos mucho tiempo juntas las próximas semanas. Ni se te pase por la cabeza que voy a ir a un centro de acogida.

La tranquilidad con la que habló me dejó helada. Parecía que tuviera cincuenta años con aquel tono de voz y aquella mirada. Menos mal que su físico contradecía su actitud. Tenía un cuerpo menudo y un rostro angelical, en el que aquellos ojos aún destacaban más.

-Virginia, siéntate por favor –dije intentando recuperar un poco del aplomo del que la presencia de aquella niña me había quitado.

-Si necesitas algo mío, estaré en el despacho de al lado –dijo la psicóloga marchándose junto a la tutora.

-bien, tienes razón en las dos cosas. Vamos a pasar bastante tiempo juntas y haré lo imposible para que no vayas a un centro de acogida, pero no puedo prometer nada.

-¿Cuántos años tienes? –preguntó mirándome fijamente.

-¿Por qué?

-Con esas rastas y si sonríes parece que tengas dieciocho años.

-Bueno, pues tengo veinticinco, ¿te importa?, que sepas que soy una tía de puta madre.

Ella movió negativamente la cabeza, haciendo que su corta melenita negra, se agitara con violencia. Por primera vez desde que la vi, relajó mínimamente las facciones de su rostro.

-Tengo que solucionar muchas cosas -dijo con aquella serenidad tan anormal.

-Y las solucionaremos, pero para ello hay que estar fuerte. ¿Tú, cómo te encuentras?

Ella inspiró con fuerza y soltó el aire muy despacio, soplando hacia arriba, haciendo que su amplio flequillo ondeara.

-No sé cómo estoy. Imagino que tranquila. Ya no podía más. Todos los días llorando, todos los días bebiendo y lamentándose, se empeñó y al final lo logró, ahora por fin podré descansar.

-¿No le echarás de menos?

-No le odiaba ni nada de eso, le quería mucho cuando todo era normal. Pero han sido dos años horribles. Pedir dinero a los vecinos, comprar fiado, cocinar, poner lavadoras, estudiar… ¿sabes que no he suspendido ninguna?

-Eres una máquina tía –aquella chiquilla había madurado en dos años más que muchos chavales de su edad en veinte. A sus quince años había pasado por un montón de desgracias que alguien adulto no habría soportado. Mirándola a los ojos, ambas supimos que las dificultades no habían terminado.

Me había jurado, después de lo de Ricky, que no volvería a implicarme emocionalmente en un caso, pero acababa de incumplir mi propia promesa.

Nota: Virginia, por muy rara que pueda parecer su personalidad, está basada en una persona real si bien él era un chico de quince años.