INFLUENCIA (5) -Creando mi hogar

Con Teresa a punto de dar a luz, conozco a dos hermosas mujeres, madre e hija, y decido formar una familia.

INFLUENCIA (5) – Creando mi “hogar”.

Juanma, el ginecólogo, nos había dado la última cita de la tarde con tiempo suficiente "para todo" sin prisas. Tanto él como Lourdes, su masoquista auxiliar con la que ya había tenido varias sesiones personales de adoctrinamiento, nos estaban esperando en la recepción de la consulta y pasamos directamente adentro nada más llegar.

Teresa se desnudó completamente y Lourdes la imitó siguiendo la rutina de otras "revisiones". Teresa se sentó en el sillón ginecológico y colocó sus piernas en las estriberas, quedando totalmente expuesta. Por mi parte, llevé a Lourdes a la camilla.

"Ha llegado el momento de colocarte tus primeros adornos, Lulú", ella sonrió ilusionada sabiendo de lo que estaba hablando.

Me puse unos guantes de látex y empecé por el pezón derecho. Desinfecté con betadine y lo atravesé con una aguja gruesa. Dado que los aros eran de 25 milímetros y bastante gruesos para ser los primeros, me ayudé con la misma aguja para pasar en sentido contrario un punzón cónico hueco que dilatase más el orificio y guiase el aro al colocarlo.

"Vaya, sabes lo que haces, seguro que no es la primera vez", exclamo Juanma con toda su mano derecha introducida en el coño de Teresa, "para ver la colocación del feto".

Tras remachar ese primer aro, seguí el mismo proceso en el otro pecho, que era algo más grande, y deje para el final la sorpresa. "Esto es para colocar abajo, en el clítoris", y le mostré un bonito piercing curvo, con un pasador no muy grueso pero rematado por dos bolas de buen tamaño que ayudarían a la elongación de esa delicada parte de la anatomía con su peso. Hasta ahora Lourdes no había emitido ni una queja, limitando a morderse el labio inferior ocasionalmente y aunque ahora abrió los ojos con expresión asustada, no discutió cuando le dije "prepárate, abre bien las piernas y no te muevas". Limpié la zona con un desinfectante distinto que me facilitó Juanma mientras los pechos de Teresa eran vaciados con un sacaleches automático 'hay que efectuar extracciones frecuentes para estimular la producción de prolactina", diría él.

Para cuando terminé de colocar el adorno, Teresa ya estaba siendo enculada con violencia, por lo que deduje que el feto estaba muy bien, y yo me entretuve metiendo y sacando el puño del coño de Lulú para ver el efecto del piercing, antes de encularla como premio a su docilidad. Cuando terminé, le coloque un bonito collar de cuero rosa, con brillantes piedrecitas de cristal que había comprado en una tienda de animales. “Estoy orgulloso de ti”, le dije, y no le hubiera hecho más ilusión si le hubiera regalado un collar de diamantes.

Terminada la "revisión", Juanma y yo nos quedamos a solas para rematar los flecos de esos negocios tan indecentes que habíamos planeado. Resolví adecuadamente sus dudas y miedos de última hora y todo quedó pendiente de mi decisión para decidir el momento de la puesta en marcha.

A todos los efectos, el sería la cabeza visible de los mismos y yo aparentaría ser un simple cliente, con privilegios, o un socio menor como mucho, aunque el reparto de los beneficios no diría lo mismo.

En cuanto a Lourdes, él se encargaría de las curas y seguimiento de los adornos, aunque no tendría ningún derecho sexual sobre ella. Su adiestramiento debía continuar y eso era cosa mía.

Cuando llegó el momento del parto, Teresa dió a luz a un niño grande y muy sano. Convencí al equipo médico que la asistió para que no hubiera cortes ni puntos de sutura y los especialistas se sorprendieron de que la hubiera bajado la leche tan pronto y con tanta abundancia. Lo que peor llevó fue la posterior cuarentena de abstinencia, que para mí no era ningún problema dado mis recursos territoriales, pero ella la pasó masturbándose continuamente a la menor ocasión.

Por aquel entonces, yo pasaba mucho tiempo en la sala de fiestas (la discoteca, como decía casi todo el mundo) y acostumbraba a estar desde una hora antes de la apertura hasta casi el final. Abría la pista de baile desde el jueves por la noche, que funcionaba sólo para socios aunque ninguno de ellos tuviera carné, hasta la tarde del domingo. El resto de días y horarios funcionaba como disco-pub, con la pista cerrada y con muy buenos resultados económicos.

Y fue allí donde, un sábado, conocí a la que sería mi pareja oficial desde entonces. Con motivo de una boda se habían vendido un número importante de “invitaciones” para la noche por lo que había gran cantidad de hombres a los que el traje y la corbata les sentaba como a una trucha unos calzones y mujeres elegantemente vestidas, con profusión de escotes, faldas cortas y espaldas al descubierto. No es que me parezca mal, de echo no entiendo porque las mujeres renuncian a ir “elegantes” el resto del año, pero a lo que iba. La primera en la que me fijé fue en Alma, la hermana de la novia, 22 años, bien proporcionada y alegre como un cascabel. Llevaba un bonito vestido de tirantes azul celeste, vaporoso y casi transparente que no dejaba casi nada a la imaginación, y unos zapatos de tacón que asombraba pudiera sostenerse en pie.

No me fue difícil atraerla a mi, charlamos un rato y la saque a bailar una de esas cursis canciones que se ponen en estas ocasiones y que ya era vieja entonces. El tiempo que dura una canción es suficiente para que cualquier princesa en mis brazos me regale su reino y ella no fue la excepción. Terminó la melodía con su cabeza apoyada en mi hombro, pretendiendo borrar mi olor con su respiración e intentando meter su mano por mi camisa para llegar a mi pecho. La lleve a una esquina de la gran barra y cuando ya estaba casi decidida a bajarme los pantalones allí mismo, cosa que por supuesto yo no la hubiera permitido, ...supongo..., apareció su madre, la madrina, “a ver quien era yo y qué estaba pasando”. “Mamá, este es Enrique, el dueño del local”, me presentó la hija.

Me sorprendió desde el principio y me sorprendí de mi mismo por no haberme fijado en ella antes. Llevaba un vestido gris marengo, sin sujetador, con la espalda desnuda, “en muchas iglesias no dejan entrar así” pensé, y, por su edad, parecía increíble que pudiera ser la madre de Alma. Sin duda la tuvo muy joven, cuando otras chicas hoy en día siguen creyendo que son adolescentes, mientras ella tuvo dos hijas, terminó sus estudios y trabajó desde entonces en un instituto como profesora. Además Pilar, ese es su nombre, ganaba a su hija en el tamaño de busto, a lo que había contribuido, sin duda, su maternidad.

Cuando se me plantea el dilema de la elección, siempre tomo la misma decisión: quedarme con todo. Ubicados los tres en la misma baldosa, mi espalda apoyada en la barra, cada una cogida a un brazo y mis manos descansando en sus nalgas, resolví, ligeramente, la insana competición que nublaba sus mentes (“yo lo vi primero, mama, deberías irte”), (“es de mi edad, estás fuera de lugar hija, deberías irte), con un (“hasta que se decida, tendremos que organizarnos”).  En realidad, desde que supe que no había maridos de por medio, mi decisión ya estaba casi formada; Pilar era la mujer ideal para convertirse en mi pareja oficial, dada mi edad aparente, y teniendo una hija tan joven lo normal es que viviera con nosotros. ¡no se iba a quedar sola, la pobre!.

La fiesta seguía su curso cuando un primo o tío, no sé, se acercó a Pilar para decirle que no se quien se había puesto mala y había que llevarla al hotel. ¡qué mirada le echo, le hubiera sacado los ojos allí mismo!. Y el pariente algo notó porque retrocedió un paso con precaución. Me reí. Podría haberle espantado, convencido de no haberla visto, pero no me pareció adecuado. Le di una palmada en el culo y un beso en el cuello “anda, ve a atender a los invitados, luego te veo” y se despegó de mi como si se estuviera despellejando.

Alma se quedó sola conmigo y se arrimó todavía más, parecía imposible, sonriendo victoriosa.  Le pasé el brazo por los hombros, “déjame que te enseñe todo esto” le dije, y no le enseñé gran cosa, sólo el camino hasta mi despacho. Era una estancia del tamaño de un miniapartamento, con los elementos propios de una oficina . . . y con un gran sofá semicircular bordeando una mesa redonda.

En cuanto entramos Alma se adelantó hacía el sofá, se volvió hacia mí, deslizó las tiras de su vestido por sus brazos y, con un ligero movimiento de caderas, lo dejó caer al suelo. “sabe venderse”, pensé. Colgué mi chaqueta en un perchero de la entrada y , despacio, admirándola, casi dando un rodeo para prolongar el encuentro, me acerqué a ella. Acaricié el contorno de sus caderas, ella me desabrochó la camisa, introdujo sus manos y me abrazó sin quitármela, subí hasta el cierre de su sujetador, lo solté y lo arrojé lejos. La tomé en brazos, la acosté sobre el sofá y me desnudé completamente con su ayuda. No le quité las braguitas todavía, estuvimos explorando nuestros cuerpos con las manos, nuestras bocas unidas robándonos el aire, y fui bajando mis besos hasta su vientre descubriendo, también ahí, el aroma de su perfume, como si presintiera que hoy me iba a conocer. Seguí con mi lengua el contorno de los elásticos que cubrían la cueva de los placeres y apoyando sus pies en mis hombros, ahora si, fui deslizando la última prenda por sus piernas, hasta sacarla por los pies y mandarla a buscar el sujetador.

Jugué con mi miembro en su entrada, amagué, froté e insinué la penetración varias veces, sin traspasar más que sus inflamados labios mayores hasta que, con un hilo de voz, me suplicó “por favor, no esperes más”. No esperé, su orgasmo llegó como un torrente y en el momento que yo la inundé . . . quedó anclada a mi voluntad.

Estuvo acariciando mi cuerpo largo rato, besándome, limpiando con la lengua los restos del acto anterior, con cuidado y delicadeza, como si tuviera miedo de estropearlo. Yo volvía a estar listo y ella esperaba que la pidiera que volviera a entregarse a mi.

Lo que la pedí fue otra cosa.

  • Ponte el vestido, no necesitaras la ropa interior, será sólo un momento. Quiero que vayas a buscar a tu madre y me la traigas sin llamar la atención.

Puso cara de pena. Esperaba quedarse con la exclusiva, pero también temió perderme si se negaba e hizo lo que la pedí.

Llamé por el teléfono interior a la barra “que Baakir traiga una botella de champán y tres copas a mi despacho. No . Que sea champang” . Baakir era un senegalés al que conocí malviviendo en un barrio del extrarradio y al que condicioné y desperté su devoción por mi. Ahora era portero, guardaespaldas y relaciones públicas de la discoteca, y mi hombre de confianza aquí. Yo le llamo Abdi a petición suya. Cuando me dijo lo que significaba me pareció un bonito detalle.

Tras cumplir el recado, Abdi se cruzo con madre e hija en la puerta cuando se disponía a salir y se volvió a mirarme con una sonrisa “todo está bien, Abdi, si te preguntan por ellas di que la madrina estaba muy cansada y que su hija la ha acompañado a casa”.

Pasaron al interior. Alma venía con una evidente cara de niña traviesa y su madre no apartaba la vista de mi que me había puesto una toalla, del pequeño aseo anexo, alrededor de la cintura pero, por lo demás, seguía desnudo. Sólo entonces se percató de que su hija parecía no llevar sujetador y preguntó

  • pero ¿que ha pasado aquí entre vosotros dos?

  • Lo mismo que ahora va a pasar entre tu y yo -respondí- pero tranquila, si tu hija no creyera que merecía la pena no te hubiera traído – y las acerqué las copas de champán.

Pilar demostró que su hija tuvo a quien parecerse y disfrutó viendo gozar a Alma cuando repetí con ella. Ambas permanecieron muy juntas durante toda la noche, animándose y eliminando cualquier resto de remordimiento sobre lo que estaba ocurriendo y vieron llegar el nuevo día felices y seguras de que tendrían suficiente hombre para las dos.

Tres días más tarde, se vinieron a vivir conmigo.

Enseguida hicieron buenas migas con Teresa y compartimos multitud de momentos inolvidables que terminaron de desterrar el concepto de vergüenza de su vocabulario.

(continuará)