Índigo 1127

Este relato no contiene ninguna narración de sexo pero quizá te resulte interesante.

Índigo 1127

Lo Recuerdo, y me duele recordar, me duele saber que mío ya no es, pero no puedo arrancarlo de mí, está en mi cabeza, en mis deseos más íntimos, está todo en mí y eso es lo que me mortifica, lo que hace que el dolor me carcoma y me lleve a la locura.

Y a veces, cuando estoy solo, su recuerdo me ataca como el león al cervatillo, me hiere y me destroza, sin compasión ni contemplaciones, sólo ataca, sólo hiere, sólo mata.

Podría decirle, gritarle a la cara que me deje en paz, que sólo me deje vivir, me deje escapar, podría decirle a mi hermoso ángel de alas negras que deje de clavar en mi corazón la espada del deseo, de mis sueños frustrados, podría decirle que me saque del campo de mis miserias donde me hallo desnudo e indefenso, muriendo de soledad, Pero no, no quiere, se alimenta de mi dolor se regocija en mi agonía.

Por eso lo odio, y me odio a mí mismo por amarle, por no ser fuerte y luchar contra él, por no luchar contra mí mismo contra mis fantasmas y mis miedos. ¿Por qué el Señor me dio esta cruz? ¿Por qué destrozó mi mundo? ¿Por qué?

Tal vez es el precio de la candidez, ahora Él recoge en los campos del dolor los restos de mi inocencia, las sobras con las que se alimenta mientras se ensaña en mi espíritu como un parásito que me consume lenta y dolorosamente.

Ahora es de otro, otros labios le besan, otros ojos miran su rostro de hermosos rasgos con esos ojos azul profundo como el mar, en los que me perdía y se ahogaba mi alma, otras manos tocan sus dulces muslos experimentando el placer que sólo se siente cuando se ama, cuando se desea con el corazón hinchado en pasión, en carne, en lujuria y entusiasmo.

Era él para mí el pozo de mis placeres donde mis vergüenzas y limitaciones se esfumaban, donde era libre del prejuicio, donde sus labios y los míos se unían en besos de pasión extrema, se fundían, se quemaban. Era él en mí la causa del deseo, la razón del pecado, y yo le amaba de mil maneras, era con él rabioso y tierno; santo e inmoral; esclavo y señor.

Su piel, su cuerpo hacían que perdiera el control, que tirase la moral al viento, regalándosela al demonio. Condenando mi alma sin saberlo a su desdén.

Mi cuerpo buscaba el suyo con pasión única y abrasante. Verle para mí era el impulso de seguir viviendo era la fuerza mágica que me confortaba cuando me turbaba entre las sombras del egoísmo y la incomprensión de los demás.

Amé a un hombre como un hombre, de manera total. Anhelando en secreto su cuerpo, deseando rozar su piel, hacerle el amor como no se puede decir sólo sentir. Dejándome llevar por la mar de los instintos, perdiéndome, yendo a la deriva en el mar de los placeres prohibidos.

Besar su pecho era el placer de confrontar a lo prohibido, a lo malo, a lo impuro, era su cuerpo el camino al Nirvana donde encontraba lo que me unía conmigo mismo. Era su virilidad la fuente del néctar agridulce donde mi cuerpo absorbía la vida que él me daba.

¡Cuántas veces el alba nos encontró juntos! entre sábanas, mientras la noche se iba como silencioso testigo de las delicias de nuestros cuerpos; juntos, al compás del deseo de la búsqueda de las mieles vedadas.

Hasta que un día aciago en mi vida, no sé cómo ni porqué, se alejó de mi lado: mi amado, el que arrancaba de mí los suspiros más profundos, me dejó.

Buscándole desesperado por todos lados, preguntando a la luna, nuestra dulce cómplice; al fresco de las noches, nuestro secreto amigo; al Sol el testigo de nuestro idilio, Dónde habría marchado sin decir adiós siquiera. Entonces, cuando cansado de buscar, decidí llorar su pérdida; le encontré amando a otro en promiscuas esquinas, diciendo a su oído las mismas bellas sentencias me decía a mí. Con el fuego de Ares quemando mi corazón le enfrenté y exigí respuesta a mis reclamos.

Más fueron dardos para mis oídos y mi corazón sus refutaciones: todo había sido ilusorio, su amor, sus besos, nuestra pasión, nuestro idilio.

Entonces mi corazón se desgarró, lo desgarró él, como alguna tela vieja, sin ninguna culpa ni remordimiento con una sonrisa traicionara en los labios. Rompí en llanto mientras huía con los pocos pedazos de mi alma, perdiéndome entre las sombras dejando atrás de mí mis lágrimas, mi corazón roto y al que me engañó.

Ahora él ya no es mío pero me pregunto: ¿A cuántos más envenenarán sus labios? ¿Cuánto veneno rociará sus poros? ¿Y cuántos ingenuos más caerán en la trampa? Muchos talvez, pero ninguno tan idiota, tan ciego, tan iluso como Yo.

Sólo espero que como a Eco, Cupido atienda mi llanto y el deseo de venganza que ahora me fortalece y escuche mi tragedia, la triste historia de un hombre que amó con su ser de una manera irracional y loca a una pérfida serpiente que envenenó su alma y su ser.

Ojalá el hijo de Venus clave sus saetas en él y enferme, no, muera de amor por alguna ilusión que no corresponda a sus encantos, a sus bellas palabras ni ansíe su hermosura. Ojalá que encuentre alguien que le desprecie, que se burle de él, que le haga enloquecer y que le hiera.

Entonces, cuando esté roto de amor, vagando por las calles en busca de cariño y ya nadie le ame, cuando su piel ya no seduzca, y sus labios sean el manjar que todos desprecian, yo le esperaré.

Le esperaré, no para reconfortarle ni para socorrerle, sino que le esperaré como el ángel negro que un día fue él y lo ataré en el tronco de su miseria, del saberse sólo y sin ser amado, despreciado por todos como un leproso y entonces, todo este dolor que ahora enturbia mi alma, me habrá hecho más fuerte, y como el ave fénix renaceré de mis cenizas, para estar ahí y ver el fin de aquel que quebrantó mi espíritu.

Y sólo cuando le encuentre ahí, desangrándose, podré redimir con su sangre el orgullo que su traición me hizo perder.

FIN

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