Infiel (memorias de un depredador iv)
La dueña de una tienda puso sus ojos en mí, y yo correspondí con... halagos.
Las miradas lo dicen todo. Sólo hay que saber interpretarlas, y debo reconocer que éste no es un trabajo sencillo.
Había ido a una perfumería para comprar un regalo. Es una de esas tiendas que se niegan a reconocer el paso de los años, con techo bajo y vigas de madera, olor a productos de limpieza y fluorescentes blancos. Cuando llegué, había una pareja de abuelos hablando con la dueña, mientras la dependienta trajinaba colocando productos en los estantes de madera. Tuve así unos minutos para examinar a las dos.
La dueña rondaba la cuarentena. Pelo rubio teñido, maquillada lo justo para resaltar el color azul de sus ojos y la piel morena. Alrededor de los ojos había unas pequeñas arrugas, y la piel del cuello no estaba tan tersa como debió estarlo hacía unos años. El pecho, generoso, mostraba un par de lunares muy sugerentes, y debajo de la blusa negra se intuían unos pezones erguidos, sin duda por el fresco que hacía en el interior de la tienda.
La dependienta era joven, dieciocho o veinte años, con el pelo moreno recogido en una coleta que permitía ver su cuello esbelto y su piel perfecta. El guardapolvo que llevaba no dejaba imaginar las curvas que debían esconderse debajo, pero las piernas que sí enseñaba estaban bien torneadas. En uno de los momentos en los que se agachó para recoger botellas de lejía, pude ver, por fín, lo que me había negado: un vado poco profundo entre sus pequeños pechos, que no llegaban a ajustarse del todo a las copas de un sujetador verde.
Mientras hacía mi repaso interior a la dependienta, percibí las miradas que me dirigía la dueña. Habían pasado de la mera curiosidad a la evaluación en toda regla. Despachó a los clientes tras un par de comentarios, que evidenciaron sus ganas de hablar ya conmigo. Siguió con la mirada a los clientes hasta que salieron por la puerta y luego, coqueta, giró el cuerpo hacia mí. Sus pezones me apuntaron.
-¿Qué puedo hacer por ti?-. Me gustó su sonrisa, pícara. Sus manos cruzadas me dejaron ver un anillo. Casada y dispuesta a ser infiel.
-Busco un regalo, mejorando lo presente-. Una frase tópica y ridícula, pero intentad probarla. Da unos resultados increíbles. La mujer agradeció el piropo con un gesto suave de la cabeza. Después de una charla insustancial sobre colonias, la dueña le dijo a la dependienta que se quedara al cargo de la tienda, que ella iba a tomarse un café con “el señor”. Tengo que decir que lo de señor me viene grande, aunque tenga que vestir de traje por cuestiones de trabajo.
Salimos de la tienda. Ella me guió unas calles más allá, hasta el portal de su casa. Me había devorado a gusto con la mirada en la tienda, y yo había puesto la primera piedra con mis piropos. A estas alturas, debía estar ansiando que le metiera la mano debajo de la falda. Abrió el portal y me invitó a pasar. No hablábamos, ella sabía lo que quería pero no sabía cómo iniciarlo. Entramos en el ascensor y ella pulsó el quinto. Tiempo suficiente. Nada más cerrarse las puertas, la cogí por el mentón y empecé a besarle los labios, mientras cogía con la derecha su monte de venus, arropado con la falda. Ella gimió y ví que sus pezones se henchían aún más. Solté su cara y apreté uno de ellos. La dueña me miraba, lúbrica, dejándose hacer. Acarició la entrepierna de mi pantalón.
-Me dejaría follar aquí mismo.- Sonreí.
-En el ascensor sólo dejaría que me la chuparas- beso húmedo,- yo necesito mi tiempo. Se estremeció entre mis brazos. Las puertas se abrieron y me llevó a su casa. Una casa de marido y mujer: alfombra en el pasillo, retratos de familiares y de una niña de unos diez años (su hija, supuse), periódicos viejos apilados junto a la puerta, en espera de reciclado, y una cocina funcional, de formica blanca.
-¿Un café?- ofreció, agachándose para coger la cafetera. La tela de la falda se tensó sobre su trasero. Sabía lo que hacía, aunque yo pensaba que estábamos lo suficientemente calientes como para follar sin más dilaciones. Entré al juego.
-Con leche, caliente, por favor-. Me senté en una de las sillas, observando cómo ella preparaba el café. En algún momento estuve tentado de levantarme y arrancar su ropa, tirármela en el suelo de la cocina mientras el café subía. O levantar su falda negra y apartar su ropa interior para abrasarla con mi polla, (¿sería de bragas o de tanga?), mientras ella me miraba a los ojos suplicando un poco de tiempo. En fín. Me estaba poniendo burro sólo de pensar en el polvo que íbamos a echar.
Por fin se dio la vuelta con dos tazas en la mano. Puso una delante de mí y dio un sorbo a la otra. –Me parece que lo quiero con leche- creó que murmuró. Dejó su taza sobre la repisa de formica blanca y se remangó la falda. Me quedé boquiabierto. Ni bragas ni tanga. La dueña era una cazadora como yo. Tenía una vulva de labios grandes, con el clítoris hinchado perfectamente a la vista, deliciosamente húmedo. Sobre el conejito, un triángulo de vello recortado señalaba el centro de los placeres. Se recreó enseñándome esa parte de su cuerpo de la que, sin duda, estaba orgullosa. Se acercó a mí, soltando un botón de la blusa. El sujetador asomó, inmaculado, y sus pecas llamaron mi atención sobre el escote de la mujer madura que se ofrecía como un regalo. Nos besamos. Acaricié el vello como si fuera el lomo de un perro, notando la caliente humedad que desprendía. Ella cogió mi polla sobre los pantalones, masajeando suavemente arriba y abajo. Sabía lo que se hacía.
-Quiero tu leche para mi café-. Ahora sí lo entendí bien. Me dejé hacer. Dejé que bajara los pantalones y restregara su cara contra la tela de mis calzoncillos. Abría los ojos, encantada con el tamaño. Por último, sacó la carne dura, mirando al ojo encendido que la observaba. Muy de cerca. Besó el capullo enrojecido, febril, mientras yo acariciaba su pelo. Lamió la longitud de mi rabo, pellizcando los huevos de cuando en cuando. La hijaputa lo hacía muy bien. Me estaba provocando, quería que la cogiera del pelo y me follara su boca. Pero yo quería tiempo. Quería que fuera ella la que me suplicara. Que se abriera de piernas delante de mí y gimiera. Que se corriera antes de metérsela. De vez en cuando murmuraba algo que no entendía, gemía y ronroneaba. Me quité la corbata y la camisa. Acabé de bajarme los pantalones. La agarré del pelo, sacando la polla de su boca. Pareció desencantada.
-Quítame los zapatos y los pantalones- ordené. Hizo un amago de continuar la mamada, pero tiré de ella con fuerza. Gritó. Luego me descalzó y tiró de los pantalones y los calzoncillos con suavidad. Estaba desnudo delante de la arrodillada dueña, que cruzaba las manos inquietas delante de su sexo. Miraba al suelo, sumisa. Comprendía el juego.
-Quítate la blusa- continué dando órdenes, aunque me moría por embestirla contra la pared. Ella obedeció, entrando completamente en el juego. Me miró con ojos lascivos, soltando uno a uno los botones de la prenda. El sujetador blanco, cómodo, no podía esconder la erección de sus pezones. Subía y bajaba el pecho, al ritmo de la respiración casi jadeante. Estaba tan caliente como yo. Ví su estómago, ya algo fláccido, y su ombligo. Dejó caer la blusa por los hombros, esperando más órdenes.
Me puse en pie. Caminé detrás de ella, admirando el culo que me ofrecía. Acaricié sus nalgas insinuando un dedo entre ellas. Separó las piernas, dejándome espacio para maniobrar. Rocé su ano, también húmedo por los jugos de su coño. Acerqué mi boca a su oreja. -¿También lo quieres por aquí, puta?- dije, insertando la punta del dedo en su ano. Aguantó mi inspección con un gemido quedo, abriendo un poco más las piernas. Asentí, aunque ella no me viera. Mi polla rozaba sus nalgas. Fantaseé con la sumisión que mostraba. ¿Me dejaría hacer todo lo que yo quisiera? Siempre había unos límites...
Solté el sujetador. Resbaló por sus hombros, enganchándose a la altura de las sangrías de los codos, porque ella seguía con las manos cruzadas sobre el sexo. Besé su cuello, provocando una mayor reacción de sus pezones. Tenía unas tetas grandes, pesadas, de aureolas claras y pezones rosados. Ya estaba casi desnuda. La sujeté de las manos cruzadas y la llevé al salón. Me senté en el sillón (supongo que sería el lugar preferido de su marido), dejándola delante de mí, con las manos cruzadas, el sujetador colgado y la falda remangada. Y empecé a hacerme una paja. Sus ojos se abrieron, su lengua mojó los labios. Su coño chorreó.
-¿Te gusta lo que ves?- pregunté. Asintió con la cabeza. –Quítatelo todo-. Obedeció con demasiada rapidez para mi gusto. Quería tiempo, quería que se luciera delante de mí, no que arrancara el sujetador y se bajara la falda, tirándola a un rincón. Se quedó allí, en su papel de mujer sumisa, esperando que expresara mis deseos. Sus manos se retorcían.
-Ven aquí- ordené, apuntando con la mano. –De rodillas-. La cogí del cuello mientras seguía pajeándome. Acerqué su cara al miembro, sus ojos pedían que la dejara metérsela en la boca, pero yo no cedía. La mantenía allí, a escasos centímetros del objeto de su deseo. Ahora sí la tenía donde quería. -¿Quieres chupar?
-Sí-. Más que una contestación, fue un jadeo articulado. Me puso a mil. Tenía la polla gorda como nunca, las venas recorrían el miembro bombeando toda la sangre que podían. Acerqué su boca al capullo. Ella sacó la lengua, lamiendo la zona más erógena de mi cuerpo: el frenillo. Cerré los ojos, encantado, dejando que ella siguiera lamiendo esa zona, subiendo y bajando la mano a un ritmo lento y acompasado. Intuía que ella también se estaba masturbando. El cloqueo de sus humedades me llegaba perfectamente. Con un pie aparté su mano pecadora del conejo. No quería que ella se corriera antes de tiempo. Protestó tímidamente, pero quitó la mano de allí.
Abrí los ojos para ver cómo aquella mujer madura, en plena explosión sexual, jadeaba lamiendo mi rabo, con el pelo tenso, tratando de acercarse y engullir el miembro que se le negaba, tan lejos y tan cerca de él como la distancia que podía extender su lengua. Sujeté la base del miembro con la zurda, dejándolo erguido, y firmemente, acerqué su boca a él, dejando ahora que lo metiera entero en su boca. Primero el capullo, luego el cuerpo, y más, y más. Iba a descubrir el límite de su garganta, y ella parecía encantada con el reto. Noté cómo deslizaba la lengua por debajo de la verga, dejando más espacio en la boca para seguir tragando. Toqué con la punta el fondo de su garganta, y ella siguió empujando. Sus ojos comenzaron a lagrimear, pero no paraba, hasta que su nariz topó con mi vientre. Increíble. Aquella era la primera mujer que me comía la polla hasta el fondo. Duró unos tres segundos allí, babeando y moviendo la cabeza a los lados, como un perro disputando un hueso, y después la sacó con premura. Una arcada llegó desde lo más hondo de su garganta, tosió y me miró con los ojos húmedos, desafiante y orgullosa. El rímel se había corrido, dejándole una profunda sombra como si de ojeras se trataran. Arrebatadora, tomando aire, subiendo y bajando el pecho. Quería correrme allí dentro, tan profundo que había notado su campanilla en mi verga. Una mamadora nata.
Retomó la felación, más despacio, lamiendo de arriba abajo, demorándose allí donde interpretaba mi placer. Su mano pecadora volvió a masturbarse, y esta vez la dejé hacer. Se lo había ganado, y no creo que quedará satisfecha con un simple dedo, teniendo un buen falo delante para colmarla. Su otra mano la llevó al pecho, apretando su pesado volumen, dejando libre el pezón inflamado. Mis dedos acudieron en su auxilio, pellizcando, acariciando, adorando. Ella gemía, sus embestidas cada vez más rápidas. Estaba a punto de correrme, así que la frené. Saqué la polla de la boca, metiendo dos dedos dentro de la misma. Me levanté del sofá y la obligué a apoyar sus brazos en el asiento caliente. Su postura, con las rodillas apoyadas en el suelo, me permitía ver el centro de sus placeres, el clítoris enrojecido, febril y húmedo, y su ano, expuesto a las aventuras de mis dedos. Acaricié sus nalgas, le abrí la raja. Mis manos pasaban lentamente desde el monte de venus hasta más allá de su culo. Abandonada al mero placer, sacudía la cabeza a cada pasada de mi mano. Palmeé las nalgas, que se enrojecieron al instante. Luego abrí su culo hasta el límite y me acerqué lentamente al ano. Pasé la lengua suavemente. Sabía a coño. Ella dio un respingo hacia delante. La sujeté bien y comencé a lamer en serio. Pasaba la lengua como antes había pasado la mano, de adelante a atrás y vuelta a empezar. Sus gemidos se habían transformado en gritos reprimidos. Comenzó a articular frases, “¡Fóllame, cabrón!, ¡Qué gusto!”. Con la boca en su conejo, dejé que las nalgas se cerraran, aprisionándome en una celda de carne. Gritó.
-Métemela, por favor-. Se mordía el labio mientras hacía su petición. Yo estaba dispuesto a satisfacerla. Me coloqué detrás de ella, apuntando con mi flecha a la diana que me ofrecía. Antes de penetrarla, rocé su clítoris con la polla. Se volvió loca. Pasé un par de veces así, y a la tercera, la embestí con fuerza, entrando en su santuario como un invasor grosero. Mordió la tela del sofá para ahogar un grito. Me la follaba con toda la fuerza que me quedaba, y aún así, ella acompañaba mi ritmo para enterrarme en su interior. Igual que antes había rozado su campanilla, ahora tenía la sensación de llegar hasta su útero. Mis huevos golpeaban su carne. Me agarraba a sus caderas para apretar más. Ella puso una mano en mi cadera, al principio como tope, después, para clavar sus uñas. Aproveché para masajear su ano. Le metí un dedo, suave, delicado, en contrapunto con la violación salvaje de su coño. Ella volvió la cara y me miró. Estaba extasiada, y eso me puso todavía más caliente. Aprobaba la inspección anal, asi que continué, dilatándolo un poco más.
-Te la voy a meter por el culo-. Había llegado un punto en que era entonces o nunca. O paraba para follarme su culo, o me corría en su interior. Aproveché el momento para frenar el movimiento de sus caderas. Creí que se iba a negar, y yo respetaría el límite impuesto. Una cosa es el juego, y otra, la imposición.
-Haz lo que quieras conmigo. Fóllame el culo, córrete en mi boca, o en mis tetas, soy tuya-. Hablaba entre gemidos, disfrutando de cada una de las fantasías que proponía. No sabía cuándo o dónde llegaría al clímax, pero estaba concienciado para que ella llegara antes que yo. Saqué la verga de su conejo, dejando que resbalara hacia arriba. Noté la entrada trasera y empujé un poco, suave. Debajo de mí, ella acomodó la postura para permitirme una entrada franca. La penetré despacio, disfrutando de su largo gemido de placer. A mitad del camino, ella empezó a menearse, apretando los músculos del ano alrededor de la polla que la invadía. Me gustó. Imprimí mi ritmo, lento, cadencioso, entrando un poquito más cada vez. El falo que la follaba no tenía el mismo grosor de los dedos invasores, pero ya ella no parecía notar otra cosa que puro placer. En una embestida un poco más brusca, se alzó sobre las manos, aullando. Aproveché para echarle mano a las tetas, que tan abandonadas las tenía. Pellizqué los pezones y ella estalló. Gimió “¡oh, oh, oh!” y apretó los músculos. Ví y sentí su orgasmo, desde la extensión del cuello hasta los temblores de los dedos de lo pies. Yo seguí empujando, hasta que me suplicó que parara. Totalmente empalmado, saqué el miembro de su dilatado culo. La madurita se tomó un breve respiro, sonriendo, colmada, asiendo la carne que todavía necesitaba explotar.
-No te preocupes- dijo,- no te voy a dejar así. Sobre todo, después de los servicios prestados-. Se agachó para besarme la punta del capullo. Ensalivó toda la longitud de mi polla, y aprovechando el sudor de su cuerpo, colocó mi rabo entre sus tetas, comenzando a hacerme una buena cubana. Sus lunares su juntaban, cerrando el canal por el que el miembro se escondía y asomaba. Cuando su cuerpo bajaba, lamía la cabeza del capullo, disfrutando con el placer que me ofrecía. Paró cuando notó las primeras sacudidas que preceden al orgasmo, dejándome por un instante en suspenso. Inmediatamente, se metió la polla en la boca y con el dedo índice, exploró mi ano, con la misma delicadeza con la que yo había tocado el suyo. El orgasmo fue inmediato, con una intensidad que pocas veces había experimentado. Mis jugos llenaron su boca, rebosando por las comisuras de los labios cerrados, durante unos segundo extraordinarios. Lentamente, el clímax pasó, dejándome abandonado y exhausto. Ella se puso en pie, y sin decirme nada, se dirigió a la cocina. La ví verter el contenido de su boca en el café que todavía humeaba. No había mentido. Quería mi leche para su café.