Infiltrada en la Secta del Placer y el Dolor
Una historia policíaco-erótica; en la que la Guardia Civil de un pueblo manchego investiga a una secta, para tratar de resolver unos horribles crímenes.
INFILTRADA EN LA SECTA DEL PLACER Y EL DOLOR
Por Alcagrx
I
La llamada de aviso se recibió, en la casa cuartel de la Guardia Civil de Abenójar (Ciudad Real), cuando empezaba a clarear el día. Contestó el agente de servicio, a quien el sonido del teléfono despertó de la cabezadita que, sobre la mesa de atestados, acababa de iniciar. En aquel pueblo no solía suceder nada grave, y menos a aquellas horas de la mañana; así que su primer pensamiento fue que sería uno que se equivocaba. Con lo que cogió el teléfono pensando “Ya verás el susto que se lleva el paisano cuando oiga ¡Guardia Civil, dígame!”; y, consecuentemente con su idea, hizo lo posible por contestar del modo más seco, y brusco, que fue capaz. Pero enseguida se le quitaron las ganas de bromear:
- Buenos días; y perdone que les moleste a estas horas, pero creo que deberían acercarse al cruce de la carretera de Almadenejos con la de Tirteafuera. Acabo de pasar por allí, de camino al tajo, y yo juraría que lo que cuelga de un árbol, a unos diez metros del “stop”, es un cadáver. Como usted comprenderá, no me he parado a mirar con más detalle; a saber si quien lo haya puesto allí no andará cerca…
El agente le tomó la filiación, le agradeció la llamada, y tras colgar el teléfono hizo lo que le habían enseñado: llamar al cabo, que dormía en el piso de arriba, para que decidiese lo que se debía hacer. No serían aún las siete de la mañana cuando ambos guardias, en el Patrol, se dirigieron al lugar indicado por el denunciante; por decisión del cabo, que se temía una falsa alarma -o una broma de los chavales del pueblo-, lo hicieron sin haber llamado primero a la Comandancia de Puertollano.
- Tiempo habrá para llamar luego, Paco, si es que es verdad lo que te han dicho; a ver si resultará que es un muñeco… Y, total, los cadáveres nunca tienen prisa, ¿no?
No había duda de que la lógica del cabo era imbatible; y, además, era él quien tenía el mando, así que el agente se guardó su natural tendencia a seguir al pie de la letra las normas para una mejor ocasión.
Al acercarse al cruce de la CR-P-4115 vieron, enseguida, que allí solo había dos árboles, y que del más grande colgaba, efectivamente, un cadáver; y además, como enseguida comentó el cabo, “de una tía bastante buena”. Algo que, en el estado de la fallecida, era casi una broma macabra; pues aunque era cierto que las facciones de la chica, no mayor de veinticinco años, eran muy agradables, y que su cuerpo, por completo desnudo, se veía delgado y esbelto, también lo era que colgaba, cabeza abajo y con las piernas abiertas, de una rama alta. Y, sobre todo, que estaba literalmente cubierta de latigazos; hasta el punto de que, más allá de las extremidades y la cara, era difícil hallar un solo lugar de su anatomía donde la piel no estuviese marcada por los azotes. Pero, y a parte de los latigazos, no se veía a simple vista ninguna otra señal de violencia: ni cortes profundos, ni hematomas en la cabeza; nada, en particular, que sugiriese la causa de la muerte.
Mientras Paco vigilaba, el cabo llamó a la Comandancia, y en menos de media hora estuvieron allí los refuerzos; dirigidos por un sargento al que los dos guardias de Abenójar conocían de sobra, pues era su superior inmediato. Vinieron acompañados del médico forense, quien hizo la primera inspección del cuerpo sin descolgarlo; para lo que se subió a una pequeña escalera, de tres peldaños, que en el vehículo llevaban. Al hacerlo, la cabeza del facultativo quedó un poco más alta que el sexo de la víctima; en cuanto el hombre miró hacia allí, puso una expresión de disgusto y le dijo al sargento:
- Creo que ya sé la causa de la muerte, aunque para estar seguro habré de hacer la autopsia, claro. Y, de paso, también sé por qué la han colgado así; creo que la azotaron estando de pie, no cabeza abajo, y algunas horas antes de que muriese. Seguramente, en un lugar menos público que este; luego la trajeron aquí durante la noche, jodida pero viva, la colgaron así, y vertieron dentro de su vagina, y en su recto, alguna substancia corrosiva, tipo salfumán. Pobre chica, vaya muerte más horrible hubo de tener .
Para cuando, una hora más tarde, la comitiva judicial llegó a levantar el cadáver, los agentes habían registrado a fondo todo el perímetro alrededor del árbol; y, de paso, tanto el cruce de carreteras como los márgenes próximos. Pero la tarea no arrojó ningún dato importante, pues nada parecía lo bastante reciente como para vincularlo al crimen: dos o tres colillas, que por su aspecto sin duda habían sido arrojadas allí semanas atrás, sino meses; y el envoltorio de celofán de un paquete de tabaco rubio americano, que parecía haber sido lanzado desde un vehículo en marcha. Pues, unos treinta metros más allá y en dirección a Abenójar, apareció en la cuneta del mismo lado el papel metalizado interior, el que cubre los filtros de los cigarrillos.
Por si acaso se recogió todo, y una vez que llegaron los de la funeraria el cadáver fue descolgado, y llevado al depósito. No sin antes ser objeto de una inspección más detallada por parte del forense, en la que halló algo que antes no había podido ver; en la grupa, justo al final de la nalga izquierda y casi por completo tapada por las estrías violáceas, ya casi negras, de los latigazos, la chica tenía una marca. Parecía hecha a fuego vivo, como las del ganado, y medía unos cinco centímetros de lado; aunque, dada la tumefacción de la piel en aquella zona, quizás la que más latigazos habría recibido, resultaba del todo imposible adivinar qué representaba.
El asunto pasó, casi enseguida, al SECRIM de la capital; pues, aunque la autopsia confirmó la causa de la muerte, era necesario, primero que todo, identificar el cuerpo. Pero, para eso, todos los intentos fueron infructuosos; aunque se obtuvieron las huellas de la víctima, no figuraban en el SAID, ni en los sistemas equivalentes de los demás países europeos. Y tampoco se halló a nadie que se le pareciese en las bases de datos del CNDES, donde se registran las personas desaparecidas; así que, un tiempo después, el asunto fue quedando en el olvido, “tapado” por otras investigaciones algo menos frustrantes.
Hasta, claro está, que otro caso similar sucedió, dos meses más tarde; aunque esta vez fue más al norte, en el cruce de la carretera CR-721 con la CR-P-7221. Otro cadáver, de una chica joven y desnuda, apareció colgando de un árbol; tampoco pudo ser identificada, pero tenía un rasgo en común con la primera: una marca en la grupa, sobre la nalga izquierda, de igual tamaño a la de aquella y algo más legible. De hecho, la principal diferencia entre las dos era la causa de la muerte; porque a la segunda la habían matado haciéndole innumerables cortes por todo el cuerpo, de escasa longitud pero profundos, y dejándola desangrar luego. De un modo especialmente cruel, según el forense; pues, dentro de algunas de sus muy profundas heridas, halló cristales de sal gruesa que aún no habían terminado de disolverse.
De inmediato se activaron todas las alarmas, y el servicio de Policía Judicial de la Guardia Civil comenzó un “peinado” intensivo de la provincia, en busca del lugar de donde pudieran haber salido aquellas dos chicas. Enseguida se halló el candidato perfecto: la finca “Las Angarillas”, próxima al Abedular de Riofrío. Pues en ella tenía su sede una secta, venida de Sudamérica, sobre la que corrían toda clase de rumores en los pueblos vecinos; lo único seguro era que el cortijo, y la enorme extensión de terreno que lo rodeaba, habían sido comprados por una sociedad paraguaya años atrás, y que en él residían cierta cantidad de mujeres jóvenes. Eran ellas quienes se ocupaban de comprar las provisiones que necesitaban, por lo común yendo en un vehículo a los centros comerciales de la capital; aunque en ocasiones compraban en los pueblos, donde provocaban el natural revuelo. Ya que todas tenían un rasgo en común: eran jóvenes, y muy bellas, y solían vestir de un modo realmente provocativo.
La visita que varios agentes hicieron al lugar no arrojó nada útil para la investigación; más allá, claro está, de confirmar que allí residían un montón de chicas jóvenes, de todas las nacionalidades. Y que aquello, como comentó uno de los guardias, más parecía un harén que no una secta; pues, a parte del líder del grupo, solo vieron allí a dos hombres más, y además descubrieron muy sorprendidos que las mujeres iban siempre sin ropa. Pues las que trabajaban en el campo, o en un huerto próximo al cortijo, iban absolutamente desnudas; algo que comprobaron por el camino, y que se podía apreciar desde el cortijo. De hecho, solo se cubrieron las que tuvieron contacto directo con ellos, y no demasiado: sujetaron alrededor de sus cinturas una especie de pañuelo, que dejaba al aire la mayor parte de los muslos. Y, lógicamente, sus pechos…
Una desnudez que a ellas no parecía importarles en absoluto; antes al contrario, una de las chicas aseguró -a la única agente femenina que componía la expedición- que, si practicaba como ellas el nudismo “activo”, se liberaría de todos sus tabúes, y sería mucho más feliz:
- Solo estando desnuda se puede llegar al Divino…
Un comentario que, lógicamente, la agente no acabó de comprender; pero que, como buena profesional, anotó en su informe. Sin embargo, nadie dijo conocer a las dos fallecidas, y el líder les indicó que allí no llevaban ningún registro de las residentes, pues todas eran libres de ir y venir cuando quisieran; y desde luego ir desnudas, siendo aquella su casa, no suponía delito alguno, pues todas eran mayores de edad. Por lo que los agentes se fueron con las manos vacías; y, más de uno, con una erección importante, pero eso ya era otro tema.
Como la Guardia Civil no tenía ninguna otra pista sólida que seguir, el instructor decidió pedir a la juez de guardia -una chica, casi más joven que las víctimas, que servía en Puertollano su primer destino- que les dejase registrar el cortijo; topando, claro está, con una negativa tan cortés como firme, pues no había indicio alguno de que las fallecidas hubiesen salido de “Las Angarillas”. Como le dijo la jueza al teniente que llevaba el caso:
- ¿Usted cree, de verdad, que si fuesen ellos serían tan burros como para ir dejando los cadáveres de sus víctimas, y además bien expuestos, tan cerca del cortijo? Hágame caso, busque usted algún indicio sólido, no meras habladurías de pueblo. Por cierto, ¿No dice usted que iban todas en pelotas? ¿Se les ocurrió mirarles el culo, para ver si llevaban la misma marca que las dos difuntas?
Un detalle que, bastante azarado, el teniente tuvo que negar que ellos hubiesen investigado; aunque se defendió diciendo que, en todo caso, los pañuelos que llevaban a la cintura las chicas que ellos interrogaron, habrían tapado sus hipotéticas marcas. Pero esa fue una excusa que la juez le rechazó, con una sonrisa irónica:
- Pero, ¿no me ha dicho usted que presumían de ser nudistas “activas”, sea lo que sea que eso signifique? Pues haberles pedido que les enseñaran el culo; ellas tan contentas, y ustedes aún más…
El teniente Manuel Sáez, un veterano con casi treinta años en el cuerpo que había empezado su carrera como simple guardia, salió del juzgado aún más convencido que nunca del principio que había guiado toda su vida laboral: por más que la ciencia avance, no hay nada como un confidente. Así que, en cuanto llegó a su despacho, llamó a un compañero de promoción destinado en Madrid, en el departamento que investigaba a las sectas que se consideraban peligrosas. Y tuvo suerte, pues su amigo Juan Peláez le comunicó, en voz muy baja y exigiendo máximo secreto, que tenían aquella gente bajo vigilancia, y que estaban a punto de colar en “Las Angarillas” a una agente encubierta; pero que, eso sí, era una operación que llevaban con los alemanes, por lo que poco o nada le podía explicar.
- Es más, Manolo, ¿tú sabes aquello de las pelis? Sí, hombre, lo de “esta conversación no ha tenido lugar”; pues aplícalo a ésta… Solo puedo ofrecerte una cosa: si te vienes mañana a Madrid, además de tomarte conmigo unos callos que te vas a cagar de buenos, te presentaré a la ya casi infiltrada. Y, lo que los dos acordéis, es cosa vuestra; si ella te quiere informar sobre lo que pueda descubrir, mejor para tu caso. Pero tendrás que inventarte una fuente; a ella, ni mencionarla en tus informes y atestados, ¿estamos?
II
Catalina Ramos, Cata para los amigos, entró en el bar con diez minutos de retraso; una práctica que su entrenamiento de élite, y sobre todo los muchos años “undercover” -como decían sus compañeros, demasiado aficionados a las series americanas de policías- le habían enseñado a respetar. Pues aquella era la mejor forma de saber lo que la esperaba, cuando llegaba a algún sitio determinado; en aquel caso, eran el teniente Peláez y otro caballero que, pese a ir también vestido de paisano, olía a picoleto casi más que el primero. Así era, y en cuanto fueron presentados el teniente Manuel Sáez fue al grano:
- Sargento, tengo sobre mi mesa dos cadáveres de chicas jóvenes como usted, y casi igual de guapas; bueno, lo serían cuando estaban vivas, claro. El caso es que tengo el pálpito de que las dos salieron de “Las Angarillas”, o al menos de que estuvieron allí; pero la juez no me deja entrar a registrar la finca, para poder comprobarlo. ¿Podría usted ayudarme? Sobre todo, necesito saber sus identidades; aunque, claro, cualquier dato sobre ellas sería bienvenido. No digamos ya, si es acerca de las circunstancias de sus muertes .
Cata, refrenando sus ganas de afearle el comentario sobre su belleza, casi más rancio que machista, le contestó:
- Mi teniente, encantada de colaborar en lo que pueda, pero no creo que vaya a ser mucho. Como comprenderá, no puedo decirle a qué voy a ir allí, si es que lo logro, ni cómo; de hecho, imagino que el teniente Peláez ya le habrá contado mucho más de lo que yo le puedo decir .
Mientras ensanchaba su sonrisa observó como Peláez enrojecía, sin duda pillado en falta; haciendo ver que no se daba cuenta, continuó:
- Si puedo averiguar algo sobre sus dos chicas, no dude usted que lo transmitiré por los canales oportunos; y advertiré a mis jefes de su interés, para que le hagan llegar los datos que yo obtenga. Pero no puedo llevarme allí un teléfono móvil, por ejemplo, así que no podré llevar imágenes de las fallecidas, ni comunicarme con usted en modo alguno; déjeme las fotos, y trataré de aprenderme sus caras antes del viaje. Que no tardará en empezar, por cierto; insisto en que no puedo darle más detalles, pero sospecho que mi “admisión” en la secta está, como se suele decir, a punto de caramelo .
No se equivocaba, en absoluto; aunque lograrlo había supuesto años de esfuerzo combinado, entre la Guardia Civil y la policía alemana. De hecho, Cata era sargento, sí, pero no de la Guardia Civil, sino del GSG9 alemán; hija y nieta de inmigrantes españoles, al cumplir los 19 años había ingresado en la Bundespolizei, y dos años después ya formaba parte de su unidad antiterrorista de élite. En la que llevaba seis, la mayor parte de los cuales los había dedicado a infiltrarse en aquella Iglesia de la Divina Presencia; una secta de origen suramericano, con ramificaciones en España y en Alemania, y de la que se sospechaba que captaba mujeres para dedicarlas a la prostitución.
Algo que, obviamente, no era competencia de antiterrorismo; pero Cata, que desde luego no tenía ni un pelo de tonta, ya suponía que, si dedicaban tanto tiempo y esfuerzo a aquella gente, algo más importante habría. Aunque sabía que en el GSG9, como siempre le decía Klaus, su jefe inmediato, cuantas menos preguntas hagas, mucho mejor para tu carrera. Así que ella se limitó a hacer lo que le ordenaban: irse a Berlín a vivir de “okupa”, y a entablar amistad con algunas de las chicas de las que, según sospechaban, reclutaban a otras para la secta en cuestión.
Le costó, desde luego; primero, porque nadie quería hablar del tema de las “Divis”, como allí llamaban a las chicas de la secta. Y más tarde, una vez que logró contactar con algunas de las del grupo, por las costumbres que tuvo que adoptar. Pues Cata era nieta de labradores extremeños semianalfabetos, emigrados a Alemania para escapar al hambre de la posguerra; e hija de un obrero de la Volkswagen -que nunca se sacó el “Abitur”- y de una andaluza de aldea, de las de misa con mantilla, ropa negra, y mucho santiguarse. Así que le costó mucho adaptarse al desparpajo de las “Divis”; la mayoría de ellas hijas de familias acomodadas, gente ilustrada, de costumbres liberales, y sin otra preocupación en la vida que la de pasárselo bien.
Aún recordaba, con una sonrisa, la primera vez que visitó a su nueva amiga Ulrike, en el piso ocupado que ella compartía con un montón de otros chicos y chicas; le abrió la puerta desnuda por completo, como las otras cinco o seis “Divis” que corrían por allí, y lo primero que todas le propusieron, entre risas, fue que se “liberase de sus tabúes”. Querían decir de la ropa que llevaba, claro; Cata, roja como un tomate, se negó en redondo, y durante un buen rato pensó que su misión se iría al garete allí mismo.
Pero no fue así, ni mucho menos; al contrario, su negativa inicial pareció espolear a las demás, convencidas de que iban a poder convertir a “ein echter Bauerntrampel” en una mujer moderna, de mundo, abierta a cualquier nueva experiencia que fuese placentera. Y ella se dejó hacer, claro, sin plantear más resistencias que las que le pedía su propia modestia; así que se mudó a vivir en una de sus comunas, y se acostumbró progresivamente a vivir con menos ropa. Algo que, de haber vivido allí solo chicas, sin duda le habrá resultado más fácil; pero por el piso pasaban un montón de hombres, y alguno incluso se quedaba por unos días. Así que, cada vez que uno de ellos se quedaba mirando fijamente a sus pechos -lo máximo que llegaba a enseñar, pues no se veía capaz de ir por el piso sin bragas- Cata enrojecía violentamente; y desde luego le costaba Dios y ayuda, en esos casos, no taparse “las vergüenzas” (eso hubiera dicho su madre) con los brazos.
Eso sí, ninguno de aquellos hombres trató nunca de abusar de ella; insinuaciones, tantas como se quieran, manos que van a donde no deben, a montones. Pero, ante las negativas tajantes, expresas, de Cata a cualquier avance de tipo sexual, todos reculaban; incluso alguno, muy “burgués”, le pedía disculpas. Y no pasaba nada, porque las demás chicas, mondándose de risa, hacían bromas sobre “Die Spanische Jungfrau”; para luego “consolar” ellas a los chicos que Cata había rechazado.
Todo cambió una tarde, meses después, cuando Cata y Ulrike volvieron al piso tras haber participado en una manifestación; era contra algo que quería el gobierno, pero ni siquiera Ulrike tenía muy claro de qué iba. Al entrar en el piso, y como siempre hacían, se desvistieron las dos en el recibidor, entre bromas y risas; Ulrike por completo, y ella hasta quedarse en bragas. Ambas estaban sobreexcitadas por la experiencia que acababan de vivir, toda gritos, golpes y carreras frente a la policía, y hasta que no entraron al salón no se dieron cuenta de que había más gente allí. De hecho, mucha gente; al menos una docena de hombres, vestidos con largas túnicas blancas, aunque todos en el más absoluto silencio.
En medio de todos ellos, en el suelo, se sentaba -en la posición del loto, como muchos de los otros- un hombre que de inmediato le resultó a Cata familiar: Pablo, el máximo jefe, gurú, líder, guía o como se le quisiera llamar, de la Iglesia de la Divina Presencia. El cual la miraba muy sonriente, y le alargaba una mano; la chica, venciendo su vergüenza por estar semidesnuda ante tanta gente, se acercó y la tomó. Tras lo que, a un gesto de él, fue a sentarse justo delante suyo, en la misma postura de yoga.
- No; así no, Cata. Un cuerpo como el tuyo no debe, jamás, ser ocultado a la vista de los demás; sería un pecado contra la naturaleza. Si te quieres sentar en el suelo, frente a mí, me parece perfecto; pero primero quítate esas bragas, y luego siéntate separando tus piernas, de forma que dibujen una letra M mayúscula. Así exhibirás, a todos, la hermosura de tu sexo; ¿sabes? si el Divino eligiese un cuerpo para reencarnarse, seguro que sería como el tuyo: alta, esbelta, pechos bien formados, grandes pero sin ser excesivos, nalgas redondas y firmes…
La chica se quedó inmóvil, como paralizada, pues por más que sabía que debía hacerlo, era incapaz de quitarse las bragas allí, delante de todos aquellos desconocidos; fue Ulrike, entre risas, quien solucionó el problema: se colocó detrás de Cata y, de un tirón, se las bajó hasta el suelo.
- Eso es, muy bien; ahora pon las nalgas en el suelo, y abre las piernas tanto como puedas. Separa un poco más tus rodillas; sí, exacto, hacia afuera. No quiero que nos priven tampoco de la visión de tus pechos, tan hermosos y llenos .
Para cuando, resistiendo la voz interior que le decía que huyese de allí a la carrera, logró adoptar la postura que aquel hombre le pedía, o incluso le exigía, Cata estaba ruborizada hasta la raíz del pelo; pero eso a él pareció gustarle, pues siguió hablándole en un español cadencioso, con un ligero acento suramericano, que casi parecía acariciarla:
- Algunas de mis discípulas me han hablado maravillas de ti; dicen que eres un diamante en bruto, que solo necesitas de un pequeño empujón para comenzar a disfrutar de la vida. Así que te ofrezco ser yo quien te ayude, personalmente, a conseguirlo; en nuestro refugio de España, donde podrás acercarte más al Divino. Con tu esfuerzo, y gracias a la ayuda de todas las demás que allí residen, por supuesto; Ulrike también irá, pero un poco más tarde. Ahora mismo la necesitamos en Berlín. No tengas ningún miedo, pues solo necesitas dos cosas: una mente abierta, y el deseo de aprender. ¿Quieres venir conmigo?
Ni que decir tiene que Cata, mirando al suelo y reprimiendo una sonrisa de satisfacción por haber logrado su objetivo, asintió moviendo la cabeza; solo le pidió disponer, en Madrid, de unos días para ella, con la excusa de que iba a visitar a familiares. El hombre, sin dejar de sonreír y sin tampoco soltarle la mano, asintió; luego, con la mirada fija en el sexo de Cata, continuó hablando:
- Te recogerán dentro de tres días, a primera hora de la mañana, en Madrid; la víspera te llamaré, y te diré dónde. Ahora te darán cien euros para el avión, por cierto. Y una última advertencia: en mi refugio gozarás, muchísimo, pero solo si vienes dispuesta a todo; así que vete preparando para aceptar, con alegría, cualquier cosa que te suceda. Lo digo porque Ulrike me ha comentado que, en materia de sexo, eres muy recatada; me acabo de dar perfecta cuenta, claro, y eso hay que corregirlo. Pero no te preocupes; nosotros sabemos cómo hacerte perder todas tus inhibiciones, y ayudarte a alcanzar la felicidad más plena. Aunque a veces, el camino para llegar a ella esté sembrado de espinas; es algo así como los dolores del parto: parir duele, incluso muchísimo, pero una vez que has acabado de dar a luz, todo es alegría .
III
Algunas horas después de su encuentro con los dos tenientes, Cata recibió un mensaje en su móvil, en el que solo le enviaban unas coordenadas y una hora: las ocho de la mañana siguiente; y le advertían de que no llevase equipaje. Resultó ser en un rincón de la Casa de Campo, junto a la Fuente de San Pedro; Cata fue hasta allí en un taxi, aunque tuvo que descartar los dos primeros que paró, hasta que encontró uno que llevaba un GPS capaz de buscar coordenadas. Una vez en el lugar indicado, a donde llegó -como era su costumbre- diez minutos tarde, se encontró que allí no había nadie; así que se sentó en el poyete de la fuente, y se puso a esperar.
Hacía un poco de frío; pues, aunque ya era primavera, a aquella hora el sol aún no calentaba. Y aún tuvo que soportarlo unos quince minutos; Cata supuso que, desde algún lugar donde ella no podía verles, la estarían vigilando, para asegurarse de que nadie la seguía. Fuese o no así, una vez transcurrido ese tiempo una furgoneta cerrada, sin marcas, se detuvo justo delante de la fuente; el portón lateral se abrió frente a ella, y un hombre joven, delgado y muy feo, de aspecto marroquí, asomó la cabeza por el hueco de la puerta.
- Desnúdate, mete ropa en bolso y tú me das; zapatos también, todo .
Al ver que Cata se quedaba inmóvil, sin decidirse a hacer lo que él le había ordenado, el hombre volvió a hablarle, en su horrible español con acento magrebí:
- ¡Vale, mujer, que no tenimos todo día! ¿Tú vienes, o tú quedas? Fuera ropa ya…
Con un suspiro, Cata se quitó, por la cabeza, el vestido que llevaba, lo dobló y lo metió en su bolso; luego se bajó de sus zapatos de medio tacón, se agachó, los recogió, y los guardó con el vestido. Tras lo que, llevando solo el sujetador y las bragas, y muerta tanto de frío como, sobre todo, de vergüenza, miró a aquel hombre interrogativamente. Pero él no iba a ceder:
- Tú ya sabes reglas, en pelotas todo. Y, si cuento a jefe, tú un castigo; ¿tú vienes, o yo mi voy?
Cata, ya muy ruborizada, tuvo que hacer un sobrehumano esfuerzo de voluntad para soltar el cierre del sujetador; y sobre todo para, acto seguido, quitárselo y meterlo en el bolso. Pues no solo aquel hombre la contemplaba fijamente, sino que se permitía hacer comentarios sobre su cuerpo con alguna otra persona, seguramente el conductor del vehículo; así, cuando Cata retiró el sujetador, dejando libres sus grandes y bien formados pechos, el hombre silbó, y dijo en voz alta:
- ¡Buenas tetas! Grandes, bonitas; gusta mí cómo tú mueves tetas…
Sin embargo, cuando la chica reunió las suficientes fuerzas como para hacer el último esfuerzo -bajarse las bragas, recogerlas del suelo y meterlas en el bolso- su espectador, en vez de un cumplido, emitió un reproche:
- ¡Eso nada bien! Mal, pelo en coño nunca; luego quitamos… Ahora das bolso a mí, y sube a furgoneta .
Ni que decir tiene que Cata le obedeció al instante; feliz de poder, al menos, ocultar su desnudez dentro del vehículo, pues en cualquier momento podía acercarse alguien a la fuente. Así que se apresuró a subir; obsequiando de paso a aquel hombre, al hacerlo, con el espectáculo de sus grandes pechos bamboleándose libremente. Una vez dentro, se sentó en la banqueta que allí había, junto al magrebí; el hombre cerró el portón, y acto seguido le puso el cinturón de seguridad, cuidando de que la cinta vertical pasase entre sus dos pechos. Tras lo que, con la otra mano, le separó las rodillas, que Cata había juntado en un acto reflejo; tras hacerlo le dijo, mientras se ponía él también el cinturón:
- ¡Eso bien tampoco! Tú siempre piernas todo abiertas, así enseñar coño a nosotros. Ya tú aprender, ¿no?
Y luego intercambió unas palabras, en lo que a ella le pareció árabe, con el hombre que se sentaba al volante, quien la contemplaba con mucho interés por el espejo retrovisor; por lo que Cata pudo ver, era de la misma etnia que su vecino de asiento, e igual de feo o más. El conductor, acabada la conversación, contestó “¡Vale!” y arrancó inmediatamente.
Salieron de Madrid hacia Toledo, por la A42, y a partir de que rodearon esta última ciudad empezaron a circular por carreteras secundarias; Cata, que ya sabía dónde iban, no prestó demasiada atención a la ruta, y no solo por conocer su destino final. Era, sobre todo, porque el hombre sentado a su lado no paró de tocarla en las más de tres horas que duró el viaje; durante un buen rato sobándole los pechos, con tanta energía que parecía que los amasase, y luego dedicándose a excitarla con sus dedos. Primero, acariciando suavemente la vulva de Cata, arriba y abajo, con especial dedicación a su clítoris; y más tarde, una vez notó que la chica ya estaba húmeda, introduciendo un dedo en su vagina. Que luego fueron dos, más tarde tres…
Aquel hombre no se detenía, entrando y saliendo de su sexo a un ritmo cada vez mayor, y ella no se atrevía a apartarle la mano; y para cuando la furgoneta cruzó un pueblo cuyo nombre pudo leer a través del vidrio delantero, Menasalbas, Cata estaba a punto de tener un tremendo orgasmo, por supuesto indeseado. Pero el otro lo notó, y detuvo en seco la masturbación forzada; no le fue difícil de apreciar, pues Cata jadeaba fuertemente, y además él tenía la mano invasora literalmente empapada con sus jugos. Sonriendo, le dijo:
- Tú solo corres si tienes el permiso, ¿vale? Si no, castigo; y ahora no permiso. Aguanta; luego, más fuerte aún correr .
El hombre sabía lo que hacía, pues siguió igual todo el resto del camino, llevándola cada vez hasta el límite mismo del orgasmo, y deteniéndose allí; para cuando, después de pasar junto a un embalse, atravesaron el pequeño pueblo de El Robledo, Cata estaba sudando a chorros, no paraba de gemir, y tenía el asiento de la furgoneta literalmente empapado con sus secreciones. Al final, y aunque hacerlo le provocaba una vergüenza terrible, Cata terminó por suplicarle clemencia; sorprendiéndose a sí misma, se pasó la última media hora de viaje diciéndole:
- ¡Por favor, basta ya!; te lo suplico, deja que me corra de una vez. ¡No aguanto más!Luego, si quieres, vuelves a excitarme…
Pero el hombre era inflexible; lo más que ella obtuvo de él fue el escaso consuelo que suponía oír que, una vez llegasen, el jefe la aliviaría:
- Pablo espera a ti en cortijo; si tú portas bien, quién sabe. Puede que te deja correr a ti.. .
Así que, cuando por fin llegaron al portal de acceso a la finca de “Las Angarillas”, Cata estaba literalmente desesperada por un orgasmo; por lo que prestó escasa atención al monótono paisaje, en su mayor parte pura dehesa, de aquella inmensa finca. Solo llamó su atención, ya llegando al cortijo, un grupo de chicas que trabajaban en un huerto junto al camino; eran cuatro, todas ellas jóvenes y muy hermosas, y por supuesto tan desnudas como lo estaba la propia Cata. Aunque, por la tranquilidad con la que cavaban, seguro que mucho menos excitadas.
Hasta que la furgoneta no se detuvo frente a la casa principal, el hombre no dejó de masturbarla; así que, cuando le quitó el cinturón, abrió la puerta del vehículo y le hizo señas de que saliera, Cata levantó su desnudez de lo que ya era un auténtico charco de secreciones, y se bajó notando como la humedad resbalaba por sus muslos. En la puerta la estaba esperando otro hombre, este de aspecto más europeo pero también muy joven; vestía vaqueros, camiseta y zapatillas deportivas, y le alargó una mano muy sonriente:
- Bienvenida, Cata, al paraíso; acompáñame, que voy a prepararte para ser recibida por Pablo .
Ella tomó la mano que él le ofrecía y, con las piernas algo temblorosas, le siguió hasta el interior del edificio; allí fueron, por varios pasillos, hasta lo que parecía una sala de baño, en cuyo centro había una mesa de masaje más ancha de lo común, recubierta de piel sintética negra. El hombre le indicó que se tumbase allí, boca arriba; una vez que Cata obedeció le separó las piernas al máximo, flexionándoselas hasta que las plantas de sus pies se apoyaron, por completo, sobre la tabla. Y entonces le dijo:
- No te muevas, que voy a quitarte ese vello para siempre. Nada debe ocultar vuestros sexos a la mirada de los otros, ¿sabes? Es una gran ofensa al Divino. Además, ir depilada ahí abajo te provoca una sensación muy erótica, ya verás; te sientes doblemente desnuda .
Durante la siguiente hora, o casi, aquel hombre se dedicó a eliminar, de su bajo vientre, todo rastro de vello; y no solo en el pubis, o junto a los labios de su sexo, sino también en la hendidura entre las nalgas. Primero recortó, con unas tijeras, las zonas más pobladas; luego aplicó cera, con la que arrancó el vello de raíz, y finalmente le pasó un láser, para asegurarse -eso le dijo- de que no volviese a crecer, obstruyendo así la visión de su sexo. Mientras lo hacía, no paraba de excitar aún más a Cata; tanto por el contacto con los dedos, que en ocasiones tenían que sujetar, o que separar, los labios mayores de su sexo, como por las posturas que le hacía adoptar.
Ya que, para alcanzar a todos los rincones de su zona pélvica, la hizo estar un buen rato en posición arqueada; con el pubis alzado, mantenido así gracias a sus propias manos, colocadas en la cintura y haciendo de soporte a sus nalgas levantadas. Tanta era su excitación, que Cata no paraba de mojar; así que de vez en cuando el hombre, con una sonrisa cómplice, le pasaba una toalla por el sexo y los muslos, para secarlos un poco; algo que, en ocasiones, acompañaba de un comentario apreciativo, tal como:
- Ya veo que aquí te lo vas a pasar francamente bien; eres una chica sexualmente muy activa, eso se nota enseguida .
Cata prefirió no explicarle el porqué de su excitación, y se limitó a seguir esperando, entre gemidos cada vez más frecuentes, el momento de liberar sus tensiones. Que sin duda se acercaba, pues cuando aquel hombre la juzgó bien depilada le dio una suave palmada en el pubis, mientras le preguntaba qué tipo de anticonceptivo empleaba. Cata, aún más ruborizada si cabía, le dijo que ninguno permanente, y el hombre marchó de la sala un momento; para volver, al cabo de unos minutos, con una bandeja, en la que llevaba unas largas pinzas y un pequeño aparato.
- Esto es un DIU hormonal; a partir de ahora no tendrás que preocuparte por nada, ni siquiera por la regla. Vuelve a ponerte en la posición de antes, por favor; eso es, con la pelvis bien levantada… No te muevas ahora; si se tiene tanta práctica como tengo yo, colocarlo es un instante .
Cata notó como el hombre hurgaba, con aquellas pinzas, en el fondo de su vagina, pero al moverlas no le hizo daño alguno; y, cinco minutos después, las sacó y le indicó que ya podía devolver sus nalgas a la tabla. Tras lo que, durante un tiempo, revisó por enésima vez el pubis, el sexo y el ano de Cata, buscando algún pelo que hubiese escapado a sus atenciones. Y, una vez satisfecho, le señaló la ducha, en una lateral de la misma sala:
- Ahora lávate y arréglate; cuando estés lista, serás presentada .
Allí se quedó, no solo contemplando a Cata mientras se duchaba sino dándole, de vez en cuando, alguna indicación; una vez que la chica salió de la ducha él mismo la secó, con una gran toalla, y luego la acompañó hasta el tocador, para que se arreglase el pelo. Primero usando un secador de mano, pues la larga melena negra de Cata no permitía hacerlo de otro modo, y luego con un cepillo; que le hizo pasar una y otra vez, hasta que el pelo le quedó suelto, brillante y sedoso.
Solo entonces la consideró a punto; tomándola otra vez de una mano, primero comprobó, con la otra, que su sexo seguía muy mojado. Y, cuando vio que su mano salía de la entrepierna de Cata -quien, al notarse manoseada ahí abajo, no pudo reprimir un gemido de excitación- empapada por completo, la sacó del baño; acompañándola otra vez, por los pasillos del cortijo, hasta una puerta a la que llamó.
Al oír la voz de Pablo, desde el interior, dándole permiso para entrar, el hombre abrió; y a continuación, poniendo una mano sobre la grupa de Cata, empujó su cuerpo desnudo al interior de aquella habitación. Tras lo que volvió a cerrar la puerta, quedándose él afuera.
IV
Lo primero que vio Cata, una vez en la habitación, fue el gran ventanal que ocupaba, entera, una de las paredes, y que daba sobre la piscina; donde, en aquel mismo momento, cuatro chicas se bañaban, y otras tres tomaban el sol. Por supuesto, todas tan desnudas como lo estaba ella; incluso algo más, pues Cata tapaba, con sus brazos y lo poco que podía, tanto sus pechos como su sexo. Mientras que la desnudez, a sus compañeras de la piscina, no parecía preocuparles en absoluto; tanto era así que dos de ellas, indiferentes a las miradas ajenas, estaban tumbadas una junto a otra sobre el frondoso césped, masturbándose mutuamente. Y, por las expresiones de sus caras, parecían disfrutarlo muchísimo.
El hombre estaba sentado en una de las dos butacas que había frente a la mesa de despacho, mirando al exterior; cuando la chica entró, se giró hacia ella y le dijo, muy sonriente:
- ¡Cata, buenos días! Acércate, no seas tímida; estás muy hermosa, con el cabello tan suelto y tu precioso sexo bien visible… Pero ven a sentarte aquí, sobre mi muslo; y deja ya de taparte, te lo ruego. Lo único que debería darte vergüenza es ocultar tanta belleza .
Cata, enrojeciendo hasta la raíz del cabello, fue a colocar sus nalgas sobre el muslo izquierdo de Pablo, quien estaba sentado con sus dos piernas bastante separadas. Al hacerlo, su primer pensamiento fue para agradecer que el hombre llevara puesta una especie de túnica; al menos, pensó, no he de poner mi trasero desnudo directamente en contacto con su piel. Pero el siguiente pensamiento fue menos tranquilizador; pues, al sentarse y para no perder el equilibrio, apoyó su mano derecha, de forma refleja, sobre la ingle del hombre. O, más exactamente, sobre lo que parecía un miembro viril muy grande; y, sobre todo, muy duro. Pablo no solo pareció no inmutarse, sino que cuando Cata fue a quitar la mano se la sujetó con la suya, para que no la retirase de allí; y, acto seguido, comenzó a masturbarla suavemente, mientras que con la otra le acariciaba los pechos.
- Estoy seguro de que Ulrike te ha instruido de sobra, pero no está de más que te recuerde los principios de la fe que nos une. Nosotros, como todas las grandes religiones, creemos en un Ser Superior que nos creó, y que cuida de nosotros; aunque, a diferencia de la mayoría de las otras, aceptamos que los humanos somos demasiado ínfimos como para conocer más sobre Él, y nos limitamos a adorar, y a obedecer, a quien llamamos simplemente el Divino. Pues solo podemos saber de Él lo poco que a mí, su humilde servidor elegido, me ha revelado en sueños; y las cosas que, en ocasiones, decide contarme. La principal, que estamos en este mundo solo para el amor, y que el orgasmo no es sino un pequeño anticipo, que Él graciosamente nos otorga, de la intensa felicidad que nos espera en el Más Allá; si aquí le obedecemos, claro está, en todo .
De no ser porque los expertos dedos de aquel hombre hurgando en su sexo, unidos a las muchas horas de excitación sexual que llevaba acumuladas, la estaban volviendo literalmente loca, Cata se hubiera puesto a reír allí mismo a carcajadas; ¿de veras todas aquellas chicas se creían aquellas estupideces, y por eso estaban allí? Pero lo único que lograba emitir eran unos intensos gemidos de deseo; mientras separaba cada vez más sus piernas, para facilitar aún más, a aquellos diabólicos dedos, el acceso a su vulva.
Pablo, pese a que la tremenda excitación de Cata había de resultarle más que evidente -entre los gemidos de la chica y, sobre todo, sus torrenciales secreciones- hizo ver que no se daba cuenta; y siguió hablándole con su voz cadenciosa, mientras la acariciaba lentamente:
- Por eso exige que estéis siempre desnudas, pues ello facilita la tarea de hacer el amor; incluso entre vosotras, como puedes ver justo aquí delante. Lo único que os exige el Divino es que le demostréis que vuestra entrega es a Él, y no solo a los placeres de la carne. Por eso, después de cada orgasmo debéis ofrecerle vuestro dolor físico, cuanto más proporcional al previo goce, mejor; es vuestra prueba de amor al Divino. Y, junto con el trabajo para la comunidad, es vuestra principal obligación: gozad cuanto queráis, sentid en vuestros cuerpos el soplo divino, el orgasmo, tantas veces como podáis; pero, después de cada clímax, ofrecedle vuestro sacrificio. Jamás olvides eso, pues no solo debes velar por cumplir tú con el mandato, sino porque las demás lo cumplan también. Y piensa que, si no lo haces, puedes ser objeto de terribles castigos; incluso, ser expulsada del grupo. Como lo será cualquiera a la que denuncies, por no cumplir la regla .
Para cuando él dijo eso, Cata ya casi no le prestaba atención, pues no podía pensar en otra cosa que en alcanzar un orgasmo; tanto era así que, sin darse ella ni cuenta, había empezado a masturbar a Pablo vigorosamente, a través de la tela de aquella túnica. El hombre empezaba a mostrar los efectos de su propia excitación; hasta el punto de que decidió concluir ya su discurso, y pasar a la acción:
- Ahora, si lo deseas, te dejaré que cabalgues mi miembro hasta el orgasmo; puedes tener tantos como puedas, hasta que yo alcance también el clímax. Y, como será tu primera vez, tu penitencia será muy pequeña, casi ínfima: solo seis golpes de vara, en las nalgas, en los muslos y en los pechos. Yo mismo te los propinaré, tan pronto como hayamos terminado. Y ahora, ya puedes comenzar tu comunión con el Divino .
La última frase la dijo Pablo ya por completo desnudo; pues lo primero que hizo Cata, al oír lo único que en aquel momento le interesaba -que podía montar sobre el sexo de aquel hombre- fue quitarle la túnica a tirones. Y, en cuanto lo tuvo sin ropa, juntarle las piernas, ponerse a horcajadas sobre su regazo y, con una de sus manos, guiar aquel enorme miembro hasta los hinchados, y empapados, labios de su vulva.
Tan pronto como notó que el glande se apoyaba contra la entrada de su vagina, Cata no esperó más: dando lo que pareció un rugido, se empaló de un solo golpe en los casi veinte centímetros de longitud de aquel durísimo pene, hasta que sus muslos -y sus nalgas- golpearon sobre los de él. Y, a partir de ahí, comenzó a cabalgarlo con auténtica furia; subía y bajaba, a lo largo de aquel poste que la penetraba, cada vez a más velocidad, como poseída por un ataque de locura. Con lo que, en poco más de un minuto, logró el orgasmo más intenso que ella jamás hubiese alcanzado.
Tan tremendo fue que, durante unos segundos, tuvo que detener sus frenéticos movimientos, pues un intenso calambre le recorría todo el cuerpo; un tiempo después, bañada por completo en sudor, jadeando fuertemente, y mientras sus pechos se bamboleaban al compás de su agitada respiración, oyó la voz de Pablo que la instaba a no detenerse, y a seguir montándole.
De inmediato, y aunque su vagina estaba un poco irritada, se puso a seguir cabalgando aquel monstruo que continuaba penetrándola; esta vez con movimientos algo más pausados, pero asegurándose de llevar, a cada embate, el pene de él hasta el fondo de su vagina. Y luego, de volverlo a sacar casi por completo; así una y otra vez, sin prisa pero sin hacer pausa alguna. Con lo que, unos minutos después, alcanzó su segundo orgasmo; este no tan volcánico, pero de mayor duración. Hasta el punto de que aún estaba sumergida en él cuando notó que Pablo eyaculaba, y además muy copiosamente.
El hombre la mantuvo sentada sobre su miembro durante unos minutos, hasta que ella recuperó su respiración normal; entonces la levantó, cogiéndola por los brazos, y la hizo arrodillar frente a él. Cata, cuando tuvo aquel miembro ya algo fláccido frente a su cara, comprendió de inmediato lo que se esperaba de ella; y se puso a lamerlo, y a chuparlo, hasta que despareció de él todo rastro de la previa eyaculación, o de sus propias secreciones. Pablo, mientras tanto, había puesto una mano sobre la cabeza de ella; y le decía, sonriendo:
- Así, muy bien; debes, siempre, atender así a quien te haya acercado al Divino. Sí, trágatelo todo; no debes echar a perder ni una gota de la simiente de un hombre, ni de los licores de una mujer .
Pero, cuando juzgó que su miembro ya estaba limpio, su expresión facial cambió un poco, volviéndose más seria; mientras se ponía de nuevo la túnica, indicó a Cata que fuese hasta la mesa de escritorio, y que se tumbase sobre ella de medio cuerpo, boca abajo y con las piernas bien separadas. Cuando ella obedeció, Pablo se acercó a un armario de la pared contraria al ventanal, sacó de él una vara de madera fina y dura, de un metro de longitud, y se colocó justo a un lado de sus nalgas ofrecidas; tras lo que, a la vez que tocaba con la punta de la vara el trasero de la chica, le preguntó si estaba lista
Cata no tuvo tiempo de contestar. Para cuando iba a abrir la boca, un silbido ominoso precedió el ruido sordo de un impacto: el de aquella vara contra su nalga izquierda. La vara se hundió en el centro de la tersa carne, hasta desaparecer de la vista, y luego salió rebotada hacia afuera; mientras Cata daba un alarido auténticamente animal, y caía al suelo. Con sus dos manos frotando, de forma frenética, el lugar del impacto, donde ya se había formado una gruesa estría enrojecida. La chica, entre sollozos e hipidos, comenzó a decir:
- ¡Por favor, Pablo, no me pegues más! No puedo resistirlo, de verdad; es demasiado dolor para mí, soy incapaz de soportarlo…
Mientras le suplicaba, Cata se retorcía de dolor en el suelo; pero Pablo ni se inmutó: señalándole la mesa con aquella diabólica vara, le dijo:
- Recupera tu posición de inmediato, y deja ya de quejarte. Te aseguro que tenemos castigos mucho más severos; esto no es más que una mera iniciación al dolor que te ha de llevar hasta el Divino. Ahora bien, si no te ves capaz de mantenerte en la posición mientras te azoto, no te preocupes; te ato, y problema resuelto. Pero te aviso: si he de atarte doblaré la penitencia, pues te será más fácil soportarla de ese modo, sujeta y sin poder evitar los golpes. Y alguno de los azotes caerá en tu sexo; si logras aguantarlos sin ser atada, sin embargo, recibirás solo uno en cada nalga, uno en cada muslo, y uno en cada pecho .
El terror que le provocó lo que estaba oyendo impidió que Cata, durante unos minutos, hiciera otra cosa que seguir sollozando en el suelo, mientras frotaba con fuerza su nalga recién lacerada; pero, finalmente, comprendió que el castigo sería mucho peor si no obedecía, y lentamente regresó a su posición inicial sobre aquella mesa. Donde, tan pronto como colocó sus pechos sobre la superficie y separó las piernas, oyó otra vez aquel terrible silbido; y, al instante, un terrible dolor en la otra nalga la mandó de nuevo al suelo, entre llantos y alaridos.
Esta vez tardó algo más en lograr incorporarse de nuevo; y, cuando al fin lo hizo, Pablo le ordenó cambiar la posición: ahora mirando hacia él, con los pies en el suelo, las piernas muy abiertas y algo flexionadas, y apoyando sus doloridas nalgas justo en el borde de la mesa. Postura en la que recibió, de inmediato, el primero de los azotes en sus muslos: sobre el interior del derecho y de arriba abajo, trazando una estría roja que lo cruzaba, desde la ingle, hasta encima de la rodilla. Esta vez Cata gritó, lloró y se agitó tanto como con los dos anteriores, pero logró no caer al suelo; y cinco minutos después, con los ojos anegados en lágrimas y jadeando intensamente, se sorprendió a sí misma cuando, tras recuperar la posición, dijo con voz entrecortada:
- El siguiente, por favor, Pablo .
El hombre la miró, también sorprendido -y admirado de su entereza- y de inmediato hizo lo que la chica le pedía; aunque, incluso, con más fuerza que en el golpe anterior, como si quisiera poner a prueba la resistencia de Cata. Esta vez sí que logró tirarla de nuevo al suelo, pero al precio de dar el azote con todas sus fuerzas; la vara pareció querer dividir el muslo de la chica en dos mitades, e incluso le rompió la piel en algunos lugares, donde enseguida asomaron unas pequeñas gotas de sangre. Cuando se puso de nuevo en pie, Cata vio que el hombre tenía en su mano unas esposas, con las que le sujetó las manos a la espalda; lo que hizo a la vez que le explicaba:
- Como veo que te esfuerzas en complacer al Divino, voy a ser generoso contigo; no quiero que tengas la tentación de interponer tus manos en el camino de la vara, pues ello me obligaría a repetir los azotes. Y, por supuesto, podría lesionar tus dedos. Ahora vuelve a colocarte en la posición anterior, y adelanta tus pechos tanto como puedas; ya verás como pronto habremos terminado, y estarás orgullosa de las marcas que llevarás por Él. Como una mártir de la antigüedad…
El primer golpe de vara, que cruzó su pecho izquierdo justo por encima del pezón, superó las peores expectativas de Cata; el dolor fue mucho mayor al de cualquiera de los cuatro anteriores, y se vio agravado por la imposibilidad de aliviarlo, ni que fuese un poco, frotando el pecho lacerado. Así que la chica se puso a dar saltos, que lanzaron sus pechos en todas direcciones, y patadas al aire, mientras aullaba de dolor; en su desesperación, se acercó al ventanal y, bajo la atenta mirada de las chicas de la piscina, apretó el pecho herido contra el vidrio, en un vano intento de calmar el insoportable dolor con el frio que desprendía aquella superficie.
Pablo contemplaba, sonriente, todos aquellos movimientos convulsos, y no hizo nada por apresurarla; por el contrario, se sentó en la misma butaca donde la había penetrado, y esperó tranquilamente a que Cata se calmase. Algo que no sucedió hasta al menos diez minutos más tarde; cuando la chica, temblando de miedo, jadeando intensamente y sollozando, volvió a su posición, apoyando manos y nalgas en aquella mesa. Desde la que, tras hacer un ligero movimiento para adelantar un poco su seno derecho, y ofrecerlo a la vara, con un hilo de voz le dijo:
- Pablo, te lo ruego, dame ya el último azote; ayúdame a completar mi penitencia por mis propias fuerzas .
Él se le acercó y, con una sonrisa de satisfacción, lanzó la vara contra aquel pecho desnudo y ofrecido, con toda la fuerza de que fue capaz.
V
Para cuando Cata logró calmarse un poco, después de otros diez o quince minutos sufriendo aquel terrible dolor al que no podía poner, siquiera, el escaso remedio que supondría llevar sus manos al pecho atormentado, se dio cuenta de que alguna de las chicas de la piscina había abierto el ventanal; y de que todas, muy sonrientes, le hacían signos para que saliese al jardín. Lo mismo le indicaba Pablo; así que, sin dejar de llorar y jadear, Cata obedeció, y se plantó frente a las tumbonas. Al instante, dos de las chicas comenzaron a untar, en las seis estrías que los azotes le habían marcado, un ungüento que le calmó un poco el dolor; mientras una le decía:
- Ya verás qué bien te irá esto; es un auténtico regalo del cielo.
Todas empezaron a reír, y la misma que le había hablado, una rubia alta y muy delgada, con el pecho casi plano pero de pezones muy prominentes, continuó su discurso:
- Si no fuera por esta bendita crema no sé si podríamos soportar la diaria penitencia. Pero, usándola, el dolor se calma bastante deprisa; y las marcas, la noche siguiente, ya prácticamente han desaparecido. Por cierto, bienvenida al grupo; yo soy Brenda, de Dublín .
Las demás chicas fueron diciendo sus nombres, entre risas, y Cata se dio cuenta de que la mayoría eran extranjeras; aunque, como Brenda, sabían hablar español, cada una lo hacía con su acento respectivo. Ella se presentó también, y luego les pidió que le contasen como era la vida allí; después de muchas risas y cuchicheos, Brenda le explicó:
- Bueno, ya lo has visto; trabajamos en el campo, o en el huerto, por la mañana; luego venimos aquí a refrescarnos, comemos, y por la tarde podemos hacer lo que nos apetezca. En el cortijo hay de todo: cine, gimnasio, hasta biblioteca; y tenemos a nuestra disposición caballos, toda clase de material deportivo… Al caer la tarde tenemos la cena, la lección con Pablo, y luego las ofrendas al Divino; después, a la cama. Solas, o con quien nos invite…
Las risas de las chicas subieron en intensidad, y una de las presentes, una morena pequeñita, de pechos muy puntiagudos y nalgas muy bonitas, perfectamente redondeadas, dijo:
- Es que Brenda se olvida, expresamente, de la parte más interesante de nuestra vida aquí: el sexo. Yo ya llevo, hoy, media docena de orgasmos; y espero aumentar la cuenta antes de la ofrenda .
De pronto, las chicas callaron y miraron al suelo; Cata se dio cuenta de que Pablo avanzaba hacia ella con algo en la mano, y al acercarse vio que era una pequeña llave.
- Date la vuelta, que voy a quitarte las esposas. Así, muy bien; ya veo que tus compañeras te están instruyendo, así que no os distraigo más. Si tienes hambre, diles que te indiquen dónde está la cocina, y allí te darán algo para que aguantes hasta la cena; imagino que hoy no has comido nada desde que te recogieron a primera hora .
Cuando se fue, la morenita continuó hablando:
- Ya hemos visto antes que Pablo te ha usado, y con qué furia. ¡Qué suerte, chica! En este lugar hay muchos menos hombres que mujeres, así que la mayor parte del sexo es entre nosotras. Pero ya verás cómo te acostumbras; no sé qué nos ponen en la comida, pero yo cada día estoy más excitada .
Mientras las otras chicas reían el comentario, con evidente complicidad, Brenda la cogió de la mano y le dijo que iba a llevarla a comer; Cata, que tenía bastante hambre, se dejó llevar por ella, y las dos rodearon el edificio, hasta una puerta que daba acceso directo a la cocina. Dentro había otras dos chicas, por supuesto igual de desnudas, que la saludaron y le prepararon un plato con ensalada, algo de pan, y queso; Cata se sentó, con mucho cuidado -por sus nalgas laceradas- en el extremo de un banco de madera largo, que flanqueaba la gran mesa donde supuso que todas comían. Y, mientras le servían, hizo una pregunta, sin dirigirla a ninguna de las chicas en particular:
- ¿No os resulta un poco difícil, estar siempre desnudas?
Las tres rieron otra vez, con una risa un poco infantil; parecida a las que había oído a las chicas de la piscina. Y, cuando pararon, Brenda le dijo:
- Al principio a todas nos costó, pero luego comprendimos lo necesario y útil que es; Pablo nos ha enseñado que, librándonos de la ropa, nos libramos también de todas nuestras inhibiciones y complejos. A mí, desde luego, me costó casi una semana dejar de estar ruborizada; y casi otra más apartar las manos de mi cuerpo. Sobre todo, de mi sexo; así, rasurado, es casi lo primero que se ve de nosotras. Pero he de reconocer que facilita, y mucho, la práctica del sexo; ya verás con qué facilidad nos liamos unas con otras, en cualquier lugar y momento .
Cuando acabó de comer, Brenda le dijo que la acompañase al gimnasio, pues quería enseñarle algo; allí se fueron las dos, y encontraron en él a media docena de chicas usando diversos aparatos. Algunos eran de gimnasia: pesas, cintas de correr, aparatos de musculación, … Pero otros estaban destinados, claramente, al mero placer sexual: desde una tabla larga, en la que sobresalían media docena de falos de medidas crecientes, el menor del tamaño normal de un hombre y el último, por lo grande, casi grotesco, hasta varias máquinas de las llamadas “Sybian”. Consistentes en un taburete bajo, semicircular, de cuya parte superior sobresalía un consolador de tamaño regular, montado sobre una chapa plastificada; la usuaria se sentaba encima de la chapa, introduciendo en su vagina los quince centímetros del falo, y acto seguido ponía en marcha un motor que hacía vibrar todo el conjunto. A distintas velocidades e intensidades; el sistema tenía un regulador manual, y varios programas aleatorios.
Pero el aparato que más llamó la atención a Cata fue un toro mecánico, como los que se usan en las ferias para simular la doma de un toro bravo; solo que este tenía, en la silla de montar, dos enormes consoladores, el delantero algo mayor que el posterior. Al ver que Cata se quedaba mirándolo, realmente fascinada, Brenda decidió hacerle una demostración de su funcionamiento; tomó una pequeña escalera que había al lado, de solo tres peldaños, la acercó al toro y, con el contenido de un bote de vaselina que reposaba sobre ella, untó primero a fondo los dos consoladores, y luego su vulva y su ano. Después, le alargó el bote a Cata, subió al tercer escalón y, con mucho cuidado -dio más de un gemido- se empaló en aquellos dos monstruos; pues eso eran, ya que el más pequeño hacía quince centímetros de largo por tres o cuatro de diámetro, y el delantero era, al menos, cinco centímetros más largo y un par más ancho.
Una vez así colocada, puso los dos pies sobre los estribos que colgaban a los lados del aparato, sujetó las cortas riendas que tenía frente a ella, y le dijo a Cata:
- Por favor, ve a la caja de control y regula diez minutos de tiempo, en el programa tres; luego, le das al botón rojo. Y no te mueras de la envidia: luego podrás probarlo, si tú quieres .
Tan pronto como hizo lo que la otra le decía, el aparato pareció cobrar vida; y comenzó a moverse atrás y adelante, primero muy despacio, y luego cada vez con más velocidad. Mientras los gemidos de Brenda eran cada vez más ruidosos, y su cara evidenciaba la excitación que progresivamente la invadía, Cata se dio cuenta de que algo se movía bajo el aparato; al agacharse y mirar, comprobó que los dos consoladores no eran estáticos, sino que estaban conectados a sendos émbolos. Y que, por ello, también se movían arriba y abajo, a velocidades variables. Así que no le extrañó, en absoluto, que la irlandesa explotase minutos después en un orgasmo brutal; y tampoco que, cinco o seis minutos más tarde, alcanzase otro más, algo menos intenso pero bastante más largo.
Para cuando el aparato se detuvo, Brenda estaba sudorosa y bastante cansada, pero su cara de felicidad era muy evidente; con la ayuda de la corta escalera, y de las manos de Cata, logró desengancharse de aquellos dos consoladores, que dejó literalmente empapados en sus secreciones. Y, al devolver sus pies al suelo, sonrió y comentó:
- Diez minutos en eso, incluso quince, son una experiencia mágica, quizás los mejores orgasmos de tu vida. Pero a una chica que trató de ocultar, en la ofrenda, los que había tenido aquel día, Pablo la hizo estar aquí más de una hora, y en el programa más intenso; te aseguro que nunca más mintió. Y a todas nos sirvió de lección; como Pablo siempre nos recuerda, la línea que separa el placer del dolor es muy tenue, casi invisible .
Cata, pese a la insistencia de su compañera, prefirió dejar para otro día su primera “cabalgata” en el aparato; pues, aunque algo mejoradas, las seis cicatrices de los azotes le dolían aún bastante. Así que optó por los aparatos de gimnasia y musculación; no la cinta de correr, aunque la probó por unos minutos. Pues sus grandes pechos, al correr desnuda, iban saltando en todas direcciones; y aumentaban, al hacerlo, el dolor que le causaban las dos estrías que los cruzaban. Pero se entretuvo en los otros, y, sobre todo, viendo como las demás chicas allí presentes utilizaban las máquinas destinadas al placer; sobre todo una chica muy joven, con el pelo negro muy corto y un cuerpo por completo de atleta, que no paró de alternarlas con las de gimnasia. Y que, al menos, alcanzó en ellas media docena de intensos orgasmos.
Con lo que, cuando una de las chicas vino a advertirles de que faltaba poco para la cena, la atleta estaba literalmente agotada; así que se fue directa a las duchas, y Cata la siguió. Era una instalación enorme, con capacidad para que, como poco, una veintena de chicas se duchasen a la vez; aunque en aquel momento no estaban allí más de cinco o seis, todas se pusieron muy juntas, en un extremo, y Cata hizo lo mismo que las demás. Para descubrir enseguida la razón por la que obraban así: cada una de ellas enjabonaba a otra, en vez de a sí misma. Le tocó ser enjabonada por la atleta de pelo negro, y cuando la otra terminó ella le correspondió; era la primera vez en su vida que tocaba la vulva de otra chica, o sus nalgas y sus pechos, y no pudo evitar enrojecer mientras lo hacía.
La otra, sin embargo, no dijo nada al ver que se ruborizaba; únicamente, cuando las dos estuvieron bajo el chorro de aire caliente de los secadores -allí parecían estar prohibidas las toallas- le comentó:
- La próxima vez, si quieres, venimos algo antes y te ayudo a correrte; ahora ya no tenemos tiempo, porque llegaríamos tarde a la cena .
Cata le sonrió, sin decir nada, y una vez las dos secas la siguió hasta la cocina; donde, al entrar, el espectáculo que ofrecía la larga mesa de madera, en la que horas antes había estado sentada, la sorprendió. Pues al menos una veintena de chicas desnudas comían allí, sentadas en los dos bancos que la flanqueaban; charlaban animadamente, como si aquello fuese algo normal, mientras que otras dos chicas -también desnudas, claro- les servían la cena. Aunque enseguida superó su sorpresa, y se unió a ellas; Brenda, desde su lugar en el centro de uno de los bancos, le hizo señas -mientras empujaba a su compañera de asiento, para hacerle un sitio- de que fuese a sentarse con ella, y allí se dirigió Cata. A disfrutar de la cena, que era realmente sabrosa, mientras conversaba con otras chicas sentadas cerca; luego todas, al acabar, se dirigieron a la zona de la piscina, donde las esperaba Pablo, sentado en su despacho y con el ventanal abierto de par en par.
VI
Todas las chicas se situaron alrededor de aquella ventana, sentadas en el suelo del jardín en la postura habitual: con las piernas abiertas, formando una M mayúscula, y las rodillas separadas lo suficiente como para no ocultar la visión de sus pechos. Por supuesto, colocadas de modo que sus sexos estuviesen orientados hacia el ventanal. Una vez todas sentadas, Pablo comenzó a hablar:
- Hoy tengo una noticia muy especial que daros: Oksana pasa a ser una de las Favoritas. La noche pasada me lo anunció el Divino, en un sueño; ahora procederemos a marcarla con el signo de la divinidad, y tan pronto como esté bien cicatrizado será llevada al templo principal, donde dedicará sus días a vivir en el placer más absoluto .
Las chicas se pusieron a aplaudir, y a cuchichear entre ellas mientras reían con cierto nerviosismo; todas felicitaban a una compañera, una morena muy alta, de facciones eslavas y cuerpo rotundo, con los pechos más grandes y firmes que Cata hubiese visto nunca. La chica se incorporó, y se acercó a Pablo; el hombre le dijo algo en voz baja, que Cata no pudo oír, y Oksana fue a los cajones de la mesa de despacho, regresando con un extraño aparato en sus manos.
A simple vista, a Cata le recordó un quemador eléctrico de cocina, pues tenía un largo cable de conexión, que salía de la parte trasera su mango; y, en la parte frontal, dos largas varillas metálicas que formaban un dibujo en su extremo. La misma Oksana fue a la pared junto al ventanal a enchufarlo, y una vez conectado se lo entregó a Pablo; hecho lo cual se tumbó, boca abajo, sobre la pequeña mesa que había frente a la butaca donde el hombre estaba sentado. Lo que hizo tras poner un grueso cojín bajo su vientre, de modo que la grupa le quedase más alzada; una vez así colocada, separó completamente sus piernas, que habían quedado colgando del borde de la mesa, y Pablo hizo señas a otra chica de la primera fila para que se acercase. La cual ya sabía, también, lo que tenía que hacer; pues se sentó entre las piernas de Oksana, frente a su vulva, y comenzó a lamerla y chuparla con gran dedicación, hasta que la otra empezó a gemir.
Pablo, mientras tanto, estaba pasando un algodón impregnado en algo por la grupa de Oksana, en concreto sobre la parte alta de su nalga izquierda; lo que hacía con una mano, a la vez que sujetaba el hierro de marcar en la otra. Porque eso era el aparato: Cata pudo ver, con creciente horror, como las varillas de metal se iban poniendo incandescentes, y comprendió entonces lo que iba a pasarle a la chica allí tumbada.
Un par de minutos más tarde, y sin duda gracias a las atenciones que la otra chica prodigaba a su sexo, Oksana mostró signos evidentes de iniciar un orgasmo descomunal: apretó los puños, transformó sus gemidos en un grito de éxtasis, y todo su cuerpo se puso en tensión. Era justo el instante que Pablo estaba esperando para, con mucha suavidad, aplicar el hierro al rojo vivo en la grupa de la chica; donde lo dejó cuatro o cinco segundos, para luego retirarlo con cuidado.
Mientras los gritos de Oksana cambiaban por completo de registro, y pasaban de extáticos a agónicos, el hombre se acercó a la pared, desenchufó el aparato y, tomando de la mesa de despacho una jarra llena de agua, la vertió sobre la quemadura que acababa de hacer en su grupa; con lo que impidió que se hiciera aún más profunda, y de paso alivió un poco el dolor de la chica. La cual, pese a eso, estaba sufriendo muchísimo; aunque trataba de no agitarse demasiado, Cata podía ver sus facciones desencajadas, y cómo su cuerpo brillaba, cubierto de sudor. Pero, aun así, la pobre tuvo suficientes fuerzas como para decir, con un hilo de voz,
- Gracias, Pablo, por haberme elegido a mí. Déjame que se lo agradezca al Divino a través tuyo, su profeta .
Lo que entonces sucedió dejó a Cata aún más sorprendida: Pablo, con una sonrisa de comprensión, asintió con la cabeza y fue a sentarse otra vez en la butaca; entonces Oksana, ayudada por la misma chica que la había llevado al orgasmo, se incorporó de la mesa y se acercó al sillón. Con mucho cuidado, entre lágrimas y gemidos de dolor, logró arrodillarse frente a él, tras lo que le levantó la túnica que, como siempre, Pablo llevaba; hecho lo cual tomó el pene del hombre entre las manos, acercó su boca, y comenzó a hacerle una felación lenta, pero muy profunda.
Pues Cata observó que aquella chica era capaz de tragar el miembro de Pablo, de muy considerables dimensiones, por completo; no solo eso, sino que cuando minutos después logró que eyaculase lo mantuvo así, recibiendo la descarga del hombre directamente en su esófago. Algo que a Cata le produjo una extraña excitación; para su sorpresa, y pese al horror que acababa de presenciar, se notó muy mojada. Tanto, que se hubiese ofrecido voluntaria, sin dudarlo, para ser penetrada por aquel enorme falo.
Cuando Oksana terminó su labor Pablo se retiró de su boca, y le dijo que se fuera a la enfermería, a curar la marca; la misma chica que la había excitado la acompañó, pues la otra andaba trastabillando, pero antes de que se fueran el hombre recordó a la acompañante que debía volver para su penitencia. A lo que la chica asintió, diciendo que le daba tiempo de sobra; ya que Pablo, en cuanto las dos se marcharon, comenzó otra absurda charla sobre su “religión”. Aunque esta vez Cata la siguió con cierta atención, por si así podía descubrir dónde iban a llevarse a Oksana; pese a que no tenía modo de comparar la marca que le acababan de poner con las de los dos cadáveres que aparecieron colgados, el lugar donde se la habían puesto era idéntico. Por lo que resultaba lógico sospechar que sería la misma en los tres casos.
Algo que, además, explicaría porqué las demás chicas del cortijo no la llevaban, pues tan solo marcaban a las que iban a ser despachadas a otro sitio; con el objeto que fuera, aunque Cata empezaba a sospechar que no sería para dedicarlas a la prostitución, sino a algo mucho más macabro: no dejaba de pensar en un asalto en el que había intervenido algunos años atrás, en un almacén donde se elaboraban películas “snuff”.
Pero Pablo no soltó prenda, más allá de insistir en que Oksana iría al “templo principal”, a llevar una vida de permanente satisfacción sexual; y de recordar a las otras, de paso, que ese era el objetivo terrenal de todas, y que no se sintieran desdichadas si el Divino elegía a chicas que llevasen allí menos tiempo que ellas. Pues, como les dijo literalmente, en lo que a Cata -educada en la religión católica- le pareció no solo un plagio descarado, sino un ejercicio de cinismo morrocotudo:
- Los caminos del Divino son inescrutables.
Luego, les explicó que si tenían relaciones con la Elegida -pues así la llamó- no debían por ello hacer ofrenda alguna, puesto que esa era Su voluntad revelada. Lo que provocó otra tanda de risitas nerviosas entre las chicas, y a Cata le hizo pensar -con algo de envidia, pues cada vez estaba más excitada- que, hasta que se marchase, la vida de Oksana iba a ser una permanente sucesión de orgasmos. Y no solo se lo hizo pensar: de un modo casi reflejo, una de sus manos bajó hasta su sexo, absolutamente empapado, y comenzó a acariciarlo. Lo que provocó las risas de las dos compañeras sentadas a sus lados; la de su izquierda, incluso, se ofreció a ayudarla a correrse, pero Cata declinó aquella oferta con una sonrisa. Mientras retiraba la mano de la otra, que ya se insinuaba en su sexo.
Los orgasmos fueron, precisamente, el tema principal a partir de que Pablo terminó su alocución; una por una, las chicas fueron poniéndose en pie, acercándose al centro del corro y explicando cuántos habían tenido durante aquel día. Tras lo que él fijaba la “ofrenda” que, por haberlos disfrutado, debía de hacer cada una; que no siempre consistía en un castigo físico, pues algunas chicas recibieron el encargo de distintas tareas para el día siguiente: limpiar, cocinar, servir, … Pero la mayoría sintieron en sus jóvenes y desnudas carnes la mordedura del látigo, de la vara o de la fusta; normalmente a razón de uno o dos golpes por orgasmo, y en los lugares que Pablo elegía.
Pero, para Cata, lo más sorprendente era que aquellas chicas parecían competir entre ellas por ser las más castigadas; a alguna, por ejemplo, las demás le afearon, abucheándola un poco, su manifiesta exageración a la hora de explicar las veces que se había corrido, como a una que llegó a decir que había tenido treinta orgasmos aquel día. Y Pablo, cuando creía que alguna chica había exagerado, le aplicaba un castigo muy reducido, para gran disgusto de la “mentirosa”; a la de los treinta orgasmos, por ejemplo, se limitó a darle con la mano un par de azotes en sus nalgas. Provocando así las risas de sus demás compañeras, y su bochorno por haber sido descubierta exagerando.
Su compañera Brenda, por ejemplo, confesó haber tenido seis durante la jornada, y Pablo le ordenó ofrecer, por ellos, doce fustazos en su sexo. Lo que la chica oyó casi con alegría, situándose de inmediato en una postura ideal para recibirlos: se tumbó boca arriba en el suelo, con las piernas separadas, y levantó el cuerpo usando manos y pies, hasta que le quedó formando un arco invertido.
Pablo, llevando en la mano una fusta de doma -un mango rígido, de un metro de largo, de cuyo extremo colgaba una especie de cordel de igual longitud- se situó junto a su cabeza, y desde allí lanzó el primer golpe a lo largo de la vulva de Brenda; la chica aulló de dolor, y se contorsionó un poco, pero logró mantener la posición. Y no solo tras el primer golpe, sino hasta el octavo; cuando Cata, asombradísima, empezaba a pensar que soportaría los doce, tras el noveno la chica dio un salto y comenzó a dar vueltas por el suelo, mientras se llevaba las manos a su dolorido sexo.
Tardó, al menos, cinco o seis minutos en volver a colocarse en la misma posición anterior; cuando lo logró, pidió perdón a Pablo por su debilidad. Y el hombre, antes de seguir golpeándola, le dijo:
- Ya sabes el precio que has de pagar: un golpe más por cada vez que te apartes.
Para, a continuación, darle los cuatro fustazos siguientes, que Brenda logró resistir sin moverse de aquella incómoda, y expuesta, postura. Cuando la chica irlandesa regresó a su sitio, Cata pudo ver que tenía el vientre surcado de finas estrías rojas; pero, aunque sollozaba y gemía, su cara tenía una extraña expresión de orgullo. Y pudo oír como decía, casi más para sí misma que para las demás, que la próxima vez aguantaría sin apartarse, fuesen los golpes que fuesen; justo antes de que Pablo la llamase a ella misma al centro del corro.
Cata se incorporó al instante, asustada, pues aún le escocían muchísimo los seis azotes de unas horas antes, y además desde entonces no había tenido aún orgasmo alguno; así que la idea de volver a ser azotada le daba pánico. Por si acaso, optó por explicar la verdad; es decir, tanto lo anterior, como que estaba en aquel momento muy excitada, y a punto de masturbarse hasta el orgasmo. Un dato que Pablo acogió con una sonrisa, y con una instrucción que la dejó sorprendida:
- Pues termina aquí, delante de todas .
Sobre todo porque Cata nunca se había masturbado frente a nadie, y menos frente a un público tan numeroso; pero, haciendo un gran esfuerzo de voluntad, optó por cerrar los ojos, separar las piernas y comenzar a frotar su clítoris con un dedo, pues sabía que era el modo más eficaz de alcanzar el orgasmo. Y no tardó ni cinco minutos en lograrlo; mientras gemía y se retorcía oyó como las demás la aplaudían, y no pudo evitar sonrojarse. Pero la cosa no terminó aquí, pues ahora ya tenía algo por lo que hacer su “ofrenda”; Pablo, con una sonrisa condescendiente, le dijo
- Antes ya has recibido la vara, así que mejor ofreces ahora otra clase de sufrimiento. Acércate .
Y, cuando Cata se colocó frente a él, sacó de su bolsillo unas pinzas de mariposa, unidas por una corta cadena, y se las colocó en los pezones. Cata no pudo reprimir sendos gemidos de dolor, cuando los dientes serrados de las pinzas atraparon la sensible carne de sus pechos; y de inmediato pensó que no las aguantaría, pues eran de las que tienen un resorte que hace que cada vez aprieten más. Pero no era ella quien iba a decidir cuanto tiempo las llevaba, sino una vez más Pablo:
- Te las quitaré antes de irte a dormir. Ahora vuelve a tu sitio, y no te las toques por ningún motivo .
Cata obedeció, y pasó la siguiente media hora sufriendo la constante mordedura de aquellas diabólicas pinzas; no solo eso, sino que una vez que acabaron las ofrendas del día tuvo que ir hasta su cama con ellas puestas, y esperar allí a que Pablo viniese a quitárselas. Lo que solo pasó poco antes de que se apagaran las luces del dormitorio común, en el que todas se tumbaban sobre sencillos catres; cuando el hombre retiró, de su pezón izquierdo, la primera de las pinzas, Cata dio un tremendo alarido de dolor, pues al regresar la circulación de la sangre a la carne antes atrapada, la sensación fue de intenso sufrimiento. Y aun le quedaba el otro pezón, donde el pinchazo al retirar Pablo la pinza fue igual de tremendo, o más; para cuando se acostó, gruesas lágrimas corrían por sus mejillas, y se veía incapaz de siquiera tocarse los pezones, sensibles hasta al roce con el desnudo colchón de su catre.
VII
La mañana siguiente la pasó Cata trabajando en el huerto, con cuatro de sus compañeras. Las despertaron a todas tan pronto como se hizo de día, y su primer pensamiento fue que tenía frío; pues en aquella época del año las madrugadas todavía eran muy frescas, y el dormitorio comunal tenía siempre las ventanas abiertas de par en par. Lo que, unido a la falta de cualquier cosa con la que cubrir su desnudez, hizo que se despertase tiritando, y con la piel de gallina. Pero no era la única, aunque sus compañeras tenían una solución para el problema: salieron todas corriendo, entre risas, hacia las duchas, y pronto estaban bajo los chorros de agua caliente, enjabonándose unas a otras.
Luego, bajo el aire caliente de los secadores, Cata terminó de entrar en calor, y para cuando llegó a la cocina su cuerpo desnudo estaba limpio, seco y sin rastro de la piel de gallina con la que amaneció. Ni, tampoco, de los azotes de la víspera; tan solo en su pecho derecho se veía, muy tenue, una fina línea roja sobre el pezón, ya a punto de desvanecerse.
El trabajo en el huerto terminó de espabilarla, pues le tocó cavar, con un azadón, un surco largo en la tierra. Donde iban a plantar verduras, aunque no paró mucha atención, pues le preocupaba otra cosa; para su asombro, la visión de los cuerpos desnudos de sus cuatro compañeras, esforzándose en aquel trabajo físico, la estaba excitando de un modo para ella incomprensible. Pues nunca había sido lesbiana, y en el gimnasio había tenido ocasión de compartir muchos momentos de desnudez con otras compañeras; sin sentir, jamás, aquella sensación de excitación sexual que la invadía entonces. Hasta el punto de que, de nuevo, notaba las secreciones de su sexo resbalándole muslos abajo; y tenía muchas ganas, casi una necesidad imperiosa, de masturbarse. Brenda, que cavaba justo a su lado, se dio perfecta cuenta de lo que le pasaba, y le comentó en voz baja:
- No te preocupes, no es que te hayas vuelto lesbiana. A todas nos pasa; a mí, al principio, también me sorprendió, y llegué a pensar que nos ponían algo en la comida. Pero luego me di cuenta de que esto es por la benéfica influencia del Divino sobre nosotras; que va unida, claro está, a la constante visión de tantos cuerpos jóvenes y desnudos. Será por lo plana que soy, pero la visión de unos grandes pechos como los tuyos, bamboleándose con el esfuerzo físico, me pone a cien; te lo aseguro.. .
De hecho, lo que preocupaba a Cata no era sentirse atraída por los cuerpos desnudos de sus compañeras; el problema era que ello la llevaba a desear tener sexo con ellas, y con el sexo venían los orgasmos. Y, con estos, las obligadas “ofrendas” por la noche; después de los seis golpes de vara que recibió al llegar, más el tormento con las pinzas que recibió de propina, Cata tenía muy pocas ganas de repetir la experiencia. Pero su determinación para impedirlo duró, justo, hasta el primer descanso que las cinco chicas hicieron; después de beber agua fresca, Brenda y ella se sentaron bajo un frutal, a la sombra, y a los pocos minutos ya se estaban acariciando mutuamente. De las caricias pasaron a los besos, cada vez más apasionados; luego, sus manos buscaron el sexo de la otra, y comenzaron a masturbarse mutuamente. Para terminar tumbadas, Cata debajo y Brenda encima suyo, en un sesenta y nueve que las llevó, a las dos, a sendos orgasmos monumentales. Y que se repitió, esta vez haciendo un trío con otra de las chicas, en la segunda -y última- pausa de la mañana.
Algo más tarde del mediodía cesaron el trabajo, y fueron a la piscina a refrescarse; allí estaba ya otra media docena de compañeras, y Cata, tras una ducha para quitarse el sudor, se tiró al agua y nadó un rato. Tanto porque tenía calor como para, esperaba, calmar un poco su excitación sexual, que no hacía más que aumentar; tanto era así que la mera visión, desde el agua, de sus compañeras desnudas, jugando junto a la piscina o simplemente tomando el sol, estaba volviendo a sacarla de quicio. Y cuando observó que Pablo, como de costumbre sentado junto al ventanal de su despacho, estaba siendo objeto de una felación por parte de otra compañera, a punto estuvo de salir del agua y unirse a ella. Pero se contuvo, pensando que tal vez Pablo no lo aprobaría, y le impondría algún castigo; así que siguió dentro del agua, nadando arriba y abajo sin pausa, para así tratar de evitar que las manos se le fuesen al sexo. Hasta que una de las chicas vino a decirles que la comida estaba lista.
Para cuando salió del agua, y comenzó a secarse, observó que la chica que antes había “atendido” a Pablo ya había terminado su labor; pues al pasar a su lado, de camino a la cocina, le guiñó un ojo mientras se relamía los labios de manera exagerada, como si estuviese recogiendo de ellos los restos de algo suculento.
Al llegar a la cocina se llevó una sorpresa: allí estaba Oksana, muy sonriente y rodeada de compañeras; charlaban animadamente, y Cata pudo ver que, en el lugar sobre su nalga izquierda donde Pablo la había marcado, llevaba un pequeño apósito, que impedía la visión de la marca. Pero muy poco tardó su natural curiosidad por ella en verse satisfecha, pues a petición de las compañeras -unánime, y muy ruidosa- Oksana consintió en enseñarla; se puso en pie, adelantó la grupa, y una de las chicas apartó, con cuidado y soltando un lado del esparadrapo que lo sujetaba, el apósito que la cubría. Aunque todavía estaba muy enrojecida e hinchada, Cata pudo ver que la marca era bastante similar al símbolo Yin/Yang que emplean los taoístas: un óvalo colocado en vertical, dividido en dos mitades mediante una franja diagonal, y con un punto en el centro de cada una de las dos. Mientras lo contemplaba, oyó la voz de Brenda justo a su lado:
- Ahora Oksana está ya en la mitad superior; nosotras seguimos en la inferior. Lo que siempre me ha sorprendido es que en las dos mitades aparezca el punto del dolor; aunque, por supuesto, sea siempre mucho más pequeño que el espacio para el placer. ¿Será que, en el templo principal, también se han de hacer ofrendas? Pablo nos dice siempre lo contrario…
Después de comer, y de descansar un rato junto a la piscina, Cata optó por montar un rato a caballo; en primer lugar, porque Brenda iba a hacerlo, y le insistió en que la acompañase. En segundo lugar, porque pensó que tal vez, con el ejercicio, pudiese calmar un poco la constante, y creciente, excitación sexual que sentía. Y por último porque, a la vista de los datos de que ya disponía, había decidido activar el tercer canal de comunicación que habían previsto con sus jefes; pues el que a priori parecía el más fácil había resultado, tal y como ya se temían, inviable.
Ni tenía acceso a un teléfono -y, en aquel apartado lugar, no hubiese tenido cobertura- ni tampoco a internet; en el cortijo había ordenadores, sí, pero ninguno con conexión a la red. Así que el primer canal previsto, un buzón de correo donde Cata, teóricamente, iba a escribir a una amiga para convencerla de unirse a ellas, quedaba descartado; por seguridad, ni siquiera le explicó a Pablo nada sobre la supuesta amiga a la que podría haber tratado de reclutar. Así evitó que él hiciese averiguaciones al respecto; pues Pablo sí que tenía un modo para comunicarse con el mundo exterior: cuando, cada cierto tiempo y acompañado por algunas de las chicas, salían a por suministros a algún centro comercial próximo.
De hecho, por si Cata era una de las acompañantes se había diseñado un segundo canal de comunicación, pues habían comprobado que las salidas se hacían cada ocho o diez días; pero era imposible saber cuándo Pablo iba a elegirla a ella, si es que eso sucedía alguna vez. Por lo que Cata decidió optar por la tercera alternativa.
El segundo objetivo de su paseo a caballo se reveló, enseguida, inútil; más bien todo lo contrario, pues lo que Cata hizo fue excitarse aún más. Por supuesto, era la primera vez que montaba a caballo desnuda, y además “a pelo”, sin silla de montar; lo que no le suponía problema alguno desde un punto de vista técnico, pues Cata era una buena amazona, pero sí que contribuía a su excitación. El aire que acariciaba su desnudez, el calor del cuerpo de aquel animal entre sus piernas, el constante roce de su sexo abierto contra la grupa de su montura, …; incluso, la sensación de dominar aquel formidable animal, un hermoso caballo árabe de color azabache, la estaban llevando al borde del orgasmo.
Así que, cuando las dos hicieron una parada en aquel bosquecillo que llamaban el abedular, y Brenda se tumbó en el suelo, Cata se acostó de inmediato a su lado; y, unos minutos después, las dos gemían de placer, enzarzadas en sendos orgasmos casi simultáneos. Algo que, después, provocó en Cata una terrible vergüenza, pues estaba segura de que algún miembro de su equipo las estaría observando. Pero, pese a su creciente e insaciable excitación sexual, no olvidó a qué había venido; y, cuando ambas recuperaron el resuello, se puso a apilar piedras sobre una gran roca. Hasta formar con ellas una pequeña pirámide, como las que los excursionistas usan para marcar los senderos; era la señal a su equipo, para que buscasen algún modo de contactar pronto con ella. A Brenda, al principio, le sorprendió lo que estaba haciendo su amiga, pero Cata le dijo:
- Ha sido tan estupendo, que me apetece dejar un recuerdo. Lo llamaré el monumento al orgasmo.
Con lo que su compañera rio, e incluso le ayudó a construirlo, apilando algunas piedras. Pero no por mucho rato: cuando el montón ya alcanzaba algo más de un palmo de altura, Brenda se cansó de apilarlas; y, con una sonrisa lasciva, comenzó a acariciar los grandes pechos de Cata, mientras le decía:
- Un monumento así se merece más que un único orgasmo solitario, ¿no crees?
Logró, de inmediato, interrumpir las obras de construcción, y devolver a las dos a su actividad favorita; ambas lamieron y chuparon sus respectivos sexos no solo hasta un primer y tremendo orgasmo, sino incluso hasta alcanzar un segundo. Que, claro, ya era el tercero de la tarde…
Aquella noche, y tras el ineludible sermón de Pablo -encaminado, esta vez, a convencerlas de lo mucho que el Divino apreciaba sus ofrendas- llegó el momento que Cata más temía; por temor a que Brenda la delatase, cuando fue su turno confesó haber tenido cinco orgasmos. Pero Pablo, para su sorpresa, la miró con expresión severa:
- ¿Estás segura? ¿Ni uno más?
Cata le aseguró que no, y él le explicó la razón de su duda:
- Esta mañana te he visto dentro de la piscina, tocándote .
La chica, roja como un tomate, aceptó que había estado muy próxima a buscar uno, viendo como una compañera le hacía una felación; pero le aseguró que, al final, lo había dejado correr. Y Pablo, sonriendo, le dijo:
- Te creo, y me alegro de que seas tan sincera; pues podías haber tratado de ocultar el tercero de la tarde con Brenda. El Divino valora muchísimo la sinceridad, ¿sabes?; aunque, claro, Él lo ve, y lo sabe, todo. Todo. Por eso, bastarán cinco azotes; colócate en la posición en que los recibió ayer Brenda, y recuerda que, si la pierdes tras algún golpe, deberás ofrecer otro más como compensación .
Cata, temblando de miedo, se tumbó boca arriba en el suelo, separó las piernas y alzó su vientre tanto como pudo, ofreciendo su sexo al verdugo; esta vez Pablo había cogido un látigo corto, y tan pronto como se colocó detrás de su cabeza descargó el primer latigazo. El azote alcanzó de lleno, y en primer lugar, el clítoris de Cata; luego, siguió su devastador recorrido de arriba abajo, a lo largo de la vulva, hasta que la punta terminó golpeando en una de las nalgas de la chica. Quien dio un aullido de dolor auténticamente animal, y cayó al suelo, sujetando su maltrecho sexo con ambas manos; allí quedó, gimiendo y suplicando clemencia, hasta que oyó a Pablo decir:
- De momento ya habrás de ofrecer un sexto azote, por moverte, pero si tardas mucho en volver a la posición aún tendrás que recibir otro .
Haciendo un esfuerzo sobrehumano, Cata logró volver a colocarse de aquel modo, espatarrada y arqueada; no solo eso, sino que soportó el segundo latigazo entre chillidos, lágrimas y jadeos, pero sin perder la posición. E incluso el tercero; pero al cuarto, que de nuevo le alcanzó de lleno el clítoris, volvió a irse al suelo, entre contorsiones y alaridos, mientras trataba de aliviar con las dos manos el terrible dolor que sentía en su entrepierna. Y, al final, necesitó de un total de nueve latigazos para conseguir completar su “ofrenda”.
VIII
Durante dos semanas enteras, la vida de Cata se convirtió en una rutina absurda; aunque desde luego no aburrida, pues sus días estaban llenos de orgasmos… más los posteriores azotes, en la sesiones nocturnas. Y cada vez se notaba más excitada; no sabía por qué, pero no hacía otra cosa que pensar en el sexo, y cada vez le importaba menos si era con hombres o con mujeres. De hecho, de los primeros estuvo solo con uno: el día que le tocó ocuparse de la limpieza del cortijo, aquel mismo hombre que la había rasurado al llegar allí la penetró dos veces; primero por delante, y luego por vía anal.
Esto último era algo que Cata no había probado nunca; así que, cuando notó el glande de aquel hombre apoyado en su ano, empezó a suplicarle que no lo hiciera, que por atrás era virgen. Pero él no le hizo el menor caso, más allá de felicitarla -irónicamente-, y empujando con fuerza la penetró hasta el fondo; al principio le dolió un poco, pero un rato después, y gracias tanto a sus frenéticas embestidas como a que no paraba de frotarle con un dedo el clítoris, Cata alcanzó su primer orgasmo anal. Con lo que se marchó del despacho sudorosa y cansada, pero relativamente feliz; habiendo anotado en su cuenta del día tres orgasmos. Pues tuvo otros dos en la inicial penetración vaginal; el primero, para su vergüenza, durante los meros preliminares.
Lo peor, para Cata, eran las “ofrendas”; pues ningún día bajaba de la media docena de orgasmos, y según el humor del que Pablo estuviera, eso le suponía entre seis y veinte azotes. Con toda clase de instrumentos, a cual más doloroso, y en todos los rincones de su desnudez; lo peor, sin duda, eran los golpes de vara en el sexo. Pero incluso, en una ocasión, le azotó las plantas de los pies; provocándole un dolor que hasta entonces nunca había conocido, sin duda de los más intensos que había conocido.
Y resultaba imposible tratar de obtener sus orgasmos con Oksana, para evitar así el posterior castigo; pues la chica estaba no solo muy solicitada, sino a menudo desparecida. Tanto era así que, la única vez en que pudo estar con ella durante la primera de las dos semanas -en la piscina, antes de la comida- logró llevarla a un orgasmo con su lengua, cada vez era más experta hurgando en sexos femeninos. Pero, para su gran frustración, no pudo ser correspondida; pues, para cuando Oksana recuperó el resuello, y fue a devolverle el favor, las avisaron que estaba lista la comida. Y, al acabar de comer, ya no volvió a verla más; de hecho nunca más, en ninguna parte y a ninguna hora. Lo único que logró averiguar sobre ella fue que ya se había ido al templo principal.
Casi cada tarde salía a cabalgar con Brenda, pues era la actividad en la que, según pensaba, tenía más posibilidades de ser contactada. De paso, la que le permitía desconectar un poco del cortijo; y, por qué no, obtener a su vez un buen montón de placenteros orgasmos con la irlandesa. En todo ello acertó, incluso en lo del contacto; pues, al cabo de casi una semana de haber apilado las piedras, y un día en que fueron a cabalgar por las orillas de un embalse próximo al cortijo -según Brenda, se llamaba de Retama-, vieron a un hombre pescando en la orilla.
Por lo común, cuando en sus paseos a caballo veían a otra gente procuraban alejarse, más que nada por evitar que su desnudez provocase una catarata de preguntas incómodas; pero, en aquella ocasión, Cata decidió ir hasta donde estaba el pescador. Y fue porque observó en él un detalle que a punto estuvo de hacerla reír a carcajadas: aquel hombre vestía un conjunto tirolés completo, con pantalón de peto y sombrero. Así que, o era un loco, o se trataba del contacto; y solo se le ocurría un modo de salir de dudas: hablando con él. Se le acercó al trote, seguida de Brenda; quien iba diciendo:
- ¿A dónde vas? Vámonos ya, a ver si ese tío será peligroso, que tiene una pinta rarísima, la verdad .
Cuando Cata estuvo lo bastante cerca le saludó en alemán; y el hombre, hablando con acento del sur y a gran velocidad, sonrió cálidamente y le dijo en el mismo idioma:
- Cuénteme lo que haya descubierto, rápido. Y no se preocupe, que su amiga no entiende el alemán; lo hemos verificado .
Así que Cata, a la máxima velocidad de que fue capaz, le contó en aquel idioma todo lo que había visto hasta entonces, y sobre todo el detalle de la marca de Oksana; aunque, claro está, sin mencionar el nombre de pila de la chica, para que Brenda no sospechase. El hombre seguía sonriendo, como si estuviesen conversando amigablemente, y no apartaba la vista de los pechos de Cata, que no paraban de agitarse; una vez que ella terminó su relato se quitó el sombrero, a modo de saludo, y les dijo a las dos:
- ¡Muy guapas, las señoritas! A mí gustar desnudas, sí; aquí yo estar siempre, venir a verme mucho…
En un español con marcadísimo acento alemán. Tras lo que volvió a concentrarse en la pesca, y las dos amazonas desnudas se marcharon de allí al trote; por el camino, y para justificar su actitud, Cata le explicó a Brenda que, al ver el inconfundible aspecto de alemán que tenía aquel pescador, le había apetecido practicar un poco su otro idioma. Con lo que hizo reír a la irlandesa, quien le contestó:
- Por un momento creí que te lo ibas a follar. Sabes, bien mirado no hubiese sido una mala idea; un buen rabo, de vez en cuando, puede hacer muy feliz incluso a una chica decente .
En pocas cosas podía estar más de acuerdo Cata, en realidad; tanta era su creciente necesidad de sexo que comenzó a dormir, como sus compañeras, en el catre de alguna otra. Por lo común en el de Brenda, aunque a veces se intercambiaban posiciones con alguna otra pareja de amigas; pero con esto no tenía ni de lejos suficiente, y muy a menudo paseaba por los pasillos del cortijo con un único objetivo: encontrar un hombre que la penetrase. Por las noches, y pese a que se dormía agotada -tras la “ofrenda”, y luego dos o tres orgasmos seguidos-, muchas veces se despertaba en mitad de algún sueño erótico; empapada en sudor, y masturbándose de forma frenética. En estos casos, para tratar de calmar su excitación se iba a dar un paseo por el silencioso edificio; en realidad, lo hacía en la secreta esperanza de encontrar a Pablo, o a algún otro hombre, y suplicarle que tuviese sexo con ella.
Finalmente, en uno de sus paseos nocturnos llegó hasta el despacho de Pablo, donde, por supuesto, a aquella hora no había nadie; aunque, al entrar, el reflejo de su propio cuerpo desnudo en el ventanal que daba sobre la piscina -entonces cerrado- le dio un buen susto. Pero, cuando se repuso y pese a su estado de intensa agitación erótica, se dio cuenta de que tenía que aprovechar aquella ocasión para tratar de hallar algo que sirviese a su objetivo; así que comenzó a revisar estanterías, cajones, armarios, … Todos los muebles del despacho, en busca de cualquier pista sobre el paradero de Oksana, o sobre el lugar donde hubiesen llevado a las desdichadas que la habían precedido. Incluso encendió el ordenador que había sobre la mesa; aunque, al arrancar, el aparato le pidió una contraseña que obviamente ella no tenía, así que no pudo abrirlo.
Al final, no encontró nada que le sirviese; o, mejor dicho, sí que encontró una cosa muy útil, aunque no para la investigación, sino para satisfacer su lujuria: un enorme consolador negro, de casi veinticinco centímetros de largo por cinco o seis de ancho, que imitaba a la perfección un pene humano. Pues era muy rugoso al tacto, porque en su superficie se marcaban todas las protuberancias que, normalmente, tiene un miembro masculino en erección. De inmediato, y aprovechando que estaba exageradamente lubricada, lo tomó del soporte donde reposaba, dentro de un armario, y lo introdujo hasta el fondo de su vagina; luego, con un gemido, lo sacó casi por completo, lo volvió a meter, lo sacó otra vez, … Al cabo de un par de minutos de masturbarse con él ya no pudo aguantar más, y explotó en un inmenso, y ruidosísimo, orgasmo.
Aún estaba jadeando, sudorosa, sentada en el suelo y con el consolador introducido hasta el fondo de su vagina, cuando oyó la inconfundible voz de Pablo desde el umbral:
- No deberías estar aquí a estas horas; sabéis que no debéis salir del dormitorio. Si necesitas sexo, busca una compañera; pero no debes venir aquí, y menos aún usar sin permiso el miembro del Divino. Sí, es una reproducción del sexo de nuestro Creador, del exacto modo en que Él me lo describió; y está reservado para premiar a aquellas de vosotras que realmente lo merezcáis .
Cata se excusó, diciendo que no lo sabía; tras retirar el consolador de su sexo, lo limpió cuidadosamente con sus labios y con su lengua, y volvió a depositarlo en su soporte. Luego se acercó a Pablo, contoneando su cuerpo desnudo de un modo insinuante, y le dijo en un susurro:
- Y, ahora que estamos los dos solos aquí, ¿no te gustaría hacer el amor conmigo? Por delante, por detrás, por donde tú quieras; necesito que me penetres, ahora mismo. Me voy a volver loca, de verdad; la excitación sexual me está devorando. En mi vida había estado tan cachonda; solo pienso en follar, con cualquiera y a todas horas…” .
Pero Pablo, sonriendo, le contestó:
- No es este el momento para ello. Vuelve a tu dormitorio; y mañana, en la ofrenda, te diré cómo has de desagraviar al Divino por tu ofensa de esta noche .
Cata, muy decepcionada, salió de la habitación, cerrando la puerta; de camino hacia el dormitorio, y por entre las constantes imágenes eróticas que poblaban sus pensamientos, apareció una de muy distinta. Que le provocó un escalofrío de terror: había olvidado volver a apagar el ordenador.
IX
Las consecuencias de su error llegaron a la noche siguiente, y cayeron sobre ella como un mazazo; cuando Pablo empezó su discurso diario a la congregación de jóvenes desnudas, como de costumbre sentadas en el suelo frente a él con las piernas bien abiertas, su cara era de gran preocupación.
- Queridas mías, anoche sucedió algo realmente extraordinario. Una de vosotras, Cata, acudió en plena noche a mi despacho; allí descubrió, en su armario, el miembro del Divino y, sin saber lo que era, se masturbó con él hasta el orgasmo .
Un suspiro de horror recorrió el auditorio, y Cata -que, excitada como siempre, había comenzado a masturbar a Brenda, mientras que la otra chica la correspondía- pensó que iba a recibir un terrible castigo por hacer eso; pero las siguientes palabras de Pablo la asustaron muchísimo más:
- Yo la reconvine, por supuesto, y la mandé a su cama; diciéndole que hoy hablaríamos de ello. Pero, cuando volví a la mía a dormir, el Divino me visitó en mis sueños. Y me exigió que llevase a Cata al templo principal, de inmediato; en mi visión, yo discutía con él, diciéndole que al menos esperase a que la marca cicatrizara. Pero me contestaba que no, que la quería allí con Él enseguida, como Favorita. ¿No es algo extraordinario?
Las chicas comenzaron a aplaudir, muy contentas; las que estaban más cerca de Cata le daban besos, y palmadas en la espalda, y por supuesto ella trató de aparentar alegría. Aunque, desde luego, el orgasmo que los dedos de Brenda tenían ya medio construido se le cortó de raíz.
Mientras una de las chicas, siguiendo las órdenes de Pablo, iba a por el quemador necesario para marcarla, Cata analizó fríamente su situación: solo había una manera de saber a dónde llevaban a las chicas marcadas; y pasaba, de un modo ineludible, por dejarse poner, ella también, la marca en la grupa. Pues, si se levantaba y se marchaba de allí, fuese por las buenas o por las malas -Cata estaba entrenada para eso, y habría podido noquear a Pablo hasta con un solo brazo- todo lo que había hecho hasta entonces no serviría de nada; ni la labor de infiltración, ni su estancia allí, orgasmos y tormentos incluidos, … Años de intenso trabajo, suyo y de mucha otra gente, tirados a la basura; así que finalmente, y con un suspiro de resignación, se limitó a decirle a Brenda:
- Haz que me corra como nunca lo haya hecho antes, ¿vale?
Y, cuando Pablo la llamó al estrado, se puso en pie y avanzó hasta la mesa del porche; donde, con una sonrisa que trataba de parecer alegre, se tumbó boca abajo, poniendo su pubis sobre el cojín que, allí mismo, el hombre acababa de colocar. Pablo, entonces, indicó a una de las chicas que estaban más próximas que se acercase; pero Cata, en voz muy alta -para que todas la oyesen- pidió que fuese Brenda quien la acariciase. Como era de esperar, el hombre no puso inconveniente alguno, y Brenda se acercó de inmediato, arrodillándose entre las piernas abiertas de Cata; cuando comenzó a lamer el sexo de su amiga, Pablo enchufó el aparato en la pared próxima, y se quedó esperando dos cosas: que el hierro de marcar se pusiera incandescente, y que Cata llegase al orgasmo.
Ninguna de ambas cosas tardó demasiado, y por suerte sucedieron en aquel orden; cuando Cata empezó a gritar a pleno pulmón, sumergida en un orgasmo espectacular, enorme, Pablo aplicó el hierro sobre su grupa, justo encima de la nalga izquierda de Cata. Allí lo dejó unos segundos, y cuando lo retiró, igual que había hecho con Oksana, se acercó a la mesa de despacho y, tomando la jarra de agua que allí había, la vertió sobre la quemadura.
Cata, al notar el hierro abrasando su piel, comenzó a chillar de dolor, olvidando por completo la sensación placentera que décimas de segundo antes la invadía; se agarró con fuerza a las patas de la mesa, hasta casi dislocarse las muñecas, y si no pataleó demasiado fue porque Brenda, temerosa de que la marca no quedase bien, le había sujetado las piernas con sus brazos. Pablo, una vez retirado el quemador, se sentó de nuevo en su sillón favorito; de un tirón lo desenchufó, y se quedó esperando a que Cata reaccionase.
La chica tardó al menos diez minutos en recuperar el resuello; pero finalmente, cubierta de sudor, gimiendo y llorando, se levantó de la mesa con la ayuda de Brenda. Y, acompañada por esta, fue a arrodillarse frente a Pablo; aunque no fue capaz de decir nada, cuando el hombre asintió con la cabeza le levantó la túnica y, tomando en sus manos temblorosas el miembro semierecto de su torturador, le acercó su boca y comenzó a chuparlo.
No tardó más de cinco minutos en ponerle erecto, y quizás otros cinco en lograr que eyaculase; con un esfuerzo sobrehumano, pues tenía la boca seca por completo, Cata logró tragárselo todo. Para luego, siempre ayudada por Brenda y entre los aplausos de todas las demás chicas, muy excitadas y sonrientes, ponerse en pie; y, trastabillando, ir apoyada en su amiga hasta la enfermería del cortijo. Donde Brenda la hizo tumbar, boca abajo, sobre una camilla, y fue ella misma quien le aplicó una primera cura, usando una pomada que tomó de un estante; mientras le decía, muy emocionada:
- ¡Qué suerte, chica, haber sido elegida tan deprisa! ¡Y qué envidia, la verdad! Por cierto, no te preocupes por la cura; soy enfermera de profesión, así que sé lo que me hago. Al echarte el jarro de agua, Pablo ha impedido que la quemadura progrese hacia el interior, y además se ha asegurado de que los bordes queden bien nítidos. Se nota que tiene experiencia. Ahora lo importante es que no se te infecte; además de la crema, y del antibiótico, te pondré un apósito, pero hay que hacer las curas frecuentemente. Si no soy yo, las harán las compañeras del templo principal, claro; supongo que te llevarán allí enseguida. Pero, en pocos días, estarás como nueva; y luciendo el símbolo de nuestra fe, siendo una Favorita del Divino. De verdad, ¡qué suerte!; ojalá que me llamen pronto a mí .
Cata, aunque sumergida en su pesadilla de dolor, oía a su amiga sin poder dejar de pensar en lo tonta que era, la pobre; como las demás, se dejaba llevar, por satisfacer su excitación sexual, a un terrible destino. Pero, en aquel mismo momento, se dio cuenta de por qué, después de muchos días, podía pensar lúcidamente: el tremendo dolor que le producía la reciente quemadura superaba, con mucho, cualquier otra sensación. Pues no en vano, instantes antes de que Pablo la “eligiera”, ella misma estaba masturbando a Brenda, y dejando que su amiga la masturbase a ella, como si no importase nada más en el mundo; por eso también, había cogido aquel consolador del armario, y se lo había metido hasta el fondo de su vagina. Y por eso había cometido aquel error de primer curso de espía: no volver a apagar el ordenador.
Estaba claro que algo les daban que les nublaba la mente; pero en aquel momento, y gracias al terrible dolor de la quemadura, con ella no hacía el esperado efecto. Así que, después de pensarlo un poco, decidió abrirse otra vía de escape; con un hilo de voz pidió a Brenda un poco de agua, y cuando su compañera se la dio le dijo:
- ¿Te acuerdas de aquel pescador alemán? Tengo que pedirte un favor; mañana monta a caballo hasta el embalse, y dile que me han elegido para el templo principal. Es muy importante…
La otra la miró con cara de no entender nada, y Cata siguió hablando:
- Verás, no te dije toda la verdad; en realidad es mi tío, y vino aquí para tratar de convencerme de que volviese a Alemania. Cuando le digas que estoy en el templo principal, seguro que se queda mucho más tranquilo, el pobre; es un buen hombre, pero no es capaz de comprender nuestra fe. Hazlo por mí, y por él; pero, sobre todo, no le digas nada a Pablo. Se enfadaría contigo, y te castigaría por las dos; a mí, estando ya en el templo principal, poco o nada podría hacerme .
Antes de regresar a la reunión, para hacer su ofrenda, Brenda prometió que lo haría sin falta:
- Pobre hombre; no te preocupes: mañana yo se lo explicaré. Cuando sepa lo afortunada que has sido, seguro que se tranquiliza mucho. Te pongo un calmante, y luego vengo .
Una vez que se quedó sola, y aunque aquel dolor brutal seguía mandando pinchazos a su cerebro, poco a poco fue venciéndola el sueño; eran los efectos del fentanilo que Brenda le había inyectado. Y poco después, sin que Cata llegase a enterarse, el mismo hombre que la recibió a su llegada entró en la habitación; en realidad era médico, y el responsable de que todas las chicas del cortijo estuviesen, siempre, en permanente estado de extrema excitación sexual. Pues el DIU que les colocaba no solo liberaba progestina, sino una combinación de substancias afrodisíacas, químicas -bremelanotida sobre todo- y naturales, de su personal invención; mezcla que, como era obvio, provocaba unos efectos devastadores en aquellas chicas. Quienes, ya solo por ser tan jóvenes y haber acudido allí en busca de placer sexual, venían, por decirlo de un modo coloquial, con las hormonas muy revueltas.
Con cuidado, colocó a Cata una máscara conectada a una bombona de gas, que puso junto a la pierna de la chica; luego reguló el flujo de gas -era una vez más una mezcla de su invención, a partir del sevoflurano- a la máscara y, una vez que comprobó que Cata estaba inconsciente, abrió la puerta y sacó la camilla de allí. Sin dejar de comprobar la válvula de gas, circuló por los pasillos hasta la parte trasera, donde le esperaba una furgoneta sin marcas ni ventanas atrás, o en los lados, pero con su puerta posterior abierta; con la ayuda del conductor y de su compañero, los mismos árabes que habían traído a Cata al cortijo, subió la camilla -tras plegar las patas- al vehículo, y un minuto después se marchaban los cuatro de allí.
En realidad, no tuvieron que circular más allá de media hora, pues su destino estaba bastante próximo: era otro cortijo, cercano al Bonal del Barranco de Riofrío. También alejado de cualquier lugar habitado, pero bastante distinto del que utilizaba la Secta para alojar a las chicas antes de que, supuestamente, el Divino las eligiese como Favoritas; pues el interior de este edificio recordaba, sobre todo, a una cárcel de la Inquisición medieval. Muy completa, con sus mazmorras… y con sus salas de tortura.
X
Cata despertó con la boca muy seca, y lo primero que notó fue el dolor que la quemadura le provocaba; al abrir los ojos, se dio cuenta enseguida que no estaba en el mismo lugar donde Brenda la había atendido. Seguía tumbada boca abajo, eso sí, pero ahora lo estaba sobre una repisa de obra, adosada a la pared de una habitación; pequeña y muy sucia, parecía estar en un lugar abandonado, donde no entraba más luz que la que se filtraba bajo la puerta. Lo siguiente que notó fue una sensación de frío, e incomodidad, en su tripa y en sus pechos; al incorporarse, se dio cuenta de que, además de seguir desnuda por completo, la habían cargado de cadenas. Y de que se había despertado tumbada sobre ellas. Le habían puesto un collar de hierro muy grueso, del que descendía una cadena, también de eslabones muy gruesos, hasta sus pies; era, precisamente, la que la había incomodado. Terminaba en otra, horizontal y de no más de medio metro, que unía los dos grilletes de sus tobillos, también de gran anchura; y el conjunto se completaba con otra que, unida a la principal a la altura de su ombligo, juntaba los grilletes de sus muñecas, de parecida longitud que la de los tobillos.
Cuando trató de ponerse en pie se le nubló la vista; entre la dificultad de movimientos que le provocaban las cadenas, y los efectos del sedante, acabó por caer al suelo. Al instante, la quemadura le mandó un pinchazo al cerebro mucho más intenso; Cata esperó un poco, hasta que se sintió mejor, y luego se puso en pie poco a poco. Una vez que lo consiguió, avanzó muy despacio -la cadena tampoco le hubiese permitido otra cosa- hacia la puerta de aquella celda, pues estaba claro que eso era; era también muy vieja, de madera muy gastada, y obviamente estaba cerrada. Gritó cuanto pudo, la golpeó con sus grilletes, pero nadie le respondió; así que, finalmente, optó por tumbarse otra vez sobre aquella repisa, a esperar acontecimientos.
Una espera que le llevó bastantes horas; para cuando oyó ruidos fuera de su celda, y luego una llave en su puerta, hacía tanto que estaba allí que se había despejado por completo. Incluso, aquella familiar sensación de humedad entre sus piernas había regresado; y Cata empezaba a pensar, seriamente, en masturbarse por enésima vez.
La puerta se abrió para dejar pasar a dos hombres; uno de ellos era el mismo que la había recibido en el cortijo, llevando en las manos una bandeja con instrumentos médicos. Por lo que supuso que iba a cambiarle el apósito, y a hacerle la necesaria cura. Y no se equivocó, pues al llegar a su lado dejó la bandeja en la misma repisa, y se puso a ello; no solo eso, sino que le acercó a la boca una botella de agua, que Cata bebió con fruición. Al otro no lo conocía de nada, y parecía que estaba allí solo escoltando al primero; era un hombre enorme, con aspecto de culturista, y Cata pensó que, si ya en condiciones normales le hubiese sido difícil vencerlo en un combate, con todas aquellas cadenas no valía la pena ni siquiera intentarlo. Así que optó por acribillar a preguntas al que le hacía la cura; pero no obtuvo de él más que un gesto con su dedo frente a los labios, para que guardase silencio, y una frase:
- Pronto vendrán a contestar todas tus preguntas .
Esta vez tuvo que esperar muy poco; pues, cuando el hombre estaba colocándole el nuevo apósito, tras haber terminado su tarea, oyó un ruido en el quicio de la puerta: allí estaba Pablo, contemplándola con la misma cara de falsa beatitud que solía poner.
- Cata, no sé quién te manda, pero te aseguro que me voy a enterar. Y he de reconocer que tu disfraz era bueno, muy bueno; aún no entiendo como pudiste cometer un error tan tonto. Supongo que tengo que agradecérselo al doctor, aquí presente; su cóctel de afrodisíacos logra, realmente, nublaros el entendimiento .
La chica intentó, al principio, hacerse la ignorante, pero Pablo la cortó en seco:
- Nosotros también tenemos nuestras fuentes de información, señorita Catalina Ramos; estamos revolviendo cielo y tierra para averiguar tu pasado, y te aseguro que al final lo haremos. Mientras tanto, te aburrirás aquí encerrada; y, mientras investigamos, igual te torturamos un poco, a ver si así te sacamos la verdad. No hay que desdeñar los métodos tradicionales.. .
Ella, en su papel de fiel seguidora de la secta, le preguntó si “luego la llevaría al templo principal”; pero él se rio, y le contestó:
- Cuando digo que eres muy buena… Siento tener que decepcionarte, pero de aquí solo saldrás con los pies por delante. La función del cortijo es, sobre todo, proveer de chicas jóvenes este lugar; en el que hombres muy ricos e influyentes, e incluso alguna mujer poderosa, pagan fortunas por hacer realidad su sueño: torturar a chicas hasta la muerte. Sabes, hay otros sitios parecidos en África, o en Asia; pero éste es distinto: hasta donde yo sé, solo hay en el mundo otro lugar donde ofrezcan chicas blancas jóvenes, en Rusia. En fin, seguro que para ti encontraremos algún cliente; aunque tu llegada aquí haya tenido que precipitarse un poco .
Cuando los tres hombres se fueron, Cata se quedó muy pensativa, pues aquello no se lo esperaba; aunque, claro, cuadraba mucho mejor con los dos cadáveres de chicas que la Guardia Civil había encontrado por la zona. Pero ella se había infiltrado en la secta para averiguar otra de sus actividades: se sabía que adiestraban a chicas, con ayuda de psiquiatras, para convertirlas en terroristas suicidas, y sus jefes creían que aquel cortijo era uno de los posibles lugares donde lo hacían. Por eso, según le dijo Klaus la víspera de su viaje a Madrid, estaba ella allí; pues el GSG9 no investigaba homicidios ordinarios cometidos en España, por más sádicos que fueran. Pero estaba claro que, si la secta condicionaba a futuras terroristas, no era en “Las Angarillas” donde lo hacía. Aquí se dedicaban a otra cosa…
Para cuando pensó eso, sin embargo, su mano ya hacía un rato que acariciaba su clítoris; en unos minutos explotó en el primer orgasmo de su encierro, y tan pronto como se calmó comenzó a buscar el segundo. Mientras lo hacía, se dijo a sí misma que tenía que lograr dos cosas: primera, dejar de tomar aquellos afrodisíacos; y segunda, escapar de allí. Pero, a diferencia de lo que sucedía con sus orgasmos, tan fáciles de alcanzar, no veía el modo de lograr ninguna de aquellos dos objetivos; así que, de momento, decidió seguir haciendo lo único que sí podía conseguir, y que además era lo que más deseaba: masturbarse.
Durante tres días, su única distracción fueron las visitas del médico a atender su quemadura, siempre acompañado por el hombre musculoso; en ellas, y además de la cura, aprovechaban para darle de comer y beber, y para cambiar el orinal que le habían dejado para sus necesidades. Cata, en una de las ocasiones, se atrevió a preguntarle al doctor qué era lo que ponía en su comida, y en la de las otras chicas; el hombre se rio, pero no le contestó nada, y cuando terminó de hacer la cura en su marca le dijo que le mostrase el sexo.
Ella obedeció de inmediato, en la esperanza de que, quizás, el médico querría montarla; separando las piernas tanto como sus cadenas lo permitían, le exhibió su vulva mientras se acariciaba, sensualmente, los pechos. Pero el objetivo de la inspección era tan solo profesional; el médico, después de tocar sus labios, y su clítoris -con lo que arrancó de Cata innumerables gemidos de placer- le dijo:
- Deberías parar por un tiempo de masturbarte frotando tu sexo, te estás consiguiendo irritar la zona genital. Si quieres, te puedo traer un consolador y un poco de vaselina; así no castigarás tanto tu pobre clítoris .
Cata de inmediato le dio las gracias, y el médico miró al otro hombre, que asintió con la cabeza; cuando ya iban a salir los dos de la celda la chica, mirándoles con expresión lujuriosa, les dijo:
- ¿De verdad ninguno de los dos quiere hacer el amor conmigo? Os lo suplico, necesito que me penetréis; ¿queréis probar de hacerlo los dos a la vez, por mis dos agujeros?
Pero no obtuvo más que las risas de sus captores; de hecho, el hombre musculoso seguía riéndose cuando, unos minutos después, volvió a abrir la puerta, y le tiró un consolador y un tarro de vaselina.
Aquellas nuevas posesiones fueron, para Cata, motivo de gran felicidad; aunque, en sus breves momentos de lucidez, se daba cuenta de que aquello era casi malsano, no podía pasar más de unos minutos sin volver a introducir en su vagina aquel consolador. Y sin necesidad de la vaselina; estaba siempre tan mojada, que únicamente la usaba las veces -bastantes- en que optaba por introducírselo en el ano, buscando un orgasmo anal que, por lo común, solo alcanzaba con ayuda de la estimulación simultánea de su clítoris.
Así pasaba las horas muertas, sumergida cada vez más en una especie de locura sexual; cuando, al cabo de más de una semana y después de una cura, Pablo volvió a entrar en la celda, Cata ya prácticamente no se acordaba de él, ni de la secta: su vida se había reducido al disfrute de la masturbación. Pero Pablo lo sabía bien, pues era él quien había ordenado al doctor aumentar la excitación sexual de la chica; ahora, además de las substancias que liberaba su DIU, le añadían más de lo mismo en la comida y en la bebida. Incluso, la vaselina que usaba contenía uno de los estimulantes que formaban parte de la fórmula del doctor, un compuesto que favorecía la vasodilatación de sus órganos sexuales.
- Cata, voy a preguntártelo por última vez; ¿para quién trabajas?
Por más que la chica estaba cada vez más alejada de la realidad, y sumergida en su mundo de constantes orgasmos, aún conservaba la suficiente lucidez como para no contestar a eso. Era justo lo que Pablo esperaba; por eso había incrementado la dosis de afrodisíaco de Cata al máximo, hasta volverla literalmente loca de excitación. Acompañado de aquel hombre musculoso se acercó a ella, y le soltó los grilletes de sus manos; luego, mientras el otro le sujetaba los brazos primero delante y luego a la espalda, sacó de su bolsillo unas esposas, y con ellas juntó sus muñecas detrás, imposibilitándola así para masturbarse. Cuando el doctor terminó la cura, recogió el consolador y el tarro de vaselina y le dijo:
- Es una lástima que no quieras contestar, de veras. Cuando quieras un buen orgasmo, ya sabes lo que tienes que hacer; los tres estaremos más que contentos de follarte, y luego te devolveremos tus juguetes. Pero, mientras no colabores, contestando mis preguntas, se te ha acabado el pasártelo bien .
Los tres salieron de la celda perseguidos por las constantes súplicas de Cata, quien les rogaba que, por lo menos, le dejaran usar sus manos; una vez fuera, Pablo le dijo al médico:
- Ya sé que estamos en el límite de la dosis peligrosa, pero necesito que, incluso poniendo en riesgo su salud mental, se la aumentes aún más. Necesito que me lo diga pronto, ¿sabes? Toda la operación podría estar comprometida; y aquí estamos nosotros, jugando con esta desgraciada . Te doy una semana más, como máximo; pasada la cual le sacaré la verdad con la picana…
XI
Brenda cumplió su palabra, aunque unos días más tarde; cuando Dieter -así se llamaba el agente “disfrazado” de pescador bávaro- la vio venir en su caballo, gloriosamente desnuda pero sola, tuvo un mal presentimiento. Y ella se lo confirmó enseguida; aunque Dieter la acribilló a preguntas, aprovechando que la chica le explicó enseguida que Cata le había confesado que era su tío, solo logró saber que se la habían llevado al templo principal. Como le dijo Brenda, muy sonriente:
- Me ha insistido mucho en que le diga que está muy bien, muy feliz; que tranquilice usted a la familia, para que no se preocupen más.
De hecho, el agente tuvo que marcharse de allí apresuradamente, pues cada vez tenía más claro que la chica trataba de seducirle; mientras hablaba con él se había bajado del caballo, y se había puesto a su lado, en la orilla del embalse. Y, sumergida en el agua hasta las rodillas, se estaba mojando todo el cuerpo de un modo muy insinuante; sobre todo, se dedicaba a lavarse el sexo bien abierta de piernas, mientras le dedicaba miradas lánguidas, y comentarios sobre lo muy excitada que estaba.
Al mismo tiempo, y no muy lejos de allí, los dos agentes del puesto de Abenójar acudían a por otro cadáver, esta vez junto a la entrada a la Cueva de los Muñecos; cuando llegaron se había formado cierto revuelo, pues lo halló un grupo de estudiantes de Geología que iba a hacer limpieza de la cueva, por lo general en un estado de bastante abandono. Un revuelo al que contribuyó que los agentes tardasen un rato en presentarse, pues el acceso hasta allí no se podía hacer en el Patrol; tuvieron que dejarlo a cierta distancia, en el camino de un cortijo, y hacer el último kilómetro a pie.
Pero, una vez que pudieron poner algo de orden en el lugar, la escena les recordó muchísimo a las dos anteriores; el cadáver, por completo desnudo, era de una chica joven, morena y alta, de cuerpo rotundo: anchas caderas, pechos grandes, … Parecía intacto, sin heridas aparentes, y la causa de la muerte era, esta vez, fácil de suponer; pues el cadáver colgaba de una rama de árbol, alta y recia, mediante un alambre grueso que le rodeaba el cuello, y que la había asfixiado: bastaba con ver sus facciones, completamente amoratadas, y la postura de la cabeza, para hacerse la suficiente composición de lugar. Y, además, al comprobar la parte posterior del cadáver los agentes descubrieron otras dos cosas: que tenía las manos esposadas a la espalda y que, sobre su nalga izquierda, llevaba la misma marca que los dos cadáveres anteriores.
El informe preliminar de autopsia, que se recibió a la vez en el puesto de Abenójar y en el Juzgado de Puertollano, confirmó la causa de la muerte, que se había producido tan solo unas horas antes del hallazgo del cadáver por los geólogos; pero había algo más: los forenses habían descubierto, en la vagina, en el recto y en los órganos internos de la chica, importantes quemaduras “compatibles con descargas eléctricas de alta intensidad”. En román paladino, a la chica la habían torturado con corriente, seguramente con dos electrodos metidos en su sexo y en su ano, hasta que se cansaron; luego la llevaron al lugar de su ejecución y, simplemente, la colgaron de aquel alambre hasta que murió ahorcada. Leyendo aquel informe, al cabo comandante del puesto se le agotó la paciencia; mientras lo reenviaba al teniente Sáez, y a la Comandancia de Puertollano, le dijo a su subordinado:
- Paco, si seguimos esperando a que estos hagan algo, aquí va a haber más muertos que cuando la Guerra Civil. ¿Sabes qué te digo? Que a mí me da igual lo que diga la juez; tu y yo vamos a vigilar bien al sujeto ese de la túnica, el tal Pablo, que dirige el picadero, puticlub o lo que sea de Las Angarillas. Avísame a tu cuñado y a su hermano, que necesitaremos más gente; y que no se preocupen, que si nos pillan la responsabilidad es toda mía .
Tres días después de que encontrasen el cadáver de Oksana -que aún no había sido identificado- entre el cabo, el agente Paco, su cuñado Mariano y el hermano de este, Juanillo, tenían controlado a Pablo las veinticuatro horas; desde un altozano muy próximo al cortijo, con fácil acceso desde la comarcal, donde hacían turnos de seis horas cada uno. De hecho, esa era la principal ventaja de aquel mirador, pues no solo controlaban el acceso a Las Angarillas, y podían ver incluso, con los prismáticos, quién viajaba en los vehículos que entraban y salían. Sobre todo, veían un montón de chicas desnudas; sin duda eso fue, sobre todo, lo que más animó a los dos paisanos a participar en aquel improvisado operativo.
Pero lo más importante era que, también, podían seguir a Pablo cuando se marchara; pues el camino terminaba en la carretera, muy cerca del cruce de ésta con el que iba a Las Angarillas, y era mucho más corto. Así fue como los vigilantes comprobaron que Pablo, con una cierta frecuencia, visitaba el cortijo próximo al Bonal del Barranco de Riofrío; un edificio que ellos siempre habían visto cerrado, y al que nadie se acercaba nunca. Al menos, que ellos hubiesen podido observar. A la tercera vez que lo visitó, el cabo decidió contárselo al teniente Sáez; le llamó directamente, y le dijo:
- Mi teniente, a sus órdenes. Soy el cabo Martín, del puesto de Abenójar. No, no se preocupe usted, que no ha aparecido ningún cadáver más. Pero hemos descubierto una cosa que quizás pueda ser de interés: el tal Pablo, el baranda de la secta esa, va cada pocos días a un cortijo cerca del Bonal del Barranco de Riofrío. Sí, ya sé que eso no es mucho, pero es que ese caserón lo suponíamos deshabitado desde hace ya años; no está ni conectado al suministro eléctrico… Mi teniente, ya se imaginará usted cómo lo sabemos, vigilancia y seguimiento. No, por supuesto que no, solo entre Paco y yo; nunca pondría a un civil a vigilarle… Ahora que lo dice, puede que alguno nos haya contado algo, pero será por mera casualidad, por supuesto… A sus órdenes, mi teniente; seguiremos vigilando .
Cuando colgó, Sáez se dio perfecta cuenta de que, con aquello, iba a ser imposible que la juez de Puertollano les diese una orden de entrada y registro para el segundo cortijo; si ya no la había otorgado para Las Angarillas, menos aun para una finca deshabitada sobre la que solo tenían un dato: que el tal Pablo la visitaba a veces. Y tampoco podía enviar una patrulla a investigar; no podrían entrar en el edificio sin la orden, y además, si alguien lo estaba vigilando, harían saltar la liebre. Así que optó por tirar por la calle de en medio: llamó a su amigo Peláez, para ver si entre él y los alemanes podían hacer algo al respecto.
Veinticuatro horas después de la llamada, un grupo de asalto del GSG9 acudía, en mitad de la noche, al cortijo donde Cata estaba encerrada. A aquella hora no había nadie, y tras forzar una de las ventanas registraron todo a fondo; tardaron un buen rato, pero al final hallaron la trampilla que daba acceso a las instalaciones del sótano, disimulada bajo un montón de barriles vacíos y medio podridos. Grabaron un vídeo de las salas de torturas y de las mazmorras, en las que solo había una celda ocupada; por la trampilla de la puerta vieron que dentro dormía Cata, desnuda, esposada con las manos a la espalda y cargada de cadenas. Pero no la despertaron; se fueron como habían venido, haciendo desaparecer cualquier rastro de su visita -excepto la ventana rota- e informaron a sus jefes. A la mañana siguiente, los tenientes Peláez y Sáez visitaron a la juez de Puertollano, llevando aquel vídeo que habían grabado los del grupo de asalto; la juez, tras verlo, les advirtió:
- Comprenderán que esto no puede servir como indicio para ordenar la entrada y registro, pues es ilegal; aunque me han convencido ustedes, por supuesto, pero hemos de buscar algún medio de justificarla. Porque, en caso contrario, hasta el abogado más torpe lograría anularla, así como todas las pruebas que derivasen de ella. Y seguro que esta secta tiene picapleitos de primera división .
No hizo falta, sin embargo, que pensasen demasiado: aquella misma mañana Mariano, el cuñado del agente Paco, se acercó al cortijo donde Cata estaba encerrada; y lanzó, por la misma ventana que habían roto los agentes del GSG9 para entrar, un hatillo de papeles resecos a los que antes había prendido fuego. Luego sacó su móvil, llamó al 112 y, después de dar sus datos, les dijo:
- Creo que tendrían que mandar a los bomberos al caserón del Bonal; sí, el del Barranco de Riofrío. Estaba paseando el perro por aquí, como hago a veces, y he visto que sale humo de dentro; por si acaso, llamen también a la Guardia Civil. Sí, aquí mismo les espero .
Media hora después, los bomberos entraban en el cortijo, a apagar el fuego; y, qué casualidad, buscando otros posibles focos del incendio, dieron con la trampilla que bajaba al sótano. Avisada la Guardia Civil, rescataron a Cata; lo que no les resultó fácil, pues mientras le quitaban sus cadenas -con las herramientas que llevaban- ella no hacía otra cosa que insinuarse a sus rescatadores, y pedirles que la penetrasen. O, al menos, que la masturbasen; y, sobre todo, se negaba terminantemente a que cubriesen con nada su cuerpo desnudo, diciendo algo de que la divinidad no lo permitía.
La cosa mejoró, sin embargo, una vez en el hospital de Santa Bárbara, en Puertollano; donde no solo medicaron a Cata, sino que le quitaron aquel DIU que causaba su permanente excitación. Como hicieron, poco después, con las chicas de Las Angarillas; no fue fácil convencerlas, con todo: ni siquiera lo fue lograr que se vistieran un poco, pero un equipo de psicólogas venido de Madrid acabó consiguiéndolo. Simultáneamente, la policía alemana desmanteló las sedes de la secta en su país, y detuvo a los responsables. Pero al teniente Sáez se le quedó una espina clavada: no había logrado cazar a Pablo, pues cuando fueron a Las Angarillas, a por las chicas, el sujeto ya no estaba allí. Ni él, ni el médico. Así que llamó a la juez, y le pidió que ordenase la busca y captura de los dos sujetos; pero, a mitad de la conversación, el cabo Martín se le acercó, riendo y haciendo gestos de que dejase el teléfono un momento.
Cuando el teniente hizo lo que su subordinado le pedía, bastante molesto por tener que dejar a la juez en espera, Martín reprodujo el mensaje de voz que Juanillo acababa de dejarle, segundos antes, en el móvil:
- Mi cabo, estoy siguiendo al tal Pablo, como me ordenaste. Va en una furgoneta con otros cuatro tíos, uno de ellos más grande que la iglesia del pueblo. Ahora están rodeando Mérida por la A5; así que, o van a Badajoz, o a Portugal. Que digo yo que, si la misión me lleva al extranjero, me pagaréis los gastos de desplazamiento, ¿no? A ver si la Guardia Civil va a ser tan rata como Don Remigio, mi jefe, que cuando visito a un cliente no me quiere pagar ni la gasolina...