Iniciación en los vestuarios

Cómo se explica que me gusten los adolescentes.

Hola, mi nombre es Alicia, y os voy a contar mi iniciación al sexo, y por qué me gusta hacerlo con chicos mucho más jóvenes que yo. Todo lo que os voy a contar sucedió realmente, y aprovecho esta ocasión para darme a conocer tal como soy. Con seudónimo, por supuesto, pero tal como soy.

Todo comenzó cuando me tocó entrar en la adolescencia. La verdad es que entonces no era yo muy guapa, más bien todo lo contrario. Gordita, con gafas y un horroroso aparato en los dientes, los chicos no me encontraban atractiva. Sin embargo, yo sentía mucha curiosidad por todo lo referente al sexo, y me encantaba soñar con mis compañeros de clase. Al principio, todo era muy inocente. Mis ensoñaciones se limitaban a desear cogerles de la mano, darnos un beso, etc. No había nada más, y lo cierto es que todo lo referido al sexo empezó por repelerme. Sin embargo, pronto cambié de opinión. Mis amigas y yo solíamos hablar de los chicos a todas horas, y la conversación acababa llevándonos siempre a las confidencias. Nos comentábamos unas a otras lo que habíamos oído, lo que habíamos leído, y lo que las demás habían experimentado. Yo, por mi parte, no podía contar otra cosa que no fuesen mis deseos de salir con Luis Javier, el más responsable de la clase, con José Luis, el jugador de fútbol preferido por todas, o con Marcos, que era el rebelde. También estaba Alex, que también era un outsider, aunque con menos carisma que Marcos. Había otros, pero éstos eran los más guapos, y todas estábamos de acuerdo en que nos gustaban a rabiar.

Llegó un día en que las ensoñaciones vinieron acompañadas de algo más. Mis amigas ya se habían echado novio, y algunas habían llegado a dar pasos más atrevidos, pero yo seguía a dos velas. Me había convertido en una auténtica soñadora, y la naturaleza no dejó de despertar en mí los apetitos más naturales. En una palabra, descubrí la masturbación, y el cosquilleo que inundaba mi piel cada vez que acariciaba todos los rincones de mi cuerpo, culminado todo ello con el orgasmo en el que se derretía todo mi deseo por mis compañeros de clase, hizo de mí una auténtica obsesa por el sexo. A todas horas buscaba ocasiones para quedarme sola y deslizar mi mano por debajo de mis bragas y sumergirme en las dulces sensaciones que mi cuerpo me proporcionaba.

Tampoco os creáis que mis ensoñaciones habían llegado mucho más lejos que antes. Aunque sí es verdad que algunas cosas habían cambiado. No hasta el punto de desear mantener relaciones sexuales plenas con mis amados compañeros, pero sí de buscar lo estrictamente físico. Me explico: vivíamos en una ciudad costera, y en verano era bastante habitual que nos juntáramos para hacer excursiones a la playa. Dos de mis amigas salían con Luisja y Alex respectivamente. En aquella época estaban de moda los bañadores de competición, y yo confieso que espiaba a Luis Javier y a Alex mientras se quitaban los pantalones y la camiseta y se quedaban con una prenda tan reducida que marcaba sus ya bastante desarrollados penes –nada del otro mundo, no os vayáis a pensar, pero lo suficientemente grandes para que se notara el bulto; por otra parte, cuando sus novias se quedaban en bikini, era bastante habitual que aquellas pollas crecieran montando unas bonitas tiendas de campaña que ellos tenían que disimular metiéndose en el agua o tumbándose boca abajo en la arena–. Y, con todo, no eran los paquetes lo que más me atraía. El bañador también marcaba la forma del culo, que yo encontraba encantador, y dejaba ver unos muslos que ya estaban bastante cubiertos de vello.

No os extrañe si os digo que todo eso me ponía a cien, y, sin embargo, de la forma más inocente, pues si en algún momento se me ocurrió la idea de que alguno de estos chicos –en la pandilla también estaban otros como Ernesto o Ricardo, que tampoco me eran indiferentes– pudiera mantener conmigo una relación sexual, rechazaba la idea como si fuese un acceso de locura. Yo los quería tan sólo para tenerlos a mi lado, sentirme deseada por ellos en la misma medida que yo los deseaba, pero nada más. Así que volvía a casa, me encerraba en mi cuarto y me dedicaba a fantasear con el recuerdo de aquellos cuerpos de catorce y quince años. Si mi mano exploraba mi cuerpo hasta detenerse en el rincón más cálido, pasar una y otra vez por la cara interior de mis muslos para volver de nuevo a mi coño, cada vez más húmedo, mientras con la otra mano acariciaba mis pezones, siempre duros, bueno, aquello era tan sólo porque me daba placer. Por supuesto que me estaba perdiendo lo mejor, pero nadie me había propuesto salir, y mis intentos de acercarme a los chicos siempre terminaban fracasando, pues siempre había alguna más guapa. Hasta que, poco a poco, mi cuerpo fue mejorando: perdí los kilos que me sobraban, me puse lentillas, me quitaron el aparato y mis tetas, que ya habían crecido lo suyo, se pusieron firmes y alcanzaron un volumen bastante considerable para una cría de quince años. Un día me contemplé en el espejo y supe que pronto podría disfrutar de aquello que deseaba con tanto ahínco.

Efectivamente, poco tardé en tener mi primera experiencia sexual, aunque me temo que la cosa no fue mucho más lejos de lo que constituía el contenido de mis ensoñaciones. En clase de gimnasia, sucedió que Marcos tuvo un tropiezo y empezó a quejarse de que le dolía el pie. Como delegada de clase, el profesor me envió con él a los vestuarios para que vigilase que no se trataba de una excusa, hasta que terminara la clase. Entonces se vería si habría que llevarlo a la enfermería o si se trataba de un dolor sin mayores consecuencias. Marcos, lo he dicho ya, era un chulito que nos gustaba bastante a todas. Cuando llegamos a los vestuarios se echó a reír y dijo que había conseguido tomarle el pelo al profesor por todo lo alto. Yo me sentí escandalizada, pero tampoco se me pasó por la cabeza la idea de chivarme. Me limité a mirarle y esperar a ver qué pasaba.

Marcos pareció tomar una decisión en su interior y me dedicó una de esas sonrisas con las que se camelaba a todas las chicas del instituto y a las que no iban al instituto.

–Nos queda media hora hasta que termine la clase –dijo–, pero yo voy a cambiarme.

El muy cabrón sabía lo que quería, y sabía que yo se lo iba a dar. Boquiabierta, contemplé cómo se quitaba el chándal hasta quedarse únicamente en calzoncillos. A decir verdad, su cuerpo todavía no se había desarrollado demasiado, y, en comparación con Luis Javier, por ejemplo, salía perdiendo. Pero Luis Javier era el responsable, estudioso, buen chico, etc. Marcos compensaba el déficit con su papel de chuleta de la clase.

–¿Qué pasa, tía? –preguntó–. ¿Nunca has visto a un tío en pelotas?

Era fácil suponer mi respuesta, pues yo seguía sin decir nada. Pero si aquello era una amenaza, lo cierto es que no la cumplió. Sin embargo, yo había notado que el bulto en sus calzoncillos blancos había crecido de volumen. Su polla quería guerra, y sólo entonces se me ocurrió la posibilidad de que, con toda seguridad, deseaba metérmela. Así de crudo. Yo no quería, evidentemente, no me sentía preparada para llegar tan lejos, aunque he de reconocer que verlo ahí, semidesnudo, ofreciéndose, me había puesto bastante caliente. Quizás, si no hubiera existido la presión del exterior –la peña estaba en el patio, el profesor de gimnasia podía entrar en cualquier momento, o algún otro profesor, o algún funcionario–, Marcos habría intentado llegar más lejos. Con el tiempo, he llegado a imaginar que, al fin y al cabo, su actitud tenía mucho de fachada, y lo más probable es que tuviera tanto miedo como yo. De modo que, cuando puso la mano en el elástico de sus calzoncillos para bajárselos, me limité a soltar un:

–¡No!

Y él detuvo su mano, temiendo que en cualquier momento yo pudiera salir corriendo a contárselo todo al profesor de gimnasia o, peor aún, a la tutora. Pero yo seguía inmóvil, y él se acercaba poco a poco. Cerré los ojos y abrí la boca, y él depositó un beso bastante torpe en mis labios. Cogió entonces mi mano derecha y la colocó despacio sobre su paquete, guiándola en un movimiento circular mientras, con la otra mano, me acariciaba entre las piernas. Yo estaba aterrada, pero también sentía una mezcla de curiosidad y excitación. Momentos después soltó mi mano, que siguió moviéndose sin perder el contacto con su pene, duro y caliente. Él alzó el elástico de mi chándal y metió una mano hasta que notó el elástico de mis bragas. Seguidamente se esforzó por introducirla dentro, y, por fin, sentí sus dedos acariciando mi vulva. Su otra mano se había posado, por encima de la camiseta, sobre una de mis tetas, y allí se quedó hasta el final.

A esas alturas, yo ya estaba fuera de mí, y puede ser que hubiéramos llegado más lejos de haber estado solos en mi casa o en la suya. Pero no nos atrevimos a llegar más lejos, entre otras cosas porque de repente Marcos dio un suspiro, se estremeció y mi mano notó una humedad cálida y pegajosa que supe reconocer al instante. Tuve suerte, porque las sensaciones que estaba experimentando yo mientras tanto no me dejaron tiempo siquiera para asimilar el hecho de que Marcos se había corrido mientras yo le masturbaba. Con la mano todavía en su paquete, Marcos estaba todavía disfrutando de los últimos espasmos, y, de repente, sentí la deliciosa explosión de mi placer, que comenzó en mi coño y se fue extendiendo por el resto del cuerpo hasta dejarme exhausta. No grité –ya había tenido orgasmos antes y había aprendido a controlarme–, pero deseé hacerlo.

Cuando reaccioné, Marcos seguía delante de mí, con cara de atontado, una mano debajo de mi chándal y otra agarrándome una teta, y yo con la mano en su rabo, que todavía no había disminuido casi nada –aunque recuerdo que me extrañó que estuviera más blando–. Me di cuenta de que a Marcos ni se le había pasado por la imaginación la posibilidad de que sus caricias podían llevarme a aquel extremo. Supe entonces que sería yo la que, a partir de entonces, dominase la situación. Eché un paso atrás y nos soltamos. Le dije entonces:

–Vístete.

A lo que él obedeció rápidamente. No estoy segura, pero me pareció que incluso se ruborizaba. Quizás fue por eso por lo que no volvió a acercarse a mí, y, al poco tiempo de que ocurriera este episodio, se echó una novia de otro instituto y se alejó definitivamente de mi vida. Lo cierto es que yo tampoco estaba muy segura de lo que había pasado, y mucho menos de querer repetirlo. Durante unos cuantos años rehuí amedrentada la posibilidad de volver a tener un contacto físico con un chico. En otras palabras, me hice la estrecha. Me resultaba mucho más placentero, y más dulce, limitarme a mis ensoñaciones, mis recuerdos de los cuerpos jóvenes de mis amigos que, poco a poco, fueron separándose de mí.

Tranquilos no me voy a poner lírica. Se trata tan sólo de la constatación de que mi vida sexual se limitaba a masturbarme pensando en unos chicos a los que recordaba de cuando tenían catorce y quince años. Yo no sabía entonces que estaba desarrollando una atracción "especial" –por decirlo de alguna forma– hacia los chicos de estas edades. Cuando llegué a la universidad, me eché un novio de mi edad, pero me negué a mantener relaciones sexuales con él. Seguía sin sentirme preparada. Y lo cierto es que mi novio no me atraía físicamente. Pero esto no lo descubrí hasta que fui desvirgada por mi hermano pequeño. Pero esto ya es tema para otro relato.