Infierno en la jungla birmana (5 - Fin)
Kenji y Jim deciden arriesgarse a huir en una misión suicida de muy dificil ejecución práctica. Pero salvar la vida puede suponer para ellos condenar sin remedio su genuina historia de amor.
Hacía tiempo que llevábamos viendo sobrevolar aviones por encima de la isla, que parecían dirigirse a algún punto no muy lejano en el horizonte, pues era perceptible el descenso en altura de los aparatos según se acercaban al destino. Calculamos una distancia de diez-quince kilómetros en dirección suroeste desde nuestra posición. Sin duda se trataría de una isla algo más grande y con algún manantial de agua, pues de lo contrario es dudoso que los japoneses, gente práctica como eran, hubiesen construido una pista de despegue y aterrizaje en los alrededores. Tal vez la conquista de la India era inminente, si es que no había comenzado ya, pues hasta ese momento el avance territorial japonés en tierras asiáticas resultaba imparable.
Construimos un par de improvisados remos con troncos de palmera, haciendo uso de nuestros cuchillos de cocina de la enfermería, por si el largo tiempo inactivo motor de la embarcación no conseguía arrancar, y dijimos adiós con innegable pena a nuestro hogar en los últimos meses. Durante el tiempo pasado allí había conseguido conocer íntimamente a aquel médico militar de 26 años, poseedor de una mente privilegiada y de un físico abrumador. Nunca he entendido los prejuicios raciales, pero menos aún referidos a los japoneses, que nos superan en muchos aspectos a los occidentales, si bien es cierto que también hay cosas en las que convendría que se fijaran en nosotros, como el machismo imperante en su cerrada sociedad o el absurdo intento de tomar las decisiones por consenso y unanimidad. Pero en todo lo demás, la cultura japonesa, que Kenji me fue mostrando a base de largas narraciones en las cálidas tardes y en las estrelladas noches de la isla, me cautivó por completo, y me convertí desde entonces en su mayor admirador.
Tras dos intentos fallidos, el motor de queroseno arrancó finalmente. Nuestras reservas de combustible no alcanzaban para llegar a la India, pero sin duda sí para tomar tierra en la isla vecina. Y hacia allá nos encaminamos al caer la noche, esperando no ser detectados por los siempre vigilantes ocupantes, por lo que decidimos apagar el motor al acercarnos a la isla, y continuamos el trayecto a base de remos. Desembarcamos en un punto boscoso de la punta septentrional de la isla, que parecía bastante más grande que la nuestra, apenas un islote de forma alargada y sembrado de palmerales, y escondimos la embarcación entre los manglares de la costa. Era evidente que en esta isla la vegetación era aún más densa y variada que en la que acabábamos de abandonar, y cruzamos varios arroyos en nuestro intento explorador, que indicaban que allí había agua dulce en abundancia. Media hora después, ya de noche cerrada, descubrimos la pista de aterrizaje, recién asfaltada y señalizada, y nos dirigimos con sigilo a buscar los hangares donde se guardaban los aviones utilizados en misiones de reconocimiento por la zona. Eran estos unas inmensas naves situadas al comienzo de la pista, en los que una decena de aviones aparcados en batería dormitaban a esas horas ajenos a nuestra presencia en los alrededores. Se escuchaba ruido de voces y risas masculinas en el presumible bar de oficiales de la isla, situado a doscientos metros del hangar, pero fuera por completo de nuestra vista. Nos acercamos sigilosos hasta la entrada de las instalaciones, para descubrir que las puertas correderas no estaban cerradas con llave. Sin duda debían pensar que la propia inaccesibilidad de la isla les protegía contra posibles incursiones enemigas; estábamos perdidos en mitad del océano, en tierra de nadie, en unas islas vírgenes y casi desconocidas incluso para los geógrafos más reputados. Según creyó reconocer Kenji por los deformados sonidos que nos llegaban, estaban celebrando el nacimiento del primer hijo varón de uno de los oficiales con una auténtica fiesta japonesa sólo para hombres (la necesidad manda) pero bien regada de sake, por la entonación obtusa de muchas de las canciones que intentaban cantar a coro. Las risotadas y bromas continuas entre los encargados de vigilar los aparatos eran nuestros mejores aliados a la hora de llevar a cabo nuestros planes. Y si bien hoy llevábamos puestos los uniformes japoneses por una cuestión de seguridad (en la isla íbamos semidesnudos, generalmente en calzoncillos, y nunca sentimos la más mínima vergüenza por ello) parecía claro que no nos iban a hacer falta para engañarles en esta noche en concreto. Busque un modelo biplaza y dotado de doble motor de hélice, para mayor seguridad en un viaje tan largo como el que nos proponíamos.
- Ese del fondo nos servirá. Se le ve muy sólido. Parece un nuevo modelo luego averigüé que se trataba de un prototipo de caza nocturno conocido con el nombre de Kawasaki KI-45 Toryu, palabra ésta última que estaba pintada en ideogramas japoneses en el fuselaje del avión, y que Kenji me explicó durante la travesía que significa algo así como "Asesino de dragones".
¿Tú crees que tendrá combustible suficiente para llegar a la India?
No lo sé, pero vamos a averiguarlo en seguida.
Me subí a la cabina del más cercano a la puerta de salida de los dos que había, y encendí los indicadores de vuelo. En seguida deduje que aquel aparato acababa de ser cargado de combustible, probablemente para realizar una misión de reconocimiento a larga distancia, posiblemente en el frente norte birmano. Calculé mentalmente que su autonomía de vuelo superaría en algo los 1500 km de distancia que nos separaba de nuestro destino soñado. Una vez comprobados todos los requisitos de vuelo necesarios para un despegue exitoso, le indiqué por señas a Kenji, que seguía vigilando en la puerta, que se subiera al asiento trasero, y, una vez dentro, le ofrecí una serie de instrucciones básicas para no marearse en un caza de guerra, y encendí los motores, encomendándome a Dios para que esa panda de borrachos no reaccionara hasta que fuera demasiado tarde. Tras un intervalo de tiempo que no duró más de un minuto, pero que se nos hizo eterno, enfilé el aparato hacia la puerta deseando que no se cerrara ante nuestras narices. Apenas dejamos atrás el portón de madera y comenzamos a rodar por la pista, una nube de exaltados japoneses, algunos de ellos tambaleándose producto de su innegable ebriedad, salieron en estampida detrás nuestra, profiriendo todo tipo de gritos inaudibles en la seguridad de nuestra cabina biplaza y gesticulando groseramente. Todo inútil, era demasiado tarde para ellos, al menos, pues el avión tomó impulsó y se elevó por los cielos antes de que pudieran reaccionar. En el estado lamentable en que parecían encontrarse aquellos hombres es dudoso que se decidieran a seguirnos, por lo que decidimos celebrarlo a lo grande, cantando el "God save the king" primero (yo) y tarareando una canción popular japonesa (él). En realidad no podía considerarse un robo, puesto que ellos se habían agenciado con anterioridad mi añorado Brewster Buffalo, por lo que con toda justicia podía considerarse una permuta de material incautado por la fuerza.
Con la mejor de las sonrisas y un optimismo renovado por la inmensa suerte que nos había acompañado en nuestra arriesgada aventura, sin ningún plan de vuelo posible y confiando en que todos los caminos llevan a Roma, puse rumbo al suroeste, puesto que, sin confesárselo a Kenji para no asustarle más de lo necesario, en mi interior recelaba de seguir la ruta previsiblemente más corta, en línea recta dirección oeste, que nos hubiera llevado directamente a las costas del actual estado de Tamil Nadu, probablemente a las cercanías de la posesión francesa de Pondicherry. La razón de girar hacia el sur era que deseaba evitar en lo posible la presencia de cazas japoneses y británicos por igual, por razones obvias, y cuanto más al sur me dirigiera menos probable sería encontrarnos visitantes indeseados, al alejarnos claramente de la zona de conflicto, pues hubiera resultado terriblemente trágico que, después de conseguir eludir a los avispados japoneses, más debido a la suerte y a una serie de circunstancias favorables que a méritos propios, fuéramos a ser caer derribados por el "fuego amigo" de una batería antiaérea instalada en las playas indias, o tal vez perseguidos por una escuadrilla británica. Horas después, ya amaneciendo, divisamos las doradas costas de lo que resultaría ser el este de Ceilán, la patria del té, no sin antes contemplar con aprensión, a unas diez millas naúticas de la costa, los restos semihundidos de un acorazado inglés, que, según me informé tiempo después, pertenecían al HMS Hermes, de la Flota Británica, hundido por la aviación japonesa el año anterior en un ataque relámpago a las costas ceilanesas. Hasta aquí habían llegado esos criminales, pensé consternado, pero me abstuve de hacer ningún comentario al respecto, y, nada más divisar tierra firme, preocupado por la escasez de combustible tras un vuelo tan prolongado, decidí aterrizar en el primer espacio llano practicable que divisé desde el aire, escogiendo para ello una extensa pradera de hierba dentro de una enorme finca de recreo, que resultó ser el campo de polo de un potentado local, el señor Charles Furnandes, perteneciente a la minoría étnica local de los burghers, descendientes directos de los antiguos colonos portugueses y holandeses de la isla, y cuya familia había hecho fortuna dos generaciones atrás con el negocio del té, bebida que se puso de moda entre la alta sociedad inglesa primero, y cuyo uso se extendió más tarde a las clases medias y populares, con envidiable éxito, y sin necesidad de las campañas de marketing de hoy en día. El propio señor Furnandes, que se encontraba casualmente en la propiedad, incorporando a su colección de sementales pura sangre a un precioso ejemplar de pura raza Brumby, recién importado de Australia, salió a recibir en persona a tan distinguidos como inesperados visitantes, sorprendiéndome con sus efusivos saludos en su dialecto propio criollo portugués y en un perfecto inglés con resonancias notables de Eton y Cambridge.
- ¡Bemvindos, senhores! Bienvenidos a mi humilde plantación - nos recibió aquel insólito personaje, que parecía sacado directamente de una novela de Joseph Conrad, pasando del inglés al criollo sin tregua posible, en una divertida mezcolanza de acentos y lenguas, y hablando a una velocidad pasmosa.
Fue al aterrizar en aquel mar de hierba exquisitamente cuidado cuando ví llorar de emoción por primera y última vez a mi adorado Kenji. Nos fundimos en un interminable abrazo, con las lágrimas rodando por nuestras mejillas, gritando a los cuatro vientos nuestro júbilo en inglés y japonés, antes de que los habitantes del lugar se acercaran hasta nosotros, entre incrédulos y maravillados, asustados en un primer momento ante la posibilidad de que se tratara de una avanzadilla de la aviación japonesa en su confesado intento de invadir la India y Ceilán, y dando muestras de asombro al comprobar que uno de los ocupantes era un occidental de pelo rubio y ojos claros, presumiblemente británico. La confusión, tanto entre los habitantes de la hacienda, situada al parecer en las inmediaciones de la ciudad portuaria de Batticaloa, como entre las autoridades civiles y militares que vinieron a interrogarnos era absoluta. ¿Porqué razón inconfesable un británico y un japonés actuarían de común acuerdo y secuestrarían un avión japonés en mitad de la noche para después huir a la India, que resultó ser Ceilán? Aunque nosotros habíamos terminado por interiorizar nuestra compleja odisea, lo cierto es que toda la historia resultaba incomprensible a cualquier observador imparcial, si no se explicaba previamente que habíamos actuados movidos por el amor tan enorme e irrefrenable que sentíamos el uno por el otro. Y ahí comenzó la cadena de desdichas que habrían de conducir a nuestra inevitable separación. Las autoridades británicas en la isla, nada sospechosas de romanticismo, no creyeron la versión conjunta, que eludía la realidad de nuestra relación amorosa y las violentas circunstancias que viví en el campo de Beke Taung. Nos enviaron a una pequeña prisión militar situada en un fuerte portugués, más tarde ampliado por los holandeses, que le añadieron una iglesia reformada, y situado sobre una isla lacustre; a la entrada del centenario fuerte podía distinguirse aún, pese a llevar en manos ingleses 150 años, el emblema original de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales. Nos encerraron allí para proseguir los interrogatorios por separado, si bien el trato fue correctísimo, y se daba por segura una condecoración y hasta un probable ascenso de oficial a teniente de vuelo, debido a mi comportamiento heroico, una vez finalizada la necesaria investigación. Y así ocurrió en mi caso, teniendo en cuenta que el robo de un aparato del enemigo en una acción de guerra tan novelesca constituía un excelente material de propaganda, y la deserción de un japonés, médico para más señas, un motivo de orgullo adicional y un caso de estudio, pues eran contadas las ocasiones en que esto sucedía, por las razones esgrimidas la noche anterior por Kenji, es decir, la "muerte civil" en Japón de cualquier soldado acusado de desertar.
Y si bien recibí con orgullo mi medalla y el deseado ascenso, que me igualaba en categoría al Teniente Taylor, otro héroe olvidado por todos, (de seguir vivo a esas alturas, claro), no podía dejar de pensar en la suerte que correría Kenji en el futuro inmediato. Finalmente, me reincorporé al servicio activo tres semanas después, tras un permiso especial de dos semanas para descansar y ganar peso con una dieta adecuada. Ahora, todo mi empeño consistía en que, gracias a mi testimonio, Kenji pudiera salir de la prisión militar en que se encontraba, y pudiera volver a estrecharle entre mis brazos de nuevo. Pero siempre topaba con el mismo muro: aunque celebraban su deserción y la información que había facilitado sobre el tendido férreo entre Beke Taung y Tahbaya, el alto mando consideraba "impropia y sospechosa" la extraña amistad iniciada conmigo, y no se referían a su vertiente sexual exactamente. Opinaban que debían mantener cierta reserva sobre él por si se tratara de un astuto y bien entrenado espía militar, y preferían mantenerlo a buen recaudo, bien cuidado y alimentado, pero en vigilancia continua, entre los muros de una prisión. Sería tratado como un prisionero de lujo, y recibir las visitas que deseara, pero no podría pisar de nuevo la calle en libertad hasta el final de la guerra. Intenté convencer a mis superiores de que resultaría más útil su presencia en el frente, como intérprete o grabando mensajes desmoralizadores en japonés destinados a sus compatriotas del frente, pero la respuesta era siempre la misma: que de momento tenían que continuar los interrogatorios en profundidad, pues habían detectado algunas fallas en la historia narrada (las referidas sin duda a nuestra estancia en la isla, y tal vez a los motivos reales de que le acompañara en su primera huida, que él achacó a la lástima que sentía por las vejaciones que recibía por parte del Comandante del campo, sin especificar ningún motivo personal añadido).
Un día antes de partir de nuevo al frente birmano acudí a visitarle a la prisión militar, orgullosa en su espléndido aislamiento en mitad de una laguna. Tras atravesar un sinfín de pasillos y galerías atestadas de nacionalistas cingaleses en lucha por la independencia del país, que el Foreign Office les había prometido como premio a la colaboración cingalesa en el esfuerzo de guerra, fui introducido al interior de la celda, donde se llevaría a cabo la entrevista. Se trataba más bien de una pequeña y coqueta habitación montada en el interior de aquella mazmorra, con todas las comodidades imaginables, incluidos cómodos sillones, mueble bar, un pequeño frigorífico, y una cama con dosel y mosquitera. Todo práctico y resistente, sin grandes lujos pero desprovisto de cualquier atisbo de sordidez. Este tipo de dormitorios de "lujo" solían reservarse para presos políticos de alcurnia, generalmente líderes nacionalistas con cierto arraigo y prestigio entre la población, y a quienes no podían dejar en libertad de momento, pero tampoco tratar como a un preso común. Lo que me indujo a pensar que el alto mando británico apostaba claramente por la inocencia del extraño japonés, y que más pronto que tarde terminarían por dejarle en libertad, una vez llevadas a término las investigaciones pertinentes.
Kenji me abrazó emocionado, y me preguntó de cuanto tiempo disponía. Media hora era todo lo que concedían aquellos desgraciados. Tiempo más que suficiente, sin embargo, para nuestros placenteros fines. Se le veía algo triste y nostálgico, pero cuando le pregunté como se encontraba se encogió de hombros y respondió: "sigo vivo, que es más de lo que podía soñar hace unas semanas, me tratan bien y me dan de comer tres veces al día ¿Hay algún motivo para quejarse por eso?"...Sonrió sin ganas, lo que aproveché para besarle en los labios. Por un momento, cerré los ojos y creí estar de nuevo en la isla. Y de hecho estaba en una, dentro de otra más grande aún, pero si bien Ceilán era un paraíso tropical de belleza exuberante, el islote pantanoso donde se enclavaba la prisión resultaba carente de cualquier encanto para los sentidos. Me fijé en que había ganado peso, y, echando un vistazo a mi alrededor, comprobé complacido que sus celosos guardianes le permitían incluso mantener una pequeña biblioteca, formada por clásicos de la literatura británica de todos los tiempos. Tenía a medio leer sobre el escritorio un ejemplar de "Kim de la India" de Rudyard Kipling, Tras interesarse por mi estado y mi próximo destino, miramos el reloj de pared al mismo tiempo.
Habíamos perdido cinco minutos de nuestro precioso tiempo en fruslerías, en vez de hacer el amor salvajemente, como correspondía a la situación. Dios sabía cuando volveríamos a encontrarnos en posición semejante. Nos desvestimos a la carrera y nos tumbamos uno al lado del otro en el amplio camastro, dispuestos a no perdonar una ocasión semejante. Todo lo demás perdió interés de repente para nosotros. Ahora sólo contaba nuestro amor reencontrado, las caricias que nos prodigábamos de nuevo, el dulce encuentro de nuestras lenguas y nuestros respectivos miembros, la delicada penetración, seguida de una cabalgada brutal sobre la resistente cama, el sabor delicioso de su semen deslizándose por mi garganta, los dramáticos e interminables besos de despedida. La puerta de su celda-suite se cerró con estruendo, y, mientras el guardia británico que me acompañaba, cuyo acento me resultaba familiar, y que resultó ser nativo de Manchester como yo, me comentaba su hartazgo del servicio en las colonias, y su deseo inmediato de que concluyese la maldita guerra y volver a la vieja Inglaterra, yo, aún absorto en mi propia película, acariciaba el relicario de plata donde acababa de guardar un mechón del brillante cabello negro de Kenji, para que, mezclado con aquel otro color caoba de Eunice, simbolizara mi amor por ambos y mi deseo de superar las barreras sexuales y raciales que enfrentaban a los seres humanos.
Ese japo que conoce no dudo que sea bueno, pero sus putos paisanos son todos unos bárbaros y unos asesinos. No vea lo que hicieron con nuestros chicos en Birmania. Y ahora estos jodidos cingaleses sólo saben hablar de independencia y de derechos continuó el guarda se piensan que son como nosotros, la gente civilizada
Bueno, los ingleses no tenemos la exclusiva de la civilización en nuestras manos observé yo estrechando su mano al salir del Fuerte, dispuesto a embarcar de nuevo rumbo a la ciudad, y a mi destino bélico después también los cingaleses tienen su propia cultura, tan respetable como la nuestra. Y no creo que los japoneses sean unos bárbaros, aunque ahora se comporten como tales, en realidad creo que la japonesa es una de las grandes civilizaciones mundiales, y siento una gran admiración por ese país, aunque estemos en guerra.
Pero ¿se refiere a los japos? ¿los de Pearl Harbour?
Los mismos. Ha sido un placer, soldado Fitzroy. Buenos días.
Buenos días, oficial Stewart - su rostro mostraba una mezcla de sorpresa, incredulidad y un toque de indignación británica. Pero yo estaba lejos ya de preocuparme por lo que pensaran de mí mis queridos compatriotas. Mi educación presbiteriana y reprimida había quedado muy lejos en la memoria para entonces. Según el bote se alejaba de la isla-fortín, mi pensamiento se dirigió hacia Kenji, y a la remota posibilidad de volver a verle algún día. Ignoraba si ese momento llegaría alguna vez, o si, tal vez, mi historia de amor más noble y auténtica había entonado ese día su anunciado canto de cisne.
EPILOGO
SRI LANKA (ANTIGUA CEILAN), 1998
Hacía muchos, muchos años que deseaba realizar este viaje. Pero, por una serie de circunstancias vitales no me era físicamente posible abandonar mi hacienda, donde se cultivaban piñas, mangos y ananás, al norte de Queensland, en Autralia Septentrional. Finalmente, un buen día, harto de la soledad de mi vida en la plantación, y convencido de que, próximo como estaba a cumplir los 80, no me quedaban muchas oportunidades de seguir viajando solo por el mundo en condiciones, me armé de valor y solicité un pasaje de ida y vuelta a la isla del té, y me dirigí decidido una mañana de invierno austral al aeropuerto internacional de Brisbane. Sabía que el vuelo de Qantas llevaría doce largas y tediosas horas, y no dejaba de preocuparme mi seguridad personal, viajando a solas y metido de lleno en la ancianidad como estaba. Las noticias de guerra civil entre las dos comunidades principales de la isla, cingaleses y tamiles, budistas unos, hinduistas los otros, me habían echado para atrás en el último momento muchas veces, pero ahora mis contactos locales me hablaban de una relativa calma en las operaciones militares y guerrilleras, y además, la zona centro-sur de la isla era la menos afectada por el estado de guerra permanente en que se encontraba el país desde comienzos de los 80.
Tras mi llegada a Colombo, ciudad moderna y funcional, pero que conserva su carácter colonial en el sector conocido como el Fuerte, y en su pintoresco Mercado Pekha, me dirigí, casi sin solución de continuidad, a la ciudad costera de Batticaloa. No es que hubiera mucho que ver en esta población, una de las que había sufrido con más ahínco la brutalidad inhumana de las recientes escaramuzas entre el Ejército nacional y la guerrilla tamil de los Tigres de Liberación de Elam, como llamaban a su organización. Pero de inmediato me dirigí, poseído por una nostalgia indefinible, a visitar el viejo fuerte holandés de la laguna, que ahora se encontraba algo descuidado, si bien sus edificios coloniales seguían funcionando a pleno ritmo, ocupados ahora por oficinas administrativas locales. Los hierbajos, sin embargo, cubrían por completo sus centenarias piedras, y el moho corroía sus viejos cañones, apuntando en dirección al océano, el lugar de donde procedían todos los peligros. Tal y como ocurría entonces, en 1943. Ahora en cambio, el peligro se encontraba en el interior de la propia isla, en su incapacidad de asumir e integrar su enriquecedora mezcla de culturas, y evitar las carnicerías periódicas que se venían produciendo desde que la minoría tamil, procedente de la cercana India, despertó de su secular letargo, y exigió su derecho a construir su propia nación en el interior de la isla, algo que el gobierno de mayoría cingalesa no estaba dispuesto a tolerar.
De allí me encaminé a Kandy, la capital de las montañas del centro de la isla, para visitar el famoso Templo del Diente del Buda, en el recinto conocido como Dalada Maligawa. Mi visita coincidió felizmente con el festival anual que se desarrolla en ese espectacular escenario cada mes de julio, y la atmósfera era tan densa y colorista como sólo en Oriente se puede conseguir. Miles de peregrinos guardaban cola para admirar la reliquia, expuesta en un pequeño cofre, mientras un desfile de vistosos elefantes adornados con sus mejores galas y los más suntuosos palanquines provocaba el entusiasmo de la multitud. Bailarines, acróbatas, turistas japoneses (¿De dónde si no?) con sus cámaras en ristre, sonrientes monjes budistas con su túnica azafrán, todo se unía para convertir a Kandy en el centro del mundo por unos días (de hecho, los antiguos reyes cingaleses, en su inocente ignorancia, consideraban a Kandy, efectivamente, el "ombligo del mundo"). También visité el templo hinduista de Vishnú y el Museo Arqueológico, antes de desplazarme a Anuradhapura, tierra sagrada del budismo cingalés, rodeada por una miríada de santuarios y monasterios en el área circundante. Como me gusta moverme a mi aire, sin depender de guías locales y de intérpretes, y mucho menos utilizar los servicios del "todo en 3 días" de los viajes organizados, opté por visitar un par de monasterios budistas antes de regresar a la capital, y dedicar el resto de mi viaje a descansar en mi hotel y conocer las playas y mercados locales. El último templo en visitar, que me fascinó desde el mismo momento en que me fijé de casualidad en su inusual fachada, que aparecía rumbosa en la portada de una revista de viajes en Brisbane, se llamaba Templo de Piedra de Isurumuniya, estaba situado a las afueras de Anuradhapura, y consistía en un pequeño monasterio excavado en la roca, al que se había añadido un templete de entrada, una stupa pintada de vivo color blanco, algunas construcciones adicionales con tejados a dos aguas en el exterior, y un pequeño estanque anexo. Todo el conjunto respiraba paz y tranquilidad. De hecho, apenas traspasé los muros del sagrado recinto, volví a encontrarme a mí mismo. Había pasado una mala temporada, tanto a nivel físico, con ese dichoso reuma, y ese dolor punzante que me recorría a veces la pierna izquierda, en el mismo lugar en que una bala japonesa impidió mi huida de Beke Taung, como mental, por causas de más difícil solución. Ahora volvía a sentirme pleno por un instante, y aproveché para respirar profundamente un par de veces el perfume embriagador de aquel armónico jardín, antes de introducirme en el interior de la cueva-monasterio. Contemplé extasiado la famosa estela hinduista de los amantes de Isurumuni, en los que una mujer aparece amorosamente sentada en el regazo de su compañero, y que la leyenda dice que corresponde a un reyezuelo local que abdicó del trono por el amor de una mujer de casta inferior. Recordé por un instante la anticonvencional historia de amor vivida por mí en el pasado, y deduje que, de haber tenido la posibilidad, yo hubiera renunciado a volver a mi país, a mi reino particular, para vivir como un apátrida en compañía de cierto ciudadano japonés, cuyo recuerdo no me había abandonado a lo largo de todos estos años.
Me disponía a abandonar el templo en completo recogimiento, cuando la voz de un anciano monje, envuelto en su preceptiva túnica de color azafrán, me sorprendió por dirigirse a mí en un perfecto inglés, con un ligero acento americano. Me giré sorprendido, y lo que ví ante mis ojos no pudo por menos que dejarme perplejo. Aquel anciano de cabeza rapada y sonrisa angelical tenía la piel cobriza, en un tono completamente distinto al del resto de los monjes del monasterio, mucho más oscura. ¿Pero quien era y por qué se dirigía a mí en ese tono de familiaridad tan desconcertante?
Perdone, caballero ¿es usted Jim Stewart, por casualidad? la sonrisa beatífica del monje me desarmó por completo.
Sí, claro pero ¿cómo me ha reconocido? Yo no he visitado Sri Lanka desde hace muchos años, desde la guerra mundial en realidad.
Bueno, hay cosas que nunca cambian
De pronto relacioné los rasgos claramente extranjeros del viejo monje con los de mi adorado Kenji ¿sería posible que ?
¿Es usted Kenji? ¿Kenji Yoshimori?
Su sonrisa dio paso a la risa abierta, y ésta a las carcajadas. Se veía que era inmensamente feliz en la nueva vida que había escogido.
Perdona que me ría, Jim, es que hace muchos años que nadie me llama así. Aquí soy nada más que el hermano Dishan. Elegí este nombre en particular porque unía mis dos raíces religiosas históricas, la budista y la cristiana. En Sri Lanka es un nombre de varón de uso común; en la Biblia, es una palabra del antiguo hebreo que significa "antílope", un animal con el que puedo identificarme desde muchos puntos de vista - fue su filosófica respuesta.
Nos fundimos en un interminable abrazo. Ahora, viejos como estábamos, aunque no decrépitos, podíamos permitirnos llorar en público de emoción sin temor a recibir miradas sancionadoras de los incómodos testigos del reencuentro. Una vez recuperado de la impresión, salimos a pasear por los hermosos jardines que bordeaban el singular templo troglodita.
Para mí siempre serás Kenji, el doctor Yoshimori ¿pero como ha sido que terminaste en este lugar?
Es una historia muy larga. Aunque no he renunciado a ejercer la medicina. Disponemos de un moderno dispensario para los vecinos de la localidad. Está sufragado por donantes anónimos, muchos de ellos turistas occidentales como tú, que salen maravillados después de visitar el lugar, y desean colaborar con nosotros de algún modo.
Cuenta con mi donativo entonces
Me estuve fijando en su exultante jovialidad, a pesar de haber superado la barrera de los 80 años. Se movía con extrema agilidad, pero sus movimientos resultaban siempre cadenciosos y armónicos, como ralentizados a voluntad, en una elegante combinación de sosiego espiritual y plenitud física. A su lado, yo era el típico turista australiano aborregado e insulso. Aquel maravilloso ser estaba lleno de vida y de curiosidad por los otros. No se había encerrado en su torre de marfil, sino que se mantenía vivo, en contacto con el mundo que le rodeaba.
Y ahora, mi muy querido amigo británico me dijo en tono confidencial, ambos cogidos del brazo como amigos de toda la vida - quiero que me cuentes como has conseguido ese perfecto acento australiano desde la última vez que nos vimos
Ah ¿lo has notado? Supongo que era inevitable que perdiera con el tiempo mi marcado acento mancuniano. Pues sí, aquí donde me ves estoy hecho todo un granjero australiano.
¿Y eso desde cuando?
¡Uff! No quiero acordarme creo que desde 1948 por lo menos desde que murió el padre de Phil
¿Phil?
Por un momento había olvidado que me encontraba en presencia de un religioso, de un hombre que había realizado sus votos de castidad y pobreza antes de ingresar en la comunidad monástica. No quise escandalizarle con mi poco convencional peripecia vital, pero su pregunta estaba realizada en un tono cómplice y nada paternal que me animó a proseguir mi relato.
Si, me refiero a Philip Taylor-Young, a quien conociste en el campo de trabajo de Baek Taung. ¿Le recuerdas todavía?
¡Como olvidarle! Le debes la vida, por su brillante actuación aquella noche.
Bueno, creo que he tenido tiempo de sobra para devolverle el favor
¿Y eso porqué? en su pregunta no había tono de malicia alguno, aunque él conocía mi respuesta de antemano.
Bueno, Phil y yo hemos sido ya sabes hemos vivido juntos durante todo este tiempo.
Comprendo me miró con sus ojos compasivos, que reflejaban una profunda comprensión del ser humano y las pasiones que le agitaban.
Después de la guerra volví a Ceilán, a finales del 45, antes de regresar a Inglaterra - le expliqué avergonzado Estuve combatiendo de nuevo en Birmania, pero en mi corazón sólo pensaba en reencontrarme contigo. Y, sin embargo, por más vueltas que di por la isla no di con tu paradero. Unos decían que te habían liberado el día de la capitulación de Japón, y que te marchaste a la India o a Australia, otros que te habías casado con una mujer cingalesa y marchado a vivir a Colombo, que sé yo. ¡Como podía imaginar que te habías convertido en monje!
No tienes porqué darme explicaciones la vida sigue siempre sus derroteros, sin contar con los deseos de los pobres mortales. Todo tiene su razón última, no te preocupes por eso. Yo también sentí lo mismo que tú durante mucho tiempo, incluso después de hacer los votos en este monasterio. Creo, sin embargo, que fue la mejor decisión de mi vida. Fuera de aquí hubiera sido un extranjero permanente, un apátrida mirado con recelo por todo el mundo. Aquí dentro soy yo mismo.
Ya, eso está muy bien para ti. Pero ¿y nosotros dos? ¿No pensaste en eso antes de tomar una decisión tan drástica?
Nos sentamos en los peldaños de la escalera que conducía a un templo hinduista muy antiguo, que formaba parte del recinto ceremonial, y Kenji/Dishan tomó mi mano entre las suyas, como dos adolescentes haciendo novillos en un parque. La forma en que apretaba mi mano contra la suya era cálida y segura. Pareció transmitirme una corriente de energía espiritual, que inundó mi cansado cuerpo para rejuvenecerlo de repente.
Claro que lo pensé, Jim. Y mi conclusión fue que, aún teniendo la suerte de coincidir de nuevo en algún lugar, la sociedad no nos permitiría vivir nuestro amor de forma abierta y decidida. Y yo no podía amar a otra persona, a otro hombre, después de haberte conocido. Tú fuiste mi Alfa y Omega, por usar una expresión cristiana que podrás entender perfectamente. Mi vida cambió radicalmente al conocerte. Y no he estado sólo todo este tiempo, el recuerdo de los días inolvidables pasados en aquella isla coralina me han acompañado en mis noches de soledad durante todos estos años.
¿Te has acordado de mí todo este tiempo?
No debería decir esto, pero sí. Cada día y cada segundo. Pero con un sentimiento distinto, de amor puro y agradecimiento por todo lo vivido juntos. Las pasiones mundanas quedaron atrás para mí, y desde que hice los votos no he vuelto a contemplar a nadie, ni siquiera a ti, en ese sentido.
Sí, es natural
Bueno, cuéntame tu aventura australiana, que será sin duda más emocionante que la vida de privaciones y sacrificios de un monje budista en este rincón apartado del mundo.
No hay mucho que contar tampoco. Regresé a Inglaterra, dispuesto a comenzar una nueva vida, cuando me convencí de que nunca más volvería a encontrarte. Seguí un par de años en el Ejército, hasta que en 1947 me reencontré en Londres con mi antiguo Teniente de Vuelo, Philip Taylor-Young, que había sobrevivido de manera milagrosa a los horrores del campo de exterminio, porque eso era en realidad ese lugar. Y digo milagrosa, porque el Comandante Kawamoto, según supieron después los supervivientes de esa odisea, se suicidó en Rangún días después de la operación, cuando le comunicaron que su hijo Shiro había renunciado a la nacionalidad japonesa, y había anunciado su inútil pero simbólica intención de solicitar la nacionalidad norteamericana, y hasta de ingresar como voluntario en el Ejército de las barras y estrellas, si le dejaban salir de su reclusión forzosa. Allí mismo se hizo el harakiri, avergonzado por su supuesta deshonra, en un descuido de los médicos y enfermeras. De haber regresado a Beke Taung como responsable máximo de aquel infierno, es evidente que Philip no hubiera podido sobrevivir, conociendo su fama de hombre vengativo y cruel.
La rueda del destino gira para todos, también para los asesinos. observó él, en voz queda - El que a hierro mata, a hierro muere, dicen los libros sagrados. Pero no debemos alegrarnos de hechos tan lamentables. Todos somos culpables de que el mundo sea como es. Yo también contribuí, en alguna medida, a esa terrible tragedia colectiva. He rezado mucho y he pedido perdón por mis crímenes y los de mis compañeros. Aunque los míos fueran por omisión, no dejan de ser hechos monstruosos a los ojos de la divinidad y a la luz del Dharma interrumpió Kenji Pero no hagas caso de mis divagaciones, continúa con tu historia, por favor, me complace mucho saber de ti de nuevo.
Como te decía, coincidí en una fiesta con Phil. El iba acompañado por su prometida, una joven aristócrata muy hermosa, con quien hubiera hecho una excelente pareja y una boda muy sonada. Yo iba acompañado de una joven con la que salía por entonces, nada serio, sólo deseaba olvidar todas las desgracias sufridas en Asia Oriental, y empezar una nueva vida. Pero he aquí que el pasado volvió a mí en la figura de este antiguo compañero, que se había recuperado por completo de las inevitables secuelas de la guerra, y era, como sabes bueno, era un hombre muy apuesto.
Sí, lo recuerdo bien, y eso que ustedes llaman en Occidente una persona carismática.
Mucho. El caso es que bastó una simple mirada para reconocer mutuamente que ahí había algo. Y que, ahora que al fin éramos libres de vivir a nuestra manera, no podíamos desaprovechar la oportunidad que el destino nos tendía. Aquella noche, tras dejar en casa a nuestras respectivas acompañantes, nos dirigimos a su apartamento de soltero en Belgrave Road, e hicimos el amor apasionadamente. Me sentí un hombre pleno porque Phil era la clase de persona que te hacía sentir bien en cualquier ocasión. Realmente compartir la vida a su lado ha sido el mayor lujo que me he permitido en toda mi convulsa existencia.
¿Y como casa eso con la vida de granjero en Australia? Sólo estuve una vez en Londres, en 1936, cuando era muy joven, y el país vivía inmerso en el escándalo previo a la abdicación del rey Eduardo VIII por el amor de la señora Simpson. Pero estuve hospedado en un hotel del barrio de Belgravia, y paseé por los alrededores, y sus vecinos no tenían mucho que ver con lo que podría esperarse del estilo de vida de un granjero australiano.
Sí, llevas razón, desde luego. Aquella fue una decisión difícil. Nosotros también nos enfrentamos a un enorme rechazo social, sobre todo por parte de su distinguida familia. Su padre incluso contrató a un detective para espiarnos, aunque Phil tenia más de 30 años por entonces. Y hasta nos amenazó con denunciarnos ante los altos mandos de la RAF para que nos echaran del Ejército por "inmoralidad". Pero poco después aquel hombre mayor y aficionado a la bebida enfermó, y murió al poco tiempo. No le dio tiempo, o no quiso desheredar a su primogénito, y Phil heredó una cuantiosa fortuna. Pero los aires de la época no soplaban en la dirección de una mayor permisividad sexual, como ocurriría a partir de los años 60. La homosexualidad era ilegal, y nosotros vivíamos juntos en la mansión familiar de Lancastershire. En definitiva, simplemente optamos por vender alguna de las propiedades de los Taylor-Young en la campiña inglesa, y adquirir en el norte de Queensland una inmensa plantación de frutas tropicales, en lo que entonces era una aventura insólita en su medio social.
¿Y mereció la pena?
Ya lo creo la estancia sacó lo mejor que llevábamos dentro. Yo perdí mis inhibiciones de infancia en pleno contacto con la naturaleza, y él dejó de ser, por una cuestión práctica, el niño de papá con aspiraciones a playboy para convertirse en un hombre de provecho, en un verdadero australiano capaz de montar a caballo sin cabalgadura y de soportar el inclemente sol tropical de la zona durante horas, en las temporadas de siembra o cosecha.
Bueno, tuvo buen entrenamiento en el campo de Beke Taung.
Sí, salió de allí totalmente transformado por la dura experiencia. Como todos nosotros esas penalidades fueron precisamente las que nos dieron fuerza más adelante para enfrentarnos a las ridículas convenciones morales de la época, que decían que dos hombres no podían amarse aunque lo sintieran así en su interior.
¿Y como es que Phil no te ha acompañado en el viaje?
No hizo falta que contestara las lágrimas que afloraron involuntariamente en mi rostro respondieron sobradamente por mí.
Phil muríó hace dos meses. Ya era un hombre octogenario, pero seguíamos siendo tan felices como el primer día. Ha sido una bendición en mi vida, nunca olvidaré lo valiente que fue al enfrentarse cara a cara con su padre por mi culpa. Le dijo delante de todos sus familiares que me amaba más que a nadie en el mundo, y que si sus carceleros japoneses en Birmania no habían conseguido doblegar su voluntad no lo iba a hacer un puñado de estirados finolis con prejuicios en Inglaterra. Y al final se salió con la suya, como siempre. Al final, hasta sus pedantes hermanas nos visitaron con frecuencia a partir de los años 60, sin rencores.
Un hombre excepcional, por lo que veo. Ya apuntaba maneras entonces, esa es la verdad. Pero dime ¿quién va a cuidar de ti a partir de ahora?
Bueno tenemos, quiero decir tengo un apartamento en Brisbane, con vistas al mar. Es mi refugio en el ocaso de la vida. Cuento con una señora que hace las imprescindibles labores domésticas, una cocinera, y una enfermera que viene a verme dos veces por semana. Y un sobrino nieto de Phil, que es homosexual para más señas, vive en Sydney y me visita con frecuencia. Es un joven muy guapo y agradable, de gran corazón. Me recuerda mucho a Philip a su edad. Siempre me pide que me mude con él al sur, que él prefiere tenerme cerca porque no se fía de mis cuidadores. Pero yo no quiero molestar, al fin y al cabo es un chico muy joven y moderno, mucho más lanzado que nosotros a su edad. Para él soy tan sólo su tío Jim, lo que me causa una gran alegría. Todos buscamos que nos acepten en esta vida ¿Por qué es tan difícil que los seres humanos se observen unos a otros sin prejuicios previos?
Ese es el misterio del dharma, la esencia del budismo, mi querido amigo ¿Cuál es la causa del sufrimiento? Buda nos dice que una de las posibles causas es el apego. Cristo habla de la falta de amor en los corazones. Al final todo se reduce a lo mismo. Alguien sufre, y quiere conocer el motivo.
¿Y tú lo has encontrado? ¿Has sido feliz aquí o has echado de menos una vida más convencional?
Ni por un segundo hubiera cambiado esta vida privilegiada dedicada al estudio y la contemplación por una vida más mundana. Aquí me he realizado plenamente como ser humano. Este era mi destino, y lo he cumplido lealmente, sin una queja ni una simple duda. Aunque soy humano, y como te digo, he añorado cada día tu presencia a mi lado. Pero hay que aceptar el dharma otorgado, y que la rueda de la vida no se detiene nunca. Ni incluso ahora, mientras hablamos relajados en este momento.
En eso tienes toda la razón miré mi reloj de pulsera, que marcaba las doce y veinticinco minutos de la mañana He disfrutado mucho de esta conversación, y me gustaría mucho repetirla en otra ocasión. Pero ahora debo irme, o perderé el autobús de regreso.
Ve, amigo mío. Ha sido realmente un placer inmenso volver a encontrarnos antes de abandonar esta envoltura corporal. Una suerte enorme.
Tú siempre fuiste un hombre de suerte.
Sin duda. Incluso cuando pensé que no era así, el destino estaba obrando en mi favor. No te he contado que los británicos me soltaron dos semanas después de que tú vinieras a visitarme por última vez, con la condición expresa de no abandonar la isla hasta el final de la guerra. No quisieron utilizarme en labores de propaganda o contraespionaje, como hubiera sido lo más lógico, por la sencilla razón de que no se fiaban de mí. Había algo que no les cuadraba en toda la historia de la huida de Beke Taung, pero, por respeto a un heroico oficial británico como tú, no quisieron indagar demasiado en los motivos ocultos de mi extraña deserción. Así que me soltaron como a un perro, y se desentendieron de mí. Por supuesto, como hombre joven y pasional que era aún por entonces, salí en tu busca de inmediato. Me recorrí todas las instalaciones militares de Ceilán, en vano. Tú habías partido al frente birmano poco antes, me dijeron. Yo lo sabía, porque tu mismo me lo anunciaste aquel día, pero no quería creerlo. Estaba desesperado, hundido. Incapaz de aceptar mi destino, sin patria ni domicilio, sin amigos, ni horizonte alguno en mi vida, me dediqué a recorrer los caminos como vagabundo, con la barba crecida como un ermitaño, recitando haikus, breves poesías japonesas, a cambio de unas monedas, y cantando canciones antiguas que hablaban de valientes samurais y de sus jóvenes y bellos amantes a un público indiferente, que desconocía por completo de lo que estaba hablando. Hasta que un día fui a dar con mis huesos en este mismo lugar donde nos sentamos ahora, y me senté en total estado de desolación interna, hasta que, de pronto, alcé la vista y vi que había alguien paseando por los alrededores; se trataba de un viejo monje del monasterio, que decía tener casi cien años, un ser bondadoso y compasivo que me miró con otros ojos nuevos, con una mirada limpia como nunca recordaba haber visto a nadie que lo hiciera, en ningún otro lugar, salvo tú. No dijo nada, sólo me miró, y me tendió la mano. Aquel gesto tan simple significó para mí una verdadera revolución interior, y me eché a llorar como un niño en sus brazos. Y, en ese preciso instante, supe que había encontrado mi hogar espiritual, y que debía pasar el resto de mi vida en este monasterio. Esa es la historia de mi vida, y de mi conversión espiritual, por decirlo así.
El autobús estaba próximo a partir, y un primer toque de claxon anunció que debíamos subir a bordo. El radiante hermano Dishan me acompañó hasta la misma puerta. Volvimos a abrazarnos emocionados, sabiendo con total seguridad, que, esta vez sí, sería la última vez que nos veríamos en carne mortal, como él había expresado anteriormente. Yo no quería llorar como un viejo chiflado, pero eso es lo que hacía mientras él, con la imperturbable serenidad de un verdadero líder espiritual, me consolaba con palabras escogidas de gran sensibilidad.
He deseado tantos años este momento, Kenji .saber de ti, tocarte, conocer a tu familia si la tuvieras, recordar viejos tiempos, y, ahora que ha sucedido, apenas hemos tenido media hora para hablar de nuestras cosas.
Agradece al destino por que te haya acercado hasta aquí. Además, yo siempre viviré aquí, en tu corazón y posó su etérea mano en mi pecho, rozando involuntariamente el relicario donde conservaba impoluto un mechón de su cabello, en amoroso maridaje con aquel otro de Eunice.
Tienes razón, no debo ser tan egoísta - me sequé las lágrimas mientras apretaba con fuerza aquel objeto divino que llevaba colgado a mi cuello desde hacía más de medio siglo Creo que de algún modo tú me has dado fuerza durante estos años con tus oraciones. Y ahora me siento bendecido por el simple hecho de haberte vuelto a ver. Ya puedo morir en paz.
Bueno, yo diría que no pareces un hombre que se enfrente aún a esa tesitura bromeó él Ve con Dios, como decís vosotros. Que haya paz en tu vida.
Hasta siempre, Kenji...
Fui el último viajero en subir al autobús. Me senté al fondo, y contemplé entre lágrimas como la silueta de aquel pacífico monje se desdibujaba a lo lejos. Una repentina tormenta tropical se presentó sin avisar y nos acompañó todo el camino de vuelta hasta el hotel en Kandy. La rueda de la vida había girado demasiadas veces, y hoy había dado un giro decisivo. Apreté el relicario con fuerza, convencido de que había experimentado una verdadera catarsis en contacto con aquel espíritu puro de las montañas cingalesas. El cielo se abrió nada más llegar a la ciudad santuario, y una sonrisa profunda de agradecimiento a la vida me sorprendió a mí mismo mientras contemplaba desde la ventanilla de mi autocar la belleza inconmensurable de aquel paraje y la cristalina palidez de las aguas del lago. Me sentí uno con la naturaleza circundante, en total comunión con mi entorno natural por primera vez en mi vida, y descubrí que la vida tenía un sentido, aunque nosotros nos empeñáramos en torcerla a cada paso. Todo es uno, reflexioné, también Kenji y yo. Y siempre estaremos juntos en la distancia