Infierno en la jungla birmana (3)

Jim está a punto de ser asesinado por el Comandante, y es salvado in extremis por la valiente actuación del Teniente Taylor-Young. Los planes de evasión de Yoshimori consiguen tomar forma gracias a una serie de fortuitas coincidencias.

La estancia estaba tenuemente iluminada por las velas. Un criado tailandés era el único testigo de la escena. Era un joven recién salido de la adolescencia, de unos 18 ó 19 años, de hermoso rostro y cuerpo proporcionado, escogido seguramente por la belleza de sus rasgos para algún turbio experimento salido de la mente criminal del responsable del campo. El joven iba vestido con una camisa blanca, una banda de algodón de color gris marengo a modo de cinturón , y una típica falda larga de su país natal. El Comandante le acompañó hasta mi posición, como un padre amoroso a su hijo en su primer día de colegio, le desenrolló con sumo cuidado el cinto, le retiró después de un certero tirón los incómodos faldones, y le dejó desnudo de cintura para abajo ante mi presencia. El muchacho no protestó ni hizo ademán alguno de taparse. Tan sólo bajó la vista avergonzado. Después, la torva mirada del japonés se dirigió hacia mí, obligándome a arrodillarme ante el miembro viril de su lacayo, en estado de reposo, y a introducírmelo en la boca. El joven doctor observaba con creciente impaciencia y visible excitación toda la escena desde un rincón en penumbra. El pene del joven tailandés comenzó a dar muestras de vigor a partir del primer lengüetazo, y, joven y sano como se le veía (probablemente era el protegido de algún oficial japonés, y recibiría doble ración de rancho gracias a sus prestaciones sexuales), su cuerpo todo reaccionó con la natural espontaneidad de los jóvenes de su edad y condición. Consumado experto en las artes amatorias, según comprobé más tarde, su falo batallador, curtido en mil batallas pese a su exagerada juventud, se paseó por mi boca como un rey por sus dominios, y, a una instrucción del imperturbable mandamás, me tumbó en la colchoneta, y, bien de frente, bien de espaldas, inició una serie de sensuales penetraciones anales, que no pude decir que me desagradaran lo más mínimo, convertido ya como estaba en la puta oficial del campamento. Incluso olvidé mis oraciones habituales en este tipo de situaciones, y me concentré en gozar de su sinuosa manera de entender el acto amoroso. El Comandante parecía entusiasmado, y, por primera vez en todo este tiempo, creí percibir un halo de ligera excitación en sus inexpresivos ojos orientales. Se dirigió entonces fuera de sí hasta el rincón desde nos observaba el doctor. Mantuvieron un incoherente diálogo repleto de onomatopeyas, y, acto seguido, el señor Yoshimori procedió a desvestirse, ante la atenta mirada de su superior, que, por si acaso, había desenfundado su fusta, y ahora se dedicaba a dar pequeños golpes con ella en el culo fornicador del tailandés, apremiándole, de tan peculiar manera, a que siguiera clavando su herramienta en mi trasero de la manera tan vivaz y enérgica en que lo estaba haciendo, para deleite de los presentes.

Cuando fui consciente de la presencia del doctor a mi lado, su enorme miembro ya luchaba por abrirse camino en mi boca, que se abrió sin esfuerzo a su llamada sin dejar por ello mi cerebro de sentir el enorme placer que recibía por la espalda de manos del hábil semental tailandés. Sin embargo, poco después el Comandante ordenó al sirviente que cejara en su empeño por mostrarme las razones por las que su país natal tenía ya por entonces ganada merecida fama en todo Oriente, y le conminó de muy malos modos a que se uniera a mí en darle al galeno nipón el tratamiento de lujo que sin duda merecía. Con desgana y una expresión de resignación en el rostro, distinta por completo de mi cada vez más voluntaria participación en estas orgías demoníacas, mi reciente partenaire se acomodó a mi vera, y decidimos compartir por turnos el notable miembro de mi querido señor Yoshimori. Nos situamos ambos jóvenes, él con su pelo negro y lacio, y su piel tostada por el inclemente sol de los trópicos, y yo, rubio y de piel muy clara, lampiño y atlético por naturaleza, a cada lado de aquel falo nacido para el placer de sus semejantes, y nos fuimos alternando en darle placer oral, peleando a veces por su atención, celoso yo si el consentido tailandés acaparaba demasiado tiempo la succión de aquel prodigio de la naturaleza, molesto él finalmente si yo recibía una caricia en el rostro de manos de nuestro común benefactor.

El Comandante, llevado por una rara excitación, desconocida hasta entonces en tan siniestro personaje, se había situado justo detrás del señor Yoshimori, a quien le pellizcaba los pezones con fruición, mientras el pobre doctor, incapaz de soportar tales oleadas de gusto cerraba los ojos, un rictus primario de dolor y placer en la carnosa boca, el rostro vuelto hacia el techo, y sus brazos extendidos a los lados, como queriendo escapar del inesperado abrazo de su superior, que le paseó la fusta por el pecho y abdomen, y luego por la espalda y glúteos, antes de comentarle al oído sus nuevas instrucciones, que no podían ser rebatidas en forma alguna una vez expresadas. Nos trasladamos de nuevo a la colchoneta del pecado, el escenario de nuestros mayores desmanes, y el sargento nos situó a ambos en posición de recibirle, paralelos ambos y con el trasero en alto, dispuestos al sacrificio supremo, que, en mi caso, era ya casi un vicio inconfesable. Sentí que mi destino natural era ser penetrado una y mil veces por el caliente mango del oficial nipón, mi amante favorito durante mi odiosa etapa como concubina oficial de los perversos ocupantes de Birmania.

El muchacho rival y yo nos mirábamos, con el rostro congestionado, mientras recibíamos en forma alternativa la implacable espada imperial, y esperábamos con impaciencia infantil la jugosa ración de semen que nos esperaba al final del trayecto, decidido yo a que fuera mi trasero el elegido por Yoshimori para descargar en él el jugo vital de tan noble caballero. El repulsivo Comandante se había situado para entonces frente a nosotros, introduciendo su asquerosa fusta en nuestras golosas bocas a modo de pasatiempo. Fue entonces cuando la inspiración divina me alcanzó de pronto, y hallé la mejor manera de vengarme de tan sádico como reprimido personaje. Mientras se hallaba distraído jugando con su fusta a pasearla por la espalda de mi compañero de fatigas, acerqué mi mano hasta su paquete, para descubrir, por fin, que, pese a las apariencias, bajo su fría fachada de autocontrol oriental, latía una persona por cuyas anquilosadas venas corría sangre humana. El criminal de guerra intentó separarse de inmediato, pero una brutal erección hizo mella en él, pese a sus esfuerzos mentales, a su intento de concentración en complicados mantras y fórmulas rituales, y a su negativa histérica a reconocer lo evidente: a fin de cuentas, no era más que un hombre normal, y se había empalmado como todo hijo de vecino. La enorme erección debía resultarle ciertamente dolorosa, porque, en un ataque de furia o desesperación, se bajó los pantalones, nos mostró por vez primera su tesoro oculto, que parecía un cañón a punto de explotar, y, gritando como un verdadero endemoniado, introdujo su enrojecida verga en mi expectante boca. No hizo falta que se le aplicara tratamiento alguno, porque, apenas recibió el primer toque de lengua en su inflamado prepucio, una descomunal descarga de semen inundó por completo mi boca, desparramándose por la barbilla y el cuello, para, acto seguido, todavía ensordecidos por sus gritos de victoria y derrota a un tiempo, sacarse el miembro, que parecía un ser vivo, sometido a continuos temblores que parecían los inicios de un terremoto o el aviso de la erupción inminente de un volcán apagado, y descargar lo que parecieron toneladas de semen acumulado en sus castas gónadas, que fueron a cubrir por completo mi rostro y el de mi vecino, para finalmente, con el espasmo final, ir a calmar su frenesí en el interior de la boca de mi nuevo amigo oriental. Sobreexcitado tal vez por el inaudito espectáculo que había presenciado, Yoshimori liberó su miembro de la cárcel de los glúteos del juvenil criado, y se adentró entre mis muslos, con el tiempo justo de expulsar su caliente leche en mis entrañas, como recuerdo de aquella histórica jornada en que mi mano inocente convirtió en un hombre común, por esa noche, al áspero militar japonés.

Una vez conseguido el orgasmo, la reacción del Comandante fue de ira y rabia nada contenida ante lo que debía considerar una provocación intolerable, que había cuestionado su sacrosanta autoridad, y le había dejado en ridículo ante su subordinado. Yo tenía la cara empapada en su semen, al igual que su sirviente, y su primera reacción fue enfrentarnos en un singular cara a cara, y obligarnos a lamernos mutuamente el rostro, limpiándonos mutuamente los restos de leche de la cara del contrario, en un retorcido juego que, sin embargo, tuvo la indeseada consecuencia de devolver la vida a nuestros adormecidos miembros. Los chupetones del oriental repasando mi mojada frente, la cuenca de los cerrados ojos, las mejillas inseminadas, los labios húmedos y el cuello empapado en pura leche oriental, han sido algunos de los momentos más excitantes de mi vida sexual.

Allí no había espacio para el aburrimiento, especialmente cuando, por iniciativa propia, mi joven amigo me tumbó de espaldas, me abrió las piernas y se me echó encima, clavándome la verga en mi humedecido culo, por lo que penetró al instante. El Comandante, perdiendo las inhibiciones iniciales, empujaba el culo del tailandés y la daba palmetadas en los glúteos, y, acompañados en nuestro quehacer por la presencia constante del morboso nipón, nos entregamos de lleno al placer. Ni que decir tiene que mi culo recibió una nueva descarga de semen internacional, en este caso tailandés, antes de que, tumbado boca arriba, y con la cabeza apoyada en las rodillas del señor Yoshimori, me viniera por fin, pareciendo a ojos ajenos como si un surtidor de petróleo hubiera surgido de las mismas entrañas del desierto. Para entonces, mi feliz fornicador tailandés ya había sido despedido por el alto mando, y Yoshimori, que me abrazaba el cuello tiernamente, en una sincera demostración de afecto, tal vez agradecido por el placer recibido, fue amonestado severamente en japonés por su correoso jefe, con toda seguridad por mostrar con un inferior tales síntomas de debilidad. El Comandante, presa de uno de sus repentinos ataques de furia, angustiosos para el pobre desgraciado sobre el que descargaba su ira irracional, me agarró de los pelos y me sacó al exterior completamente desnudo, y cubierto de semen. La noche había caído hacía tiempo en Beke Taung, y el patio central de tierra que separaba los inmundos barracones de los trabajadores esclavos de aquellos otros, más adecentados, de los oficiales japoneses, estaba oscuro y silencioso. El iracundo militar parecía poseído por todos los demonios del panteón budista cuando empezó a abofetearme sin sentido, a gritar el nombre de su hijo a los cuatro vientos: ¡Shiro!¡Shiro!, fue lo único que entendí de aquel cúmulo de estupideces que profería. Después, con la fusta, procedió a golpearme por todo el cuerpo, a patearme con sus botas militares y, por último, a intentar ahogarme con las manos, y los ojos diminutos ahogados en sangre. El deshonor de su estirpe, representada por el matrimonio desigual de su único hijo, nacido de noble cuna en Yokohama, con una vulgar norteamericana, súbdita de un país enemigo e inmoral, debía ser desagraviado con un sacrificio ritual, el de un joven puro de corazón envilecido por la guerra y sus poderosos señores.

En un momento dado, ciego de rabia, sacó un afilado cuchillo de su costado derecho, lo desenvainó, y no dudo en ningún momento que me lo hubiera clavado, pues yo ya no tenía fuerzas ni ganas de defender mi vida, que no valía nada en aquel lodazal dejado de la mano del Altísimo, si el Teniente Taylor-Young, que apareció de pronto de entre las sombras de la noche, no le hubiera pegado sendos y certeros puñetazos en la barbilla, primero, y en el estómago después, antes de que dos soldados japos le detuviesen en su intento de pisarle la cabeza y se lo llevaran preso a la tenebrosa celda de castigo. Era esta poco más que un misterioso foso del que se decía que uno no salía vivo, suponiendo que las voraces hormigas de la región permitieran al prisionero conciliar el sueño, pues sus dolorosos picotazos habían causado más muertes por agotamiento y falta de sueño entre los desgraciados allí castigados que la peor de las enfermedades infecciosas habidas. Esta vez fue el doctor Yoshimori quien envolvió mi ensangrentado y dolorido cuerpo en una manta, y me llevó a la enfermería del campo, mientras un par de soldados trasladaban igualmente en camilla a mi agresor hasta el mismo lugar. Ni siquiera allí iba a poder librarme de su repulsiva presencia. La manera de actuar de Yoshimori, sin embargo, fue harto curiosa. El Comandante, apenas despertó de su estado de shock, al verme en la cama contigua, quiso abalanzarse sobre mí, pero el doctor se lo impidió empujándole contra la cama, abofeteándole después, y, finalmente pidiendo (y consiguiendo) mi ayuda, pues en ese momento no había nadie más que nosotros en la enfermería, para inmovilizarle, mientras él preparaba una inyección de un potente calmante. No me resultó difícil mantenerle quieto durante un minuto, pues aquel hombre daba claras muestras de confusión mental, y los golpes y puñetazos recibidos por parte de mi compatriota primero, y de su paisano el señor Yoshi después le habían atontado de tal forma, que apenas podía articular palabra. La inyección de tranquilizante en sus venas le dejó rápidamente dormido, lo que aprovechó el doctor para buscar una camilla de mano, y pedirme a continuación que le ayudara a trasladar al imaginario enfermo al vehículo militar blindado que le servía de ambulancia en sus frecuentes desplazamientos a Rangún.

Nos vamos de viaje, soldado.

¿Cómo dice? – yo aún no me había repuesto de mis heridas, y lo único que me apetecía era seguir tumbado en esa cama. Además seguía estando desnudo, apenas cubierto por las desinfectadas sábanas de la cama.

Que nos marchamos a Rangún los tres.

¿Los tres?

Sí, me temo que este siniestro personaje nos acompañará parte del viaje – fue su misteriosa respuesta - ¿No desea acompañarnos, oficial Stewart?.

Eh, sí…supongo que sí. Pero…¿cómo es posible eso?

Ahora lo comprobará. Paciencia.

Me entregó unas ropas limpias, pertenecientes a un soldado japonés algo más alto de la media. Sin embargo, aún así me quedaban pequeñas, y con mi pelo rubio y ojos azules no hubiera engañado a ningún ocupante japonés, aunque me viera de lejos. Por eso me entregó también una gorra militar y unas gafas ahumadas , que podrían disimular en parte el problema. Mi altura, superior a la media japonesa, sin ser un gigantón como otros soldados británicos y australianos, suponía, sin embargo, un grave handicap de cara a cualquier tentativa de huida.

Llevamos al "paciente" en andas hasta el vehículo, aparcado frente a la puerta de la enfermería. A esas horas de la madrugada, no se oía ni veía a nadie, excepto a los vigilantes nocturnos instalados en las atalayas que dominaban el campo de trabajo y la selva circundante. Su misión consistía no sólo en impedir posibles huidas (dificultadas por el propio entorno selvático de los alrededores), sino también detectar y evitar posibles sabotajes de la (débil) resistencia birmana o aliada a la nueva línea férrea proyectada entre Rangún y Bangkok, vital para los objetivos bélicos nipones. Una vez instalada la camilla en la parte trasera de la ambulancia, me pidió que me ocultara bajo la misma, en el hueco que quedaba entre la base de la camilla y el suelo, de apenas 30 cm a lo sumo de altura. El previsor galeno había cubierto previamente la camilla con un lienzo blanco sobre el que habíamos tendido al Comandante, que sobresalía por ambos lados de la camilla y rozaba la superficie del suelo, razón por la cual una simple inspección ocular de un militar japonés no vería nada anormal ni descubriría ninguna presencia extraña a simple vista. Pero una cosa es decirlo y otra muy distinta hacerlo. Permanecer tantas horas allí tumbado, justo debajo de mi agresor y abusador sexual, sería soportable sólo de noche. De día podría resultar excesivamente agobiante permanecer encogido en un espacio tan reducido. Eso sin contar con la eventualidad de que el Comandante despertase y exigiese volver al Campo de Beke Taung. Y siempre suponiendo que consiguiéramos salir de allí, cosa que aún estaba por ver.

Yoshimori encendió el motor del blindado y se dirigió a velocidad reducida hasta el puesto de control de la entrada del recinto. Sabíamos que los encargados de vigilar aquella noche pondrían dificultades o harían muchas preguntas, porque no era usual el traslado de enfermos desde el campo a Rangún en mitad de la noche. Por lo general, Yoshi tenía carta blanca para actuar como le pareciese, pero su jugada de esta noche era demasiado arriesgada como para pasar inadvertida ante los guardias. Sin embargo, el astuto médico parecía haber pensado en todo. El diálogo mantenido entre ambas partes me fue referido con estas palabras por él mismo, puesto que se desarrolló íntegramente en japonés, idioma que desconocía entonces y ahora.

¿A dónde se dirige, doctor Yoshimori?.

Voy al Hospital Militar de Rangún. Ha surgido una emergencia, imposible de diagnosticar y tratar con los medios disponibles en la enfermería del campo.

Ah, ¿si? ¿Y de que se trata? ¿No será ese chico inglés al que el Comandante ha pegado una paliza en público? Sólo faltaba ya que hiciéramos de enfermeras de esos hijos de puta

Por supuesto que no, cabo Tanaka. Los enemigos del Imperio no tienen derecho a recibir atención médica, por su condición de agentes de las potencias occidentales. Son unos bárbaros, no seres humanos, como sabrá.

Estoy de acuerdo con eso. El Mariscal Tojo no lo hubiera expresado mejor – salió de su garita a inspeccionar el vehículo, mientras el compañero sentado a su lado se quedaba a cargo de las barreras - Bueno, vamos a ver de que se trata…¿ha gestionado el permiso?.

No me ha dado tiempo, lo siento, es un caso de extrema gravedad y urgencia absoluta. La vida del enfermo depende de su rapidez en gestionar la salida del campo. Cada segundo cuenta.

Vaya, debe ser algún oficial de alto rango, uno de esos aristócratas de Tokio y Kioto.

¡Exacto!. Estamos hablando del propio Comandante Kawamoto. Comprenderá la extrema gravedad del caso, y la necesaria agilización del papeleo.

La voz del guardia, tan ronca y tonante hasta ahora como la del propio Comandante, a mis profanos oídos al menos, cambió de pronto a un soniquete servil y monocorde.

¿El Comandante? Por todos los satoris de Buda…¿Qué le ha ocurrido exactamente?

Sufre un cuadro agudo de encefalitis y shock craneal generalizado producido por el brutal ataque recibido esta noche a manos de un interno. No sé si estará al corriente de lo ocurrido. A consecuencia de ello ha perdido la consciencia y, de tardar mucho en llegar a Rangún podría sufrir una hemorragia cerebral definitiva. De ahí la urgencia por trasladarle, a pesar de la hora.

Entiendo. Si no es molestia, debo inspeccionar el vehículo; es el reglamento, y nosotros debemos cumplirlo. Será sólo un minuto.

Por supuesto – Yoshimori abrió las portezuelas traseras del vehículo. Yo estaba demasiado nervioso. Empecé a rezar todas mis oraciones conocidas pidiendo que no se le ocurriera levantar la tela que cubría la camilla. Eso sería nuestra perdición asegurada – Pase, cabo… como verá está un poco revuelto, pero todo lo que llevo son medicamentos.

La voz nasal del cabo Tanaka comenzó a escucharse en el interior de la parte trasera del vehículo. En un momento dado, sus botas militares quedaron a escasos milímetros de mi hombro derecho. El doctor, de manera hábil, le estuvo dando conversación banal durante la breve inspección ocular.

Pobre Comandante. Ya había oído algo sobre la agresión, pero no tenía ni idea de que fuera tan grave. Con lo buena persona que es, y su heroico comportamiento en Shangai en el 37, parece mentira que un simple inglés le haya podido hacer esto.

Nunca hay que subestimar al enemigo, cabo Tanaka. Y ahora, si me permite, debo partir hacia Rangún. Es una cuestión de vida o muerte – en realidad se refería a la nuestra, no a la del odioso Comandante, cuya existencia o no le traía sin cuidado a esas alturas al ingenioso médico.

Muy bien, permiso concedido por fuerza mayor. ¡Sube la barrera! – le indicó con un visible gesto de la mano al compañero de garita.

La improvisada ambulancia se movió muy despacio, y, finalmente, dejó atrás el terrible escenario de mis padecimientos en los últimos meses. No podía creer que un militar japonés se jugase la carrera, y, seguramente hasta la vida, por ayudar a un simple preso británico, por mucha simpatía que me tuviera. Tenía que haber otra razón más profunda e inconfesable para su incongruente actuación de esa noche. Apenas noté que las luces del campo daban paso a la oscuridad de la selva, salí de mi refugio. Por una carambola del destino, el hombre que horas antes había estado a punto de causarme la muerte, ahora me la había salvado al actuar de involuntario escudo protector. Las paradojas de la vida me hicieron reflexionar en la ley de causa y efecto, tan querida por los fervorosos birmanos, seguidores de la variante theravada del budismo, la más pura y fiel a las palabras pronunciadas siglos antes por el Buda Sakyamuni. Un grito sordo de Yoshimori me sacó de mis filosóficas divagaciones.

¡Escóndase, por el amor de Dios! ¿Quiere que nos descubran ahora? La carretera a Rangún está plagada de controles militares. Es muy posible que tengamos que parar en varios de ellos. Intentaré explicarles la gravedad de la situación, pero no puedo garantizarle tranquilidad de manera absoluta.

De acuerdo. Vuelvo a la madriguera, si no hay más remedio.

De momento, no. Y tápese bien, que la tela cubra todo el espacio alrededor. Y recuerde encogerse si oye que sube alguien al vehículo.

Así lo haré. Descuide.

No recuerdo que nadie subiera a inspeccionar la carga en las siguientes horas, si bien es verdad que, al poco rato, entré en un profundo trance que me condujo al sueño más profundo. Por tensa que resultara mi incómoda situación, el cansancio acumulado por dormir en aquella jaula inhumana durante tanto tiempo había dado paso al duro pero confortable suelo del blindado, y el sueño me venció sin darme cuenta en algún momento de la noche, acunado por el suave balanceo del vehículo al rodar por las tortuosas pistas de tierra abiertas en mitad de la jungla, y que actuaban a modo de carretera en dirección a Rangún. Cuando desperté, me atreví a levantar tímidamente los faldones de la camilla, para comprobar que ya era de día, el sol brillaba en lontananza, y estábamos atravesando lo que parecía el abigarrado mercado de una ciudad, que no podía ser sino Rangún, la ciudad que abandonamos los británicos a su suerte el mes de marzo anterior. No quise hacer mucho ruido, pues sin duda la ciudad estaría infestada de japoneses, que la habían convertido en el cuartel general de su frente occidental. Yoshimori parecía tranquilo, y de hecho, iba canturreando por lo bajo una canción de su tierra, de aire campesino y bucólico. Un cuarto de hora después frenó en seco el vehículo, y abrió sin dilación la portezuela de atrás.

Stewart ¿me oye?

Perfectamente. Diga.

No se mueva de aquí por nada en el mundo ¿entendido?

De acuerdo, pero…¿qué va a hacer?

De momento voy a descargar este saco de patatas en el hospital. Le llevaré en brazos para evitar usar la camilla y que quede usted desprotegido.

Pues debe pesar lo suyo el condenado.

En eso lleva razón – oí jadear a mi salvador – todo lo que tiene de malo lo tiene también de voluminoso. Pero creo que podré con él. Al fin y al cabo sigo siendo un hombre joven.

Le deseo suerte, sargento – susurré mientras abandonaba el blindado y cerraba con cierto estruendo la portezuela, seguramente de una patada.

Cinco minutos después, que se me hicieron eternos en la soledad de mi encierro, apareció de nuevo, silbando y confiado, el doctor Yoshi. Yo me mantuve en estricto silencio y enclaustrado en mi agobiante escondite, que me hacía sudar la gota gorda. Un par de veces tuve que levantarme a beber agua y a estirar las piernas, recibiendo la reprimenda del conductor, que se quejaba, con razón, de poner en peligro el operativo por una mera necesidad biológica fácilmente posponible. Yo le contesté que tal vez los japoneses estuvieran acostumbrados a posponer ese tipo de necesidades, pero los británicos no. No sentía necesidad de orinar porque en el campo de trabajo apenas nos servían un cuenco con agua para todo el día, lo imprescindible para sobrevivir y poco más. De ahí nuestra debilidad extrema, y la desidia con que reaccioné a la agresión física del Comandante, de quien al menos nos habíamos librado de una vez por todas. Estaba pensando en la cara que pondrían en Beke Taung cuando descubrieran que un prisionero se había fugado, que el Comandante del campo había sido ingresado en un hospital bajo engaño, y que el médico, que sólo trataba pacientes japoneses, por cierto, había desaparecido misteriosamente. No tardé en comprender que la vida del señor Yoshimori pendía de un hilo. El, sin embargo, parecía sereno y relajado, canturreando en su idioma o recitando estrofas de "El rey Lear" de Shakespeare, en un correctísimo inglés académico. En un momento dado, se echó a reír sin motivo alguno. Decidí que ya debía ser hora de salir de mi escondrijo. Llevábamos al menos dos horas dando vueltas sin rumbo fijo, el sol lucía ya en lo alto del cielo, era cerca del mediodía, y el calor en la ambulancia de campaña era abrasador.

¿Puedo dejarme ver, señor Yoshimori?

No deberías, pero sal a estirar las piernas o morirás de insolación como un perro enjaulado en un horno encendido.

¿Dónde estamos? – miré por vez primera la ventanilla, en lo que parecía una playa paradisíaca de arena fina, aguas cristalinas de color azul turquesa y cocoteros festoneando la carretera y ofreciéndonos su agradable sombra , y que me recordaba mucho a las que había conocido yo en otros tiempos en torno a Victoria Point - ¿Vamos a darnos un chapuzón o qué?

En realidad no. Es demasiado peligroso a esta hora. Sin embargo, esta noche tal vez nos acerquemos a la playa. Ya le contaré mis planes.

Planes. Aquel ingenioso médico estaba en todo. De modo que él había actuado a conciencia, siguiendo un plan prefijado. Pero ¿por qué motivo? ¿Y porqué habría decidido que yo, un simple prisionero, le acompañara en su rocambolesca huida, que no era otra cosa que una deserción en toda regla? Esas preguntas bullían en mi mente, pero fueron olvidadas de inmediato cuando mi nuevo amigo japonés se echó a reír de nuevo, esta vez de manera estridente.

¿Porqué se ríe así? ¿no está nervioso por si nos capturan sus compatriotas?

No, de momento no lo estoy – reconoció ufano, afectado aún por los coletazos de su ataque de risa- Les llevamos una buena mano de ventaja. Lo más probable es que ahora estén empezando a darse cuenta de lo ocurrido. Y me reía pensando en el destino del Comandante Kawamoto.

¿Porqué? ¿Qué le va a pasar?

Nada malo – Yoshimori me miraba de reojo mientras estacionaba el vehículo junto a un pueblo de pescadores, al borde mismo del mar – Hemos tenido mucha suerte, sólo faltaban unos minutos para que despertase de su letargo. Pero no me fui hasta que comprobé que le anestesiaban y le conducían al quirófano de urgencias.

¿Al quirófano, dice? ¿Por qué motivo?

Bueno, es una dulce venganza, muy larga de contar. Algún día puede que le narre la historia. Pero digamos que el Comandante va a despertar de su operación sin una parte prescindible de su anatomía.

No se referirá a lo que usted y yo sabemos… - bromeé yo, al escuchar aquella ambigua afirmación - porque la verdad es que era la parte más prescindible de su cuerpo, no la utilizaba nunca, con fines recreativos al menos, el muy simple – me eché a reír de mi impúdica apreciación, que jamás hubiera salido de mi boca un año atrás. Yoshimori me lanzó una mirada que sólo podía interpretarse como cómplice y picante al tiempo. Se le veía inmensamente feliz por haber dejado atrás el campamento y la guerra en la selva.

No me refería al miembro viril del comandante, sino a su apéndice, un órgano totalmente inútil, que le habrá sido extirpado a estas horas.

Mi asombro no conocía límites. La mente cristalina de aquel inteligente japonés no dejaba de sorprenderme según le iba conociendo mejor.

¿Pero porqué ha hecho eso? Podía haberle dejado allí alegando cualquier otro motivo leve, que no requiriera una intervención quirúrgica.

Bueno – argumentó él saliendo del vehículo y abriendo la puerta trasera – si le soy sincero, he disfrutado de lo lindo con todo este inesperado golpe del destino, que me ha venido de perlas para poder cumplir mis planes de desertar del Ejército. Y, con el Comandante inmovilizado en la cama del hospital, y sin ser consciente de lo que ha ocurrido realmente, ganamos un tiempo precioso. Si no hubiera sido operado, a estas horas ya estaría peinando la ciudad en nuestra busca. Creo que he sido prudente y he actuado con justicia. Cualquier otro le hubiera matado, por su comportamiento cruel e inhumano con los prisioneros, y con sus propios compañeros de armas.

Yo no terminaba de verlo tan claro. Aún suponiendo que Kawamoto no se hubiera dado cuenta de que su operación de apendicitis aguda era totalmente innecesaria, en el campo de trabajo sí se habrían percatado a esas alturas de nuestra desaparición, y habrían actuado en consecuencia. Era cuestión de horas o de días que nos localizase alguna patrulla japonesa, y, en ese probable caso, el paredón parecía ser el destino más probable para el prisionero huido y su cómplice, el médico desertor, la vergüenza del Japón Imperial. Así se lo hice saber, pero él, encendiendo un cigarrillo, apoyada la espalda contra el tronco de un cocotero, parecía tener las cosas muy claras.

Yo no me preocuparía demasiado por eso. Para cuando eso ocurra, nosotros dos estaremos lejos, muy lejos del alcance de mis compatriotas

Ante mi asombrado rostro, según salía del blindado para pasear por la playa, protegido por mi uniforme japonés y mi gorra militar calada, el misterioso médico dejó escapar una voluta de humo, y me miró a los ojos con expresión indolente. Me pareció un hombre terriblemente atractivo y seguro de sí mismo, y supe interiormente que, mientras permaneciese a su lado, no había nada que temer en el futuro.

(Continuará)