Incubus

Cuando el calor del verano entra en tu habitación y caldea tu cuerpo ¿Hasta dónde puede llevarte la imaginación y cómo saber si es sólo una fantasía o algo más?

INCUBUS

Recuerdo que era verano porque una cálida brisa entraba por la ventana abierta de par en par y acariciaba mi cuerpo desnudo. Hacía rato que el sol se había ocultado tras el horizonte y yo trataba inútilmente de olvidar el calor de aquella noche estival para entregarme al dulce placer del olvido. Mi piel estaba poblada por infinidad de pequeñas gotas producto del calor confiriéndome el mismo aspecto que una flor bañada por el rocío.

No puedo asegurar si llegué a dormirme en algún momento indeterminado de la noche, quizá sí, quizá sólo estuve a la deriva en ese estado de duermevela que precede al sueño real y en el que cualquier cosa, por disparatada que sea se nos presenta como dotada de lógica y significado. Lo que sí sé es que, poco a poco, de una manera tan sutil que no podría decir cuando comenzó, la cálida brisa se tornó más insistente y comenzó a recorrer mi piel como si de unas hábiles manos se tratara.

Tenía los brazos extendidos hacia arriba a ambos lados de mi cabeza tratando de encontrar una postura idónea para atrapar el sueño, como si aquello fuera una especie de cacería y Morfeo un animal esquivo. Así pues, sobre la perceptiva piel de los antebrazos comenzó a moverse aquella caricia sensual producida, a mi adormecido entender, por el viento nocturno. Era su tacto más ligero que el aletear de una mariposa, casi un cosquilleo que rozaba mi epidermis justo encima de las venas y que me producía un cálido hormigueo.

Con los ojos aún cerrados, imaginando que aquella brisa soplaba sobre un dorado campo de trigo y que mis brazos no eran sino esbeltas espigas de aquella planta, me dejé llevar durante unos minutos por las sencillas caricias que, poco a poco, se tornaron más constantes y sensuales.

De forma involuntaria, como si mi imaginación se hubiese aliado con las circunstancias, la imagen del campo de trigo desapareció para dar paso a un par de manos firmes y expertas que recorrían mis brazos desnudos desde el codo hacia los dedos. Eran aquellas unas manos sin prisa, atentas, que se detenían en cada milímetro de mi piel, estudiándola y trabajándola como el agricultor experto trabaja su campo, sacándole todo el partido posible y esperando los frutos deseados, que en mi caso resultaron ser unos pequeños suspiros de placer.

Poco a poco aquellas laboriosas manos llegaron hasta mis dedos y el encuentro fue maravilloso. De la misma forma que el pájaro se posa sobre una delgada rama, haciendo que ésta se balanceé bajo su escaso peso nuestros dedos se encontraron, cada una de mis yemas sintió la presión de un alma gemela que, con sumo cuidado como si no quisieran dejar más huella de su existencia que el mero roce, se retiraron con la misma delicadeza de su llegada.

Entre maravillada y asustada abrí los ojos esperando ver a la persona que me había procurado tales caricias, estaba segura de que su dueño se hallaba sobre mí, apoyada una rodilla en la cama y con ambos brazos al lado de los míos. Casi podía verle con una sonrisa traviesa en sus labios y sus ojos recorriendo, como antes lo hicieran sus manos, mi piel desnuda. No obstante allí no había nadie, solo la luz de la luna bañando la cama vacía y las sábanas enredadas a mis pies.

Con suma pereza, como lo haría un gato, estiré los brazos y los dejé reposar sobre mi liso vientre. Había sido sólo una ensoñación, uno de esas sensaciones productos de la imaginación y la fantasía. Cerré los ojos y traté, en vano, de dejarme abrazar por un sueño que no llegaba.

Mi mente, juguetona y rebelde, volvió a concentrarse en la aterciopelada brisa que me recorría suavemente, sin prisas. En la oscuridad autoimpuesta volvieron a aparecer aquellas varoniles manos. Una parte de mí, posiblemente la más adormecida, les dio la bienvenida aceptando su contacto sobre mi epidermis con alegría y manifiesto placer.

Las caricias eran más firmes y vehementes que la primera vez y comenzaron su recorrido en la fina piel de mis hombros haciendo pequeños círculos con unos dedos invisibles pero tan reales como las sensaciones que arrancaban de mi ser.

Poco a poco las caricias bajaron por mi cuello como si hubieran resbalado de mis hombros y no pudieran refrenar su camino hacia mis pechos.

Igual que la marea del mar, que frena contra las rocas, las caricias se detuvieron al pie de mis senos que se alzaban orgullosos, casi desafiantes hacia el cielo, en medio de la noche. Con los ojos aún cerrados comencé a imaginarme como el dueño de aquellas manos se deleitaba contemplando los frutos de mi cuerpo. Su vista sin duda acabaría posándose sobre los dos pequeños pezones sonrosados rodeados por innumerables pliegues de piel ansiosos por el roce de su calidez. Aquella pausa pareció durar una eternidad, un lapso de tiempo en el que no pude contener un suspiro de impaciencia fruto del anhelo. Con deliberada lentitud, sabiendo que no hay mayor placer que el que proporciona la espera, sus manos ascendieron por mis pechos presionando a cada paso la turgente superficie arrancándome pequeños gemidos que sólo eran el preludio de un placer aún por venir.

El roce entre áspero y delicado sobre la sensible piel de mis pezones arrancó intensos placeres que desembocaron en un ronco murmullo de placer. Una oleada de calor surgió de mis entrañas, desde mi vientre extendiéndose en oleadas, como un terremoto desde su epicentro, por todo mi cuerpo. Poco a poco la humedad, similar a la que el calor del verano impusiera al resto de mi cuerpo, comenzó a bañar mis labios más íntimos, haciendo que una punzada de deseo, como una corriente eléctrica, recorriera mi cuerpo con un pequeño espasmo.

Anhelante, de forma casi impaciente, cerré los puños y me mordí el labio tratando de contener el ansia que me invadía y que, en este punto, sólo podía ser saciada por el más íntimo contacto masculino.

Para mi sorpresa algo húmedo y rugoso rozó mi pezón derecho al tiempo que una ligera succión estiraba sensitiva piel de alrededor. Unos dientes invisibles capturaron la cúspide de mi pecho con suma delicadeza, ejerciendo una presa sensual que no hacía sino arrancar oleadas de placer por todo mi cuerpo. Con un movimiento reflejo traté de cerrar las piernas, de ejercer algo de presión que aliviara la necesidad que se había desatado entre mis muslos. Pero cualquier movimiento era insuficiente, con la rapidez nacida del deseo traté de bajar mi mano derecha hacia la flor escondida entre mis piernas para desatar la pasión que estaba abrasándome. No obstante una firme presión en la muñeca retuvo mi mano. Lejos de sentir miedo o desconcierto, con los ojos aún cerrados, no pude dejar de imaginar una presencia masculina que mantenía mis manos lejos de su objetivo último, de la presa que le correspondía por derecho propio.

Mientras me debatía sin demasiada convicción contra mi aprehensor invisible sus besos dejaron de atender mi pecho para comenzar un errático periplo hacia mi vientre dejando, a cada paso, las ardientes huellas de sus labios sobre mi piel.

Igual que el cervatillo herido que decide rendirse al cazador abrí mis piernas en muda invitación para aquellas húmedas caricias. Durante unos segundos no ocurrió nada, como si mi captor supiera que yo anhelaba el sabor de sus labios en mi interior y quisiera aumentar mi expectación. Con el reproche del amante despechado en mis labios abrí los ojos para, muda de asombro, contemplar la esbelta figura masculina apoyada junto a mí. La luna llena, como una pálida promesa, se recortaba a su espalda haciendo que sus facciones quedaran ocultas entre las sombras, sin embargo su sonrisa era perfectamente visible, unos dientes blancos que se dibujaban entre unos labios carnosos. De igual manera podía seguir el contorno de sus músculos, débilmente marcados bajo la piel, aunque en su rostro, además de la sonrisa, sólo podía distinguir unos ojos oscuros como la noche que engullían mi mirada arropándolos en una promesa de placeres innombrables.

Una parte de mi, no sé si la más despierta o sólo la más lógica, me decía que debería estar sorprendida y asustada, pero el resto, la mayoría de mi ser, sólo quería que aquel hombre la abrazara y arrancara las sensaciones que aún permanecían ocultas en mi interior.

En respuesta a mi mudo deseo el desconocido enterró su boca en las profundidades de mi ser mientras con sus manos acariciaba mis pechos con más vehemencia, haciendo que todo mi cuerpo vibrara al son de unas notas que sólo el y yo podíamos oír.

Con un impulso inconsciente mi espalda se arqueó tratando por todos los medios que el placer fuera mas intenso aún, deseando que aquel apéndice húmedo y rugoso explorara completamente las más ocultas cavernas de mi cuerpo.

El placer alcanzó cotas aún más elevadas mientras el cálido fluido de mi sexo se mezclaba con la savia del experto amante. En mi interior sentía, cada vez más próximo el momento culminante que mi cuerpo demandaba desde que comenzara aquel misterioso intercambio. Deseé que aquella lengua no parase jamás de curiosear en mis labios, que continuara un poco más al menos, tal vez hasta sentir la explosión de placer que todo mi ser anhelaba, sin embargo, quizá consciente de mi secreta necesidad, el desconocido se elevó sobre mí y, en un único movimiento, sin darme tiempo a reaccionar siquiera, se abalanzó hendiendo mi cuerpo con el suyo, introduciendo su vibrante virilidad entre los sensibles pliegues de mi carne, haciendo que su calor colmara mi interior y arrancando de mi boca un profundo gemido de placer.

En aquel punto mi cuerpo se rindió completamente a las oleadas de placer que aquel hombre me procuraba. Sus embestidas se hicieron cada vez más profundas y rítmicas obligándome a cerrar los puños alrededor de las sábanas en un espasmo incontrolable de éxtasis.

Jadeante, con la piel bañada en sudor y el pelo pegado a mi frente levanté la cabeza y exhalé el último gemido que aquel miembro masculino iba a robarme aquella noche.

Estaba agotada, exultante en la cima de un placer que recorría mis entrañas y parecía no tener fin, con un espasmo el torbellino sensual en el que me encontraba estalló como una bomba en mi interior y un río de calidez se derramó en mi interior haciendo que alcanzara, al fin, la cúspide, un orgasmo que hasta entonces se había mostrado esquivo.

Todos los músculos de mi cuerpo se relajaron al instante y, en un gesto inconsciente cerré los ojos abandonándome a la extenuación y a la tranquila saciedad que, como la calma tras la tempestad, invadía mi cuerpo.

Cuando volvía a abrir los ojos la luna llena había descendido hasta rozar el horizonte y la brisa que entraba por la ventana se había vuelto más fresca, como si ella también hubiera calmado su ardiente necesidad. La habitación estaba vacía aunque, por alguna razón desconocida, aquello no me sorprendió en lo más mínimo.

Con gesto indolente me llevé el dedo corazón hasta mis labios y, mordisqueándolo traviesa, noté, entre salobre y amargo, el sabor de mi feminidad. Con lentitud disciplente me envolví en las sábanas y, observando el último rayo plateado de la luna, dejé que el sueño me envolviera igual que minutos atrás había permitido al éxtasis apoderarse de mi cuerpo.

Ernesto Martín Reche

2- Enero - 2005