INFLUENCIA (3) - Explorando el terreno.

De como, haciendo un reconocimiento del territorio, me encapricho de una preñada y, además, descubro a una masoquista.

INFLUENCIA (III)- Explorando el terreno.

Pasé unos cuantos días en plan turístico, recorriendo la ciudad. Visité sus principales edificios, recorrí sus barrios y fui estableciendo contactos de todo tipo en administraciones públicas, entidades bancarias, comercios y restaurantes . . . y cualquier otra que la experiencia dictase como convenientes.

A todos los sitios me desplazaba usando la amplia red de autobuses urbanos, una forma ideal de tomar el pulso a la vida cotidiana de la ciudad. Muy raramente tomaba algún taxi. Y fue en una de estas excursiones, llevaba poco más de una semana estableciéndome, cuando me permití mi primer capricho.

Ocurrió en la cafetería de la estación de autobuses interurbanos. En casi una hora no había salidas ni llegadas por lo que estaba bastante tranquilo, cuando llegó una joven de unos 20 años, muy morena,  a la que se adivinaba un incipiente embarazo de 3 o 4 meses.

  • Disculpe, ¿el jefe de la cafetería? -preguntó al único camarero que en ese momento estaba en la barra.
  • Creo que no vendrá hasta dentro de una hora por lo menos. Si puedo ayudarla en algo . . .
  • Busco trabajo. Me han dicho que aquí necesitaban una camarera y yo tengo experiencia.

A partir de este momento, yo dirigí las respuestas del camarero.

  • Pues creo que el puesto ya está cogido. De todas formas en su estado . . .
  • Pero yo quiero trabajar . . . necesito trabajar. Estoy viviendo con una amiga y mis padres no quieren ni verme . . .
  • Lo siento. Si quieres esperar a que venga el jefe . . .- y se retiró a lavar unos vasos que parecían estar limpios.

Me acerqué a ella sin demasiada discreción, seguro de que nadie nos prestaría atención y le hablé mientras la analizaba e iba guiando sus respuestas y decisiones, sin intención de anularla.

  • Hola, quizás yo podría ayudarte.
  • ¿sí, cómo? -su recelo me impulsó a inducirla un poco más de desesperación para animarla a seguir escuchando.
  • Soy un hombre rico que está pensando en establecerse en la ciudad y necesitaré algo de servicio. Tendrías que recibir a las visitas, limpiar, cocinar algo y encargarte de mi ropa. Y estarías interna.
  • Bueno, eso podría hacerlo, pero . . . ¿no habrá ninguna otra cosa rara? -esperaba esa respuesta y estaba preparado; ahora ataque con cuidado los hilos de la curiosidad, del deseo de no estar sola durante el embarazo, de la necesidad de alguna seguridad, de demostrar a sus padres que se puede valer por si misma y . . . ¿por qué no? De aventura . . .
  • Sí, habrá todo tipo de cosas raras que te puedas imaginar, y las aceptarás de buen grado y serás feliz por ello – y en ese momento ella descubrió que sí, que ya que había decidido llevar su embarazo adelante, estaba dispuesta a todo y que iba a aprender a disfrutarlo.

La di 40.000 pesetas de anticipo, el euro todavía no había llegado, y la cité para la tarde en el hostal. Se marchó convencida y deseando comenzar su nuevo trabajo.

Por razón de mi naturaleza, no puedo tener hijos. No me consta que ninguno de nosotros los haya tenido nunca. Puede que por eso o puede que no, las embarazadas y las madres que amamantan me producen un especial morbo. Se que no soy el único de nosotros al que le ocurre.

En ese momento decidí que iba a dar un par de pasos más para establecerme y el edificio del hostal me ofrecía todo lo que podía necesitar. Empezaría por visitar la inmobiliaria de la planta superior y creía recordar que también había la consulta de un ginecólogo.

La inmobiliaria demostró ser muy competente y no tuve necesidad de “animarles”. Buscaba un piso grande, por la zona, y dado que el precio del alquiler no era un problema “en pocos días podría visitar algunos y en dos o tres semanas hacer el traslado”. Yo sabía que el traslado me llevaría algo más, dado que antes lo acondicionaría a mi gusto, pero me fui a ver al ginecólogo de muy buen humor. Aquí si preveía tener que emplearme más a fondo.

Nada más entrar me lleve la primera y agradable sorpresa. Había en la sala de espera dos mujeres que no despertaron mi interés, pero tardé apenas unos segundos en darme cuenta de que la auxiliar, Lourdes dijo llamarse, era una sumisa de libro con tendencia masoquista. Chica bien, educada, nunca se enfada ni levanta la voz, intenta agradar a todo el mundo. . .y cree que sufrir es su destino.

  • ¿sabías que en Francia el diminutivo de Lourdes es Lulú?
  • ¡Ah! Pues no  . . .
  • Bueno, luego te contaré más cosas que debes saber. Ahora tengo prisa. Dile al doctor que tengo que hablar con él, que es una urgencia.

Fue tan fácil como pulsar un interruptor. Entró deseando poder pasar más tiempo conmigo. A todos nos gusta conseguir resultados con poco trabajo. Dedique un instante a “convencer” a las pacientes de la sala de que tendrían que esperar resignadamente y entre sin esperar en cuanto salió la que estaba dentro.

  • ¿usted es el de la urgencia?, me preguntó algo irritado por mi irrupción. Le hice una rápida radiografía antes de contestar (buen médico . . . con algo más que interés profesional por sus pacientes, recientemente divorciado y cabreado por ello . . .), decidí ir al grano e improvisar . . .
  • Tengo una chica de 20 años embarazada y quiero que tu la hagas el seguimiento, además quiero que la empieces a tratar con galactogogos para que empiece a tener leche cuanto antes sin esperar al parto

(Sorpresa y algo de escándalo, le insuflé una dosis de curiosidad)

  • Pero . . . eso no puede hacerse así como así, si fuera . . . no se . . . una mujer que ha adoptado a un recién nacido . . .
  • Mira, el dinero no será un problema, de hecho . . . un médico de tus características podría ganar mucho dinero siendo menos escrupuloso, además de tener otras compensaciones.

La entrevista duro casi una hora en la que le fui moldeando a mi antojo. Potencié aquellos defectos y bajos instintos que me eran útiles, desperté en él un nivel de avaricia que nunca sospechó que pudiera tener, le confirmé que sus sueños más depravados podrían realizarse . . . y quedó a mi merced para siempre. En una situación de emergencia podría haber sido mucho más rápido y contundente pero el resultado nunca es tan satisfactorio. Y antes de irme le indiqué “deja de acostarte con Lourdes, a partir de ahora es mía”, no hubo objeción.

Concerté con Lourdes la última cita de la tarde para dentro de dos días; al despedirme le ordené “Ve a las 9 y media al hostal de abajo, donde me hospedo, y pregunta por don Enrique. Te estaré esperando”

Dos adquisiciones en un día. Esto se estaba animando y ahora tenía otra entrevista. Cuando llegué al hostal, Teresa me estaba esperando en mi habitación. Desde luego, la atención del hostal era excelente. Era una habitación enorme tratándose de un hostal. Los dueños habían pensado en convertirla en comedor y salón de televisión, pero al conocerme les había parecido la más adecuada para mi. Le habíamos instalado una gran cama de dos metros de ancho y allí estaba ella, sentada, esperando.

Se levantó al verme entrar y yo no anduve con rodeos “quiero ver lo que he contratado. Desnúdate”. Lo hizo de pie, sin mirarme. Cuando acabo, la rodeé contemplándola, acaricié su abultado vientre, toque sus duros pechos y los imaginé repletos de leche, palpé su, aún estrecha, entrepierna y la encontré húmeda, sin duda había estado pensando en mi, e incluso exploré su recto, lubricándoselo con jabón e introduciendo el mango de un cepillo, “tengo que mejorar mi equipamiento”, pensé en ese momento. Sólo tuvo un orgasmo pero terminó más convencida todavía con el trabajo. Yo, por mi parte, me reservé. Esta noche tenía una cita.

Cuando se estaba vistiendo me comentó “le conté a mi amiga lo del trabajo, sin detalles, y me dijo que estaba loca, que tu podías ser un aprovechado y . . .” supe al instante todo lo que había contado antes de que terminará de recitarlo. No era demasiado grave pero debería de haberlo previsto.

“No te preocupes” -le dije- “has hecho bien en contármelo. Lo que vas a hacer es convencerla para quedar mañana por la mañana los tres, a tomar un café y que vea que soy un tío majo ¿de acuerdo?”

“si, vale” -contestó- “te dejaré recado aquí de donde quedamos ¿está bien?”. Me pareció bien y así quedamos. Habría que hacer a su amiga cómplice de la situación. Al final sería hasta divertido.

Cuando Lulú llegó (nunca volví a usar otro nombre para dirigirme a ella), la hicieron pasar a mi cuarto. Yo estaba sentado en un falso sillón estilo Luis XV, frente a la puerta, y ella se quedó de pie, delante de mi, a la expectativa. La dejé un rato en el sitio mientras inspeccionaba su mente y despejaba el camino para convertirla en lo que, en realidad, ella siempre quiso ser.

  • A partir de ahora me perteneces. Eres de mi exclusiva propiedad. Podré usarte, prestarte . . . o venderte, si me canso de ti. Cuando lo desee, podré castigarte de cualquier forma que se me ocurra, con o sin razón, modificaré tu cuerpo a mi antojo, incluyendo operaciones de estética y, cuando termine tu entrenamiento, tu serás mi esclava y yo tu amo y serás marcada como tal. Mientras tanto sólo eres una novicia y te dirigirás a mi como Señor. ¿está claro?.

Cada una de mis frases fue grabada en su mente de forma indeleble, acompañándolas de grandes dosis de felicidad por ver cumplido su sueño tan largamente anhelado.

  • Si Señor – fue su inmediata respuesta.
  • Muy bien, ahora -le ordené levantándome- desnúdame.

Lo hizo lentamente, recreándose, aspirando mi olor, acariciando cada centímetro de piel que iba quedando a la vista. Volví a sentarme en el sillón para que pudiera terminar de quitarme el pantalón y el slip y, de rodillas, permaneció un rato esperando mis instrucciones.

  • Recoge y ordena toda mi ropa sobre la cama. Después vuelve aquí. Quiero que me hagas gozar con tu boca.
  • Si señor.
  • No vuelvas a hablar si no te ordeno que lo hagas -le repliqué secamente.

Estuvo a punto de volver a contestar “si señor” pero se contuvo a tiempo. Cuando terminó con la ropa volvió a arrodillarse entre mis piernas y tomo mi miembro con las manos. “Sólo con la boca, las manos a la espalda”. La costó encontrar el ritmo y tuve que ayudarla agarrándola de su rubia cabellera. Tragó hasta la última gota de mi néctar sin una muestra de asco y su lengua se encargó de que no quedaran restos. Apoyé su cara en mi muslo y le estuve acariciando el pelo unos instantes. Sabía que estaba empapada y de haber llevado un pantalón en vez de falda, la mancha habría sido evidente.

La ayudé a levantar y la hice esperar en medio de la sala. En ningún momento la hice ninguna caricia íntima, ni hice ademán de querer verla desnuda.

Me puse una ropa más formal y cogí una buena cantidad de papel higiénico. Lulú seguía con las manos en la espalda, levanté el delantero de su falda y le sequé el interior de los muslos del resultado de sus ardores. Gimió. La premié dándole dos bofetadas, no muy fuertes, que decoraron sus pómulos con un bonito tono rosa.

  • Mucho mejor. Tendrás que acostumbrarte a andar sin bragas, sin que se te mojen los pies, porque esta será la última vez que lleves unas puestas. ¿entendido?
  • Si señor -su calentura volvió a aumentar. Reconozco que soy malo.
  • Pues venga, vamos a cenar.

En la recepción Esther la entrego su abrigo, hacía frío, y eso evitó que al volver pareciera que se hubiese orinado, dado que la tuve toda la cena en estado de permanente excitación. También la hice beber bastante vino como una forma de desinhibir su inconsciente y cerrar cualquier resquicio de individualismo que pudiera quedar.

De regreso a la habitación, ahora sí, la hice desnudar completamente. Introduje sus mojadas bragas en su boca, al fin y al cabo era una novata, y con un rollo de cuerda plástica para tender ropa, que “casualmente” alguien había dejado en la cama, comencé a atarla minuciosamente.

Fue un bonito trabajo, de pie, los brazos pegados a los costados, las piernas juntas, con un complejo entrelazado en red que hacía que al doblarse las cuerdas se clavasen más, incluso di unas cuentas vueltas con hilo dental a sus pezones, rematado con una prieta lazada.

Se dejo hacer en todo momento, limitándose a seguirme discretamente con la mirada. Concluido el trabajo acaricié, sopesé, palpé, comprobé el nivel de inmovilidad de su cuerpo . . . y, tomando uno de mis cinturones más flexibles, inauguré su nueva vida.

Dos veces tuve que sujetarla para evitar que cayera al suelo por los correazos, pero supo permanecer de pie durante todo el castigo. No me empleé a fondo, pero todo su cuerpo quedo marcado, y ello sirvió para que su deseo sexual alcanzara un nivel insoportable. Retiré las cuerdas y la mordaza. Al volver a circular la sangre libremente su sufrimiento se acentuó. La llevé a la cama en brazos, casi desmayada, y a lo largo de las próximas horas visité todos sus agujeros e hice desaparecer cualquier escrúpulo que pudiera quedarle.

Ya estaba avanzada la madrugada cuando la desperté y le ordené vestirse e irse a su casa. Cualquier posibilidad de desobedecerme había desaparecido de ella.

(continuará)