Inesperado descubrimiento sexual

Pasaba aquel fin de semana en la casa de mis mejores amigos. Les vi haciendo el amor a hurtadillas. Horas después, descubrí una nueva sexualidad. Ella me hizo gozar como nunca.

INESPERADO DESCUBRIMIENTO SEXUAL

Hacía seis meses que había enviudado. Me iba reponiendo del trance. Marie Claire y su marido, Alfred, se comportaron de forma extraordinaria, me ofrecieron toda su ayuda y correspondieron a nuestra amistad de lustros. Por fortuna, no había problemas económicos. Lo que no imaginaba es que, a partir de aquella noche, mi vida, especialmente la sexual, habría de cambiar radicalmente.

Ellos eran felices. Sus hijos trabajaban fuera del país. Tenían una posición desahogada como consecuencia del estatus profesional de Alfred, primer director de un estudio técnico de arquitectura. Viajaba con frecuencia.

Marie Claire, como otras veces, me había invitado a su espacioso apartamento de dos plantas. Pasaba allí fines de semana, sobre todo cuando él se ausentaba. Cuando coincidíamos, acudíamos a conciertos y exposiciones, almorzábamos y convivíamos en respetuosa armonía.

Aquella noche de viernes, cuando todo empezó a cambiar, cenamos en su vivienda. Alfred salía de viaje al día siguiente y había de arreglar su maletín. Se retiraron a su habitación y yo me quedé en la sala siguiendo un programa de televisión. Media hora después, subí a la mía, me desvestí, me aseé, me coloqué unas braguitas y un ‘babydoll’ de gasa suave y me eché sobre la cama.

Cuando ya dormía, desperté sobresaltada por los jadeos y exclamaciones que procedían de la planta inferior. Sin encender la luz, abrí cuidadosamente la puerta de la habitación y pude escuchar perfectamente la voz de Marie Claire:

-Dime que te gusta, amor, dime que quieres más

Alfred jadeaba, desahogaba voces ininteligibles que denotaban ansiedad.

Evidentemente, estaban haciendo el amor. Nunca en nuestras conversaciones, ni siquiera en broma, habíamos hablado de sexo y era la primera vez que tenía oportunidad de sentir tan de cerca su legítimo gozo. Tras mi sorpresa inicial, ya picada por la curiosidad, bajé la primera parte de la breve escalera y observé que de la habitación de ellos salía luz.

-Venga, más fuerte, hasta dentro, ¡aahh…!-, era ahora Alfred quien se expresaba entre resoplidos.

La puerta estaba abierta -todavía no sé si la dejaron intencionadamente- y desde el rellano pude ver reflejado sobre un amplio espejo todo lo que estaba pasando. Quise retirarme, subir a la habitación de nuevo y dejarles en pleno ejercicio de su intimidad sexual. No sé qué, algo me frenó. Me senté sobre los primeros escalones. Temía ser descubierta pero la curiosidad pudo más.

Yo llevaba tiempo sin experimentar deseo o anhelo sexual. Físicamente, me conservaba bien pero no sentía atracción ni había vivido situaciones que hubiera alterado esa quietud. De pronto, cuando ví que Marie Claire succionaba el falo de su marido, una sensación de calor invadió mi cuerpo. Le concedí importancia pues no la experimentaba desde hacía muchísimos meses.

-¡Qué lengua tienes! ¡Cómo lo chupas! Sigue, amor, no te pares…- dijo Alfred mientras con sus manos acercaba una y otra vez la cabeza de su mujer.

Fue en ese momento cuando descubrí que Marie Claire agarraba con su mano derecha una especie de consolador negro con el que intentaba penetrar el ano de Alfred que tenía sus piernas lo suficientemente abiertas como para facilitar la maniobra. La otra mano de ella recorría un muslo y el abdomen, buscando otra mano que de vez en cuando encontraba.

El miembro de Alfred era grueso. Su esposa lo chupaba con fruición, con gusto. Por segundos interrumpía esa acción y pasaba la lengua por los muslos y los testículos. Al volver a mamar, las ansias de desbordaban. Y los jadeos de ambos se hacían más y más fuertes.

Era la primera vez que les veía desnudos. No éramos de playas ni de piscinas, de modo que me llamó la atención su aspecto físico. El estaba en el peso ideal, tenía el torso velludo, mantenía también el cabello. Se había quitado el bigote y parecía más joven e interesante. El cuerpo de Marie Claire era llamativo, conservaba una línea casi delgada. Sus pechos eran redondeados, bien proporcionados, sin apariencia de empezar a caerse. Las piernas revelaban fineza y estilo. Aquel culo, tan bien dispuesto, llamaba la atención. Ahora entendía por qué su afán de que la talla de pantalón debía ser exacta. Su rostro era el de una mujer atractiva: ojos claros y boca bien conformada, con una dentadura que hacía su sonrisa aún más sugerente.

Mientras seguía atentamente aquel encuentro sexual, me percaté de lo mojado que estaba mi pubis. No era una excitación propiamente dicha, al menos como las había sentido en el pasado, pero algo pasaba.

-Espera, amor, no te corras, ¡boh!, ¡boh!...-, dijo ella cuando los movimientos de Alfred le hicieron pensar que iba a eyacular.

En ese momento, cambiaron de posición. El, con una erección como no recuerdo haberla visto ni siquiera en películas, se puso a cuatro patas sobre la cama. Marie Claire lamió su espalda brevemente y con su mano derecha llevó el consolador hasta la rendija de las nalgas. Con él estregó, casi jugando, el culo de Alfred, hasta que lo penetró.

-¡¡Ahhh!! Qué bueno, mete y saca, Marie Claire, mete y saca- decía él entrecortadamente mientras subía y bajaba la cabeza y ella rasgaba ligeramente su espalda con la mano izquierda. Era extraño porque parecía que le dolía y gustaba a la vez.

El se giró hasta quedar boca arriba sobre la cama. Pidió que le besara. Ella sintió el vigor de su miembro mientras estrechaba su cuerpo. Lo buscó y comenzó a succionarlo de nuevo. Recuperó el estimulador y lo introdujo en el ano de Alfred que, literalmente, se retorcía de placer.

-Vamos, vamos, no pares… sigue…-, dijo jadeando.

Casi al instante, les sobrevino el orgasmo. Marie Claire dejó de lamer y se vino rápidamente sobre su marido, colocándose encima y ayudándose a ser penetrada. Se había desentendido del consolador y con sus manos estiró los pezones de él. El tono de los gemidos y de las voces había subido notablemente. En pleno orgasmo, viéndola gozar, Alfred acertó a subir sus piernas, como en un estiramiento final al que ella correspondió mordiéndose los labios y diciendo:

-Eres genial, Alfred, me haces sentir hembra-, comentó mientras inclinaba su cuerpo hacia adelante y le volvía a besar.

Mientras observaba todas estas acciones, me llevé la mano instintivamente a mi pubis. Desde el exterior de las braguitas, noté que estaba mojada. La sensación de calor había aumentado. Con mucho cuidado, escalón a escalón, casi sin ponerme en pie volví a mi habitación. La última visión que tuve de Marie Claire y Alfred a través del espejo era cómo ella se separaba dejando al aire el miembro de su esposo.

Entré de nuevo en la habitación sin encender la luz. Al recostarme, empecé a recordar la vivencia, hasta que me dormí.

Cuando desperté, ya Alfred debía haberse marchado. Era sábado. Hasta que bajé a media mañana, a desayunar, recordaba mentalmente las escenas nocturnas. Me preguntaba qué hacer: si comportarme como si no me hubiera enterado de nada, si simular un sueño profundo, si anticiparme y comentar cualquier cosa de la "alegre y animada" noche… Me preguntaba cómo mirar a Marie Claire.

Al llegar a la cocina, ella ya estaba desayunando.

-Buenos días, Lylah, ¿qué tal has dormido?-, me saludó cortésmente.

Correspondí mirándola fugazmente y esbozando una sonrisa. Es más, busqué rápidamente el frasco de zumo como para no tener que fijarme demasiado. Curioso: me sentía como autora de algo que no debía haber hecho. Mi amiga íntima estaba allí, horas después de haberla visto hacer el amor apasionadamente con su marido, y yo casi avergonzada, sin saber muy bien qué hacer.

No hizo falta que tomara la iniciativa. Lo hizo ella:

-Alfred se fue esta mañana. Anoche…, bueno, anoche fue demasiado. No sé qué tenía pero nos amamos locamente. Tuvimos sexo más de una hora. Creo que me han salido hasta agujetas.

Bajé la vista. Era la primera vez que Marie Claire se refería a su vida íntima. Lo hizo con naturalidad, confiándome su desatada pasión sin rubor ni reservas. No sabía qué hacer, si preguntar si decir una frase hecha si desviar la conversación hacia otro lado. Unté una tostada con mermelada. Durante unos segundos seguí en silencio. Ella insistió:

-Somos afortunados. Tenemos una vida sexual placentera. Hay rachas de inactividad que se prolongan pero cuando retomamos el ejercicio, nos sentimos bien, nos compenetramos. Debo seguir estando apetecible porque en la cama me hace gozar.

-¡Qué bien!- repliqué.

-¡Oh!, perdona Lylah, ¿cómo es posible que te esté hablando de estas cosas?-, me interrumpió, para luego añadir:

-No quiero que te sientas mal. Igual es algo que te desconcierta.

En efecto, tan desconcertada estaba que, sin desvíos, le lancé:

-Marie Claire, escucha, anoche les vi haciendo el amor. Perdona tú. Escuché las exclamaciones, me desperté y me asomé a la escalera. Tenían la puerta abierta y pude observarles a través del espejo. ¡Oh! Lo siento. Qué vergüenza. No debí quedarme. Invadí vuestra intimidad. Me siento culpable. No debí

Se hizo un silencio. No nos mirábamos. Hasta que ella extendió su brazo derecho, buscando una mano. Fue un gesto que ambas necesitábamos para tranquilizarnos, para avanzar que nada había sucedido. Se lo devolví, estreché su mano y busqué su mirada, sabiendo de mi vergüenza. Retrocedió su brazo delicadamente y reanudó la conversación:

-Tranquila, no pasa nada. Entonces, claro… la puerta abierta-, pareció dudar unos instantes. ¿Y tanto gritábamos como para despertarte? A ver si la avergonzada voy a ser yo. Además, estaba la luz encendida. No sé, nos despistamos. Ya sabes que dormimos con la puerta cerrada. ¿Y lo viste todo desde el rellano? ¡Oh! Lylah, no sé qué decir… Tendré más cuidado. Lo lamento. En fin

Se puso en pie y vino hacia el lado de la mesa en que me encontraba. Me besó en la frente y me abrazó acercando mi cabeza hacia su pecho. El gesto de cariño me reconfortó. Seguí sentada. Ella empezó a recoger la mesa. Me fijé en su bata corta de raso rojo. La quedaba muy bien, la hacía más sexy. A la vista quedaba la parte trasera de sus piernas de piel casi dorada, perfectamente contorneadas. Yo tampoco sabía qué decir. No es que me quedara petrificada pero apuré el café con leche para que no se asemejase. Ella se percató de mi desconcierto.

-Vamos Lylah, ya pasó, no te preocupes. No tienes culpa alguna. Nos has descubierto y te has gozado un buen coito. Eso es todo-, dijo con desenfado.

Le agradecí aquella comprensión, fruto, sin duda, de su talante, y de la amistad de tantos años que había generado una lógica y recíproca confianza. Terminé de ayudarla a recoger. Fue cuando me dijo:

-¡Anda! Vamos a arreglarnos para ir a la peluquería y a comprar los zapatos de los que me hablaste. A ver si consigo también un pantalón corto.

Y tras secarse las manos, después de lavadas en el fregadero, me dio una cariñosa nalgada que recibí con agrado.

A primera hora de la tarde, fuimos a la peluquería habitual. "Te ha dejado muy bien, Lylah", dijo Marie Claire a la salida. "Se te ve guapa, hasta más joven. Esa muchacha sabe lo que hace", añadió. Comimos en un restaurante cercano. Nos sentamos a escasos metros de dos mujeres jóvenes que se acariciaban y besaban discretamente. Al cruzar nuestras miradas, la señal de que nos habíamos percatado del hecho era evidente. Pero seguimos nuestra conversación sobre temas de actualidad. Hasta que Marie Claire se levantó y reveló:

-Voy un momento al baño. Aprovecho y me quito el sostén porque estoy sintiendo mucho calor. Perdona un minuto.

En su ausencia, percibí que los arrumacos y los besos de la pareja de jóvenes iban en aumento. Debieron darse cuenta de que las miraba porque en un momento sonrieron y pararon. En algún instante se cruzó por mi mente alguna escena del acto amoroso de la noche anterior que tanta impresión me había causado.

Marie Claire retornó con aire desenvuelto. Desveló que se había retocado el maquillaje. Sus labios, también retocados, parecían más carnosos. Llamaba la atención, ciertamente. Pedimos dos infusiones y seguimos hablando. Llegado un momento, soltó que si podía hacerme una pregunta. La invité sin dilación:

-Supongo que no habrás tenido sexo desde antes de morir tu marido, ¿cierto?

Respondí afirmativamente moviendo la cabeza. En efecto, llevaba casi un año sin el más mínimo contacto. Había perdido la ilusión. El sexo no me motivaba, ni en imágenes ni en páginas escritas. Se lo expliqué brevemente a Marie Claire.

-Se puede vivir sin sexo -replicó- pero aún eres joven y seguro que experimentarás alguna necesidad. Físicamente, es así.

-Te confieso algo -dije con voz algo más baja-. Anoche mojé mi braguita mientras les veía fornicando. No recuerdo desde cuándo no me ocurría. Palpé mi pubis, sentí calor en todo el cuerpo. Fue como una sensación nueva, casi de adolescente o de soltera.

-Eres muy llamativa, Lylah -siguió Marie Claire- y no te vas a pasar el resto de tu vida igual. Has tenido mala suerte pero seguro que cambiará.

Alargó su brazo y acarició el mío.

-¿Qué quieres decir?- proseguí.

-Que el amor puede volver, que puedes descubrir a alguien, que recuperes la pasión, que te motives nuevamente-, señaló Marie Claire sin dejar de acariciar tiernamente mi brazo izquierdo.

La miré fijamente a sus ojos grandes. Agradecí sus palabras de aliento. Ya me había dicho otras en situaciones más complicadas. Sonrió plácidamente y unió sus labios en un beso a distancia. Agradecí el guiño, fue un gesto cariñoso.

Dejamos el restaurante y empezamos a ver escaparates hasta llegar a la tienda donde había una singular oferta de calzado. Cuando me probé los que me gustaban, Marie Claire se inclinó y pude ver una de sus tetas a través de la blusa estampada que llevaba desabrochada en la parte superior.

-Te quedan muy bien. Tienes los pies muy bonitos. Puedes llevarlos con las uñas pintadas. Si quieres, a la noche, te las arreglo.

Asentí. Ella siguió mirando otros modelos mientras yo abonaba la factura. Noté que el dependiente me miraba más de la cuenta. Ella también se fijó.

-¿Viste cómo te retrataba? -preguntó abiertamente, ya en la calle, cuando nos dirigíamos a la boutique donde Marie Claire pretendía adquirir un pantalón corto-. Eso es que estás buena, como dicen ellos.

Casi carcajeo. En el fondo era un piropo. Entramos en la boutique y pidió varios modelos. La esperaba fuera del probador y me acercaba cuando me pedía opinión. Uno de ellos era blanco, le quedaba muy bien, no muy ajustado, pero se transparentaba. Pude apreciar perfectamente su braga modelo tanga brasileño de color malva. Se quedó con otros dos.

-¿Te gustan, Lylah?

-Sí, te quedan bien. Aunque es Alfred quien tiene la última palabra.

-No, él es muy permisivo. Si te quedan bien y te gustan, lúcelos. Es lo que me dice siempre. Los quiero para un par de salidas nocturnas. Espero no desentonar ni llamar la atención.

-¡Bueeennoo!-, exclamé. A más de uno se le irán los ojitos.

-Y a más de una-, replicó ella.

En otra tienda, Marie Claire me animó a que comprara un conjunto sencillo de chaqueta y pantalón gris plata que me había gustado. Me lo probé. Al salir, ella me miró muy desenvuelta.

-¡Fantástico! Te queda muy bien. Te realza el busto. Pruébatelo sin sujetador, nada más que por ver.

Le di la espalda y dentro del probador, al desprenderme de la chaqueta, noté los dedos de Marie Claire desabrochándome el sostén. Frente al espejo, me fijé que ella inclinaba la cabeza como verme mejor. Tuve un segundo de reparo pero seguí con la tarea. Me enfundé la chaqueta y salí a la estancia de la tienda. Ella dio de nuevo su aprobación:

-¿Ves? La abertura es lo suficientemente discreta si lo llevas sin blusa. Además, qué digo, tú estás muy bien de pechos todavía.

Terminamos de comprar. Regresamos a casa ya de noche. Pregunté por Alfred, que volvía al día siguiente.

-Me apetece un baño largo y después una cena a base de frutas-, revelé.

Marie Claire dijo:

-Te sentará bien. Mira que hemos caminado. Yo me ducharé y corto la fruta.

Llené la bañera con agua tibia y me sumergí lentamente mientras echaba sales y espumas. A mi mente regresaron momentos del coito contemplado sobre el espejo. Recordé, igualmente, pasajes del día como cuando Marie Claire acarició uno de mis brazos y yo vi una de sus tetas en la zapatería y el tanga que dejaba al descubierto sus nalgas. Andaba ensimismada cuando tocaron a la puerta. Era ella, ya sin maquillaje, enfundada en la misma bata de raso que llevaba por la mañana. Su olor a perfume dulce era intenso.

-¿No has terminado? Es que quería que me frotaras la espalda con este aceite que me han regalado. Tranquila, acaba, tómate el tiempo que quieras. Estaré en la cocina, ¿vale?

Seguí unos minutos más en la bañera. La recordé cuando chupaba incesante el grueso miembro de su marido. Pude escuchar la música instrumental que había preparado en el salón. Al salir, me sequé y me envolví en una toalla larga. La llamé. Subió de nuevo con aquel intenso olor a perfume dulce y con dos frascos en las manos.

-Este aceite es extraordinario para la piel. Te deja los brazos y las piernas muy suaves, como para que una pluma se deslice sutilmente-, dijo ella mientras se desprendía de la bata. Se dio la vuelta y se situó frente al espejo. Se quedó con una braga blanca.

Empecé a frotar su espalda. Era un líquido muy suave. Me impresionó pronto la tersura de la piel de Marie Claire. Mis manos embadurnadas recorrieron su espalda arriba y abajo hasta que ella misma bajó la braga "para que no se manche". Pidió:

-Pásame también por las nalgas y los muslos.

Lo hice mientras me percataba de que aquel olor había desaparecido. Extrañada, pregunté, y explicó:

-Es el otro frasco. Lo he traído para que lo pruebes. Se coloca primero y luego este aceite. Te queda la piel divina, ¿lo notas, Lylah?

-Vaya que sí. Dijiste que te lo regalaron

-Sí, es tunecino, natural. Las mujeres lo usan para prolongar la tersura. ¡Oye! Tus manos también son cosa fina, ¿eh? Casi ni me enterado.

Se dio la vuelta y quedamos frente a frente. Estábamos cerca la una de la otra. Marie Claire estaba completamente desnuda. Así la veía por primera vez. Sonrió. Yo también. Estaba confundida pero acerté a dar un paso atrás y mirarla de la cabeza a los pies.

-Estás espléndida -dije sin rodeos-, siempre fuiste muy llamativa. Con razón Alfred se sigue volviendo loco.

Sus generosas tetas culminaban en dos pezones extensos no muy oscuros. Tenía el pubis rasurado, con una hilera vertical de pelos, perfectamente alineada. Sus piernas eran estilizadas, como se apreciaba desde la bata de raso.

-Tú también eres muy atractiva –afirmó mientras acercaba sus manos para deshacer el nudo de la toalla que me envolvía-. Anda, ahora déjame perfumarte.

Capté que la mirada de Marie Claire empezaba a ser distinta. Me quedé de pie. Era una situación impensada. Cara a cara, desnuda, con mi mejor amiga. No sabía qué estaba pasando ni lo que iba a pasar. Lo cierto es que no me disgustaba. Siguió piropeándome:

-Lylah, te contemplo y toda tú me atraes. Me estás atrayendo desde esta mañana. Veo tu rostro de actriz, ese cuello tan fino. Tus manos y tus brazos son muy sugerentes. Cuando vi tus tetas en el probador, tan bien dispuestas, quedé encantada. Ahora me parecen más tentadoras. Y tus piernas son las de una mujer que ha sabido cuidarse. Tienes un gran físico, sí señora.

Callé. No sabía qué decir mientras con los dedos de su mano derecha acariciaba mi rostro y mi barbilla. Estaba tan cerca que sentía su aliento. La atracción ya se había despertado. Esperaba su beso, boca a boca, su lengua. Ella sabía que no opondría resistencia. Pero no se consumó. Antes, quiso regarme con aquel perfume y con aquel aceite.

Lo hizo sin que cruzáramos palabra alguna pero cada movimiento comenzó a ser una excitación que iba prolongándose. Me arrancó algún gemido. Estaba ardiendo, deseosa. Ella hacía con solvencia. Siguió por la espalda y bajó a las nalgas. Quiso tranquilizarme:

-No te preocupes, sólo lo he hecho con Alfred. Los líquidos son enteramente inocuos. ¿Cómo te sientes, Lylah?

-Ansiosa. Estoy mojada. Mi corazón late más fuerte, como hacía años que no sentía. Esas manos excitan que es una barbaridad. No me extrañan las reacciones de tu marido. Sigue acariciándome, por favor.

Cuando se lo pedí, hizo un movimiento y me situó de nuevo frente a ella. Acercó sus labios a los míos. Sonrió, buscando mi complicidad, como si ya no la hubiera descubierto. Su mano derecha bajó a mi pubis. La vagina estaba empapada, allí se entremezclaban mis sudores y mis fluidos con el perfume y el aceite de Marie Claire. Cuando sus dedos, juguetones, buscaron mi clítoris, no pude más y exclamé:

-¡Bésame!, te lo pido, ¡bésame!

Nuestras bocas se unieron, nuestras lenguas se enzarzaron, nuestros movimientos eran absolutamente incontrolados. De pie, nuestros cuerpos embadurnados despedían la temperatura de quienes se aman apasionadamente.

Sin dejar de besarnos, nos agachamos y nos tendimos sobre el frío mármol del cuarto de baño. Marie Claire me chupaba los pezones y yo repasaba sus muslos y buscaba su sexo caliente. Los jadeos se sucedían sin control. No hacía falta pedir nada, cualquier cosa, cualquier postura tenían toda la lascivia de dos mujeres que descubrían cómo era el amor entre personas del mismo sexo.

Estirada, boca arriba, me pidió que no me moviera. Marie Claire abrió ligeramente mis piernas. Me besó en la boca y empezó a bajarla por mi cuello, por mis pezones, por mi abdomen… hasta que llegó a las ingles y luego clavó su lengua sobre mi sexo. Me retorcí de placer. Nunca había sentido así. La manejaba rítmicamente. Cuando la sacaba, succionaba los labios de mi vagina y luego paseaba la lengua por todo el pubis, lo lameteaba. Recorrió también los muslos y de nuevo me besaba acaloradamente, hasta dejarme sin respiración.

-¡Oh, Marie Claire!, qué delicia, qué es esto… Dime la verdad, dime que ésta es tu primera vez con una mujer-, le pedí con voz entrecortada en un momento de reposo.

-Te lo aseguro Lylah, es la primera -respondió ella-. No sé qué ha pasado, desde nuestra conversación de esta mañana, he sentido escalofríos, una atracción incomprensible hacia ti. Fíjate, que hasta me excitaron los besos de aquella pareja de jóvenes en el restaurante. Y si no hubiera sido porque estábamos en la tienda, después de desabrocharte el sostén, te hubiera besado allí mismo.

-Te confieso que tus caricias han sido más que reconfortantes. Me gustó verte salir del cuarto de baño sin sostén tan desenvuelta. Y ese tanga que observé en la boutique también me despertó algo. Sin embargo, fíjate, cuando disfrutaba del baño pensaba en el coito con tu marido, cómo le chupabas y cómo le frotabas con el consolador.

-Ha sido redescubrir el sexo-, afirmó Marie Claire inclinándose ligeramente para besar de nuevo el pubis de Lylah.

Ahí continuó aquel encuentro sexual. Practicamos varias veces el ‘69’. Alcanzamos el orgasmo en varias ocasiones, alguna al unísono. Apenas hablábamos. Apenas nos pedíamos. Los jadeos de ambas sólo eran interrumpidos por prolongados besos en la boca. Después de más de dos horas de éxtasis, nos duchamos por separado, limpiamos el cuarto de baño y nos dispusimos a cenar. Una música sensual seguía acompañándonos.

Nos acomodamos con ropa interior muy ligera. Me puse un picardías que transparentaba mis pechos. Ella seguía con su bata corta de raso. Los arreglos de peluquería se salvaron milagrosamente con unos retoques tras tan apasionada sesión. En la mesa, cruzamos miradas cómplices y gestos que justificaban todo. Ahora era yo quien extendía el brazo para acariciar el de mi amiga. Era el ardor de dos mujeres el que habíamos experimentado. Aquellas insinuaciones, casi sin querer, habían dado paso a una fogosa unión sexual. Ninguna de las dos había sentido a lo largo de sus vidas tendencias lésbicas. Jamás se habían sentido atraídas por personas del mismo sexo. Y jamás imaginaron que podrían tener un encuentro entre mujeres de las características que habían vivido.

-Una cree que situaciones como ésta sólo ocurren en algunas películas-, expresó Marie Claire mientras degustaba un sabroso durazno.

-¿No se lo dirás a Alfred, verdad?-, preguntó Lylah.

Se hizo un silencio. La interrogante quedó sin respuesta. Comprendí que ella no hiciera manifestación alguna. Hasta que retomó la iniciativa:

-Vamos a la sala, he de pintarte las uñas, ¿te acuerdas?, para tus zapatos nuevos. Ponemos la tele y te lo voy haciendo.

Me había sentado sobre uno de los sillones y estaba zapeando cuando Marie Claire apareció con un neceser del que sacó la pintura de uñas de color carmesí. Alcé los pies sobre un taburete y ella comenzó su labor. Al hablar, observé inevitablemente varias veces sus dos pechos. Sus manos acariciaron los calcañares y los tobillos. Me sentía reconfortada. Le agradecí espontáneamente su labor cuando concluyó. Pregunté si quería que se la hiciera:

-No -respondió segura-. Prefiero que me des un masaje en el cuello y en la espalda. No sé por qué pero me noto algo tensa.

Fuimos a su habitación. Se desnudó y se puso sobre la cama boca abajo. Miré el amplio espejo sobre el que se había reflejado la pasión amorosa de Marie Claire y Alfred y que pude seguir. De espaldas, ella también estaba atractiva. Empecé a masajear la parte trasera de su cuello, los hombros y la espalda, hasta las caderas. Había cerrado los ojos y no decía nada.

-¿Te sientes mejor?-, pregunté al cabo de unos minutos.

-Me sentiré mejor si me besas, Lylah.

Se volteó y se sentó en un sencillo movimiento. Con sus manos buscó mi cara y me besó. Correspondí mientras mis manos se escapaban hacia sus tetas. Ella bajó instintivamente las asillas de mi picardías hasta quedar desnuda, sólo con mi braguita. Nos arrodillamos sobre la cama, casi al unísono, y cada una despojó de la última prenda interior a la otra. Nos entregamos nuevamente, sin freno, al amor.

-Lylah, abre el armario y saca de la primera gaveta el consolador. Vamos a jugar, ¿te parece?

Atendí su petición y le dí el juguete de color negro del que ya tenía referencias visuales. Se lo llevó a la boca, humedeciéndolo. Lo hizo con acción provocativa mientras me miraba a los ojos. Me acordé de cómo se lo incrustaba a su marido y de cómo éste le pedía que no parase en su acción de mete y saca. Dije:

-¿Lo usan a menudo? Se ve que a Alfred le gustaba… Oye, ¿no será bisex tu marido?

Carcajeamos al mismo tiempo. Marie Claire aclaró:

-Lo compramos hace poco en una ‘sex-shop’. Un matrimonio amigo nos desveló que había sido un descubrimiento en su vida íntima, que les había ayudado a recuperar la atracción sexual y que se lo pasaban muy bien. Así que nos decidimos. Al principio, Alfred era reacio. Después, curioseamos, hasta que le fue gustando y a mí también. Te confieso que cuando me interviene con él en la vagina mientras yo mamo su miembro, alcanzo un clímax formidable. Y te digo más: lo he usado yo sola, me he masturbado varias veces con el juguetito, cuando Alfred ha estado ausente. No se lo he dicho, por cierto. Así que ahora nos toca.

Acepté. Era otra primera vez. Un objeto sexual en el interior de mi cuerpo. Ella fue despacio, lo paseó sobre mis tetas y sobre mi vientre. Hizo que subiera mi ansiedad. Salvo sus dedos, nadie había penetrado en mi vagina. Siguió por los muslos. Yo rozaba su espalda. Hasta que lo introdujo. Lo hacía con delicadeza, con tacto.

-Dime si te duele o estás molesta-, comentó mientras con la otra mano sobaba mis pechos y pellizcaba los pezones.

Callé. Se me escapó un "Aaaggg" que parecía un lamento. Dejé hacer. Penetraba armoniosamente. Empecé a sentir algo distinto en mi interior. Hasta que volví a hablar:

-¡Oh! Marie Claire es extraordinario, eres sensacional… ¡Qué buena estás! Esto es nuevo para mí. ¡Qué placer!

Sin soltar el consolador, se acercó nuevamente para besarme. Su lengua causaba estragos, reforzaba el gusto en mi sexo y en todo el cuerpo. Sudábamos copiosamente. Un orgasmo -ya había perdido la cuenta- me inundó con intensidad. Marie Claire lo notó y no quiso quedarse atrás:

-Ahora tú, Lylah, házmelo, quiero sentir como tú. Te deseo, Lylah. Pónmelo, anda.

Sacó el vibrador de mi vagina y lo lamió antes de entregármelo. Yo sentía aún ardores y espasmos de placer cuando lo acerqué a su sexo. No tardé en complacerla. "Ahí lo tienes, siéntelo", le susurré antes de volver a besar aquella boca y aquella lengua tan estimulante.

-Muévelo, Lylah, entra y sale, no pares Lylah-, dijo ligeramente alterada.

Luego, acerté a aplicar mis dedos pulgar e índice sobre su clítoris mientras el consolador entraba y salía rítmicamente de su vagina. Su cuerpo se movía desordenadamente mientras jadeaba sin cesar. Con su mano izquierda me ayudaba hasta que, buscando, encontró mi sexo. Ahí nos movimos de modo que nuestra excitación creció hasta donde mutuamente no la habíamos sentido.

Ella me decía una y otra vez que no parase. Yo pedía lo mismo. Hasta que alcanzamos el clímax. Nuestros jadeos salían a borbotones durante varios segundos de forma continuada.

Quedamos extasiadas, literalmente tiradas sobre la cama, rendidas. Marie Claire, boca abajo. Yo, en posición inversa. Nuestros cuerpos, sudorosos, parecían abatidos. Antes de dormir, antes de pensar en nada de lo que pudiera suceder a partir de aquel momento, retumbó en mis oídos un fragmento de la conversación en la cocina antes de este segundo apasionadísimo encuentro:

-Una cree que situaciones como ésta sólo ocurren en algunas películas-, había comentado Marie Claire.

-¿No se lo dirás a Alfred, verdad?-, había cuestionado Lylah.