Infecciosa vecina

¿Habéis oído hablar de la gripe H? ¿Y de la gripe F? Unos cuantos desearían que hubiera una epidemia de esto...

Siempre he tenido la costumbre de sestear profundamente después de comer. Dedicarme a mi trabajo desde la más oscura de las mañanas me dejaba para el arrastre y me obligaba a recuperar energías. Pero nunca llegaba a caer en un profundo sueño pues hoy, como cualquier otro día, mi joven vecina Sofía atravesó el umbral de la habitación. Era la rutina habitual: Yo, medio adormilada por la siesta de después de comer y Sofía, aburrida, que, tras haber caminado los cuatro pasos que separaban nuestras puertas, entró en mi casa, en mi pasillo y, finalmente, en mi habitación sin ninguna ceremonia, sólo para entretenerse ella y mantenerme despierta yo, a la espera de que tuviéramos algún mejor plan para pasar la tarde antes de irnos a dormir.

Siempre fraternal, ya habíamos compartido películas, series, charlas, novelas y algún que otro desastroso episodio en la cocina.

Así había sido nuestra nada rutinaria rutina desde que tengo memoria.

Y, sin embargo, hoy algo había cambiado.

Su sonrisa era la habitual. Con su típico desparpajo, hacía suyo el espacio a su alrededor y se abría paso entre mi desorden como una experta exploradora de la jungla de mi ropa tirada por toda mi habitación. No cambió en nada su desmadrada y burlona forma de tirarse en la cama a mi lado, al tiempo que relataba con entusiasmo todos esos chismes y rumores que hacían de nuestro entorno, algo más interesante.

¿Era su ropa? No. Como siempre, llevaba su uniforme arrugado pero sin ninguna tacha evidente.

¿Era su discurso? Tampoco. Yo estaba tan desconcentrada, que ni me di cuenta de que su relato era lo que menos me interesaba en esos momentos.

¿Quizá su forma de acercarse a mí? Ya había sufrido sus movimientos de lucha libre decenas de veces, por lo que su cercanía, tan cálida como amable, era refrescante en comparación con su habitual agresividad.

¿Sus caricias maternales, tal vez? Nada extraño en ellas, puesto que a ojos de Sofía yo sólo era un gato perezoso a estas horas del día.

¿Su olor?

Sí, había algo extraño en el aroma que exudaba su cuerpo pero mi aletargado sentido del olfato no era capaz de acertar a entender lo que estaba fuera de lugar. Sabía que era importante pero, a la vez, mi conciencia insistió en no atender a tal detalle con tal de volver al mundo de la vigilia.

Nada raro aconteció durante el resto del día: nos dedicamos a ver un poco la televisión, charlamos amigablemente y, finalmente, nuestras obligaciones nos reclamaron en diferentes lugares por lo que nos despedimos como cada día.

Pero ese aroma había cambiado algo entre nosotras y yo aún no había sido capaz de vislumbrar qué.

Al día siguiente, su aroma se intensificó pero ella no cambió.

Al siguiente, el perfume que se había comprado era incapaz de ocultar su verdadero olor.

Al siguiente, se negó a echarse a mi lado, aunque eso no le impidió hacerme una llave que me mantuviera quieta contra el colchón.

Y al siguiente…

...pasé una pequeña eternidad con la mosca detrás de la oreja, teniéndola a ella tan cerca y a la vez tan lejos. Quería ser educada, mantener silencio sobre lo que tanto me incomodaba, porque, aunque no comprendiera ese olor, sabía que era algo importante.

Quizá por eso, preferí no preguntar en el momento y decidí cambiar un poco nuestra tónica habitual: en lugar de esperar que ella acudiera a mi habitación como un toro en una cacharrería a despertarme con un improvisado combate de lucha grecorromana, decidí pasar de sestear por una tarde y acudir a su casa para incomodarla yo a ella para variar.

Tal como Sofía hacía conmigo todos los días, entré en su casa con desparpajo. Atravesé el pasillo mientras practicaba mi gancho de izquierda, con la certeza de que nos acabaríamos peleando como gatas; alcancé su puerta y, sin ninguna ceremonia, la abrí.

Entonces, comprendí qué era, de dónde venía y qué significaba ese poderoso y tan llamativo aroma que ahora desprendía mi bien querida vecina. Era evidente por qué me resultaba tan desconcertante: esa longitud, ese grosor, cada una de las gotas que ahora relucían sobre la superficie de ese enhiesto, duro y brillante falo que tenía entre sus piernas…

También resultaba adorable ese rostro de confusión en Sofía. ¿Cómo iba a esperarse que su vecinita iba a invertir los papeles, precisamente en el momento en el que se la estaba sacudiendo tan alegremente?

—...ya te dije que tenías que vacunarte pero nooooo, tenías que ignorarme...

Y, pausa. Es en momentos como éste en la que una persona decente, no sé, se escandalizaría; se daría la vuelta y huiría; le preguntaría confuso qué era eso que estaba haciendo o, si es más sabio, desde cuándo estaba así.

Pero no. Porque, veréis, quizá me he saltado la parte en la que debería describir el contexto en el que estábamos. Mujeres con miembro masculino u hombres con seno femenino no eran raros últimamente, desde que la gripe F sacudiera al mundo por sorpresa un par de años atrás. Sin ánimo de sonar muy pesada y simplificando mucho, es básicamente: contagio, incubación, catarro, dolor de cabeza, rato de cama, sopitas de pollo, mucha hidratación y, puf, miembro sexual extra de regalo para los restos. Habla tú de secuelas.

Ahora, resultaba que mi vecina Sofía había pasado por esa gripe recientemente. Y visto el chorro blanco que disparó con su nuevo aditamento nada más ver mi cara aparecer por su puerta, parecía que me tenía ganas.

Lo común sería que la dejara limpiando ese pifostio a sus pies, cambiara la cerradura de mi casa y no volviera a verla sin una silla y un látigo de por medio, como quien trata de domar a un león, pero no sería ese día.

—¿Necesitarás ayuda con eso? —pregunté al tiempo que señalaba no el pegajoso líquido a sus pies, bien necesitado de una fregona, sino ese poderoso pene bien necesitado de una mano ajena para calmarse.

Sofía no respondió. Sólo se me quedó mirando, anonadada y confusa, como si no se creyera lo que acababa de oír. No me extrañaba su reacción, por lo que, para forzar un poco más la nota, me quité la chaqueta.

Su cuerpo se tensó.

Me quité la blusa y dejé al aire mi sujetador.

Su pene tembló.

Me di la vuelta y me quité sugerentemente la falda.

No pude ver nada, pero sí que oí la fuerza de su respiración.

Me di la vuelta y di un paso hacia ella, con seguridad y ningún miedo, a sabiendas del respeto que me tenía y del aprecio que yo profesaba por ella.

Continuaba agarrando su falo con fuerza, a sabiendas de que si lo soltaba, lo primero que haría sería saltar sobre mí. Así que, si ella no iba a dar el primer paso, haría lo que tenía planeado incluso antes de entrar a su casa: saltar yo sobre ella.

Aún conmigo sobre sus piernas, apretándome contra su pecho en un cálido y suave abrazo, ella no soltó el pene. Temblaba tanto que parecía que estaba conteniendo a un perro furioso, preparado para arrancarme la cabeza o, en este caso, taladrarme sin piedad.

Me eché hacia atrás mientras me sostenía en su cuello, le mostré mi busto, del que no perdía vista en ningún momento, cogí con suavidad su tensa y temblorosa mano…

...y liberé a la bestia.

Lo siguiente que recuerdo, es que estaba de espaldas sobre su cama, con ella sobre mí, temblorosa como un flan pero, de nuevo, lo bastante tranquila como para evitar hacer algo de lo que luego se arrepentiría. El deseo sacudía su cuerpo. Su voluntad era incapaz de detenerlo y, estaba claro, ni lo pretendía.

—...no quiero hacerte daño... —musitó con sus ojos centrados en mí.

—¿Quieres decir que me quieres encima? —apretó su mano sobre mi desnudo hombro.

«Claro que quiero» parecía decir sin palabras con sus fuertes dedos «pero quiero algo más que eso...» añadía con su pasividad.

—No quiero hacerte daño —repitió, esta vez más segura, incapaz de evitar que sus caderas se movieran hacia mí, ansiosas por asaltarme con todas sus fuerzas.

—Entonces, no me lo harás —la atraje hacia mí y la abracé, para que mi mirada no interrumpiera sus impulsos, impulsos que se manifestaron en un frote contra mi ropa interior. Era agradable, la sentía más allá de la tela de mis bragas. Como cuando me rascaba, sentía el gusto escalar por mi espalda como quien saborea un dulce. Me gustaba esa sensación sutil y a ella también, que me estaba dejando la entrepierna brillante de tantos jugos que perdía. Pero no era suficiente: yo quería más y su cuerpo, inundado en ansias, le exigía más aún.

Por lo tanto, cambié de posición y la dejé debajo de mí. Si no iba a llegar más lejos por su sentido de respeto hacia mí, daría yo el primer paso, por mi respeto hacia ella.

No me detuvo y, medio avergonzada, me dejó hacer mientras mis labios descendían desde su cuello hacia su pecho, para llegar a su pene tras un largo paseo por su vientre embadurnado de ese salado líquido espeso que tan loca me estaba volviendo.

Mi lengua tocó el origen de todo eso y saboreé con placer ese pedazo de carne cuyo poderoso aroma me había forzado a dar semejante paso. Un paso del que no me arrepentí una vez lo metí dentro de mi boca y que ella agradeció cuando sintió la leve presión de mis dientes sobre su glande.

Ante mis ojos sólo tenía una pared de carne y un poco de pelo de aroma indescriptiblemente delicioso. Dentro de mi boca, ese palo palpitante seguía chorreando mientras mis labios y lengua lo recorrían exhaustivos. Mi mano derecha asía la base del miembro y mi izquierda, trabajaba un poco sus partes femeninas. No podía ver nada más, pero yo lo sabía bien: sus manos estaban cerca de mi cabeza, ansiando agarrarme del pelo, sostener mi nuca, cogerme de cualquier forma y mantener mi cabeza quieta para embestir sin piedad. Pero su respeto siguió siendo aún más fuerte que su deseo durante los tres minutos en los que, diligente y atenta, atendí a sus dos sexos con todo el agradecimiento por su respeto, hasta que, incapaz de detener el flujo, dejó escapar un chorro de blanco placer dentro de mi boca, tras poderosos estertores que intentaban detenerlo.

Y lo recibí con una mezcla de desagrado y gusto: bien podría haberme avisado, pero el hecho de que se corriera en mi boca sólo podía querer decir que lo estaba haciendo bien.

Con la boca aún llena de su amargo semen, levanté la cabeza de entre sus piernas y la miré a la cara, una que, avergonzada, evitaba mis ojos; mortificada de placer, por haberlo hecho y por haberlo hecho conmigo de entre todas las personas. Así su rostro con mis manos y la obligué a cruzar su mirada con la mía. Dudó un instante pero, finalmente, osó abrir los ojos.

Entonces, un sucio beso cayó en sus labios, uno cargado de todos esos fluidos que había dejado escapar dentro de mi propia boca; un beso tan perverso como amable. No sólo la respetaba, no sólo la quería, también apreciaba todo lo que su cuerpo implicaba y quería que ella lo supiera.

A pesar de que ya se había corrido dos veces en menos de cinco minutos, seguía estando enhiesta, preparada para otro asalto, uno que mi propio cuerpo ya ansiaba por su parte. Porque, si ella estaba chorreando, yo estaba inundada. Cuando llevé mis manos a mis bragas, antes de sentir el placer de mi piel excitada a través de la tela, escuché el chapoteo líquido de mis dedos allá donde mis otros labios se encontraban. Fuera lo que fuese que metiera ahí dentro ahora mismo, entraría sin ningún problema.

Me levanté, sonriente y tan temblorosa como ella apenas un par de minutos antes, y empecé a quitarme la poca ropa que me quedaba: primero, mi sujetador voló y, segundo, unas empapadas bragas dejaron un rastro brillante a medida que descendían por mis piernas, para incómodo placer para mí; y para espectáculo excitante para ella que, por fin, cedió a sus impulsos y se levantó a por mí, para embestirme contra la pared, incapaz de contenerse más.

Un beso, esta vez limpio y, a su manera, puro, me sorprendió mientras aún trataba de orientarme después del violento choque. Una de sus manos asió mi cuello, para evitar que moviera la cabeza y la otra, tanteó mi cadera, con la intención de levantar mi pierna. No me opuse a sus intenciones y la levanté yo misma. Y, justo cuando vio que el camino estaba abierto, con una mezcla de puntería, fuerza y suerte, sentí el ariete romper la débil defensa de mis labios; su tronco arrastrarse contra mi sensible clítoris y chocar contra la puerta a mi útero. Tan salvaje, tan primario, tan fuerte... tan placentero que un fuerte mareo me impidió notar sus primeras y poderosas embestidas, más llevadas por el ansia de alcanzar otro clímax que por mi propio placer.

Pero la comprendía: esa sutileza con la que seguía a mi lado pero a la vez, lejos de mí; ese deseo de acercarse pero sin querer estropearlo todo entre nosotras; esas ganas de tocarme pero sin ceder a sus impulsos... sabía quién era Sofía y lo que yo significaba para ella, tras ese largo de dudas en el que tuve que ir liberando a la bestia que ahora me profanaba una y otra vez. Sabía cuánto había tenido que contenerse, incapaz de seguir viniendo a verme y de tenerme cerca; que, a pesar de que su cuerpo le exigía dar ese primer paso y violarme en mi casa de la forma más violenta posible, Sofía seguía siendo ella misma, incluso tras ponerse esas cadenas invisibles.

Y, por ello, la dejé hacer, a medida que su placer iba en aumento y el mío creía exponencialmente más rápido. Fue cosa de un solo minuto, un delicioso, violento, primitivo y sonoro minuto, cargado de jadeos, chapoteos, mordiscos y arañazos, en el que nuestros brazos impedían que la otra se moviera del sitio, mientras nuestros placeres llegaban al clímax.

Yo me corrí primero. Mis rodillas cedieron y quisieron hacerme caer, pero a Sofía le quedaba un poco de camino por recorrer y no me iba a permitir que me escapara yo sola, por lo que me apretó incluso más contra la pared y me lanzó sus últimos cuatro golpes.

Un gruñido acompañó al primero, uno que apenas escuché a causa de mi propio orgasmo.

La fuerza de sus brazos sostuvo mi cuerpo, con una mezcla de frustración y ansia en el segundo.

Dejó de mirarme a los ojos, con un rostro serio, capturado por el éxtasis de lo que le estaba llegando en el tercero.

Y en el cuarto, a pesar de que aún estaba saboreando lo que me había llegado y que ahora empezaba a dolerme, sentí el imparable fluir de su semen en mi interior, ardiente a la par que cálido, entrando con todas sus fuerzas mientras sus uñas clavadas en mi piel me impedían moverme todavía más.

Las dos permanecimos en silencio, quietas y abrazadas contra la pared un largo rato; una quietud sólo rota por nuestros jadeos y palpitaciones. Pero, al final, Sofía logró reunir suficientes fuerzas para levantarme en volandas y dejarme caer en la cama, para después tirarse a mi lado.

No dijimos nada, sólo nos acariciamos mientras el frío a nuestro alrededor nos exigía seguir juntas, arañar aunque fuese un poco de ese delicioso calor corporal.

Un beso selló algo ese día.

Lo que no imaginaba era el qué.

Porque, si Sofía había estado griposa durante sus habituales visitas a mi casa; si ella había entrado en contacto físico conmigo de forma violenta mientras aún incubaba su enfermedad; si habíamos compartido espacio tanto tiempo sin darnos cuenta de que algo se estaba fraguando en las sombras de nuestras biologías...

—Te queda bien —me comentó Sofía, dos semanas después, una vez pasé por el incómodo trámite de los dolores de cabeza, la fiebre, el catarro, las sopitas de pollo y la hidratación excesiva requeridas por la gripe F. Ahora, sólo me quedaba su secuela—. Muy cuca y pequeñita —dijo como quien ve un cachorrito en una tienda de mascotas—. Cuando tengas ganas...

...mi nuevo miembro, a pesar de lo embotada que sentía mi cabeza, manifestó sus verdaderos colores una vez la idea de devolverle las embestidas a Sofía llegó a mi febril mente.

Y en ese último momento, tanto ella como yo, estuvimos igual de rojas.