Infierno en la jungla birmana (2)
Jim es obligado por el Comandante Kawamoto a prostituirse para los soldados japoneses, con la entusiasta colaboración del joven doctor Yoshimori. Desesperado, decide huir a través de la selva, fracasando en el intento.
A la mañana siguiente descubrí con agrado que el Teniente de Vuelo Taylor-Young seguia actuando de manera exquisita, evitando en todo momento hacerme recordar la difícil prueba superada por ambos horas antes con sus amenos chistes, con los que intentaba, y a menudo conseguía, levantar la moral de los prisioneros, o con sus canciones tradicionales inglesas y sus himnos religiosos, que, entonados en su cristalina voz de barítono, nos emocionaban y nos retrotraían a paisajes perdidos de la verde campiña inglesa a partes iguales. Phil Taylor no parecía acusar el inmenso esfuerzo de esas jornadas de sol a sol llevando a cabo un trabajo sobrehumano y contrarreloj, ajustando las traviesas y raíles del futuro tren de la muerte. Nadie más parecía compartir su buen humor y optimismo naturales, y menos aún, pensaban, como él afirmaba venturoso, que si procedíamos a actuar con él saldríamos con vida de tan horrible presidio natural. Los japos captaron enseguida su condición de líder natural, y respetaban sus extravagancias, eligiéndole muchas veces como portavoz de los prisioneros para exponer sus ridículas ordenanzas, que nosotros adaptábamos a nuestra idiosincrasia indo-británica, o intentábamos ignorar de manera deliberada, con exiguos resultados.
Al caer la noche, tal como prometiera el Comandante a través de su inicua marioneta, el doctor Yoshimori, dos soldados me obligaron a acompañarles al barracón de los oficiales. Antes de salir miré en dirección a la litera ocupada por el Teniente Taylor, quien, encantador como siempre, me dedicó un bis de armónica del himno nacional británico como despedida triunfal y me guiñó un ojo, deseándome suerte, de ese modo tan personal, en la inminente cita con mis malvados admiradores. Al menos había algo que ya no podían robarme ni tomar de mí, y, gracias a este pensamiento, acudí al sacrificio expiatorio mucho más tranquilo y relajado de lo que hubiera pensado nunca. "Al menos ha sido un caballero británico, al servicio de Su Majestad, el responsable de mi desvirgamiento, no un sucio y rastrero ocupante nipón, que ahora sólo podrá escribir sus infamantes líneas sobre un texto anterior de insuperable belleza. No, por mucho que lo intenten, no podrán cambiar ese hecho". Cuando entré en el despacho del Comandante Kawamoto, la oscuridad era casi completa. Sólo unas velas iluminaban un rincón de la estancia, en el que alguien había depositado una pulcra colchoneta. Me temí lo peor, sobre todo cuando divisé al fiero militar, parapetado tras su mesa de despacho, haciéndome gestos para que pasara. A su lado, pero vestido esta vez con un kimono tradicional japonés en lugar del uniforme militar que tan bien le sentaba, estaba el doctor Yoshimori. Fue él, de blanco nuclear, salvo el ancho cinturón negro que enfajaba su cuerpo, quien habló primero.
Buenas noches, oficial Stewart ¿ha tomado ya una decisión al respecto? El Comandante Kawamoto es un hombre generoso, pero impaciente. Desea una respuesta inmediata a su noble ofrecimiento.
¿Noble? Yo no lo calificaría con esa palabra. Y tampoco es realmente una elección. Soy su prisionero y no me queda otra elección posible que aceptar su repugnante propuesta.
Veo que es usted un hombre inteligente, señor Stewart. Con su permiso - se agachó en cuclillas y le comentó en japonés al avieso uniformado mi respuesta afirmativa.
Tan inesperada noticia pareció alegrar a su interlocutor, que se levantó entusiasmado de la mesa, y se acercó hasta mí. Con la misma prisa nerviosa y arbitraria con las que golpeaba a los prisioneros enfermos o demasiado débiles con su fusta, me bajó los pantalones y los calzones, y me giró de espaldas para comprobar el estado de mi culo. Lo palpó y apretó los cachetes con furia oriental, antes de llevarme de los pelos hasta la colchoneta del rincón donde me depositó sin delicadeza alguna, como un simple fardo. Pero fue el doctor Yoshimori, y no el Comandante, quien se acercó a mí muy lentamente, su kimono resplandeciendo con brillos dorados en la penumbra de aquella estancia, paras desprenderse de sus vestiduras a los pies de la colchoneta, y quedar completamente desnudo ante mi vista. Pese a su escasa altura, que tal vez no superase el 165 de estatura, tenía el cuerpo más proporcionado y hermoso que yo haya visto en un ser humano, y, para mi desgracia, conocí unos cuantos en aquella época de mi vida, muy a mi pesar. Se agachó despacio, como siguiendo un ritual, mientras el Comandante, completamente vestido, se situaba a nuestra espalda, y comenzaba a dar órdenes en su chirriante japonés de cuartelillo. Tras ofrecerme una innecesaria reverencia, teniendo en cuenta su evidente intención de violarme, me sorprendió a mí mismo al coger entre las manos un pequeño cuenco situado a los pies de la colchoneta y junto a las velas. Contenía un aceite aromático que untó en sus dedos, para luego voltearme con cierta delicadeza, y aplicar en mi ano, que empezó a abrirse como una flor al contacto de sus dedos empapados en el oloroso fluido. Sin embargo, la extrema facilidad con que se abría el hasta ayer lacrado agujero levantó las sospechas de mis acompañantes, que mantuvieron un corto pero tenso diálogo en japonés, que debía versar sobre las razones probables de la exagerada dilatación de mi ano. El Comandante se situó en cuclillas delante de mi británico trasero, e introdujo, con su rudeza habitual, un dedo, luego dos, y finalmente tres, en el interior del ano, sin que yo manifestara, por miedo y desconocimiento de su lengua, ninguna reacción a su exhaustiva inspección rectal. Kawamoto, hecho un verdadero basilisco, sacó su tristemente célebre fusta y me arreó dos latigazos sin piedad que barrieron en sentido longitudinal ambas mitades del culo. El dolor fue impresionante, pero aquel energúmeno no calmó su ira con esta acción, y, situándose frente a mí, me cruzó la cara de un manotazo. Caí de espaldas, pero aquel sádico, fuera de sus casillas, me agarró del pelo, y tan sólo la providencial intervención de Yoshimori deteniendo con el brazo su segunda embestida pudo impedir que mi cuerpo se llenara de cardenales y magulladuras esa noche. Ambos discutieron a viva voz, hasta que, como el dueño de un perro enrabietado a su conflictiva mascota, el doctor consiguió templar la monstruosa rabia de ese degenerado, que se limitó a partir de entonces a observar en silencio como se desarrollaba la acción.
En primer lugar, Yoshimori procedió a masturbarse frente a mi culo, observado detenidamente por un infame Comandante en cuclillas que no paraba por un momento de animar a su subordinado con unas ridículas onomatopeyas guturales al estilo de"¡Oooh! y ¡Aaah!, que no parecían venir a cuento en esos momentos; parecía como si todo lo que veía fuera nuevo para su mente criminal, y se asombrara de ver que el falo enhiesto de Yoshimori, de mucho menor tamaño que el del Teniente Taylor, pero igual de hábil hurgando en mi interior, se introducía con facilidad en mi culo; y que si era su asquerosa fusta la que era introducida en mi ano, el doctor podía aprovechar para limpiar su pene en mi boca. El extraño acto sexual, que estaba siendo coregrafiado como una especie de ceremonia japonesa, de incomprensible significado para un occidental, estuvo dirigido en todo momento por el Comandante, que no intervenía directamente ni se masturbaba siquiera, pero parecía disfrutar de un insano placer ordenando las variadas posturas en que debíamos realizar el acto sexual, e introduciendo el dedo corazón en el ano al mismo tiempo que Yoshimori empujaba frenéticamente en el interior de mi recto. En ningún momento nos dejó disfrutar de intimidad alguna, ni pemitió besos o caricias que hubieran humanizado el sombrío encuentro en el que estábamos embarcados. Su tonante voz de mando interrumpía la acción una y otra vez, y me dio la impresión de que Yoshimori, que era un más que competente amante oriental, estaba disfrutando igual de poco que yo de aquel deliberado acto de humillación a tres bandas. Porque el doctor también era humillado de algún modo, cuando su inmediato superior le controlaba como a un robot, y le negaba el acceso al orgasmo o le levantaba la barbilla con la fusta como a un perro si consideraba que se estaba dejando llevar por la emoción del momento. Finalmente, pese a las presiones del Comandante, llegó un momento en que el doctor Yoshimori no pudo contenerse más y se corrió en mi boca. Obligado a tragarme todo el semen, apenas reparé en que, durante todo este largo intercambio sexual, el Comandante no se había masturbado, ni tocado siquiera el miembro viril. Allí ocurría algo sumamente extraño. Aquel desagradable especimen parecía gozar de su sexualidad por delegación, y, al menos, me dije, había elegido para ello al mucho más atractivo y apetecible doctor japonés. En ningún momento se me permitió masturbarme o eyacular, y mucho menos manifestar cualquier manifestación placentera, que era agriamente protestada por mi iracundo anfitrión.
A partir de aquel momento fui encerrado en una jaula construida con ramas secas de bambú, de dos metros de altura por uno cincuenta de longitud, como un peligroso orangután. Estaba situada en el cobertizo donde se guardaban los aperos de trabajo de los peones forzosos, y me mantenían aislado por completo del mundanal ruido, de mis compatriotas, e incluso de los hindúes y nativos forzados a la esclavitud por el ejército de ocupación. Dos soldados japoneses, mudos como estatuas, eran los encargados de limpiar la jaula a manguerazos, y de recoger mis defecaciones, como si se tratara de un verdadero animal salvaje, enjaulado por su peligrosidad para el género humano. Tan sólo el doctor Yoshimori solía visitarme a escondidas, se lamentaba de mi estado actual y de mi suerte como esclavo sexual, y, a veces, contraviniendo todos los métodos de despersonalización de sus superiores, me ofrecía una ración extra de rancho o me recetaba en secreto una medicina contra el paludismo o un remedio casero contra las picaduras de chinches y garrapatas, que en aquel lugar inmundo eran las verdaderas reinas del lugar. Perdí todo contacto con mis antiguos compañeros, y tan sólo era sacado de la jaula (esposado y con una venda cubriéndome los ojos), en ocasiones señaladas, cuando el jefe supremo decidía otorgar un premio especial a algún soldado de su compañía. Entonces, invariablemente era lavado y despiojado, se me ofrecían ropas limpias, por lo común un simple kimono típico de su país, se me conducía al siniestro despacho del Comandante, y, siguiendo el mismo ritual que en su día con el fogoso doctor, era situado sobre una austera colchoneta. El fiero militar, con su rostro impasible y su sempiterna fusta en la mano, me obligaba a ponerme a cuatro patas, me levantaba los faldones del kimono, y mostraba mi lampiño culo al joven soldado, que tal vez era el primer occidental al que tenía acceso en toda su vida. Siguiendo las precisas instrucciones de aquel loco, los excitables soldados se dedicaban a perforar mi agujero con sus miembros, y a gritar como posesos frases inconexas en su escandaloso idioma natal, siempre bajo la atenta mirada del doctor Yoshimori, a quien no le era permitido intervenir, pero sí contemplar mi actual estado de degradación Otras veces hacía pasar a alguna inusual prostituta birmana, que le practicaba una felación al soldado en cuestión, mientras el Comandante en persona preparaba el terreno penetrándome con su odiosa fusta. Cuando estaba próximo a correrse, el heroico soldadito era conminado a penetrar mi dilatado ano, y se corría a los pocos segundos, empapando con su líquido seminal mi sufrida cavidad rectal. Así se aseguraba el sádico Comandante de que yo no gozara durante mis repetidas violaciones. Los agraciados nunca repetían la operación otro día, ni siquiera el doctor Yoshimori, y el acto sexual se consideraba un premio especial a su temple y valor en el frente. Pero con todo, lo peor no era el sexo con la soldadesca, con resultar infamante y desagradable. Me convertí en un simple receptáculo de esperma nipona, y, de algún modo misterioso, conseguía permanecer ajeno durante toda la duración del coito, repitiendo con devoción renovada mis oraciones de siempre, apretando con fuerza el relicario conteniendo el único recuerdo que me quedaba de la dulce Eunice, e imaginando que, al menos, era el doctor Yoshimori, un hombre apuesto y distinguido, de buen fondo y exquisita educación, el que abusaba de mi cuerpo en esos momentos. No acababa de entender que tipo de morboso placer podía obtener Kawamoto de todo este elaborado ritual, salvo el de pretender humillar a un leal súbdito de Su Majestad, degradándole hasta convertirle en una piltrafa humana. Pero hasta en eso fracasó, pues nunca perdí la esperanza de poder escapar un día de mi espantosa situación, por privilegiada que fuese en otro sentido (era el único interno que no trabajaba, y uno de los escasos privilegiados, que yo sepa, que recibía alimentos y medicinas no autorizadas, gracias a los buenos oficios del compasivo doctor).
Y un día lo conseguí, o eso creí en un principio. Consciente de que mi pálida piel, ojos claros y falta casi absoluta de vello corporal, debido a los misterios de la genética, me convertían en un suculento botín sexual para esos jóvenes reclutas, privados de toda posibilidad de acceso a mujeres por el aislamiento absoluto en que nos encontrábamos, en mitad de la selva, y que yo era, en esa situación, lo más parecido que podían comparar a una puta tradicional, decidí una ardiente noche de verano seducir a mi imberbe vigilante, convencerle para que se introdujera en la celda de bambú, y, una vez ganada su confianza, golpearle en la cabeza con mi escudilla de metal y salir corriendo del cobertizo, camuflarme entre las sombras de la noche, y saltar la empalizada que me separaba de la infernal jungla. En el momento en que me disponía a saltar, el potente foco de un reflector me iluminó de repente desde lo alto de su atalaya, y tuve que correr como una gacela acorralada para esquivar la lluvia de balas de aquellos malditos vigías, adentrándome en la espesa selva, y arrastrando la pierna izquierda, alcanzada al parecer por una bala perdida, hasta llegar al borde de un río, donde caí desmayado, totalmente exhausto, tras haber perdido mucha sangre durante el trayecto.
A la mañana siguiente desperté de nuevo en mi mísera prisión. El intento de fuga había fracasado estrepitosamente, y tan sólo la insistencia del doctor Yoshimori ablandó el ánimo del imperturbable Comandante, que consintió finalmente en que extrajera la bala y vendara el enorme boquete abierto en el muslo anterior izquierdo. La razón última de su clemencia, me había confesado el médico con su logrado acento de Harvard era que si yo moría ya no tendría un objeto sexual apetecible que ofrecer a sus oficiales y soldados, toda vez que el resto de prisioneros era demasiado mayor o demasiado poco agraciado como para ser considerado como tal. Mi aspecto aniñado y mis bucles rubios, que el Comandante me ordenó dejar crecer, contraviniendo el estricto reglamento militar del campo, me colocaba en una posición aparte en el reglamentado mundo de aquel inhumano estercolero. Yo no era considerado ya un hombre allí, pero tampoco una mujer, exactamente. Pasé a ocupar el puesto del adolescente complaciente y sexualmente deseable de la tradición japonesa (a mis 23 años), y, según me informé años más tarde, figura muy venerada en tiempos de los antiguos samurais, muchos de los cuales terminaban enamorándose perdidamente de aquellos jóvenes sirvientes, aspirantes a samurais muchos de ellos. La tradición se había perdido en Japón hacía casi un siglo, pero se mantenía viva en el corazón de muchos altos oficiales, de tradición y origen aristocráticos, como el Comandante Kawamoto o como el sargento Yoshimori.
El joven doctor, en una de nuestras improvisadas charlas en la soledad de mi choza, que él mantenía, al parecer, para practicar y mantener vivo su correcto inglés, me confesó abiertamente que el comportamiento del Comandante era intolerable, y no tenía nada que ver con el trato habitual a los demás prisioneros. Yoshimori me explicó la auténtica razón del cruel comportamiento de aquel ser implacable y obsesivo.
Según aseguran otros oficiales, su único hijo, al que envió a estudiar Ingeniería a Estados Unidos en 1939, ha sido recluido por los americanos en un campo de concentración, como el resto de la población japonesa en ese país. Y no hay demasiadas esperanzas de que les liberen hasta el fin de la contienda.
Pero eso no explica el cruel trato infligido a los prisioneros, y el odio profundo que parece profesar a los occidentales repuse yo.
Bueno, según he oído, el joven Shiro Kawamoto planeaba casarse con una joven norteamericana, blanca como usted, lo que provocó la ira del Comandante. Desde entonces, prometió que se vengaría de los americanos en el frente de batalla, y, de momento, lo hace por persona interpuesta, con sus primos hermanos, los británicos y australianos.
Había una pregunta en el tintero, que, a pesar del dolor del tratamiento a base de alcohol y quinina, y del complicado vendaje posterior, no se me iba de la cabeza.
¿Pero porqué no interviene el Comandante en sus abyectos rituales orgiásticos, y se limita tan sólo a mirar y dar órdenes? ¿Es impotente, o no le gustan los jovencitos, y se sirve de mí como excusa para dar rienda suelta a sus perversiones, a falta de mujeres de verdad?.
Ni una cosa ni la otra. Lo que ocurre, según se dice, es que el Comandante pertenece a una cofradía budista en la que la castidad es un elemento muy valorado. Y, al quedar viudo de su querida esposa hace unos años, decidió mantenerse célibe el resto de su vida. Yo, desde luego, nunca he visto que violara a una prisionera, pero parece que tanta represión del flujo vital le ha trastornado por completo, y ha caído presa de las garras del peor enemigo de un hombre de mediana edad en mi país: el amor por los adolescentes, una antigua tradición nipona, hoy en desuso, salvo en ambientes militares y aristocráticos muy concretos.
Pero yo estoy lejos de parecer un adolescente japonés. Tengo 23 años, soy piloto de guerra de la RAF, estaba a punto de casarme cuando me destinaron aquí no entiendo el origen de esta fatal confusión.
Muy sencillo, mi querido amigo. Usted es el único interno de este campo que posee los rasgos físicos requeridos en este juego de espejos y autoengaños. Voz suave y melodiosa, dulces cabellos dorados, cuerpo atlético de potro sin domar por la vida, carencia de vello corporal no debió usted exponer su cuerpo semidesnudo tanto tiempo a los ojos del Comandante. Todos los japoneses, que nos regimos aún por el estricto código de lealtad y obediencia conocido como bushido, recordamos las maravillosas y legendarias historias de amor de los fieros samurais de antaño y sus jóvenes protegidos, muchachos a los que entrenaban en el noble arte de la guerra para engrosar las filas de sus mercenarios, y pasar a convertirse en el futuro en auténticos samurais por derecho propio. Eran historias de amor supremo y de por vida, algunas de ellas completamente reales, y en las que el sacrificio permanente del joven aprendiz por su señor, el señor de su corazón, resultaba entrañable y aleccionador para las futuras generaciones de japoneses. Hoy en día, desde la Restauración Meiji y la consiguiente modernización, esas tradiciones feudales se han perdido por completo, pero aún queda en el fondo del alma de muchos japoneses la nostalgia por los valores de esa época heroica de aquellos nobles guerreros y sus fieles escuderos, obligados a seguirles sin dudar en las artes de la guerra y en las más terrenales delicias del lecho.
El dolor de la herida abierta era insoportable, y sus poéticas palabras tampoco bastaban para que la cicatriz abierta en mi alma violentada terminara de cerrarse.
¿Y cual es entonces mi destino futuro en este campo de muerte y destrucción?
Yoshimori me miró perplejo, quizá temeroso de que su respuesta me hundiera aún más en la melancolía.
Bien, como habrá comprobado, es imposible escapar con vida de este campo de trabajo. Por tanto, yo diría que su futuro está en manos del Comandante, y que, sin duda, sólo un milagro podría hacer que saliera con vida de los muros de esta prisión. El es el único dueño de su vida y su muerte. Y le aseguro que está muy disgustado por su intento de huida. Sin duda habrá planeado una terrible venganza. Andese con ojo.
Gracias, doctor. Es usted el único ser humano decente en este lugar, aparte de los pobres prisioneros, claro está.
Yo no diría eso. Los soldados del Ejército Imperial son buena gente, apenas unos niños, que han sido engañados por la propaganda del Gobierno, y enviados sin apenas preparación a jugarse la vida por una causa perdida. ¿Alguien cree realmente que un país como el mío puede mantener un Imperio tan extenso durante poco más que unas pocas décadas?
Supongo que tiene razón, como siempre, doctor.
Ahora debe descansar, Stewart. Y olvidarse de ideas absurdas como huir campo a través. No hay futuro ahí fuera, recuérdelo. Sólo muerte y desolación por doquier.
Bueno, tampoco aquí dentro hay lugar para la esperanza, como usted bien me ha explicado, sargento.
Sí, pero al menos aquí puede sobrevivir, al menos hasta que se produzca un milagro que le libere de su cautiverio actual. Tenga fe en su destino, soldado.
No crea que no lo intento cada día y cada minuto. Ruego a Dios en mis oraciones por la salvación de mi alma y la de mis compañeros de infortunio. Y también por usted, doctor.
¿Por mí? ¿por el hombre que le forzó sexualmente sin consideración alguna por sus sentimientos? Yoshimori mostraba ahora un mínimo atisbo de emoción, que pronto se esforzó en disimular. Completó el vendaje y recogió sus escasos utensilios, guardándolos en su maletín de urgencias médicas.
Quiero pensar que lo hizo usted obligado por la mente criminal de su superior en rango. Que no podía negarse a sus requerimientos; no le guardo rencor por ello, es agua pasada. Y además fue usted muy delicado conmigo.
Una suave y ambigua sonrisa se formó en el ovalado rostro oriental del sargento. Parecía indicar que había ciertas cosas que yo desconocía en todo este asunto, y que él no deseaba hacerme saber por el momento.
Es usted un hombre de corazón generoso, Stewart. Pero ahora, debe descansar. Intente mover la pierna izquierda lo menos posible en los próximos días. Es en su propio beneficio.
Descuide, doctor, así lo haré. Gracias por todo una vez más.
En los días siguientes, unas potentes fiebres, consecuencia tal vez del agua estancada que bebí en mi huida a través de la oscura selva, me tuvieron efectivamente inmovilizado durante semanas. Para cuando recuperé mi forma física, quince días después, el Comandante me hizo llamar a su despacho. Tenía reservado para mí, me anunció con aprensión su intérprete habitual, el atildado doctor Yoshimori, un castigo ejemplar por mi intento de evasión, que no olvidaría jamás.
(Continuará)