Infierno en la jungla birmana (4)

Kenji y Jim disfrutan de un breve paréntesis de felicidad viviendo como robinsones en una isla desierta del Indico. Pero la guerra continúa, y el hermoso archipiélago no es ajeno a la cruda realidad.

El atrevido, y un punto desesperado plan de Yoshimori, consistía en escapar en barca hasta la India, que distaba cientos de kilómetros, a territorio británico, pero, si no era posible por falta de víveres, tormentas inesperadas, o cualquier otro imponderable, las islas Andamán quedaban situadas a medio camino, y podían suponer un refugio seguro para dos náufragos solitarios como seríamos para entonces el doctor y yo. Por eso había elegido esta zona costera cercana a la ciudad meridional de Ye para embarcar, por su relativa cercanía a ese archipiélago. Sólo había un ligero problema: las islas, que pertenecían oficialmente al Imperio Británico en la India, habían sido ocupadas, debido a su importancia estratégica, por el Ejército Imperial Japonés, que las pensaba utilizar como punta de lanza en una futura ofensiva de conquista de la India y Ceilán. A mí aquel plan me parecía de todo punto descabellado, porque si no eran las tempestades o los tiburones, serían el hambre, la sed, una previsible insolación o los propios japoneses si nos capturaban los que acabarían con nosotros. La posibilidad de supervivencia era muy remota; sin embargo, al contrario, si permanecíamos por más tiempo en la Birmania ocupada, las opciones a corto plazo podían considerarse nulas por completo.

Yoshimori convenció de algún modo a un pescador de la zona de que le vendiese una modesta barca de pesca, una simple embarcación de madera de mínimo calado, dotada de un rudimentario motor fuera borda, pero que contaba con la imprescindible ventaja de poseer un pequeño refugio techado en el centro de la barca, protegido por mosquiteras del exterior, donde protegerse del inclemente sol del trópico en las horas centrales del día, dormir la siesta o por la noche en sendas esterillas, y esconder mi inconveniente presencia en caso de cruzarnos con una patrullera japonesa (siempre sería más fácil para Yoshi pasar como birmano, sobre todo si sus compatriotas no se acercaban demasiado). Para eso sería necesario que adoptara una indumentaria típica de la zona. Pero él, como siempre, había pensado en todo.

Aquella misma noche, encomendándonos a Dios y a todo el prolífico panteón sintoísta, nos echamos a la mar en el perturbador silencio de aquella playa desierta. Rumbo sur-suroeste. Llevábamos provisiones suficientes para una semana de viaje, más o menos, incluyendo una generosa provisión de cocos, fruta que como es sabido contiene mucha agua y contribuye a hacer desaparecer la sensación de sed, y muchas otras frutas tropicales, mangos, papayas, y piñas, además de medicinas, algunos cacharros (platos y cubiertos incluidos), que había "tomado prestados" de la enfermería del campo y ropajes birmanos, que había conseguido en el puerto de pescadores. Yo estaba acostumbrado a comer muy poco desde que ingresé en el "campo de la muerte" de Beke Taung, a alimentarme del aire, se puede decir, y el doctor parecía poseer una voluntad de hierro que le ayudaba a economizar energías y a superar todas las adversidades de buen talante. Aquellos pocos días pasados en alta mar, los dos solos, con la barba crecida por momentos y ajenos al mundo que nos rodeaba, pasando las horas abrazados en el "camarote", durmiendo la siesta o escuchándole contar sus fascinantes historias de amor entre samurais a la luz de la luna figuran entre los recuerdos más bellos e imborrables de mi vida. Desde el momento en que embarcamos en esa absurda aventura dejamos de ser dos extraños el uno al otro para convertirnos simplemente en Jim y en Kenji, y vivir entregados a un amor que había nacido al concurso de una necesidad de expresar nuestros más íntimas sensaciones, ante la certeza de que la muerte acechaba en cada segundo del día, y tal vez mañana sería tarde para confesar al otro nuestros nobles sentimientos. Fue Ken quien dio el primer paso, una noche de luna llena en que me confesó el tierno sentimiento que albergaba su corazón desde hacía tiempo, y agradecía a la diosa Amaterasu y a los dioses del firmamento por haber conseguido incluirme en sus planes de huida. Los cálidos besos que compartimos esa noche en el interior del camarote fueron el preludio de un vigoroso acto sexual en el que mi adorado oriental de piel aceitunada y labios sensuales me hizo el amor de forma vertiginosa, penetrándome de frente, con las gotas de sudor resbalando por su hermoso rostro, mientras besaba mi piel, mi cuello, mi cara y mi cuerpo todo, sediento de mí como estaba, alborozado por haber conseguido poseerme contra viento y marea, burlando a la suerte y riéndose en la cara del mismo destino. Ahora ya no éramos dos marionetas que respondían a la caprichosa voz de mando de un obsceno militar, ni teníamos que compartir nuestra genuina pasión con inquietantes extraños, como el bronceado muchacho tailandés; ahora por fin éramos tan sólo él y yo, fundidos en un solo cuerpo, mecidos por las olas, desdeñando en nuestro no-mundo de horizontes infinitos y noches sin fin las convenciones sociales, que nos gritarían si pudieran que dos hombres no pueden, que un inglés y un japonés no deben, que todo era un sueño imposible

Un día, muy temprano, quizá el cuarto día desde que salimos de las costas birmanas, nuestra barca a la deriva encalló en una playa. No cabía duda de que se trataba de una de las cientos de islas que forman el archipiélago de las Andamán, todas ellas muy llanas y extremadamente frondosas, pobladas de una vegetación exuberante y de esbeltas palmeras en formación de combate, pero absolutamente deshabitadas en su mayoría. Y la diminuta isla en la que fuimos a dar con nuestros castigados cuerpos no era una excepción. Desembarcamos eufóricos por pisar tierra firme de nuevo, pero temerosos en el fondo de encontrar algún tipo de presencia humana en la isla. Habíamos tenido suerte de no coincidir con ninguna tormenta tropical, que hubiera desarbolado de seguro nuestra rudimentaria embarcación, y de que, en cualquier dirección que el viento nos hubiera llevado habríamos sido dirigidos de lleno hacia alguna de las innumerables islas de aquel prodigioso archipiélago desplegado como una barrera invisible entre la India y las playas birmanas.

Tras camuflar la pesada embarcación entre la abundante vegetación de los alrededores, procedimos a explorar el interior de nuestro nuevo hogar, cual Robinsones modernos, descubriendo, para nuestro gozo, que la isla contaba con algunos breves arroyos formados por las espectaculares lluvias que se sucedían casi a diario, y que confluían formando una pequeña laguna interior de agua potable. En la estación húmeda eso sería suficiente para sobrevivir holgadamente, pero desconocíamos si en las largas jornadas sin lluvia de la estación seca podríamos encontrar una fuente alternativa de energía, caso de secarse los cursos de aquellos alevines de ríos. No hacía falta mucha imaginación para descubrir que los miles de cocoteros dispuestos por toda la extensión del islote podrían servirnos de sobra para saciar la sed. No podíamos decir lo mismo del hambre, pues la escasa fauna local no era comestible, y hasta las tortugas marinas que desovaban en la orilla se replegaban en su caparazón al escuchar nuestras lejanas voces. El único recurso que nos quedaba era la pesca, por eso salíamos a capturar atunes y especies locales de agradable sabor a primerísima hora de la mañana, rezando para que los japoneses no descubrieran nuestra presencia en una isla supuestamente deshabitada. Otro tema complicado era el de las fogatas, necesarias para cocinar los alimentos, que debíamos encender siempre de noche, en un punto de la estrecha isla lo bastante remoto para que su brillo no fuera perceptible por los barcos que atravesaran nuestro campo visual. Las más simples labores de supervivencia en la isla resultaban tareas agotadoras, desde construirse una choza como refugio hasta procurarse alimento que llevarse a la boca, y, lejos de la vida idílica y romántica que pudiera pensarse, nuestra ruda existencia nos dejaba tan agotados al caer la noche que caíamos rendidos al sueño sin preocuparnos de montar turnos de vigilancia ni de intentar escapar a un destino tan cruel como inevitable a un tiempo. Estábamos atrapados en aquel reducto de palmeras y corales, y tan sólo los interminables baños en sus cristalinas aguas y los juegos infantiles y eróticos en la orilla nos ofrecían un necesario momento de distensión y relajo a lo largo de todo el día. Porque, a pesar de las penurias cotidianas, y de nuestro aislamiento absoluto, nunca dejamos que ello nos afectara íntimimamente. Continuamos haciendo el amor todos los días, y yo, egoísta hasta en eso, recibía cada noche una ración extra de alimento al ordeñar diariamente el generoso miembro de mi amigo japonés. Siempre insistía en que se viniera en mi boca, con evidente entusiasmo por su parte, pero era tan sólo porque sospechaba que aquel mágico licor, generador de vida y definidor de masculinidad, debía contener en su interior también algún tipo de poder reconstituyente que me fortaleciera en caso de necesidad. Nunca he podido probar con rotundidad esta peculiar teoría, pero estoy convencido de que mis festines de semen durante aquellos meses en la isla siempre verde me ayudaron a mantenerme fuerte y en forma, como si nuestra monótona dieta fuera la más adecuada para dos hombres jóvenes de nuestra constitución física. Kenji, que no consumía mi leche, por la razón que fuere, sí enfermó en un par de ocasiones, con problemas intestinales sobre todo, y hubo que recurrir al pequeño arsenal médico que nos había acompañado a la isla desde la ambulancia.

Una vez adaptados al hostil medio natural, que sin embargo nos regalaba a cada instante su belleza deslumbrante, perdimos la noción del tiempo y de los días ¿Estábamos aún en 1942 o en 1943? ¿Hoy era viernes o sábado? Sólo la fuerza de las estaciones, y los violentos monzones tropicales, que destrozaban una y otra vez los endebles ramajes de palma de nuestra cabaña nos devolvían a la realidad. Alguna vez sentimos la tentación de aprovisionarnos de alimentos para una semana, embarcar de nuevo en la minúscula barca y enfilar hacia la India, de la que nos separaba una considerable distancia marítima. Pero cada vez que lo planteábamos, la pereza y la desidia propia de aquella vida, que nos había salvado de una muerte segura y garantizado la expresión plena de nuestro amor prohibido, nos obligaba a replantearnos la situación: "En otro momento", "cuando la guerra termine" (como si estuviéramos en posición de discernir desde nuestro remoto paraíso esa eventualidad) eran excusas torpes, inconexas, que respondían más bien a la conformidad que experimentábamos con respecto a nuestro destino de naúfragos, de habitantes indiferenciados de un mundo más allá de los tópicos que regían el verdadero. Allí ya no éramos un británico y un japonés, enemigos en la guerra y en la vida, sino simplemente Kenji y Jim, dos ciudadanos del mundo, entregados amorosamente a una pasión devoradora que nos consumía por momentos.

Estoy convencido de que tal vez hubiéramos proseguido en esa misma dinámica de sexo vigoroso a la orilla del mar, fogatas nocturnas y sesiones de cánticos típicos japoneses y británicos al alimón, en la oscuridad de nuestra cabaña en las interminables noches tropicales, si no fuera porque un aciago día una patrullera japonesa desembarcó en la isla. Bajaron cuatro soldados, que aprovecharon la al parecer festiva jornada en bañarse desnudos en la playa, bromear entre ellos, trepar a los cocoteros y corretear por el interior de la isla, semidesnudos y desarmados. Sólo la suerte más extrema y nuestra pericia al construir la cabaña en el punto más escondido de la isla pudieron evitar la catástrofe, que, de todos modos, estuvo a punto de producirse cuando uno de los jóvenes pasó rozando en sus correrías justo al lado del lujurioso vergel en el que estaba disimulada nuestra barca. Los soldados, apenas un puñado de post-adolescentes jugando a la guerra a miles de kilómetros de sus hogares, en el rincón más lejano del frente occidental nipón, se marcharon de la isla al caer la tarde, dejándonos de recuerdo sus juveniles cantos, alguna que otra deposición y una indefinible sensación de nostalgia infinita por parte de Kenji en relación a su antigua patria. Porque él sabía de antemano para entonces que nunca podría volver a vivir a Japón, ni siquiera una vez finalizada la guerra.

En mi país – me confesó aquella noche de confidencias y temores a la luz de la luna – todo es consentible… menos dos cosas: la desobediencia a un superior jerárquico, y la traición a la propia patria. Y yo he incumplido ambos mandamientos. De algún modo, he dejado de ser japonés para pasar a ser un apátrida. Mi propia familia en Edo se sentirá avergonzada al conocer mi destino, y me repudiarán para siempre.

No puedo creerlo…¿ni tu propia madre te volvería a hablar?

Yo no he inventado la cultura japonesa. Mi país se rige por unos códigos ancestrales muy estrictos. Y mi madre, que sin duda siempre confiará ciegamente en mi inocencia, no es ajena a esa presión social. Yo he dejado de existir en el imaginario japonés, soy una no-persona.

Eso que dices resulta muy duro de escuchar. ¿Y que vas a hacer con tu vida cuando la guerra termine? ¿Volverías a Inglaterra conmigo entonces?

Una ambigua sonrisa se dibujó en su rostro, que brillaba en plenitud a la tenue luz de la hoguera. Su nobleza interior se reflejaba en cada palabra y en cada acto de su vida.

Eso sería estupendo, pero tu país tiene sus propios códigos culturales, y dudo mucho que entre ellos figure la convivencia en régimen de concubinato de dos hombres de diferentes partes del mundo.

Mucho me temo que la homosexualidad es ilegal en Inglaterra – reconocí yo – aunque se tolera en ciertos ambientes, sobre todo en las cárceles y los bajos fondos. Y creo recordar que el propio Churchill dijo una vez que la sodomía en Inglaterra era endémica en la Marina británica. Por no mencionar a los afectados estudiantes de alta alcurnia de Eton, Oxford y Cambridge. Yo conocí a un par de ellos, y no podían ni deseaban disimular su tendencia. En aquella época me pareció escandaloso e inmoral. Hoy me da risa recordarlo.

No hay lugar para nosotros dos fuera de la protección que esta isla nos ofrece – replicó Kenji, acariciándome suavemente la mejilla – somos dos náufragos del barco del mundo, y, si volvemos a la civilización, será a costa de negar lo más hermoso que nos ha sucedido nunca, a mí al menos.

Comparto tu visión, pero en todo este entramado hay algo que se me escapa…¿porqué un súbdito japonés modélico como tú, médico de profesión, enrolado voluntariamente en el Ejército Imperial, desafiaría las leyes de su propio estado para convertirse en un paria internacional? ¿Tan dolida está tu alma con tu vieja nación como para huir de ella para siempre?

Kenji bajó la mirada, concentrando la vista en las chispas que crepitaban y en las crepitantes brasas de la hoguera. Parecía renuente a contestarme, pero finalmente hizo acopio de valor y decidió explicarme la lista de motivos por los que había actuado de forma tan incoherente, de acuerdo a los cánones socioculturales japoneses.

En primer lugar debo decir que siempre estuve en contra de la guerra y de los criminales dirigentes que engañan al pueblo nipón. Pero como es un tabú en Japón manifestar opiniones propias distintas de la mayoría, me guardé mis pensamientos en lo más íntimo de mi corazón. Y si me enrolé voluntario fue para salvar vidas humanas en el frente, no para quitarlas. Pero muy pronto descubrí el trato inhumano y cruel que dedicaban mis compatriotas a los prisioneros de guerra, y, para mi asombro, que les negaban los cuidados médicos más elementales. Una vez más tuve que acatar la disciplina y cumplir órdenes absurdas de mis superiores, que ahora además podían fusilarme si me negaba a seguir sus ordenanzas.

¿Pero eso incluía envilecerse hasta el punto de violar prisioneros de guerra, aunque fuera obligado por un superior?

Kenji se llevó ambas manos a la cara, entristecido. Había tocado su punto más débil, aquel en que su fibra moral y la realidad de su actuación diaria habían colisionado frontalmente.

El Comandante Kawamoto me amenazó con denunciarme por inmoralidad si no seguía sus órdenes al pie de la letra. El se aprovechó de mi indefensión.

¿Pero denunciarte por qué?

Kenji liberó su cara, para mirarme fijamente. Había una insólita expresión de ternura contenida. Parecía al borde de las lágrimas, pero yo sabía que su educación espartana le impediría hacer uso de ese recurso facilón.

Tuve la mala fortuna de enamorarme de su hijo Shiro, cuando ambos coincidimos en la Universidad de Tokio en 1937. Mantuvimos una relación muy estrecha durante dos años, y él incluso rechazó casarse con la candidata propuesta por sus padres, la hija del dueño de unos grandes almacenes de la ciudad. Por aquel entonces Shiro estaba en abierta rebeldía a la autoridad paterna, algo inadmisible en la cultura japonesa. El Comandante me culpaba a mí de la deriva antisocial de su hijo, y me acusaba de comunista y pervertido, sin prueba alguna. Cuando murió su mujer, decidió que había sido a causa de nuestra maldad, envió a su hijo a terminar la carrera a Estados Unidos y juró que se vengaría de mí en el futuro. Y vaya si lo hizo.

¿Y fuiste a coincidir con él en el frente de batalla?

Bueno, yo no lo llamaría coincidencia precisamente. El, al enterarse de mi decisión de irme al Ejército, un poco también por intentar olvidar a Shiro, sin duda movió los hilos para que fuera destinado a su misma División. Y orquestó una maquiavélica venganza para poder manejarme a su antojo.

¿Y que ocurrió exactamente?

Pues aquel demente engatusó a su criado tailandés para que me sedujera, lo cual consiguió fácilmente porque llevaba mucho tiempo sin practicar sexo con nadie. El se hizo el encontradizo y nos sorprendió en plena sesión de sexo en un cobertizo. Yo me di cuenta de que había caído en una hábil trampa, y que mi destino estaba ahora en sus manos. Si me hubiera denunciado no sé lo que hubiera sucedido, nada bueno, desde luego. Pero si seguía sus instrucciones al pie de la letra, y me comportaba como él quería, no tenía nada que temer.

Y te utilizó para violar prisioneros en su lugar, creyendo que así su conciencia permanecía limpia.

A decir verdad, sólo me obligó a hacerlo contigo, excepto el último día que incluyó al muchacho tailandés para humillarme. El se había dado cuenta de que tú me gustabas desde el día en que entraste en el campo, por mis miradas disimuladas hacia ti cuando trabajabas en el tendido de los raíles, sin camiseta y en pantalón corto, y por eso te eligió como objeto sexual. Por mi culpa tuviste que pasar la humillación de ser prostituido y violado por todos esos soldados. El sabía que yo me había enamorado de ti, y buscaba de esta forma humillarme, hundirme, y, de paso, recordarme que mi sexualidad y mis afectos no dependían de mi voluntad, sino de la suya.

¿Y cual es la razón por la que él no participaba en esos rituales?

Yo creo que las razones religiosas que él alegaba eran simples excusas. Al final he llegado a la conclusión de que él era un homosexual reprimido, que se sentía al tiempo atraído y repelido por la visión de dos hombres haciendo el amor ante él. Por eso, el último día, cuando tú le obligaste a tomar partido e intervenir en la acción, se sintió perdido y traicionado. De ahí su intento de asesinarte, porque tú le habías hecho recordar su condición, y que, pese a todo su cacareado autocontrol, no era nada más que un hombre. Creo que, de no haber sido por la providencial intervención de tu compatriota, te habría matado allí mismo. Y yo, que soy físicamente un cobarde, no hubiera podido hacer nada para impedirlo. En mi interior estaba desesperado por intervenir a tu favor y salvarte la vida, pero sabía que eso no serviría de nada, y que a continuación nos esperaba una muerte segura y cruel a manos de esa sabandija con alma de víbora.

No debes sentirte mal. Nadie podía hacer nada, salvo el Teniente Taylor. El me apreciaba de verdad, y no tenía mucho que perder. A estas alturas ya estará muerto el pobre infeliz. Le debo la vida, sin duda alguna.

El sí que es un verdadero héroe, el tipo de persona que a mí me gustaría ser – reconoció Kenji – siempre de buen humor, animando al resto de sus compañeros en medio de las fatigosas e interminables labores propias de aquel infecto lugar. Un caso único digno de estudio. Quiero pensar que finalmente ha sobrevivido a su destino, pero lo más probable es que no.

No pensemos en ello…por cierto, no me has contado que pasó con Shiro tras su marcha a Estados Unidos.

Bueno, durante una temporada continuamos carteándonos, pero muy pronto el ambiente prebélico entre ambos países nos obligó a extremar las precauciones. Poco a poco perdimos el contacto, al tiempo que una oleada antiamericana invadía las mentes japonesas, en una campaña de concienciación bien dirigida y planificada por el Gobierno. Lo último que supe de él me lo contó su padre. Estaba a punto de casarse sin su consentimiento con una ciudadana americana, cuando fue internado en un campo de concentración para residentes japoneses en Estados Unidos. Y, por supuesto, me culpaba a mí de la degeneración racial de sus futuros nietos, y de la actual situación de indefensión de su hijo. Me consideraba el asesino de su esposa y el destructor de la paz espiritual de su familia. Quería destruirme, y pensaba utilizarte a ti para ello.

¿A mí?

El se dio cuenta desde el primer momento de la fuerte atracción física entre nosotros, y aprovechó esta debilidad mía para obligarme a presenciar tus actos sexuales con los soldados más apuestos de la compañía, auténticas violaciones por otra parte, para humillarme y hacerme enloquecer de celos. Yo sufría interiormente por tu degradación, pero no podía hacer nada, salvo disimular que estaba de acuerdo con sus obscenas acciones.

Yo siempre había pensado que los japoneses no violaban varones, me extrañó mucho descubrir que no era así.

Y normalmente no es así, tú fuiste el único en recibir ese tratamiento. Tampoco le fue difícil convencer a los soldados de que lo hicieran, teniendo en cuenta su imposibilidad física de conseguir mujeres en los alrededores, y la particular teoría del Comandante de que tú no eras un verdadero hombre, sino un híbrido, una mujer viciosa en el cuerpo de un tentador muchacho. Eso tranquilizó a muchas conciencias. Tampoco tenían otra opción más que obedecer, era una orden de un superior jerárquico. Del Jefe Supremo, además. Esos detalles son muy importantes a la hora de analizar el comportamiento de un japonés cualquiera, imposibilitado la mayor parte de las veces de ejercer su libre albedrío.

Ahora entiendo muchos aspectos de mi particular situación en el campo durante aquellos meses. Yo sólo era el instrumento elegido por ese sádico para vengarse del antiguo amante de su hijo.

Más o menos esa sería la historia. Pero falta el final. Yo había hecho planes para escapar juntos, pero todos habían fracasado por completo. Nunca conseguía que se dieran todas las variables necesarias para llevarlo a cabo. Pero esa noche ví el cielo abierto cuando el Comandante perdió la conciencia. Sólo necesitaba mantenerle en ese estado y encontrar la manera de deshacerme de él sin llegar a matarle, porque estoy absolutamente en contra de la violencia en general, y del imperialismo chovinista de mi país en particular. Y, al fin, una luz se encendió en mi cerebro. Sería entonces o nunca. Gracias a Dios, salió bien y hemos podido contarlo. De momento.

¿Porqué dices eso? ¿Crees que corremos peligro a partir de ahora en esta isla?

No un peligro inminente, pero nunca sabremos si los patrulleros habrán reparado en algún detalle, quizá una simple raspa de pescado o los restos de una fogata reciente, que les hagan pensar en que la isla está habitada. Y, en ese caso, es posible que vuelvan con refuerzos a "peinar" la isla, y no tendríamos escapatoria posible. Aquí no hay cuevas ni montañas, es tan llana como la superficie de un espejo, no hay ningún sitio donde esconderse, salvo las copas de las palmeras. Y ni eso nos serviría si descubren la cabaña e indicios de actividad humana en los alrededores.

¿Y cual es tu propuesta entonces? ¿Abandonar la isla que nos ha cobijado durante todos estos meses? ¿Para ir adónde? La India queda demasiado lejos de nuestros modestos recursos. Solo si tuviéramos la suerte de que nos rescatara un mercante británico en alta mar podríamos llegar a pensar en sobrevivir a tan fatigoso viaje. No tenemos provisiones suficientes para aguantar tantos días de viaje.

Bueno, se me ha ocurrido una de mis descabelladas ideas – Kenji me dedicó ahora una de sus indescifrables sonrisas orientales – y, tal vez, con la ayuda de los poderes celestiales, podamos salir con bien de la misma.

Ah, ¿Si? ¿y de que se trata? Porque nuestras opciones son realmente mínimas, prácticamente una sola: embarcar, y morir en el intento. No se me ocurre ninguna otra.

Eso es porque no has pensado globalmente, como haría cualquier japonés. Solo te has concentrado en lo superficial, muy al estilo occidental. No es por atacar tu cultura, de la que mi país ha aprendido tanto en los últimos decenios, demasiado tal vez, según algunos, pero en cuestión de discernimiento andáis todavía muy lejos de alcanzar la media japonesa.

Muy bien. Te escucho

La explicación detallada de su rocambolesco plan me llenó de inquietud y temor. Me parecía imposible que una acción tan complicada pudiese llegar a buen puerto, si bien es verdad que no le faltaba cierta lógica, y que, de triunfar en la empresa, podríamos alcanzar las costas indias mucho más rápido que de cualquier otra forma. Hasta ahora había confiado en la buena estrella de mi fiel amigo, y habíamos triunfado en nuestra aventura común, ¿porqué ahora había de ser diferente?. Esa noche hicimos el amor con pasión sobrehumana en nuestra playa favorita, me penetró en todas las posturas imaginables, nos devoramos con ansias infinitas, y obtuve mi ración de leche caliente con que alimentar mi hambriento espíritu. Si fracasábamos mañana, sería sin duda la última vez que hacíamos el amor, de ahí la urgencia de nuestros abrazos y besos desmedidos. Cuando amaneció por fin el nuevo día, nos encontró durmiendo abrazados en la misma orilla, con el tenue rumor de las olas acariciando nuestros oídos con su misteriosa música. Tal vez no debimos irnos nunca de aquella isla, donde pasé algunos de los días más felices de mi vida. Aún recuerdo su mirada transfigurada al despertar aquella mañana, conscientes ambos de la importancia decisiva del paso que íbamos a dar. Nos unimos en un último beso de buenos días y nos deseamos suerte en la misión,

antes de incorporarnos y proceder a realizar los preparativos previos al embarque en la olvidada y solitaria nave.

(Continuará)