Ingenua y explosiva

Mario observa con preocupación como su casta y joven esposa, Catalina, participa en la vida de la iglesia del barrio. Pero Catalina es demasiado atractiva y los hombres de la parroquia están demasiado salidos. Una combinación explosiva para una chica tan ingenua.

CONFESIÓN INICIAL

-Ya sabe, en los tiempos que corren lo más fácil es que te acusen de machista. Así que para evitar problemas necesitaríamos una mujer en nuestro Comité de Moral de este Centro Cívico. Ya sabe...

El padre Renato miraba a Mario. A sus setenta años todavía llevaba con mano de hierro la parroquia y todo lo que le rodeaba, como el Centro Cívico de aquel barrio, que organizaba cursillos de costura, tutelaba un equipo de baloncesto y organizaba algunos actos culturales y gastronómicos entre otros. Mario dudaba...

–No sé si mi Catalina, tan joven...

Mario, con cuarenta y ocho años, le doblaba la edad a su joven esposa. El padre Renato repuso:

–No me parece un problema. A pesar de su juventud le avala su actitud juiciosa ante la vida. No viste de manera extravagante, como las jóvenes de su edad, ni ha ido a la universidad, donde tantas chicas han estropeado su vida; ni escucha esa música extranjera y enloquecedora... Por su maneras, su porte, aparenta más edad de la que tiene... Acude regularmente a los oficios religiosos.  Yo la veo perfecta.

–Yo también, padre, yo también... ¡Demasiado perfecta! Lo cierto es que como se casó tan joven no tiene mucha experiencia, ya sabe... Porque además de todas esas virtudes que le adornan también es agraciada... y esbelta. Y la verdad es que aunque me esforzado en que salga poco de casa en estos dos años he podido observar que genera en los hombres... no sé cómo decirlo.. una especie de turbación. Aunque ella es tan inocente que ni cuenta se da de lo que provoca a su paso...

El padre Renato asintió.

–Yo no me había dado cuenta, pero ahora que lo dice el otro día alteró sobremanera el estado de ánimo de mi sacristán, el joven Julián. Al parecer pensaba venir a misa el sábado, a vespertina, que en horario de verano es a las siete, pero llegó tarde por culpa del pescadero. Según me contó la propia Catalina, el pescadero estaba aquel día especialmente tenso, a lo mejor es verdad  lo que usted dice, que la buena de Catalina pone nerviosos a los hombres. El caso es que a Pepe, el bueno del pescadero, le resbaló el siluro de cinco kilos cuando para ayudarla... porque Pepe es muy servicial...

–Sí, sí... muy servicial... ¡Bueno es ése! −barbotó entre dientes Mario, pero el párroco pareció no oírle.

−Iba a meterlo en la bolsa y el caso es que el siluro era  muy resbaladizo, se le escurrió al sujetarlo y le cayó a Catalina en toda la falda. Aunque ya estaban cerrando Pepe le ofreció pasar a la trastienda y allí, con sus propias manos el lavó la falda, lo suficiente para que no viniera oliendo a pescado.

–¿Y dice que le mojó la falda, padre?

–Sí, toda la parte delantera.

-¿Y no llevaría ese día un vestido blanco estampado con florecillas?

–El mismo. Uno muy bonito, con la falda, larga, ¡Nada de minifaldas, como las chicas descaradas de ahora!

–¡No!

–¿Ocurre algo hijo?

–Nada, padre, nada. Que es un vestido de tela muy tenue y que cada vez que se moja se cala todo y se le clarean hasta las ideas. Hace poco cayó una lluvia primaveral, nada, cuatro gotas, y ya le quedó ese mismo vestido todo pegado al cuerpo y tan transparente como una gasa. Menos mal que la pescadería está a un paso de casa y seguro que se cambió para ir a la iglesia.

–¡Pues no! Aunque no puedo decir a ciencia cierta si el efecto de lavar la falda fue el que usted describe, –se ajustó las gafas el párroco–, ya que mi vista de cerca ya no es la que era le puedo asegurar que no se cambió. Metió el siluro en la nevera y vino corriendo a la iglesia para hablar conmigo. Seguramente ¡qué piadosa! no quiso llegar tarde al culto. Yo la calmé, claro. Lo único que hice, fue, como ella no podía asistir el domingo porque tenía una comida campestre con usted, pues bueno le di la comunión, más que nada para que se quedase tranquila.

–¡Dios mío! ¡Vino así a la iglesia! Ella, que siempre lleva zapatos de tacón, demasiado altos para mi gusto, y esas medias con sujetaligas, porque es alérgica a los pantys, la pobrecilla. ¡A la iglesia  con toda la falda mojada y pegada a esas piernas largas y esculturales que tiene! ¡No me extraña que el sacristan se azorara! –murmuró Mario casi para sí.

–¿Qué dice, hijo?

–¡Que no me extraña que el sacristán se azorara!

–¡Uy! ¡Mucho más que azorado. Yo no lo entendí en su momento. Pero cuando lo llamé para dar la comunión a su mujer en la sacristía Julián parecía otro. Tartamudeaba, los ojos se le salían de las órbitas, un hilillo de baba resbalaba por la comisura de sus labios y las manos le temblaban. Debía ser una enfermedad.

-¡Que enfermedad! ¡Eso era mi Catalina y su falda mojada!

–¡No puede ser! ¡Si Julián es un santo! El caso es que justo cuando le daba la comunión en la boca, su mujer y yo no nos cordinamos bien y la forma sagrada cayó. Pero no en la bandeja, que como prescribe la Santa Madre Iglesia, Julián aguantaba debajo de la barbilla de su mujer. La mano le temblaba tanto que la ostia fue a colarse por el hueco del escote. No es que su mujer llevase mucho escote, de hecho era muy poco. Ya sabe lo recatada que es su esposa. Pero fue a deslizarse justo en ese punto fatídico.

–No, no siga, no...

–Seguimos, seguimos. Al final su mujer comulgó. Gracias a ella, claro. Porque muy amablemente se desabrochó el vestido y aunque después de algunos trabajos, lo cierto es que encontró la forma y pudo comulgar.

–¿Y se abrochó rápido? -preguntó Mario mordiéndose el puño.

–Bueno, sí, no... la verdad es que antes de que pudiera volver a recomponer su atuendo Julián cayó redondo al suelo. ¡Desmayado! ¡Por eso le digo que seguro que era una enfermedad!

–¿Le pasó algo?

–No. Y gracias a su mujer. Porque dejó todo lo que estaba haciendo y le hizo el boca a boca mientras yo llamaba a la ambulancia. Su actuación resultó provindencial.

–Bueno, precisamente providencial...

–Creáme, Mario. Mire si Julián estaba grave que cuando se lo llevaban en una camilla estaba como loco, daba manotazos y agitaba los brazos como un poseso. Fuera de sí. Y su esposa, tan buena samaritana, lo acompañó hasta pie de ambulancia. No sin esfeurzo no crea. Julián estaba tan descontrolado que en un gesto desesperado, y seguro que sin saber lo que hacía, arrancó accidentalmente, el sujetador a su mujer, ¡De cuajo! ¡Verlo para creerlo! Los camilleros no salían de su asombro. Casi no querían arrancar la ambulancia.

Mario había quedado destrozado. Su mujer no le había dicho nada. Normal, en ella, ya que Catalina no habría concedido al incidente la menor importancia.

–Bueno, la dejará venir, espero. Después de todo se va a encontrar lo mejorcito del barrio. Hombres entre lo más escogido por su honestidad a prueba de bombas y su moral sin tacha.

–A usted, padre, no puedo negarle nada.

ENSEÑAR AL QUE NO SABE

Guillermo Álvarez, presidente del Comité Moral, era uno de esos hombres sin tacha. Cuando Catalina entró en la sala de reuniones preguntó a Vicente, el secretario del comité y su mano derecha:

−¿Quién es ese bombón?

−Catalina Segura, la mujer de Mario, el de la imprenta.

−Pues que par de Catalina tiene Catalina.

−130 de pecho, según asegura Julián, el sacristán, que está hospitalizado pero que asegura que esa es la talla de la señora.

El pecho era lo que más llamaba la atención. Tensaba la camisa blanca dándole un volumen sobrenatural, que echaba para atrás la chaqueta azul, a juego con la falda, amplia larga y fresca. La camisa la llevaba abrochada hasta el último botón y el cuello, bordado de puntillas, cerrado con una tira con un lazito corbatín. Luego eran las gafas, redondas, que ocultaban unos ojos verdes enormes y brillantes, dados a un pestañeo tan fácil como espontáneo. Los pómulos prominentes, redondeados, casi sin maquillaje. La boca, pequeña, como esculpida en fresa, con unos labios permanentemente fruncidos. Llevaba el pelo recogido en un moño alto, del que colgaban algunos mechones negros y rizados. Pero eso no era todo. la cintura era estrecha, delgada; las caderas voluptuosas. Los zapatos taconeaban con una autoridad intimidante.

−Buenas tardes, soy Catalina Segura y esta es mi primera reunión con ustedes.

Guillermo corrió a darle la mano. La encontró amable pero distanciada. El presidente del Comité Moral pasó el resto de la reunión pensando en cómo poder beneficiarse a Catalina. Verdaderamente con aquel Comité no había competencia. Había un par de maestros tan trotinados por la enseñanza que ya apenas servían para nada, un viejo que apenas podía sostenerse las gafas en la punta de la nariz, un disminuido en silla de ruedas en representación de los minusválidos y el dueño de la peluquería canina, que era homosexual. Vicente no contaba, porque estaba a su servicio, así que Guillermo se atusó el bigote y decidió ir a por ella. El truco se le ocurrió al final de la reunión. Con toda la cara dura sacó de su maletín un DVD porno que había comprado para su uso personal.

−Y para acabar, esto. Encontré este vídeo en el local de ensayo del grupo de música. “Colegialas viciosas”. A pesar de lo expresivo del título los muy descarados me han dicho que como no la había visto no podía sancionarles. Según ellos, aunque hay excenas muy explícitas hay un claro mensaje moral. Solicito pues que vemaos la cinta y juzguemos por nosotros mismos.

Todos asintieron. Sólo Catalina, ruborizada por el sofoco que le producía pensar en cinta protestó debilmente.

-No creo que debamos verla, después de todo...

-Ah, mi querida señora, es parte de nuestro duro trabajo. Alguien tiene que sacrificarse por la moral de la mayoría.

El DVD estaba integrado en la televisión dentro de una caja pegada al techo y cerrada con llave. Como nadie sabía cómo iba el reproductor se pidió a Catalina, la más joven del Comité, que lo pusiera en marcha. Para ello, mientras el peluquero canino se fumaba un cigarro junto a la ventana abierta, pusieron una silla a la que Catalina se subió para poner la cinta.

–Con esos tacones podría caerse, señorita, mejor será que alguien la sujete.

Así que la inocente Catalina acabó con tres hombres metiéndole mano. Guillermo, Vicente y incluso el viejo jubilado. Los tres pudieron palpar sus muslos, firmes como pilares de piedra, incluso alguna mano, la de Guillermo, se atrevió a rozar su cintura, su culo, respingón y desafiante. Comprobó así lo diminutas que eran sus bragas y lo tenso que estaba el liguero que le sujetaba las medias transparentes. Catalina lo notó claramente, y aunque no pudo por menos que excitarse a su pesar, lo atribuyó a la torpeza de los que pensaba que eran sus virtuosos compañeros.

En ese momento uno de los maestros abrió la puerta. De manera que lo que habían intuido con el tacto lo puedieron ver con los ojos, porque la corriente de aire por culpa de la ventana abierta fue tal que levantó virulentamente la falda de amplio vuelo de Catalina y la arremolinó la altura de su cintura. Ella demasiado ocupada buscando el punto de inicio del DVD no hizo nada por taparse y los hombres que la “sujetaban” se deleitaron con aquellas piernas rectas y perfectas, unas pantorrillas torneadas, con unos muslos morenos, prietos,  y un culo hecho para morderlo, donde las bragas blancas, caladas de puntillas y diminutas se perdían entre los dos gluteos a explorar territorios secretos.

La puerta se cerró y las faldas como subieron bajaron. Como si nada. Apenas fueron unos segundos. Catalina descendió también. Alinearon las sillas y apagaron las luces. Sólo la televisón alumbraba aquella penumbra. Catalina se puso al final y Guillermo a su lado. Los demás no podían verles. Empezó la película. Era un hardcore americano. Un grupo de alumnas de un colegio de pago ofrecían sus favores sexuales al director de una academia, que las chantajeaba con suspenderlas si no accedían a sus más bajos instintos.

Guillermo miraba de reojo a Catalina. La chica se acariciaba la nuca. Había cruzado las piernas y de tanto en tanto pasaba las manos por el muslo, por encima de la falda. En ese momento una de las alumnas era sodomizada por el director, especialmente bien dotado. El volumen estaba a tope. Catalina, acalorada, se sacó la chaqueta y su pechos lo llenaron todo. Guillermo estaba como una moto. Disimuladamente le puso una mano encima del hombro y lo notó candente.

−Bueno, no parece muy edificante.

−Nunca había visto un instrumento así −comentó Catalina abanicándose con una mano y con los ojos clavados en un primer plano del aparato de la estrella porno.

−De lo más normal −mintió Guillermo al comprender que Catalina era tan ingenua como explosiva−. Seguro que su marido...

−¿Mi marido? No, mi marido es muy decente...

Ella había respondido con cuchicheo y por eso Guillermo sentía su aliento en la oreja, cálido, sensual. Hizo un esfuerzo para no girarse y besarla violentamente.

−La decencia no tiene nada que ver. Y menos dentro del matrimonio. Me habían hablado de su fama de mujer virtuosa pero veo que se pasa un poco. En el matrimonio es lícitio y incluso obligación de la mujer dar debida satisfacción a su marido.

−Pero no creo que mi marido se pusiera... así... de esa manera.

−Bueno, yo soy un hombre de cierta experiencia y más moderno que su marido. Desde luego no es culpa suya, Catalina. Pero usted para esas cosas tiene que tener una guía. Un modelo a seguir. Y lo que puede ser muy válido para el mundo exterior a lo mejor no lo es tanto para la intimidad de un matrimonio.

−¿Usted cree que la culpa es mía por no tenerlo suficientemente motivado?

−Yo no lo diría así pero, por ejemplo, ¿cómo va usted vestida delante de su marido? –siguió surrando Guillermo

-−Qué cómo voy vestida? Pues como ahora...

−¡Pero qué dice! Mírese así misma. Tan seria, tan formal. Su atuendo puede ser adecuado para una reunión del Comité Moral, pero para su marido necesitaría... nada drástico, sólo otros detalles que pueden suponer la chispa del matrimonio. Por ejemplo, ese lazo corbatín al cuello... Sería mejor quitarlo.

−¿Así?

Catalina se deshizo del lazo de un simple tirón, suave y sensual. En la pantalla, el mozo del comedor del colegio al servir las mesas derramaba la salsa de carne en el prominente escote de una de las procaces alumnas. Guillermo casi no podía articular palabra...

−Así, así... −a Guillermo se le hacía la boca agua− Pero no bastaría. Su marido… después de un día de trabajo se merece algo más... Dos o tres botones de la blusa desabrochados.

-¿Dos o tres botones? –preguntó Catalina cuchicheando mientras los demás seguían viendo tan poco edificante filme.

Sónosles, lenta y concienzudamente se los desabotonó. Sus grandes tetas afloraron a la vista como dos recios melones en el puesto del frutero: tentadores, armoniosos, dos macizos separados por una profunda garganta. En la semioscuridad de la sala aquellos pechos parecían dos faros halógenos. Catalina se ladeó hacia Guillermo y sacudió los hombros removiendo el busto para que él puediera verla mejor...

−¿Seguro que así estoy más atractiva?

Guillermo tragó saliva...

−Sin duda −murmuró al oído de ella, pero dirigiendo la vista a aquellos pechos imantados, magnéticos− pero a lo mejor hace falta algo más. Un coqueteo, un nosequé. Un buen truco, por ejemplo, y usted no diga que se lo he contado yo, es cruzar las piernas repetidamente y en cada gesto subirse un poco la falda, como sin darle importancia.

Catalina lo hizo. Cruzó las piernas una vez. Luego otra y otra. Y cada vez se arreglaba un poquito la falda de manera que la primera vez se le vieon un poco las rodillas, luego algo más arriba y al final le quedaron a medio muslo.

−¿Lo he hecho  bien?

−Divinamente, ha estado usted fantástica− en la pantalla una alumna iba desabrochando la bragueta del duro profesor de matemáticas, mientras este subía maquinalmente la puntuación de un examen.

Catalina le miró a traves de sus gafas. No se percibía en sus ojos ni un rastro de lujuria.

−No sé si dará buen resultado.

−Lo está dando. se lo aseguro. Me da un poco de verguenza, pero, yo mismo, que estas cosas sólo las hago con mi mujer, me he excitado muchísmo.

−¿Aquí? No me lo creo.

−Sí, sí, de veras − y en ese clima de confianza y para convencerla le cogió la mano suavemente y la llevó hasta su bragueta. En contra de lo que temía Guillermo su reacción no fue de rubor, sino que la mano exploró alegremente las dimensiones que había tomado el miembro del presidente del Comité bajo la bragueta.

−¡Es increible! ¿Y eso le he hecho yo?

−Usted solita...

−Es usted un mango,... quiero decir un mago.

−Todo el mérito es suyo, Catalina.

−Pero es que Mario, mi marido, es muy tímido. ¿Qué pasa si no reacciona?

Guillermo no podía creerlo. No podía ser tan fácil. Mientras hablaba, con la rodilla derecha empujaba hacia atrás la parte de la falda azul que colgaba sobre la silla de manera que iba descubirendo muslo, medias transparentes y parte del liguero blanco. Pensó que iba a volverse loco.

−Bueno, en ese caso lo mejor es utilizar algún truco inocente. Proponerle, por ejemplo, sentarse en sus rodillas.

Catalina dudó un momento. Pero todo el mundo estaba absorto en la película, donde una de las chicas era violada en una piscina. Entonces se levantó y se sentó en el regazo de Guillermo Álvarez. Éste la sujetó por la cintura, que ardía como manta eléctrica.

−¿Tan sencillo? ¿Seguro que no puede fallar?

Guillermo no pudo más.

−Compruébelo usted misma.

Entonces sus dos manos fueron a sus pechos inabarcables. Los encontró duros como un ensueño, y tiró de ella hacia sí, hasta su miembro inhiesto. Allí la sujetó con una mano. Con la otra buceó en su faldas, trepó por los muslos y le arrancó de cuajo las diminutas bragas.

−¿Pero qué hace? –murmuró ella, todo rubor.

−Cállese y no grite o todo el mundo se dará cuenta.

Catalina no quería para nada un escándalo. Apoyó sus manos en las piernas de Guillermo y intentó zafarse, pero en vez de eso su cuerpo resbalaba cada vez más y se preguntaba como era posible que el pene erecto del presidente del Comité Mortal ya estuviese libre de cualquier atadura. Para colmo tuvo que abrir las piernas lo que si bien le sirvió para mantnener el equilibrio facilitó todo el trabajo a su improvisado acosador.

−-Lo siento, es culpa mía. Le he provocado yo −se lamentaba en susurrros Catalina−. Pero intente controlarse, la moral ante todo.

A esas alturas Guillermo la sujetó por la cintura y empezó a endilgarsela con fuerza. Catalina estaba tan mojada que para su sorpresa aquel cilindro entró con una facilidad inesperada, aunque la sintió tan grande como cualquiera de las chicas de la película. Aquello era un taladro, un martillo neumático, un émbolo de pistón. Entraba como si hubiera nacido para encajar dentro de ella, para arrancarle cada onda sensorial, cada palpitación jadeante. A cada embate Catalina arqueaba su cuerpo y sus pechos ennormes parecían a punto de desbordar su camisa. Tenía que morderse los labios para no gritar de placer al sentir dentro de ella toda aquella carne hinchada de lujuria.

Los ahogados jadeos de Catalina se confundieron con la banda sonora de la película. Y cuando llegó al orgasmo estalló en un grito que fue tapado por el chillido en paralelo de una de las protagonistas. Nadie se enteró de nada. Sólo Vicente, el pelota del presidente, se volvió en ese momento y vio a Catalina, sudorosa, despeinada, en ese espasmo al final de la cabalgada que dio tal sacudida a su cuerpo que uno de sus pechos, el derecho, se salió y aquella noche el secretario del Comité no pudo dormir, soñando con aquel pezón erecto, castaño y enorme.

VISITAR AL ENFERMO

Aquel polvo salvaje dejó a Catalina en un estado de confusión. Por un lado, se lo había pasado mucho mejor que con su marido. Por otro, no se atrevía a hacer con el propio esposo lo que había probado tan exitosamente con Guillermo. Para colmo, pretendía comportarse como siempre y seguir siendo la chica más virtuosa y decente del barrio. Decidió seguir así y no dar al tema más importancia de la que tenía. Se confesó con el padre Renato, pero lo hizo tan bajito que el anciano párroco, un poco sordo, la absolbió sin enterarse de nada y despachó el tema con un par de Ave Marías. Precisamente salía de confesarse, un tanto excitada por el hecho de haber recordado el tema, cuando se encontró con Vicente, el secretario del Comité Moral que iba en coche junto al peluquero canino.

La mirada lujoriosa que le dedicó Vicente, aliviado por no tener que estarle haciendo la pelota a Guillermo Álvarez todo el tiempo, hubiera sido evidente para cualquiera, pero no para Catalina que no vió  más que una amistosa sonrisa:

−Catalina, ¿dónde va?

−A casa, a preparar la comida a mi marido.

−Nosotros vamos al hospital, a visitar a Julián, el sacristán. Dicen que enfermó en su presencia y que usted le salvó la vida. ¿Por qué no nos acompaña?

−No sé si debo.

−Venga, es casi una obra de caridad...

−Si es sólo un momento.

Catalina subió al asiento posterior. Vicente reorientó el espejo retrovisor para vigilar a la pasajera acomodarse. Catalina llevaba un vestido gris claro, de cuerpo entero. Hacía años que no se lo ponía, desde que encogió por un error suyo en el programa de centrifugado. El caso es que se lo había puesto aquel día para intentar aplicar, a baja escala, la teorias de Guillermo. El vestido le iba ahora extrfemadamente ceñido, aunque la falda le llegaba justo por las rodillas, pero la tela, de una elasticidad prodigiosa, marcaba hasta el último centímetro de su anatomía. Por delante el vestido cerraba por medio de una cremallera delantera que iba desde la cintura hasta el cuello. De esta guisa se fue a hacer la compra diaria, pero esta vez bajó la cremallera hasta la altura de sus pechos. De manera que si el ceñido modelito ya destacaba su enorme busto con la cremallera de esa guisa sus pechos morenos y tentadores quedaban comprimidos, como pidendo salir a borbotones. Para probar si la teoría de Guillermo era cierta primero pedía descuento en un puesto... el verdulero... Si este se mostraba esquivo no había más que inclinarse delante de él sobre un producto concreto y preguntar por el precio o la frescura... Si todavía se resistía, adoptaba una nueva postura: de medio perfil, adelantando un poco una pierna de manera que el elástico vestido se tensionaba al máximo. Y entonces se inclinabade nuevo, por ejemplo para señalar tal o cual verdura. El resultadeo fue demoledor. El verdulero, el frutero y el charcutero le hicieron suculentos descuentos. Y además le ofrecieron degustaciones gratuitas. El verdulero una zanahoria, tan enorme que le costó metérsela en la boca para morder la punta. El charcutero un fuet, también muy grande, que Catalina, para contentarlo, tuvo que mordisquear delante suyo. El frutero le ofreció una suculenta tajada de melón, tan madura, que al moderla gran parte del jugo le cayó sobre su escote. Por suerte el frutero, solícito él, encontró un kleenex para secar el indecente incidente con sus propias manos, que como de buen frutero no se privaron de palpar el género. Quizá por ello le dejó llevarse la fruta casi a precio de saldo, la mayor rebaja obtenida. A Catalina le pareció sólo un entretenimiento inocente y se divirtió bastante. Para ir a confesarse a la iglesia le había dado pereza cambiarse y había intentado disimular aquel conjunto explosivo, que se ceñía marcándole al milímetro todo el culo, con las diminutas bragas que llevaba, las piernas con sus medias con liguero. Así que tapó aquel monumento a la voluptuosidad con una chaqueta de lana muy amplia, estilo años 70, sin botones que se anudaba con un cinturón a juego. Sin embargo, al entrar al coche la falda se le subió un tanto y la chaqueta se le abrió lo bastante para que el lujurioso Vicente pudiese ver sus espléndidas piernas y el color de su ropa interior, blanco por supuesto, como correspondía a tan virtuosa dama.

Pero Vicente, que además de bajito y pelota también le castigó el destino con una líbido desatada, no pudo disfrutar de más viaje por el reotrovisor. La enorme chaqueta de lana le tapaba todo lo que en aquella apoteósica entrada había podido intuir.

Llegaron al hospital. Catalina fue a descender del vehículo, pero un enorme charco separaba el coche de la acera:

−Hay un charco. No sé si...

Vicente decidió demostrar que él también era un caballero:

−No se preocupe. Yo la ayudo a bajar y que Ginés −el peluquero– aparque el coche.

Vicente se bajó del auto, dio la vuelta hasta la portezuela de Catalina y hundió sus pies en el charco que resultó más profundo de lo que hubiese sido imaginable. A pesar de tener los pies helados, levantó a Catalina en brazo como si no pesase. Nunca se había sentido tan fuerte y nunca había aferrado con tanta fuerza y mejor excusa un muslo tan duro como aquel. Depositó a Catalina en el suelo y dijo:

−¡Ale hop! Ya está −y entonces vio su ocasión de oro, la portezuela abierta, tan cerca de Catalina, la maneta de pinza y la punta de la chaqueta de lana y el extremo del cinturón. Con sus manos pequeñas y rápidas pinzó las puntas de la chaqueta y el cinturón con el cierre de la maneta, golpeó en el techo del coche con la palma abierta –¡Ya puedes arrancar Ginés!– y cerró la portezuela de golpe.

El efecto fue fulminante. El coche estiró de Catalina, pero por suerte allí estaba Vicente:

-¡Ojo que se va al charco!

-¡Ahhh! -chilló ella.

No se fue porque Vicente la sujetó por la cintura, pero sí lo hizo la chaqueta de lana, el nudo del cinturón se deshizo y Catalina sólo pudo sentir como la chaqueta se deslizaba de sus hombros.

Vicente para disimular gritó, persiguió el coche y consiguió detenerlo.

-¡Mi chaqueta!

Vicente se la trajo de nuevo. Pero estaba inservible. Arrastrada por los charcos había quedado como un trapo viejo.

-Lo siento, creo que está inservible.

Pero no lo sentía. La buena de Catalina no lo notó, pero los ojillos de Vicente se salían de las órbitas. Y, además, como era bajito tenía aquellos pechazos a la altura de la cara. Sin embargo, pudo reponerse, ofrecer el brazo a Catalina y entrar en el hospital.

Julián, el sacristán, estaba en la planta 30. Subieron al ascensor del que salían un par de monjas de blanco. La mirada de desaprobación que le dedicaron las monjas le hizo pensar a Catalina que quizá sería más prudente subir la cremallera delantera del vestido y dejar el conjunto en escote cero, ya que el modelito ya llamaba lo suficiente la atención por lo ceñido. Aprovechando que Vicente pulsaba el botón del piso cogió la anilla redonda y tiró de la cremallera para arriba. Fue inútil, se había atascado y la cremallera no subía más.

–Vicente, perdona, ¿podrías? Es que estoy intentando subirme la cremallera y no hay manera.

Vicente admiró el panorama que tenía sólo para sus ojos. Un par de melones que inflaban aquel vestido como si fuera de goma. Incluso se le notaban a la perfección los pezones bajo aquel vestido gris. La cremallera que se bifurcaba justo en medio de los senos rotundos y firmes.

–Venga, hágalo por mí –y movió los hombros hacia delante y hacia detrás, como le había hecho a Guillermo su jefe durante la proyección de la película. Era una invitación, que Vicente no podía rechazar.

–Vamos a ver.

Empezó tímidamente tirando hacia arriba. No hubo manera. Estaba completamente atascada. Luego intentó metiendo la mano izquierda para acercar uno de los ramales de la cremallera al otro, sintiendo en sus dedos aquellos pechos calientes, que subían y bajaban al ritmo de la respiración de ella, cada vez más agitada:

–Venga, dese prisa

–¡Cómo se resiste la muy puta! ¡Uy, perdone mis palabras! ¡Quizás si lo bajamos primero y lo subimos después.

–¡Lo que sea, pero haga algo!

Entonces Vicente intentó bajarla, pero tampoco descendía. Parecia como si la maldita cremallera se fuese a quedar atorada eternamente.

–¡Vamos! ¡Tire más fuerte!

Lo hizo. Vicente dio un tirón salvaje al mismo tiempo que Catalina arqueaba la espalda hacia atrás, como para ayudarle. La cremallera se abrió y entonces Vicente pudo comprobar lo que ya se temía, que Catalina no llevaba sujetador ninguno y ni falta que le hacía ya que aquellos eran los mejores pechos que había visto nunca.

Catalina se echó hacia delante y Vicente sintió todas aquellas tetas en su cara. Pero no era que se estaba insinuando. Es que viendo que ya estaban en el piso 29 Catalina decidió pulsar el botón de paro del ascensor para que no se abriesen las puertas y la sorprendiesen de tal guisa, es decir, despechugada total.

–Venga, Vicente, a ver si ahora cierra.

Vicente tuvo problemas para subirle la cremallera sin que su cara topase con aquellos pezones, que visto de cerca eran todavía mejores que de lejos y de refilón como los había contemplado en el Centro Cívico. Eran preciosos y delataban la excitación de su propietaria.  En todo caso todo resultó inútil. La cremallera parecía subir menos que antes, y aquel par de peras despendoladas parecían resistirse a volver al redil.

–¡Venga, Vicente, que no podemos estar aquí todo el día!

Vicente se afanó, pero ni aquello subía más y ahora encima parecía un milagro que aquel vestido hubiese podido contener a tamaña pechera natural. Al final el secretario del Comité Moral tuvo que emplearse a fondo para restituirlos a un lugar decente: tuvo que empujarlos, comprimirlos y recolocarlos con sus propias manos mientras que la propietaria de aquella abundancia desatada jadeaba contra la pared del ascensor, dudando entre disfrutar del magreo o abandonarse todavía más a los calores que sentía dentro suyo. Al final pudo arreglar el entuerto pero la cremallera quedó más baja todavía que al principio y el escote de Catalina resultaba mucho más apetitoso. Cuando la interesada se dio por satisfecha, en lo estético, no en lo carnal, apartó otra vez el botón 30 y mientras se arreglaba su pelo recogido miró a Vicente por encima de las gafas y le comentó sin el menor rastro de ironía:

–Suerte que usted es un hombre cabal. Otros no hubiera dudado en aprovecharse de mí.

El ascensor llegó, las puertas se abrieron y Catalina se cruzó con dos hombres con cara de prácticantes, o si no no había explicación a la profunda atención con la que siguieron el culo de Catalina mientras salía del ascensor. Vicente la siguió a varios pasos de distancia: estaba tan excitado que el tamaño que había tomado su miembro le molestaba para caminar.

La habitación de Julián el sacristán era la 3006. Era una de esas habitaciones compartidas del Seguro, planta de cardiología. El compañero del joven Julián era un hombre regordete y calvo que se quedó boquiabierto con la entrada de Catalina, pero no tanto como el propio Julián, que estaba cenando y le cayó la cuchara en el plato de la impresión.

–¡Hola! ¿Adivina quién ha venido a verte?

–Venimos en representación del Comité Moral -explicó Vicente, como si eso le pudiese interesar a alguien.

Y sin embargo sí que captó la atención de la monja bigotuda que ya se llevaba las bandejas de las comidas. Era una religiosa con espaldas de nadadora y cara de monja... alférez. Vicente no había visto una tan fea desde... desde nunca.

–Ah, pues si son ustedes del Comité Moral a ver si le dicen algo a su amigo, porque no para de hacer... de hacer... actos impuros –e hizo un expresivo gesto agitando la mano cerrada con una soltura más propia de un camionero.

–¡No me diga! –se escandalizó Catalina.

-Le digo. Y desde que sabe que le ponemos bromuro en el menú, el muy guarro casi no come. ¡Un castigo de paciente!

–No se preocupe, hermana. Yo misma me ocuparé de que se tome ese puré.

La monja alférez se dio por satisfecha y salió de la habitación 3006. Catalina, dispuesta a hacer de buena samaritana se inclinó sobre Julián y le preguntó.

–¿A ver que tenemos aquí? Puré de...

–Leche...

–Carne...

Julián y Vicente no se habían puesto de acuerdo. No era de extrañar. El primero porque pensó en leche ya que lo que la inclinada Catalina le ofrecía eran un primerísimo primer plano de aquellos pechos a punto de desbordarse. En cambio, al abasto del pobre Vicente quedó el culo, prieto, ceñídismo, que parecía a punto de hacer estallar aquella falda de tubo. Viendo el interés que estaba despertando Julián en Catalina Vicente sugirió:

–Es tarde. Deberíamos irnos.

–Pero si acabamos de llegar. Nada. Antes de irnos me aseguraré de que Julián se acaba todo su puré.

De un golpe de cadera hizo que Julián le hiciera sitio en la cama. Pero para sentarse encarada hacia él se lo impedía el soporte de la bandeja, de manera que tenía que dejar una pierna doblada sobre la cama y la otra en el suelo. La estrecha falda de su vestido gris, no daba para tanto a pesar de su elasticidad. Pero Catalina no tuvo problema en remangársela hasta medio muslo con tal de hacer su buena obra. No se apercibió de que Vicente, con su baja estatura y desde el pie de la cama le veía todas las bragas, la cara interna de los muslos, el fin de las medias transparentes... Tampoco el vecino de habitación de Julián salía de su asombro.

–Vamos, come.

–No quiero, señora Catalina.

–¿Y si te lo pido yo? –y puso la boca de una manera que Vicente y Julián, como telépatas, creyeron que se iban a volver locos.

–¡Que no! ¡Que me echan cosas!

–Que no. Mira, yo lo pruebo primero.

Y sin asco ninguno Catalina se metió la cuchara en la boca. Lo hizo tan sensualmente y se relamió tan despacio después que Vicente no pudo evitar darse cuenta de que el vecino de Julián deslizaba, como si no fuera con él, una de sus manos debajo de la sábana.

-Vamo. Ahora, tú.

Catalina le pasó la mano por debajo de la cabeza, llenó la cuchara y la levantó a la altura de donde se encontraban sus dos senos. Luego, casi sin esfuerzo, condujo la caheza del sacristán hasta allí. Pero antes de llegar a aquella lujuria gemela Catalina aprovechó y le metió la cuchara en la boca.

–Lo ves, es muy fácil.

Parecía claro que el objetivo de los labios de Julián estaba más allá del puré. Pero cada vez se encontraba con una nueva cuchara frustradora. Sólo al final, cuando el plato ya estaba rebañado puso conseguir a medias su objetivo, en el moemnto en que Catalina le dijo:

–Muy bien. Como has sido bueno, un poco de zumo de naranja.

Catalina sostuvo el vaso a la misma altura que las cucharadas de puré. Julián se acercó, su boca temblaba. Empezó a beber y esta vez su cabeza, obstinadamente se quedó allí, pegada al escote, sin dejar que Catalina desviara el vaso en el último momento. Los pechos de Catalina empezaron a subir y bajar, palpitantes al sentir pegados a ellos la cara de Julián, que bebió violentamente a borbotenes.

–Ya veo que estabas sediento... Oh, qué haces... qué...

Sin poder ni querer evitarlo una parte del zumo se derramó sobre los pechos de Catalina y Julián los lamió con fruición mientras ella sujetando el vaso y agarrándose con la otra mano al cabezal de la cama no hacía nada para evitarlo. Sólo miró a Vicente y sonrió:

–Como está enfermo no puedo negarle nada.

Julián la sujetaba por la cintura y cada vez restregaba más violentamente su cara contra aquellos pechos de duralex caliente. El pezón derecho ya estaba a la vista y Catalina luchaba por dejar el vaso medio vacío en la bandeja y zafarse de aquel ataque...

–Vicente, por favor, la cortina...

Vicente corrió la cortina que separaban las dos camas para que el compañero de Julián no pudiese ver nada. Pero Vicente se quedó en el lado del sacristán. Aquello no iba a perdérselo. Catalina se recolocaba las gafas, que casi se le habían caído:

–¡Dios mío! ¡Cómo está usted! ¡Parece que ni el bromuro le hace efecto!

–No lo sabe usted bien. Mire Catalina, mire... -y Julián le llevó la mano debajo de la sábana, justo al punto más candente.

Vicente miró el reloj inquieto:

–Catalina, deberíamos irnos.

–Un momento, Vicente. No podemos dejarlo así. Es culpa mía. No debía haber venido con este vestido a verle.

–Pero si dice la monja que no para -y Vicente repitió el gesto obsceno de la monja.

–¡Usted que sabe! –se quejó Julián–. Estoy así desde un accidente con la señora en la sacristía.

-Lo ve, Vicente. Es culpa mía. Y yo no puedo irme como si nada y dejarles un problema de estas dimensiones a las pobres monjitas del hospital –y como seguía con la mano allí añadió– ¡Y qué dimensiones!

Catalina se puso de pie y acto seguido delcaró con voz resoluta:

–Esto lo arreglo yo.

Decidida se metió bajo las sábanas. Vicente sólo podía ver su cuerpo perdido bajo la ropa de cama y su cabeza que empezaba a evolucionar justo sobre el punto candente. La cara de Julián era un delirio de gusto. Catalina no se dio cuenta pero había quedado justo en donde se unían las dos cortinas que cerraban el pas a la otra cama. De manera que el culo de Catalina enfundando en aquella ceñídisma falda, pronto se abrió paso y quedó a la vista del otro enfermo. Vicente se dio cuenta cuando quiso volver a cerrar la cortina. El otro enfermo tenía medio cuerpo fuera de la cama y acariciaba una de las pántorrillas de Catalina e iba subiendo.

–Catalina, no sé si debe...

–Ummm, ummmm -fue la única respuesta desde  el punto candente.

Entonces Vicente oyó voces fuera. Se acercó a la puerta y vio en el pasillo como se acercaba un médico y la monja alférez.

–¡Viene el médico!

Catalina dejó de sorberle y apartó la sábana. Estaba intentado sacarse aquella polla de la boca, pero era tan grande y larga que ahora le costaba. Al final cuando lo consiguió fue justo cuando Julián no pudo más y estalló en una corrida desaforada, con la potencia de una manguera  a tres dedos de la cara de Catalina, de mode que quedó con las gafas, la cara, el pelo y el vestido todo perdido.

Cuando se abrió la puerta entraron la monja y del médico. Catalina se arreglaba el vestido maquinalmente después de haberse secado con un pañuelo y Julián se había tapado con la sábana. Vicente sólo comentó:

–Nosotros ya nos vamos.

–Espero que el señorito se quede ya tranquilo –se quejó la monja.

Catalina antes de salir le replicó:

-Con lo que le he dicho por esta boquita creo que tardará mucho en volver a hacerlo.

Salieron. Entonces el médico comentó en referencia al otro paciente, el de la cama de al lado:

–Este tardará mucho más. Sea lo que sea. Está muerto. Yo diría que le ha dado un síncope.

DAR DE COMER AL HAMBRIENTO

No era lo normal que el Comité Moral se reuniese por la mañana. Pero Catalina fue convocada de urgencia. Acudió, claro. Estaban sólo Guillermo Álvarez y su pelota. Faltaban, claro, el frutero y los dos maestros de escuela, que estaban trabajando. El minusválido tampoco había podido venir.

Cuando Catalina llegó una chica joven, escuálida y más bien feucha sollozaba en un rincó de la mesa. Guillermo le puso al corriente de los hechos.

Esta jovencita se llama Sonia y participa en unos talleres de salud natural. hasta aquí todo bien. Pero fue sorprendida por el conserje haciendo top-less

.

–¡Oh!

–Sí, como puede verse es un caso alarmante de falta de ética. Top-less en el centro parroquial. Lo hizo en el solarium de la azotea.

–¡Y aquí está la prueba del delito! –añadió enérgico Vicente arrojando sobre la mesa un bolsa transparente que contenia un sucinto bikini amarillo.

–Bueno, Vicente. Lo que correspondería al Comité sería abrir un expediente y recomendar a la Junta Parroquial su expulsión. Sin embargo Sonia es hija de un prohombre de esta comunidad y su padre nos ha solicitado que hagamos, una... una... una reconstrucción de los hechos, para ver si es plenamente coherente con su declaración, que Vicente, nuestro secretario, ha apuntado diligentemente.

Vicente agitó tres folios manuscritos en el aire. Catalina no lo veía claro. Fue como si Guillermo le leyera el pensamiento.

–Y para eso la encesitamos a usted, claro. Para reconstruir los hechos, sólo en presencia del presidente del Comité, es decir yo mismo, y de Vicente, el secretario para establecer si todo se debe a un accidente como asegura la señorita Sonia, o si por el contrario estamos ante un acto en el que peligra la moral pública.

–Pero si ni siquiera he traído bañador...

–Tendría quec ponerse el bikini de Sonia. Es la única manera de realizar un reconstrucción fiel.

–No sé que diría mi marido. Yo en bikini...

–Nadie la verá. Sólo nosotros, los miembros... los miembros del Comité, que estamos fuera de toda sospecha. Es la única manera de establecer si esa chica es un ser inocente o una furcia.

–¡Señor Álvarez! ¡No hace falta utilizar ese lenguaje soez!

Entonces Catalina se acercó a la zollozante Sonia y tocándole la cabeza le dijo:

–No llores más. Haré la reconstrucción y probaré que es imposible hacer nada indecente en esa azotea.

Le ofrecieron para cambiarse ir a otra sala que, curisoamente tenía la puerta rota y no podía cerrarse del todo:

–Pero esta puerta está rota.

–No se preocupe –la tranquilizó Guillermo– nosotros nos quedamos en la puerta para que nadie entre.

-Pero no miren, eh.

-Señora. la duda nos ofende.

Evidentemente, no sólo miró Guillermo sino que también lo hizo el lúbrico Vicente. En un visto y no visto Catalina se bajó sus pantalones grises y los dos hombrtes pudieron comprobar que llevaba unas braguitas que de casto tenía el color, blanco riguroso, pero nada más. El resto era brevedad de tela, encaje transparente y puntilla lujuriosa. Luego se las bajó lenta, voluptuosamente y se puso la parte de abjo del bikini.. Cuando se quitó la blusa y descubrió aquella pechera los dos mirones estuvierona punto de aullar. Se contuvieron. Catalina, confiada se puso el bikini. Con el puesto estaba todavía más sexy, ya que la exuberante Catalina estaba a años luz de la escuálida Sonia. Aquel bikini de pequeños triángulos unidos por finos lacitos era a todas luces insuficiente para aquel cuerpo. Apenas tapaba el pubis de Catalina, negro y perfectamente depilado, la unión de los glúteos y los dos pezones. La parte de arrriba estaba a punto de reventar. apretando y comprimientodo aquellos pechos de forma antinatural. Catalina cubrió el conjunto con el albronoz de Sonia, se puso al hombro el bolso de Sonia, y sólo rompió la reconstrucción por el calzado. Sonia había seguido con sus chanclas puestas así que Catalina, que no quiso ir descalza por encontrar el suelo demasiado frío optó por volverse a poner sus zapatos: unas sandalias de tacón y tiritias que resaltaba todavía más su tipazo de infarto.

–¡Lista! Gracias por cuidar que nadie entrara.

Pero si huvbiera echado un vistazo a la braguera de los dos hombres hubiese comprendido que no era eso precisamente lo que estaban vigilando.

En la azotea caía un solde justicia, como corresponde a las doce del mediodía. Había algunas tumbonas de madera y tela plegadas. Y sólo una extendida. Catalina se quitó el albornoz y cortó la respiración a los dos bastiones morales de la parroquia.

–Sonia dice que estaba tumbada leyendo un libro.

Catalina se sentó en la tumbona  y buscó en la bolsa de la chica el libro. Era El amor en los tiempos del cólera . Antes de encontrarlo tuvo que inclinarse sobre el bolso y deleitar a los dos reprimidos con aquellos cántaros de miel a punto de derramarse. Luego se tumbó tan voluptuosamente, con una rodilla doblada hacia arriba que fue Vicente quien tuvo la idea sátira:

–Pero antes de seguir, señor Álvarez, le sugiero que este sol podría ser peligrosos para una piel tan sensible como la de la de Catalina. Sería reomendable que se puesiera bronceador.

–No –repuso Catalina, medio recostada y sujetando el libro abierto con las dos manos–. ¿No ven que ya estoy muy morena?

Lo estaba. Tanto como blanca en los lugares que normalmente tapaba su bañador: la barriga, los pechos, los hombros, la parte superior de la cadera.

–Pero mire lo blanca que está en esas marcas del bañador, ya me encargo yo –y Vicente empezó a rebuscar en el bolso. Por fin dijo:

–Aquí está. Copertone.

Guillermo, viendo las intenciones que tenía que su subalterno se abalanzó sobre él.

–Eso ya lo haré yo.

–¡Nada! ¡Yo lo he dicho primero!

–¡Vicente que te doy!

De manera que los dos agarraron el tubo de Copertone y cada uno tiraba para sí. Fue inevitable. Ante la presión de los dos faunos lujuriosos el tapón a presión salió despedido y todo el bronceador se derramó sobre el curvilíneo cuerpo de Catalina.

–¡Torpes! ¡Miren lo que han hecho! ¡Suerte que levantado el libro sino lo dejan todo pringoso! ¡Me han puesto perdida de leche protectora!

–¡Como lo siento! ¡Pero con este sol será lo mejor! –le recomendó Guillermo, con el bigote temblando de deseo–. Usted, quieta y aguante el libro para que no se manche que esto lo arreglo yo poniéndome manos a la obra.

Y se puso. Empezó, claro, a extenederle consu mano firme y rugosa la crema por la barriga. Vicente, más decarado todavía que su jefe, se fue a los pechos. Así que mientras el lacayo le magreaba las tetas, el hidalgo bajaba todo lo que podía: piernas, cara interior de los muslos. Catalina ante aquel pulpo que la magreaba por todas partes menos por una no pudo por menos que esclamar:

–No sé, no sé si deben... si yo debería...

–Tranquila, Catalina,  está buena ... quiero decir, esto... está en buenas manos.

Guillermo Álvarez seguía centrado en la entrepierna, y sus dedos, lubricados con el copertone, buscaban desviarse cada vez más de las carreteras principales para correr por los atajos, traspasar la tela del bikini y llegar a su clítoris, que el presidente del Comité Moral adivinaba palpitante. Catalina sintió que las fuerzas le abandonaban. Se sentía transida de placer, como si cuerpo ya no le perteneciera y sólo fuera propiedad de la lujuria más desatada.

–Anda, Vicente, traéme a mí una tumbona -ordenó Guillermo al ver a su subordinado tan entusiasmado con los pechos de Catalina, tan morenos, tan juntos.

Vicente obedeció a regañadientes. Catalina se ofreció mientras el otro se alejaba:

–Si está cansado y quiere sentarse aquí tiene mi tumbona.

Y se levantó.

–¡Lo ve! ¡Esa chica asegura que al levantarse se le enganchó la parte superior del bikini con un clavito de la tumbona. Pero usted se ha levantado como si nada. ¡Esa Sonia ers una mala puta! ¡Un zorra buscona que sólo viene a este centro moral a corromper a nuestros jóvenes!

–Por favor, señor Álvarez. No hace falta que utilice ese lenguaje. Seguramente es una chica moralmente despreocupada pero nada más. No se acalore que calor ya hace aquí el sufciente. Venga túmbese aquí y intente relajarse, que todavía el dará un soponcio.

Guillermo le hizo caso se tumbó. Estaba sudando y su respiración se intrecortaba, pero no era sólo de justa indignación como creía la inoncente Catalina.

-Venga, está usted muy tenso. Relájese.

-¡Es que me indigna que sea tan mala puta!

–No diga esas cosas! ¡Le haré como a mi marido los días que vuelve de los nervios del trabajo!  Suéltese todo lo que le apriete... Ve, primero aflojamos la corbata –y se la aflojó inclinándose sobre él, con aquel par de senos turgentes y desmadrados-. Luego la camisa –y al desabotonarla, sólo un par de botones, Catalina no pudo impedir acariciar con sus dedos aquel pecho velludo, ya que el fregoteo al que los dos hombres la habían sometido la había excitado sobremanera–. Incluso el cinturón, ya le ayudo.

De manera que estaba todavía más inclinada desabrochándole el cinturón cuando por detrás se acercó Vicente cargado con la tumbona. Como Vicente era bajito y la tumbonas grande, el secretartio del comité moral se acercó prácticamente sin ver nada...

-Aquí le traigo la otra tumbona, jefe. Lo que pasa es que está dura y no se despliega. A ver si haciendo un esfuerzo...

Y lo hizo. Vaya si lo hizo. El caso es que una pata se enganchó en el lazo de la braguita del bikini y la pieza cayó al suelo. Catalina intentó taparse con su manitas, pero en ese momento Vicente consiguió desplegar de un golpe seco la tumbona y la lona le golpeó haciéndola perder el equilibrio, ya precario sobre aquellos tacones. El caso es que la pobre e inocente Catalina fue a caer de bruces y a horcajadas sobre el lúbrico Guillermo Álvarez. Al presidente del Comité Moral, con el cinturón desabrochado, no le costó nada desenfundar su miembro inhiesto y ordenar al azorado Vicente:

-¡Lárguese, Vicente! ¡Ya lo ha visto! ¡Esa Sonia miente!

Vicente se fue a regañadiente, mientras Catalina se daba una cabalgada de placer con Guillermo. La chica, jadeando de gozo, sólo se atrevió a objetar, más preocupada, como buena católica, de la virtud ajena que por la propia!

-¡No sé si hacemos lo correcto!

-Por este relajo... Ah... ah...

-No, por expulsarla. Todo el mundo puede tener un accidente.

-No, la reconstrucción.. Ah, ahh... no miente. Es casi imposible perder la parte de arriba del bikini por un accidente.

Catalina sintió bien adentro aquella polla y, al moverse y sacudir su espalda para tenerla todavía más a fondo, sus pechos se descolocaron por fin y sus pezones escaparon de aquel receptáculo ridículamente diminuto. Verdaderamente resultaba bien difícil quedarse con las tetas al aire en aquella azotea.

CONFESIÓN FINAL

–Ave María Purísima.

–Sin pecado concebida.

–Padre Renato, soy yo.

–Otra vez, aquí, hijo.

–Pues sí, porque no vivo en mí, padre. Noto a mi esposa más lejana... más distante.

–Mario, serán imaginaciones tuyas.

–Puede ser, padre, porque al mismo tiempo también la percibo más abierta, más valiente, más relacionada... con los otros, con los otros hombres, quiero decir. Está más contenta mi Catalina.

–Pues ahora que lo dices, viene a misa con una minifaldas, que ya podrías decirle algo tú, que eres su marido.

–A mí ya no me hace caso, padre. Está como liberada. Ya no le preocupa lo que piensen de ella, padre. Y menos, lo que opine yo

–Y a las reuniones de la parroquia, acude siempre pero...

–Pero qué, padre...

–Pues que ya no es como antes. Que ahora no hay día que no venga maquillada, y con unos recogidos y unos peinados que es evidente que no descuida la peluquería.

–Pero eso no es malo, ¿verdad?

–No hijo, no. Si yo no debería decir nada. Desde este cambio cada vez asisten más hombres a las reuniones parroquiales: a la comisión de liturgia, a la de catequesis, a la de moral y buenas costumbres...

–¿Hombres? ¿Qué hombres?

–Pues hombres... nada que deba preocuparte: Raúl, el mecánico; Pablo y Jonás, los albañiles; Jamal, el contratista...

–¿Jamal? ¿El negro Jamal? ¡Pero si creía que era musulmán!

–No sé, hijo, no sé... Yo no les pido la afiliación cuando se acercan a la Santa Madre Iglesia. Todos son  hijos de Dios.

–¡Unos hijos de puta es lo que son!

–Modera tu lenguaje,  que estás en la casa del señor.

–Pero es que no sé da cuenta...

–Me doy cuenta que Jamal y sus chicos me han cambiado las bajantes de la Iglesia. Y hay que ver qué trabajador que es... Será negro y lo que quieras, hijo. Pero tiene unos brazos... Él mismo se llevó la vieja cañería de plomo a hombro y la sacó a la calle como si fuera de PVC.

–Esperemos que no haya desarrollado otros músculos, ahora que acude a reuniones con mi mujer.

–No seas mal pensado. He estado en un par de ellas y todo es muy paternal, muy inocente. Y tu esposa es muy popular. Todos se despiden de ella, con un beso... o dos.

–No me diga eso, padre, no quiero saberlo.

–Pero si no pasa nada. Que son en la mejilla. Todo muy inocente. Como mucho alguno le toca el brazo, o le apoya una mano en la cadera en el momento del ósculo...

–¡Qué le tocan el culo! ¡Dígame, quién, padre! ¡Dígame quién, que lo mato!

–No, el culo no. El ósculo, un beso inocente. Ahora... el otro día, sí que pasó algo... pero absolutamente casual... El recuperado Julián, el sacristán, llevaba una bandeja de harina para que las monjas del Nuestra Señora del Santo Socorro hicieran sus dulces al día siguiente y topó sin querer con su santa esposa.

–¡Dios! ¡No puede ser! ¿Qué vestido llevaba ese día?

–El azul.

–¿El que tiene una falda tan ceñida y apretada que sólo puede ponerse debajo tangas pequeñísimos?

–No sé, Mario, tanto detalle…

–¿El que tiene un escote en uve tan profundo que no puede llevar sujetador?

–¡Sí, ese!

–¡No puede ser! ¡No puede ser!

–El caso es que, claro, el vestido azul oscuro, quedó perdido de harina.

–Pues cuando volvió a casa yo no noté nada.

–Es que todos los hombres de la reunión fueron a ayudarla. Y no pararon hasta que le sacudieron todo el polvo blanco. Julián, Guillermo, Vicente… Raúl, los albañiles…

–¡No puede ser! ¡Menos mal que no estaba Jamal!

–¡Pues sí que estaba! Y se puso justo detrás de ella. La pobre Catalina casi se apoyaba en él mientras los demás sacudían todo el vestido por delante hasta que no quedó ni rastro de la harina. Fueron muy enérgicos. Incluso a alguno, sin querer, sin duda, se le fue la mano y más de una vea tu casta esposa tuvo que cerrarse el escote del vestido porque se le salía un pecho, pero nada… Sólo fue dos o tres veces. ¿Mario, me lo parece a mí o te estás mordiendo el puño?

–No, padre, es que…

–Pero si son muy majos. Todos buenos creyentes. Y auténticos caballeros. Hasta acompañaron a tu mujer al coche.

–¡Pero si viene a casa caminando, padre Renato!

–Pero estaba tan azorada que Jamal la acompañó a casa en su furgoneta. Los otros no querían pero al final Jamal se impuso. Y todos fueron con ella, le abrieron la portezuela. Fue muy divertido porque la falda era tan ceñida que tuvo que subírsela bastante para conseguir sentarse en el asiento del acompañante.

–….

–¿Hijo, estás llorando?

–No padre… snif… snif… no.

–Si eso te hace estar más lejos...

–No le entiendo, padre.

–Que si cumples menos con ella, hijo. A tus deberes conyugales me refiero.

–No, al contrario. No tiene descanso. Y nunca había mostrado tanta variedad… No sé dónde lo aprende, padre… Ese mismo día, el del vestido azul, llegó a casa y me esperaba con un camisón transparente y me dejó absolutamente exhausto.

–Pero satisfecho, supongo.

–Satisfecho como nunca, padre.

–Mario, piensa en la ópera Così fan tutte.

–¿La de Mozart?. No me parece muy edificante. Es una farsa. Mujeres jóvenes casadas con hombres mayores, intercambios de parejas… No es muy edificante.

–Pero la música… Esa música sólo puede venir de Dios. El caso es que ya sabes lo que dice el título: Todas hacen lo mismo, sería una especie de traducción libre. Y el mensaje es muy claro, disfruta de la vida, de sus cosas buenas, no te importe lo que piensen los demás. Asume la cosas tal como son…

–No sé si podré.

–Con todo lo que tienes ¿de qué te quejas, Mario? Anda, no sigas sufriendo y ve en paz.