Infierno en la jungla birmana (1)

Birmania, 1942. Un joven piloto de la RAF, Jim Stewart, es hecho prisionero por los japoneses tras la conquista del país, y recluido en un campo de trabajo. El Comandante del mismo pronto tomará nota de su perturbadora presencia.

Me llamo Jim Stewart, acabo de cumplir mis primeros 90 lúcidos años y nací en Manchester, si bien llevo gran parte de mi vida residiendo en Queensland, Australia; mis antepasados procedían de Escocia, del área de Dundee, y por eso eran presbiterianos en vez de anglicanos o católicos, gente austera y trabajadora, y tan ahorrativos como sólo un verdadero escocés sabe ser. Ellos me inculcaron el sentido de la propia dignidad, una religiosidad sin fisuras y el espíritu de sacrificio, que tanta falta me hizo para sobrellevar las penalidades y tragedias de la segunda guerra mundial, el origen de esta peculiar historia, que he mantenido guardada en mi cabeza durante largos, largos años. Todo empezó cuando, tras graduarme en la Academia Militar de Aviación de Cranwell, en Lincolnshire entré a prestar servicio activo en la RAF y fui destinado en 1940 a la base aérea de Victoria Point, al sur de Birmania, en el límite suroriental de los dominios británicos del Sudeste Asiático.

La vida en la base aérea era de lo más aburrida y superficial, con su clásico club de oficiales, donde las diferencias de clase aún se hacían notar, y el trato escaso y cargado de prejuicios con los nativos de la provincia de Tennasserim. Los rumores de guerra con los japoneses no dejaron de perseguirnos desde el mismo día de mi llegada, pero yo vivía concentrado en mis dos únicas pasiones: mi apasionada relación epistolar con una hermosa chica londinense, Eunice Hampton, a quien conocí durante un permiso a finales de 1939, y con quien planeaba casarme en cuanto me fuera posible, y mis prácticas aéreas, que me distraían de la insoportable rutina de aquel aeródromo perdido en el fin del mundo. El clima era insufrible para un británico medio, la temporada de monzones la actividad se paralizaba por completo durante semanas, y, durante esos días de inactividad forzosa, de parón obligado en tierra, lo peor que le puede ocurrir a un piloto vocacional como yo, tan sólo las extensas cartas que escribía a mi adorada Eunice, cargadas de pasión erótica y de pura poesía del alma, me ayudaban a sobrellevar la deprimente realidad que me rodeaba. Debo reconocer que, al menos, la amistad de Phil Taylor-Young, teniente de vuelo de mi compañía e hijo de un acaudalado hombre de negocios procedente de la baja nobleza rural, me distraía en mis frecuentes horas bajas durante la temporada de lluvias. Era Philip un hombre joven de gran cultura y saber estar, y estaba dotado de un delicioso y muy británico sentido del humor, que sacaba a relucir durante las interminables partidas de cartas en el club de oficiales. En mi tiempo libre, en la soledad de mi destartalado dormitorio, releía con avidez las delicadas líneas que me enviaba Eunice, destapaba con sensual deleite el diminuto frasco de perfume con olor a lavanda y caléndula que me regaló antes de mi partida, y que conservaba como un verdadero tesoro, y, al tiempo que recordaba el sabor de sus besos y el timbre inolvidable de su voz, acariciaba dulcemente el mechón de su cabello, color castaño caoba, según me comentó ella, que conservaba impoluto en el interior de un relicario que llevaba siempre amarrado al pecho.

Toda esta aparente tranquilidad cambió en junio de 1941, cuando recibí una carta, con dos meses de retraso, de la hermana de Eunice, Susan, informándome de que su querida hermana menor había fallecido lamentablemente en un bombardeo nazi a su barrio londinense, y que la casa familiar había quedado totalmente destruida a consecuencia del terrible "blitz". No pude terminar de leer la carta, porque una sensación de angustia interior y rabia incontenible hizo presa en mi alma, y salí disparado hacia la cabina de mandos de mi Brewster Buffalo B-339E, para descargar las sensaciones que invadían mi habitualmente sereno ánimo. "Un inglés nunca llora, un escocés nunca pide prestado" era el lema familiar, orgulloso de su doble origen, y que se llevaba a rajatabla en la rama mancuniana de mi extenso clan, que se extiende por Escocia, Estados Unidos y Australia, entre otros muchos sitios. Yo no recordaba haber visto llorar nunca a ningún miembro de mi familia, ni siquiera a mi madre cuando mi padre falleció de peritonitis aguda en 1935, y yo, simplemente, no conocía otro medio mejor de descargar mi tormenta interior que sobrevolando los amplios y luminosos cielos de Tennasserim con mi aparato, gritando a todo pulmón el nombre de mi difunta prometida y maldiciendo a los nazis y a sus amigos japoneses, culpables de todo el horror que rodeaba nuestras vidas de un tiempo a esta parte.

Sin duda, el apoyo moral de Phil y mis compañeros pilotos, Sam, Mark, David, y Paul, las escapadas a Mergui y a Rangún durante los permisos, y la constatación final de que mi amada Eunice no hubiera deseado verme sufrir de ese modo, fueron los factores claves para poder superar el desánimo que me tenía preso desde hacía meses. Pero fue entonces, precisamente en el momento en que comenzaba a levantar cabeza tras una buena temporada en el infierno, cuando los jodidos japoneses eligieron atacar Pearl Harbour y declarar la guerra a los americanos y sus aliados naturales, nosotros los británicos. Ni que decir tiene que nuestra obsoleta base aérea, dotada con tan sólo 37 cazas, la mayoría de ellos Brewster Buffalo como el mío, y tan sólo un puñado de Tomahawk norteamericanos, los "tigres voladores", como eran conocidos a nivel popular, para los pilotos veteranos, no pudo hacer apenas nada para evitar la apabullante superioridad de la 55ª División del Ejército Imperial Japonés. A la caída irremediable de la base, con todo su arsenal bélico, siguió, a mediados de enero de 1942, la de la ciudad de Mergui, importante núcleo de comunicaciones de la provincia sureña, y tampoco resistiría la septentrional Tavoy al imparable avance japonés. Evacuados a Rangún, donde caí enfermo de fiebres tifoideas a finales de febrero, seguramente por beber agua en mal estado, apenas me tenía en pie durante la evacuación de la ciudad, el 5 de Marzo. El incendio intencionado de parte de la capital a manos de los restos de la 17ª División del Ejército Anglo-Indio, para evitar que los pozos petrolíferos de la zona cayeran en manos niponas, aumentó mi ya insufrible malestar, y, para colmo, una emboscada de los japoneses, que habían cercado la ciudad en su casi totalidad, nos hizo caer prisioneros a numerosos miembros de mi compañía, en las sanguinarias manos de aquellos salvajes sin escrúpulos, en el mismo momento en que nos disponíamos a evacuar Rangún en dirección a la frontera india. Era el 8 de Marzo de 1942, una fecha que no olvidaré nunca. Como tampoco olvidaré el traslado, en un camión de ganado, con olor a excremento de buey, hacia el lugar donde estaba destinado a pasar los meses siguientes, el campo de concentración de Beke Taung, en el interior birmano, y al borde mismo de la proyectada línea férrea de carácter militar que los nuevos ocupantes iban a tender entre Rangún y Bangkok. Poco imaginaba yo en aquellos primeros meses de relativo relax el duro trabajo que nos esperaba a los prisioneros del campo, en régimen de verdadera esclavitud y negación de los más elementales derechos humanos a partir del mes de junio, cuando dio comienzo, contrarreloj, la construcción de la maldita vía férrea.

El Comandante del campo, Takeshi Kawamoto, era un hombre de mediana edad y facciones estólidas, voz de mando y aspecto temible. Todo el mundo parecía temer su endiablado carácter y sus agrias respuestas, tanto en su fluido japonés como en su macarrónico inglés, ininteligible por la mayoría de nosotros, salvo los sonoros tacos que solía pronunciar en nuestra idioma, especialmente los dedicados a la salud de nuestro monarca y a la, en su opinión, dudosa virginidad de la princesa heredera Isabel. Para las imprescindibles labores de traducción inglés-japonés (había miles de soldados británicos e indios prisioneros en aquel enorme campo en mitad de la selva) contaba con los valiosos servicios del sargento Kenji Yoshimori, un joven y apuesto médico militar que había aprendido un perfecto inglés con acento norteamericano durante su infancia, educado como estuvo por ministros de la Iglesia Metodista, fe de la que había renegado recientemente, según me confesó un día, obligado por la xenófoba situación política surgida a raíz del intento de golpe de estado del 26 de Febrero de 1936, que dio alas a los sectores ultranacionalistas en la composición del nuevo gabinete ministerial.

Las jornadas de trabajo, absolutamente brutales, se extendían desde las 6 de la mañana hasta el anochecer, y, en todo ese tiempo apenas recibíamos por todo alimento un cuenco de arroz y un bol de agua, que apenas nos bastaba para sobrevivir. Las palizas y vejaciones a los rezagados y enfermos eran el pan nuestro de cada día, y de no haber sido por la insistencia del doctor Yoshimori en tratar a los prisioneros enfermos de paludismo y disentería con medicamentos apropiados, saltándose las ordenanzas que exigían la muerte del trabajador enfermo, la cifra de fallecidos, altísima de por sí, se hubiera multiplicado por cuatro en esos primeros meses.

No sé el momento exacto en que el Comandante Kawamoto se empezó a fijar en mí. En todo caso debió ser a mitad del verano. Yo era un joven agraciado, muy rubio y de ojos claros, con escaso vello en el pecho y piernas, y que supongo resultaba algo andrógino, pese a mi masculinidad evidente, entre tanto despliegue de testosterona anglosajona y nipona. Por desgracia para mí, acostumbrado a realizar las tareas más penosas, como cavar zanjas o transportar carretillas, con el torso al aire y un simple pantalón corto de campaña como toda indumentaria, en algún momento los lujuriosos ojos del comandante se posaron en mí. Una noche fui llamado a su presencia y escoltado por dos soldados japoneses hasta el interior de su barracón, un verdadero palacio flotante en comparación a las condiciones infrahumanas en que nos hacinábamos los prisioneros.

Nada más entrar contemplé a aquel infame ogro, que estaba sentado tras la improvisada mesa de despacho, protegido del calor cercano de la jungla por un ventilador de techo y mirándome fijamente con ojos de alimaña desde su posición de poder. A su derecha, de pie, uniformado y en posición de firmes se encontraba su intérprete, el señor Yoshimori.

Pase, señor Stewart – me rogó el joven médico, atendiendo a una imperiosa señal del comandante, una especie de gruñido gutural en su idioma natal.

Me quedé parado delante de ellos, a escasa distancia de la mesa de despacho y de la lámpara de mano. Kawamoto dirigió el potente foco de una lámpara de mesa hacia mi silueta, deslumbrándome por completo, lo que me obligó a taparme el rostro con la mano para protegerme de la potente luminosidad. El Comandante se levantó de golpe, y, con una energía inhabitual en una persona de su edad, se dedicó a dar vueltas alrededor de mi cuerpo, estudiando mi anatomía y deshaciéndose en elogios, al parecer, según traducción de su servil intérprete. Parecía un criador de sementales inspeccionando un brioso ejemplar de purasangre antes de proceder a su compra.

El Comandante Kawamoto opina que tiene usted un hermoso cuerpo, a pesar de pertenecer a la inferior raza anglosajona. Y, por ello, le ofrece la posibilidad de liberarle de las duras tareas a que se dedica actualmente, a cambio de proporcionar compañía y esparcimiento a nuestros heroicos oficiales.

Yo le había entendido perfectamente, pues su acento americano, que parecía salido de Harvard, era impecable, pero no podía, y no quería, creer en lo que estaba escuchando salir de sus labios. Su aspecto sereno y relajado, que contrastaba con la nerviosa actitud del Comandante, no dejaba lugar a dudas. Querían que me prostituyera para ellos.

Esa no es la expresión correcta – me explicó el médico militar, bajo la atenta mirada inquisitiva del comandante – En Japón somos muy cuidadosos con el lenguaje, para evitar caer en desgraciados malentendidos, como ocurre en su idioma. Lo que nosotros le pedimos más bien es que interiorice el papel de geisha para nuestro glorioso ejército.

¿De geisha? ¿Se ha vuelto usted loco? – casi grité, alejándome del foco de luz y dividiendo mi atención entre la expectante curiosidad del responsable último de aquel infierno y la tranquila indiferencia que mostraba aquel diabólico matasanos.

Bueno, oficial Stewart, no nos referimos a una geisha literal, pues como es evidente usted nunca podría competir con ninguna de esas criaturas celestiales. No, más bien hablamos de una cierta actitud de entrega y complacencia con el vencedor de esta guerra.

Eso ni lo sueñe. Prefiero morir decapitado y que utilicen mi cabeza para jugar al cricket antes que pasar por ese escarnio y esa indignidad. Simplemente mi moralidad no me lo permite, señor Yoshimori. Recuerde que soy cristiano, como lo fue usted en otro tiempo, según confesión propia.

El Comandante parecía impaciente por obtener una respuesta. Dirigió un rudo sermón a su intérprete, con mucho aspaviento incluido y un desagradable timbre gutural en la voz.

El Comandante Kawamoto quiere insistir en que sería tan sólo una situación temporal, mientras se recluta a mujeres de la zona para estos menesteres. Parece ser que ha habido una epidemia de cólera y quedan pocas mujeres disponibles en las cercanías, y las prostitutas de Rangún están demasiado concentradas con el alto mando japonés en la capital como para desplazarse a esta rústica zona.

Lo siento, pero no actuaré de ramera para sus oficiales. Soy un hombre británico, y prefiero morir de inanición y malos tratos antes que profanar mi santuario interior, como dicen las Escrituras. Usted debería conocer eso, señor Yoshimori. ¿Hace mucho que no lee la Biblia, por un casual?.

Soy yo quien hace las preguntas aquí – respondió en tono cortante, imitando el desabrido estilo verbal de su superior – y recuerde que no está en posición de elegir en estos momentos. Tiene usted 24 horas para pensarse una respuesta. Y recuerde que la seguridad y la protección de sus compañeros depende de usted.

¿A que se refiere con eso? ¿Es una amenaza?

Tómelo como quiera, señor Stewart. Mañana a estas mismas horas pasarán a recogerle dos soldados, que le conducirán a la presencia de nuestro Comandante. Medite su decisión cuidadosamente. Es un consejo de amigo.

Una enigmática sonrisa iluminó su rostro, mostrando por primera vez la radiante luminosidad que escondían sus nobles rasgos. La pétrea cara de Kawamoto, que nos miraba impertérrito desde el otro lado de su mesa, con los puños clavados en ella en posición de firmeza, rugió alguna maldición local antes de ordenarme salir de la estancia con un simple gesto imperativo.

Piénselo bien, oficial de vuelo Stewart – recibí por todo comentario, no exento de cierta sorna por su parte al aludir a un rango militar que ya no tenía ningún sentido en mi actual estado de indefensión.

No hay nada que pensar. Buenas noches, caballeros – fue mi respuesta inmediata. Era sincero al decir esto, y al utilizar el educado formalismo al que mi educación británica me obligaba, por encima de la repugnante opinión que me merecían aquellos degenerados. En tiempos de guerra, había oído en reiteradas ocasiones, todo está permitido. Bueno, pues todo no. Esto era demasiado para cualquier estómago occidental y civilizado como el mío.

Fui conducido de vuelta a los mugrientos barracones, donde cientos de hombres caían rendidos al sueño después de una maratoniana jornada de trabajo. Eso si el hambre y las enfermedades transmitidas por los innumerables insectos, verdaderos amos de aquel infecto lugar, les permitían conciliar el sueño. Conmovido en lo más profundo por tan insólita propuesta e imposibilitado de poder dormir por la preocupación y los nervios, me acerqué hasta la colchoneta donde parecía entregarse al sueño el Teniente de Vuelo Taylor-Young, quien, por su cálida amabilidad y sabios consejos me pareció la persona idónea para exponerle mis cuitas. Le desperté con un simple toque en su hombro desnudo. Era de los pocos prisioneros que conservaba aún su potente musculatura anterior, a pesar de la dieta de hambre que recibíamos. El decía que suplía la falta de alimento físico con alimento mental, y que se imaginaba comiendo un suculento bistec con patatas. Al cabo de cinco minutos paladeando su imaginario filete y regodeándose con la textura y el olor de los guisantes y las patatas que incluía la guarnición, decía sentirse tan satisfecho y lleno como si lo hubiera ingerido de verdad. Lo llamaba su "menú de tiempos de guerra", y parecía efectivo, porque era el único prisionero que aún no había perdido peso ni energía en una situación tan extrema para el cuerpo como aquella.

Teniente Taylor, despierte, por favor. Tengo una cuestión importante que someter a su consideración- le susurré casi al oído, intentando imitar el acento de las clases altas a las que pensé que estaría acostumbrado.

Phil se desperezó con cierta rudeza. La dura vida del campo le había hecho aparcar para mejor ocasión sus encomiables modales de clase alta británica, y ahora se comportaba en casi cada hora como el hijo de un estibador de los muelles de Liverpool. Pero en esa mezcla de personalidades residía el mayor de sus encantos. Su tupido cabello moreno y sus ojos verdes le concedían una apariencia ciertamente vistosa, que le había convertido en centro de atención de las miradas femeninas, y en la verdadera alma de las reuniones mundanas de Mayfair y Belgravia a las que solía acudir en los ya lejanos tiempos de paz en nuestra patria.

¿Qué le sucede, oficial Stewart? ¿Han liberado el campo nuestros compañeros de armas o algo así?

No, no es eso

Entonces no debe ser tan importante. Váyase a dormir, muchacho, que mañana nos espera un día de mucho trabajo, y necesitará estar descansado si lo que pretende es sobrevivir en este infierno.

Es que necesito consultarle algo. Es muy urgente.

Mi superior me dirigió una mirada llena de curiosidad y extrañeza. Se incorporó de medio cuerpo y se sentó en el duro camastro, restregándose los ojos al mismo tiempo. Me tomé la libertad de sentarme a su lado, y le expliqué punto por punto todo lo que me habían dicho mis interlocutores nipones. Cuando concluí el detallado relato, aquel hombre, a quien yo juzgaba poseedor de un punto de vista más elevado que el resto de mis compañeros, por su noble origen y su innegable caballerosidad y simpatía, ajenas por completo a la pedante ampulosidad clasista de muchos otros mandos, me sorprendió al pasarme la mano por los hombros, antes de que su oráculo infalible respondiera a mis desvelos de modo inapelable:

Bien… y supongo que finalmente aceptará la propuesta, tras haber ofrecido previamente una posición digna de un oficial británico, como era deseable.

Me separé de él y le miré de frente escandalizado. El no se inmutó, y parecía estar convencido de sus palabras. No podía ser cierto. Yo buscaba una palabra de consuelo, un encendido elogio por su parte a mi superioridad moral, y una firme defensa de los valores cristianos y occidentales que argumentaban mi frontal oposición a tan abyecta propuesta.

Por supuesto que no lo haré, Teniente. ¿Qué insinúa, que un ciudadano británico debe revolcarse en el fango corrupto de esos sodomitas orientales, profanando su templo y mezclándose en turbia coyunda con los peores elementos de la raza amarilla? Eso no puede ser cierto, señor. Haré como que no he escuchado nada de eso.

Haga lo que crea conveniente, Stewart. Y ahora déjeme dormir. Pero si quiere un consejo de un superior, acepte la propuesta. Usted conseguiría salir momentáneamente de este infierno, e incluso podría obtener cierta influencia entre esos desalmados, y ayudarnos de algún modo a sus compañeros de infortunio. Piénselo de este modo.

¿Me está pidiendo que actúe como la reina Esther con su pueblo hebreo y me lance al lecho de ese Jerjes de pacotilla? Debe usted estar enfermo, Teniente. Tal vez esté en las primeras etapas del cólera o la disentería.

Escuche, Stewart. Sea práctico. A veces en la vida hay que tomar decisiones difíciles, y créame que lo siento mucho por usted, después de todo lo que ha pasado en estos últimos meses. Pero no está en posición de elegir. Esos sucios japoneses le han elegido para ese papel, y no respetarán su decisión. Debería ir pensando en el desagradable momento en que se quede a solas con alguno de esos desalmados, y rezar para que no sufra demasiado la primera vez. Es todo lo que le puedo aconsejar.

¿¡La primera vez!? No había pensado en ello…¿Es tan doloroso como dice?

Bueno, yo nunca he sufrido ese tratamiento, no puedo saberlo – bromeó el teniente, pasando su fuerte mano por mi hombro y nuca – pero según he oído es realmente traumático y desagradable para un varón ser desflorado de manera tan cruel e inhumana a manos de otro semejante.

Todo mi cuerpo se revolvió en un involuntario espasmo. Imaginé a una legión de pequeños nipones con la bandera de guerra en la mano introduciendo sus perversos miembros en el interior de mi inmaculado conducto anal, y a ese desviado Comandante de voz tonante dirigiendo el espectáculo, con el siniestro doctor Yoshimori a su lado, sonriendo impúdicamente con una jeringuilla en la mano, dispuesta para tranquilizarme artificialmente en caso de que perdiera los nervios durante la masiva violación nocturna.

No debe asustarse tanto, oficial Stewart. Un piloto de Su Majestad debe mantener la compostura en todo momento, incluso en una situación tan inconveniente como esa. Ponga en práctica la tradicional flema británica, piense en el rey Jorge y en la princesa Isabel y tararee mentalmente "Los blancos acantilados de Dover" mientras esos vándalos profanan su cuerpo, pero se ven impotentes de forzar su alma sajona.

Gracias por el consejo, Teniente Taylor, pero creo que ni aunque me concentrara en la caída de ojos de Vivien Leigh podría superar una prueba del destino tan impropia y execrable. Estoy literalmente acongojado.

Taylor se rió con ganas de mi ocurrencia, aunque yo no le veía ninguna gracia a la situación. Como no era él el que debía pasar por el lecho del Comandante y sus oficiales, podía permitirse el lujo de hacerse el gracioso. De pronto me abrazó contra sí en una inusual demostración de afecto, nada británica, desde luego, y poco conveniente desde un punto de vista moral, y me retó con su irónica mirada a superar el desafío que proponía.

Se me ocurre una cosa, Stewart. Engañemos a los japoneses, y demostremos que el tradicional ingenio británico es capaz de brillar incluso en los momentos más oscuros de nuestras viles existencias.

¿Engañarles? No veo cómo, señor.

Muy fácil. Adelantándonos a ellos. Yo, como superior suyo, estoy dispuesto a sacrificar mi hombría por una causa noble, y evitarle de paso el terrible sufrimiento que conocería en caso de caer en manos de esas bestias salvajes sin la preparación y los rudimentos necesarios para triunfar en su empeño.

¿Qué quiere decir, señor, con sacrificar su hombría? – yo no entendía nada de lo que aquel apuesto aviador intentaba explicarme, de manera tan sutil como efectiva, muy inglesa, en definitiva.

Me refiero a esto – y agarró con fuerza mi mano, y la condujo muy despacio hasta el bulto que formaban los genitales en su desgastado pantalón de campaña. Sentí un escalofrío cuando mi mano, acostumbrada al duro trabajo con el pico y la azada, acarició la delicada piel de aquel falo en estado de reposo, que, animado por el movimiento de rotación ascendente que apliqué, guiada dulcemente por la suya propia, se hizo adulto ante mis asombrados ojos, obligándome a abrir el ángulo de agarre hasta el infinito.

Me temo que esto es un acto inmoral, y francamente impropio entre dos oficiales británicos – protesté yo, con la ingenuidad de mis veintipocos años, y mi casi absoluta inexperiencia sexual a cuestas.

Estamos en guerra contra un enemigo muy poderoso, recuerde – argumentó el Teniente Taylor – hay que utilizar todas las armas a nuestra disposición.

Pues su "arma" es realmente poderosa, si me permite un elogioso comentario al respecto – bromeé intentando quitar tensión al asunto. En realidad me sentía ridículo y asustado - ¿no le da miedo que nos vea alguien manipulando su pene de esta manera, teniente?

Hace tiempo que perdí el miedo a los demás, y menos aún a los comentarios de unos miserables prisioneros de guerra como nosotros. Y creo que fue el infausto día en que me destinaron a este sucio agujero perdido en la selva. De todas maneras respetaré en lo posible su dignidad. Los japos no harán eso en cambio, téngalo en cuenta. Procurarán humillarle, pero habrán llegado tarde para ofrendar al Emperador su intachable virginidad. Y ahora, por favor, le ruego que siga mis ordenanzas al pie de la letra. Seré silencioso, se lo prometo. Todo está tranquilo esta noche, nadie notará nada, se lo aseguro. Introdúzcase en el interior de la manta, y dése la vuelta.

Seguí sus instrucciones al pie de la letra, y me bajé con desgana y oculto resentimiento los pantalones y el sucio calzón, hasta liberar mi compacto trasero de sus vestiduras terrenales. Me avergoncé de un comportamiento tan lamentable, pero necesario, en palabras del Teniente. Era un mal menor, en previsión del mayor, que no tardaría mucho en llegar. En realidad, debía estar agradecido al Teniente Taylor, que tan desinteresadamente se ofrecía voluntario a cumplir con tan detestable labor. Sin duda debía estar sufriendo parecido calvario interior al que me asaltaba a mí en esos momentos, aunque, en aras de mantener una fachada de normalidad aparente, su exterior no demostrara en absoluto el impacto que tan degradante actividad le exigía. El teniente se tumbó encima mío, tapados por completo con la manta, y pegó su cuerpo contra el mío, como dos animales en celo. Al menos, me dije, podía cerrar los ojos y abstraerme durante todo el proceso de inevitable intercambio de fluidos, concentrado en rezar mis oraciones de niño y en recordar el sedoso tacto del cabello, color caoba, decía, de mi adorada Eunice.

Su abultada verga, apuntando contra mi indefenso ano, era en lo único en que podía meditar, y sus tímidos esfuerzos por introducirla no parecían conducir a tan deseado fin, pues por mucho que su prepucio empujara en dirección al Olimpo, las puertas del paraíso no terminaban de abrirse a su presencia.

Relájese, muchacho. Y tóquese, sobre todo, tóquese mucho. No le dolerá si lo hace.

Ante mi renuente negativa a cumplir lo aconsejado, él mismo dirigió mi mano hacia mi pene, para descubrir estupefacto que él también había cobrado vida de repente, y que de algún modo pecaminoso que yo ignoraba, el contacto de su mano sobre la mía, y de la mía en mi miembro, me provocaba oleadas de excitación intensas. Incapaz de contener mi exaltado estado, procedí a masturbarme con una mano, mientras sentía el duro contacto de su aparato reproductor contra mi invencible ano. Colocó su recia mano tapando mi boca, en lo que pensé sería parte de un sensual juego de iniciación, pero que era tan sólo el preámbulo de una espectacular ofensiva terrestre contra mi integridad física y moral.

Escúcheme bien, oficial Stewart. Piense en Inglaterra, y no tenga miedo. Libere su espíritu, y será bendecido por los dioses.

Esa pagana referencia a unos supuestos dioses me pareció totalmente inapropiada, pero no me quedó tiempo para meditarlo, pues de una salvaje embestida me introdujo el pene a sangre y fuego en el interior de mi recto. El grito de dolor habría despertado a todos los prisioneros del campo, si su enorme mano no tuviera bloqueada mi boca, y no hubiera levantado mi cabeza hacia atrás para impedir que de mi garganta surgiera sonido audible alguno. Pensé después que lo peor había pasado ya, pero el terrible dolor no parecía desaparecer. Ahora se movió muy despacio y reacomodó su posición para que su falo avanzara en mi interior sin obstáculos. Parecíamos dos tortugas copulando, pues la mínima velocidad que imprimía a sus movimientos, y mi falta de estímulo ante sus escasos avances parecían haber dejado en tablas la partida a mitad de una jugada clave. Pero, al fin, cuando creyó conveniente y oportuno, reanudó un rápido movimiento, con sus fuertes brazos rodeando mi asaltado cuerpo, en una espiral de empellones de su miembro, que parecía querer ensartarse furioso en mis intestinos, sin llegar a conseguirlo. Asi que en esto consistía el jueguecito. Conforme apretaba y luego separaba su cuerpo del mío, empecé a descubrir algunas inusuales sensaciones que nunca podría olvidar durante el resto de mi vida. En primer lugar, el curioso ruido de sus testículos golpeando contra las paredes de mi culo en el silencio de la noche, solo alterado por los quejidos lastimeros de los presos enfermos, y por las toses de caballo tísico de otros desgraciados de aquel purgatorio en la Tierra. Después, el aliento de su entrecortada respiración en mi nuca, y el calor de sus brazos atrapando mi cuerpo y quemando mis músculos al contacto. Y, por último, cuando llegó el momento del clímax final, la húmeda y excitante sensación de fluidez de aquel espeso líquido que goteaba, incluso con su pene aún dentro, y resbalaba por mis muslos y testículos, como un río de lava surgiendo de un volcán apagado.

Cuando separó su cuerpo del mío, y fue a limpiar los restos de semen en su desgastada manta, me di la vuelta desbordado por el cúmulo de sensaciones vividas en tan pocos minutos; el Teniente de Vuelo Taylor me dirigió una maquiavélica mirada, y, sin mediar palabra, me introdujo su empapado pene en mi boca, tal vez consciente de que yo no iba a resistirme a su autoridad, y que mis deseos ahora eran los suyos. Procedí a rebañar con celo, tal como me conminó él en voz baja, su mástil enlefado, lamiendo con fruición las paredes deslizantes y llenando mi boca por primera vez del salado y amargo sabor del semen ajeno. El Teniente, héroe de guerra donde los haya, contuvo la respiración para evitar despertar a nuestros sufridos compañeros. Pero, en un momento dado, mientras yo adecentaba su falo dentro de mi boca, tal como me había sido ordenado, aunque supiera que era un acto ilícito e inmoral entre dos caballeros británicos, y pasaba revista a su descomunal miembro, sentí como un ligero temblor en ese tronco duro y hercúleo, y, sin previo aviso, una segunda venida inundó mi sorprendida boca, y estuve a punto de atragantarme con tal cantidad de leche acumulada en la garganta. Aquel despliegue de semen en mi interior me supo a gloria, algo parecido, pensé entonces, al maná de los israelitas en el desierto. Mi superior jerárquico, y, sin embargo, esforzado compañero, me había ofrendado gratuitamente lo más sagrado de su noble cuerpo, el divino néctar de la vida. Mucho más tarde comprendí lo ocurrido: encerrado en ese inhóspito matadero, y debido con seguridad a los largos meses de castidad forzosa en ese vertedero inmundo, sin acceso a mujer alguna que pudiera satisfacer su imperiosa libido, el Teniente había encontrado un singular receptáculo de su virilidad extrema en mi virginal agujero y en mi modosa boca, que quedaron inundadas de su prodigiosa leche y me dejaron exhausto y con un extraño sabor salobre en todo mi cuerpo. Tal vez, después de todo, el señor Taylor no se había sacrificado tanto como pensaba yo en mi ingenuidad puritana, y hasta era posible que hubiera disfrutado durante todo el proceso. Lo que sí es seguro es que en ningún momento me hizo sentir sucio o inferior a él en ningún sentido, y que insistió después de su monumental eyaculación en consolar mi dolorido cuerpo con el masculino abrazo de su piel, yaciendo juntos durante media hora, en tierna comunión de espíritus, antes de abandonar su refugio y dejarle reposar su bien ganado descanso en brazos de Morfeo, para regresar, todavía incrédulo, a mi jergón de paja, donde desperté horas después, dispuesto a enfrentarme con ansias renovadas al día más trascendental de mi vida.

(Continuará)