Incidente Nueva Roanoke (3)
Capítulo III: Abandonad Toda Esperanza (un cuento de ciencia ficción)
CAPITULO III – Abandonad toda esperanza
Los recuerdos han cambiado. Ya no estoy enfundada en un molesto traje presurizado mientras trato de avanzar en el ambiente sin gravedad de la Érebus. Pero las semejanzas continúan. Encabezo la marcha, con mis compañeros a izquierda y derecha. Después de todo, soy el robot, la prescindible. Al fondo de uno de los oscuros edificios, se encuentra lo que parece una puerta abierta, con la oscuridad sumergida en su interior. Esta vez no hay una esclusa con una luz roja parpadeante. Pero tras ella, burlones fantasmas hambrientos aguardan nuestra llegada.
-Prepárate, Lilith. A mi señal.
El chasquido de la comunicación y la voz del sargento en los auriculares del casco me sacaron de mis ensoñaciones. Apreté con fuerza el rifle de pulsos. Mi cerebro positrónico enviaba corrientes eléctricas masivas a mis neuroreceptores sintéticos, simulando adrenalina. Estaba nerviosa, anticipada al combate.
Hacía cinco minutos, el helipuerto de Base1 nos había recibido en silencio. La pista de aterrizaje se trataba de una secuencia de secciones octogonales de metal prefabricado, cada una de unos doce metros, encajadas para recibir aeronaves de reabastecimiento de Base Hades. Cerca se encontraban cajas recipiente abandonadas, con el último envío de material de la estación espacial, todavía sin abrir. Ningún signo de violencia o lucha. En toda la estructura, el silencio, sólo roto por el viento de Nueva Roanoke aullando, trayendo una sinfonía de lamentos. Era el único sonido. El viento y el barro bajo nuestras botas.
En ese momento, el edificio principal de la Base1 se alzaba ante mí. Una oscura mole de cuatro pisos que debía constituir una suerte de torre de control, vislumbrándose contra el encapotado cielo. Allí debían encontrarse el centro médico, los laboratorios de investigación, el refectorio y los aposentos de los colonos. El sargento decidió empezar la exploración por ahí y nos habíamos encaminado hacia la fantasmal figura.
Atrás quedaba un alto muro de metal y hormigón, cubierto por alambradas y concertinas. Supuse que por protocolo ya que ningún informe mencionaba fauna peligrosa en Nueva Roanoke. Las puertas del muro estaban abiertas, como si se nos invitase a entrar.
A mi derecha pude observar un par de edificios, utilizados como almacén para maquinaria y repuestos y un hangar para una intacta nave de exploración.
Ante nosotros se hallaban las puertas del edificio principal parcialmente abiertas, la oscuridad casi tangible en el interior.
-Adelante.
-Recibido.
Corrí lo más rápido que pude hacia el interior. ¿Qué esperaba encontrar? ¿Ráfagas de disparos? Eso era para lo que se utiliza principalmente a los androides en combate. Atraer el fuego enemigo mientras los soldados humanos determinan de dónde provienen los disparos y neutralizan al enemigo. Me sentí algo estúpida tras parapetarme tras unas cajas y echar un rápido vistazo a mi alrededor.
Nada. Ningún disparo como bienvenida. El lugar estaba desierto.
-Todo despejado.
Mis ojos terminaron de acostumbrarse a la oscuridad, rota por unas claraboyas en el techo. Reinaba una penumbra grisácea, casi submarina. Submarina por el color de la luz, porque los muros gruesos aislaban del exterior y porque algún efecto acústico amortiguaba de forma notable voces, pasos, ecos. El interior era diáfano, ni tabiques ni vigas, una gran estancia circular.
Observé con cautela. Curiosamente, no sentí aprensión, sino una sensación extraña. Como si... Como si estuviera donde debía estar. Como si algo me hubiera conducido hasta este lugar. Como si fuera... Mi destino.
Aunque fue imposible reanudar el suministro eléctrico, no tardamos mucho en registrar el lugar de cabo a rabo. Aunque sólo éramos un pelotón de diez soldados, nos dividimos en parejas y recorrimos los comedores, área de reciclaje y tratamiento de basuras, áreas médicas y las estancias de los colonos. Estaban completamente desiertas, aunque había signos de actividad reciente: comida a medio consumir, holorrevistas sobre los camastros con los cargadores de batería por la mitad. Pero ningún alma. Completamente vacío. Nueva Roanoke hacía honor a su nombre.
Algunos de los soldados informaron de bruscos cambios de temperatura y de escuchar conversaciones tras puertas que conducían a habitaciones vacías, pero el sargento lo desechó como producto de la imaginación desbocada de reclutas novatos, amen de una tremenda bronca y de amenazarles con más días de arresto de los que pudieran imaginar cuando regresasen de la misión si seguían hablando de estupideces y cuentos de miedo.
Maeve me comentó por la frecuencia privada del comunicador que su compañero y ella habían llegado a un almacén con una oscuridad casi sólida e impenetrable por ninguna luz. Ambos prefirieron no comunicarlo al sargento.
Uno de los informes, en cambio, sí interesó al sargento.
Laszlo y otro soldado llamado Durgan exploraron las oficinas del fondo de la planta baja. La primera y segunda resultaron ser lo que se esperaba. Espacios vacíos con cuatro paredes desnudas. En la pared del fondo de la tercera había una gran abertura rectangular, con unas paredes de ascensor arrancadas. Como simple medida de seguridad mal concebida había una simple barra de hierro a la altura de la cintura. Un ascensor que descendía.
Pero aquello no tenía sentido. Los planos que el Mando nos había proporcionado de la Base1 no mencionaban que hubiera ningún piso subterráneo. Toda la estructura se hallaba en la superficie, no había nada bajo tierra.
Algunos otros accesorios oxidados de acero, que aún colgaban de la pared, sugerían que hacía bastantes años el ascensor se hallaba oculto detrás de algo, quizás un armario o una estantería corredera.
Todo el pelotón nos reunimos frente al elevador. Me puse en cuclillas mientras examinaba el ascensor por debajo de la barra. La cabina y el mecanismo del ascensor habían desaparecido, como si hubieran sido retirados. Un vistazo con la linterna me permitió ver una caída de, por lo menos, más de tres pisos. El único acceso posible era una escalerilla de mantenimiento clavada en la pared del hueco.
-Prepárese a explorar, Lilith.
Respiré profundamente mientras pasaba un dedo por las puertas del ascensor. Hinqué la rodilla y palpé la negrura frente a mí, que parecía ser de una profundidad difícil de calcular. Un agujero negro que parecía unir nuestro extraño universo a otro aún más extraño.
-Señor, el óxido indica que esta infraestructura tiene bastante más de cinco años. Según tengo entendido, la antigüedad de la colonia es infer...
-¿Tengo cara de ser un puto arqueólogo, soldado Lilith? Limítese a cumplir las órdenes.
Me encogí de hombros mientras ajusté mi revolver a la pistolera.
-Sí, señor, lo que usted diga, señor.
Me agarré a uno de los accesorios de acero mientras aseguraba la linterna a una de las correas de mi pecho. Necesitaría las dos manos para bajar. Miré por última vez a mis compañeros. Ninguno dijo nada. Me pareció ver una mirada de aprensión en los ojos de Maeve, pero a lo mejor me lo inventé. ¿Les importaba? ¿Acaso estaban preocupados por lo que pudiera pasarle a un androide? Era dudoso. Sin duda, respiraban aliviados por no ser ellos los que arriesgaban su culo.
Me impulsé hacia arriba hasta que me encontré agazapada con ambos pies a la barra que obstruía la abertura. Metí una mano en el hueco del ascensor, busqué a tientas un peldaño de hierro, me agarré a uno y saqué los pies de la barra para ponerlos en la escalerilla.
Descendí hacia la negrura.
A pesar de la densa oscuridad me di cuenta de cuándo llegué a la abertura donde estaban las puertas del ascensor del sótano, un piso más abajo de donde esperaban mis compañeros. Agucé el oído. Nada. Ni un susurro. Sólo la atronadora oscuridad, rota por el ténue resplandor de mi linterna. Conecté la frecuencia del vocotransmisor.
-Parece cerrada, sargento. Desciendo un nivel más.
-Proceda, soldado Lilith. -La voz de mi superior sonó entrecortada, con estática.
Bajé otro nivel mientras miraba hacia la parte superior de la escalerilla. Quizás Maeve se asomaba sin verme, igual que yo no la veía a ella. Estaba sudando, en parte debido al ejercicio físico y en parte ante la inminencia del peligro.
Aferrada a la escalerilla con una mano, busqué la abertura a tientas con la otra, la encontré, alcancé la esquina y descubrí que aquel nivel, al igual que el de arriba del todo, no tenía puertas, ni siquiera ninguna barrera de seguridad. No me costó nada saltar con agilidad, salir del hueco del ascensor y entrar en el subsótano.
Pensé en sacar mi pistola, pero no parecía que hubiera ningún sonido ni ninguna amenaza cercana. Me pegué a la pared, y pude sentir la frialdad del hormigón a través de las capas aislantes del mono de combate.
Sentí la necesidad de respirar hondo. Pero era parte de la programación rutinaria. Realmente no necesitaba hacerlo para sobrevivir. No obstante, respiré. El aire parecía algo viciado, con un sabor levemente amargo. Como si llevase tiempo cerrado. A pesar de que hacía pocas semanas la Base1 de Nueva Roanoke albergaba más de cuatro mil personas. ¿Cómo era posible? Mi programación lógica indicaba una única respuesta: Aquellas dependencias ya existían antes de la llegada de los colonos.
Apunté con la linterna a mi alrededor. A derecha e izquierda se alejaban sendos corredores de unos dos metros y medio de ancho, con suelo de baldosas grisáceas y paredes de cemento pintadas de azul pálido. Seguí la que me parecía que recorría toda la longitud del edificio principal. Unas anticuadas luces fluorescentes apagadas colgaban del techo, a veces arrancadas.
Arrugué el ceño. El corredor de la izquierda desembocaba inexplicablemente en una pared desnuda. A la derecha, en cambio, había dos habitaciones esperando tras sendas puertas de plastiacero macizo sin pintar y sin indicaciones de ninguna clase. No tenían pomo. La primera puerta tenía una especie de palanca, sin ojo de cerradura, pero con una ranura para insertar algún tipo de tarjeta de identificación. La cerradura electrónica debía haber quedado inutilizada al no haber suministro eléctrico, pero la puerta estaba firmemente cerrada.
-¿Sargento? ¿Qué debo...?
La estática fue la única respuesta. La comunicación se había interrumpido. Puede que por haber descendido demasiado, o quizá por los materiales a mi alrededor que distorsionaban la comunicación.
-¿Sargento? ¿Sargento? Aquí Lilith. ¿Sargento?
Con algo de sorpresa, descubrí que mi voz se había convertido involuntariamente en un susurro. No tanto por evitar que alguien me oyera, pues todo estaba desierto, sino porque aquel lugar me provocaba el mismo efecto que un santuario religioso, un hospital o un salón funerario.
Sonreí. Aquella misión me estaba provocando cada vez más sentimientos humanos. Aquel lugar me provocaba escalofríos. ¿Miedo? Improbable. Pero abracé aquel sentimiento y lo saboreé. Aún en aquella situación intranquilizadora, una parte de mi interior se alegraba por poder demostrar a los humanos que yo también era humana.
Pero... De verdad ¿era humana?
Sin poder evitarlo, mis recuerdos retrocedieron hasta la noche anterior, la última antes de desembarcar en Nueva Roanoke. Me hallaba en el camarote de Maeve...
-Joder, cariño, qué bien lo haces...
La mano de Maeve me acariciaba el pelo, suavemente pero con cierta sensación de urgencia, empujando mi rostro hacia su húmedo sexo abierto. Su aroma embriagador inundaba mi nariz, embadurnada ya de sus efluvios. Había comenzado lentamente, besando su rosada carne, oliéndola, sintiendo el calor que emanaba de ella. Pero ella no había podido resistirlo.
Jadeando de deseo, con una mano me había agarrado por su nuca y casi me había estrellando contra su sexo, empapándome todo el rostro. Viendo que la muchacha no se inclinaba por preliminares románticos, saqué la lengua y recorrí todos sus labios. Pronto, abriendo su coño con mi lengua, localicé su clítoris, duro e hinchado.
Maeve gruñó, mientras ponía los ojos en blanco y echaba su cabeza hacia atrás, chocando con la almohada de su camastro. Sujete sus desnudas caderas, mi cabeza entre sus muslos, para intentar que dejara de agitarse.
-Sigue... ¡Por favor, sigue!
Mi boca se llenó de sus jugos cuando empezó a explotar, sentí cómo su coño palpitante se descargaba en mi boca. Maeve jadeaba fuera de control, sus muslos temblando casi espasmódicamente. Bajé el ritmo, centrándome sólo en lamer sus labios y recoger los fluidos que salían de su vagina.
Una voz sonó a mi espalda.
-Joder, Maeve, córtate un poco. Gimes como una puta. Se te oye desde el pasillo.
Se trataba de otra de los soldados, Raquel. Una muchacha morena de cabello corto. Había entrado a recoger algo del petate al lado de su camastro. Las dos soldados compartían uno de los camarotes provisionales para los soldados en la Estación Hades.
-Bufff... Ha sido la hostia.- Maeve se reponía lentamente, jadeando tras el fuerte orgasmo. Sus preciosos pechos subían arriba y abajo, por la agitada respiración -¿Quieres probar tú ahora?
-¿Yo? ¿Con un cacharro de esos? Ni de coña. Es como montárselo con una tostadora.
Odiaba que hablasen de mí como si no estuviera presente. Algo muy común en los humanos.
-No digas eso. Lilith es una más de nosotros. Una soldado más de la 9ª Sección del XXII Batallón de Defensa Colon...
-No me vengas con ese rollo, tía. Es un jodido robot.
-Dougal nos ha explicado que tiene conciencia de sí misma y que...
-Venga coño, no flipes. Es un puto cacharro, construido para obedecernos. Si le pinchas no brotará sangre, sino esa asquerosa solución blanquecina artificial que tiene dentro. Una vez salí con un chico telépata. Me contó que si leías la mente de una de esas cosas, no se captaba nada. Vacío. La negrura absoluta. No tienen alma.
Raquel localizó finalmente lo que buscaba en sus pertenencias y se dispuso a salir de la habitación.
-Pero... -Repuso Maeve.
-Venga, Maeve, siempre has sido una tonta enamoradiza, ¿ahora vas a ser de uno de esos grupos de perroflautas comeflores que quieren la igualdad de derechos con los robots?
-No, yo...
-Espabila tía. Además, mañana a primera hora vamos a salir hacia Nueva Roanoke. Intenta dormir un poco.
Maeve y yo nos miramos cuando sonó la puerta al cerrarse. Mis ojos ardían, las lágrimas a punto de brotar. Algo en su mirada había cambiado. No sé interpretar muy bien las emociones en los humanos, pero podía ver la duda en sus ojos.
Me levanté del camastro en el que nos hallábamos acostadas las dos y empecé a vestirme. Supliqué, imploré, rogué en silencio, que Maeve dijese algo. Que no estaba de acuerdo con Raquel, que no hiciera caso de esa idiota, que me quedase con ella, que la abrazase. No me importaba ni siquiera que me lo ordenase.
Cuando salí de la habitación, Maeve todavía me contemplaba estúpidamente, sin saber qué decir.
Volví al presente. Contemplé en silencio la primera de las dos puertas del pasillo, mientras las lágrimas resbalaban por mi mejilla. No hice ningún esfuerzo por enjuagarlas. Simplemente me pregunté cómo echarla abajo. Parecía demasiado sólida. De plastiacero macizo. Quise empujarla, golpearla, destrozarla y derribarla, una reacción demasiado humana.
Pero mi cerebro lógico llegó a la conclusión de que puede que mi estructura se dañase en el proceso. Quizás, como último recurso. Pegué un oído a la puerta. Nada. El silencio más absoluto.
Me dispuse a inspeccionar la segunda puerta. Para mi sorpresa, al accionar la palanca, la puerta se abrió sin dificultad. Como un destello, saqué la pistola de mi funda con una mano mientras con la otra apuntaba con la linterna a la oscura estancia.
La habitación no era demasiado grande. Parecía algún tipo de laboratorio. En ella había una serie de ordenadores y varios terminales informáticos. Algún tipo de material científico con el que no estaba familiarizada se hallaba desperdigado por una de las mesas: Probetas, matraces, densímetros, tubos de ensayo, junto con algún tipo de maquinaria.
Me aseguré de que no hubiera ningún tipo de amenaza aunque la habitación estuviera vacía. Después, accioné los ordenadores. Un esfuerzo inútil. No disponían de ningún tipo de electricidad. Accioné el puerto USB que tenía neuroimplantado en la muñeca. De nuevo, sin resultado alguno. Me mordí el labio, frustrada. Puede que en esos ordenadores estuviera la clave de lo que había sucedido en la colonia perdida.
-Por favor... ayúdame...
Me volví lo más deprisa que pude, apuntando con el arma, con el corazón a punto de salirse por mi boca.
La habitación estaba vacía. Pero yo había oído una voz pidiendo ayuda. ¿De dónde demonios...?
¿Quizás me estuviera volviendo...? ¿Loca? Era imposible. Era un androide de última generación. Un STERNACH-X-4000. Los robots no podemos volvernos locos, y no se había detectado errores en mi modelo.
-Por favor... ayúdame...
Enseguida detecté que la voz procedía de un terminal encima de la mesa. Pero no había electricidad. Deduje que debía operar con algún tipo de batería que todavía no se había agotado. Me acerqué con precaución.
-Aquí la soldado Lilith. ¿Puede oírme? ¿Necesita ayuda? ¿Quién es usted?
Tras casi medio minuto, el aparato volvió a emitir una voz tenue, con murmullos de estática.
-Por favor... ayúdame...
Una grabación que se repetía una y otra vez. Maldita sea. Otro misterio. Volví a explorar las mesas, con la esperanza de encontrar algo que pudiera arrojar luz sobre todo aquello.
Sobre una de las mesas se hallaba una anticuada libreta de anotaciones. Rápidamente la cogí mientras la enfocaba con la linterna. Deposité la pistola sobre la mesa para poder estudiarla con algo de detenimiento.
Al abrirla, pude ver que se trataba de una especie de diario de uno de los científicos de la colonización. Sin duda alguien extravagante y chapado a la antigua que necesitaba plasmar el resultado de sus experimentos en un arcaico cuaderno de papel sintético. Casi todas las páginas eran galimatías de ecuaciones y números y símbolos algebraicos que era incapaz de comprender. Intenté acceder a mis bancos de datos en la Red y descargarme los suficientes conocimientos de Física Aplicada para comprenderlos, pero, como sucedía con la comunicación con mis compañeros, no pude acceder a ellos.
Así que pasé las páginas sin entender nada de lo que ponía. Pero de vez en cuando alguna anotación al margen me permitía leer alguna frase inteligible.
Aquello no parecía poder aportar ningún indicio sobre lo ocurrido a la colonia. Pero un detalle llamó mi atención. La cuidada caligrafía parecía haber degenerado en una letra irregular y algo desquiciada en las últimas hojas del cuaderno.
“El proyecto ha sido un éxito parcial. Introduciendo las variables de las anotaciones encontradas en los sótanos el resultado es que aumenta de forma significativa la producción de energía del campamento con técnicas no aceptadas por la física convencional. Parece que el tope de la producción se relaciona con los sueños de caídas y los terrores nocturnos. El alineamiento omega estará pronto listo”.
Fruncí de nuevo el ceño. ¿Qué demonios era todo esto?
-Por favor... Ayúdame...
Me sobresalté de nuevo al escuchar la grabación. Rocé la pistola y enfoqué de nuevo con el foco de la linterna primero a la mesa y luego a la puerta. No se veía nada. ¿Sentía miedo? Volví a leer las inscripciones al margen de las hojas.
“El gusano. Algo nos ha encontrado desde un lugar donde el tiempo y el espacio es diferente al nuestro. Nos busca. ¿Para qué?”
Seguí pasando las páginas mientras dudaba de la cordura del escritor de aquella libreta.
Las ecuaciones y fórmulas matemáticas cesaron y el cuaderno se convirtió en una especie de diario.
“Existe una consciencia ajena al tiempo e inferior al espacio. Es un laberinto de deseo y desesperación. Los seres que construyeron las instalaciones anteriores a nuestra llegada lo llamaban “el gusano a la espera”. Varios de nosotros lo hemos visto. En nuestros sueños, en nuestras pesadillas, ahí fuera, donde la gravedad atormenta al vacío. Pero ¿qué es?”
La letra era cada vez más difícil de descifrar.
“Te amo. No es lo mismo escuchar esta frase en los labios de un amante, o dirigido a un café caliente, a tu mascota, al líder de la Federación Terrana de Mundos, o pronunciada por un extraño sentado junto a ti en la última fila de un vagón vacío del último transporte público nocturno. Pero ¿qué significa cuando lo expresa una entidad desconocida en las profundidades del espacio?”.
La escritura era tan errática que era incapaz de entender lo que estaba escrito. Pasé varias hojas.
-Por favor... ayúdame...
Me planteé muy seriamente destrozar a culatazos aquel terminal infernal.
“La teoría de mi colega el doctor Yun sugiere que las anomalías temporales que hemos encontrado son la causa del gusano. Es un nudo enredado en una paradoja que se ha vuelto consciente; un nexo intemporal de conciencia y deseo. Su causa, o su deseo... es difícil de determinar algo así.
Yun se opone a utilizar el alineamiento omega para llamarlo. Pero ¿y si lo hiciéramos? Seguro que algo sucederá. Esto es muchas cosas, pero sobre todo es ciencia.”
Pasé varias páginas.
“Parece que le interesamos personalmente. Existen pruebas matemáticas de que nos quiere, pero el amor del gusano no es como el amor para el resto de cosas que subsisten en el espacio ordinario.
Con lo que hemos aprendido, creemos que podemos usar el alineamiento omega para abrir una vía de acceso, un punto de entrada para que el gusano se manifieste en nuestro sistema... O quizás debería decir realidad. ¿Qué consecuencias tendría esto? No hemos encontrado a nadie capaz de dar una respuesta.
La inmortalidad, quizá, o el apocalipsis. Pero sin duda aprenderíamos mucho. Quizás el gusano nos quiera y quizás nosotros podríamos querer al gusano”.
Varias páginas habían sido arrancadas. Leí con ansiedad las últimas páginas.
“No puedo tolerar que Yun me impida conectar el alineamiento omega. No lo permitiré. El gusano nos ama. Cuando me encargue de Yun conectaré los aceleradores y desviaré la red energética de Base1 para despertar la pseudosingularidad del núcleo del alineamiento. El gusano nos ama. Nos enfrentará a nuestros miedos para que podamos afrontarlos. Si somos lo suficientemente fuertes, los superaremos. Ascenderemos. Él nos ama. NOS AMA NOS AMA NOS AMA NOS AMA NOS AMA NOS AMA NOS AMA NOS AMA NOS AMA NOS AMA NOS AMA NOS AMA NOS AMA NOS AMA NOS AMA NOS AMA NOS AMA NOS AMA NOS AMA NOS AMA NOS AMA NOS AMA NOS AMA NOS AMA NOS AMA...”
Una tarjeta magnética cayó desde la última hoja, como si hubiera estado intercalada entre las últimas páginas. Me agaché para recogerla.
Mis ojos se abrieron como platos cuando la leí.
“Tarjeta identificativa AX2098ARF000761 Nave Espacial USCCS Érebus”
La luz de la linterna tembló. ¿El Érebus? Pero aquel era el pecio espacial en el que yo... el de mis recuerdos... mis pesadillas... Aquello era imposible.
-Por favor... Lilith... Ayúdame...
Cerré los ojos con fuerza. ¿Qué significaba todo aquello? ¿Me estaba volviendo loca?
Dicen que hay que tener cuidado con lo que se desea porque puede llegar a cumplirse. Quería experimentar las sensaciones como un humano más. Un frío recorrió mi columna vertebral artificial, mientras una corriente eléctrica traducía aquello a mis neuroreceptores sintéticos.
Miedo.
Mi cuerpo pareció movido por una consciencia propia. A pesar de saber que iba a realizar algo irracional, así con fuerza la tarjeta y me encaminé a la primera habitación. Me sentí desconectada. Como si hubiera salido de mi propio cuerpo y pudiera verme desde fuera.
Respiraba agitadamente, sosteniendo la linterna mientras contemplaba de forma estúpida la puerta. Mis circuitos lógicos chirriaban. Era absurdo. Ridículo. No había corriente. La cerradura magnética no podía funcionar.
Sin embargo, introduje la tarjeta de aquella nave negra y maldita en la ranura. Un click resonó en el silencio y la puerta se abrió lentamente, sin emitir el más mínimo ruido, como si el mecanismo estuviese perfectamente engrasado.
Primero me dio una sensación de gelidez, como si la temperatura hubiera descendido más de diez grados, de quince, de veinte, como si aquella habitación estuviera congelada. Una bruma extraña, helada, pareció tragarse la luz de la linterna.
Entonces me golpeó el hedor, abriéndose camino como una brisa desde el interior. No era del todo abrumador, pero era fuerte y agresivo, pegajoso, dulce, a podrido y moho, acre y ardiente, todo a la vez, un hedor que penetró mi nariz y me invadió mi cerebro de iridio.
Mi mano temblaba mientras enfocaba el contenido de la habitación. Pero aquello era imposible. Los robots no tiemblan. Durante un momento, tuve la sensación de que la fría habitación estaba repleta de gente que, de pie, me contemplaban. Tuve que llevarme una mano a la boca para ahogar un grito que pugnaba por salir de mi garganta.
El terror me paralizó.
Como a un vulgar humano.
Huesos.
Huesos colgados. Esqueletos que tableteaban con la gélida corriente de aire. Cuerdas entretejidas y anudadas sobre unos ganchos grandes y de aspecto perverso incrustados en el techo y que luego rodeaban con un nudo corredizo los cuellos casi descamados de varios esqueletos decolorados, con unas calaveras sonrientes que me miraban desde unas cuencas ensombrecidas y vacías.
¿Cuántos había? ¿Cuántos esqueletos colgados en esta cámara que parecía extenderse sin fin en todas direcciones? Demasiados para distinguirlos a todos, demasiados para poder contarlos.
Una sensación de terror, imposible en un robot, me atenazó. Me sujetó las tripas y las retorció, paralizándome mientras la información iba siendo asimilada por mi cerebro.
Los esqueletos no estaban descamados del todo. En la mayor parte todavía colgaban tiras de uniforme de una nave espacial, ristras traslúcidas de nervios, el reflejo de brazaletes metálicos, algún mechón suelto de pelo atrapado en un hueso astillado. Varios de los huesos tenían aspecto de haber sido golpeados con un cuchillo, raspados. Como si los hubiesen... rebañado.
La tétrica música de los esqueletos traqueteando lentamente unos contra otros llenó mis oídos.
Había cientos de huesos esparcidos por el suelo, tiras de carne corrupta, charcos y manchas de fluidos viscosos congelados.
Mi mano todavía permanecía tapando mi boca, aunque era incapaz de pronunciar una palabra. Mi cerebro intentó imponer un poco de lógica por encima de aquel grotesco espectáculo. Aquellos no podían ser los colonos de Nueva Roanoke. Nadie se descompone así en pocos días. Era imposible. La escena era irreal, como si fuera una visión, un espejismo, una pesadilla.
Fue entonces cuando los vi.
Cerca, tan cerca que podía haberlos tocado si hubiera querido, había cinco cuerpos humanos en mejor estado. Cuatro hombres y una mujer, desnudos, azules y grises, espolvoreados con cristales de hielo que parpadeaban bajo aquella tenue luz, empalados también en ganchos.
-Ayúdame, Lilith... Por favor...
Unos afilados pinchos metálicos sobresalían de las costillas rotas y la carne desgarrada. Otras heridas decoraban los cuerpos. Dedos seccionados, muslos cortados y algún brazo amputado, así como uno de los abdómenes abierto, con las vísceras extraídas y vaciadas.
El gancho giró y pude ver el rostro de uno de ellos. Los ojos parecían mirarme, abiertos, congelados, como si todavía dispusieran de una vida falsa. Una sensación terrible me invadía. Una sensación de... dejà vú.
Le conocía.
Pero era imposible.
Johnsos. Uno de mis compañeros de la nave de rescate HLS Calipso.
Quizás los robots no creen en dioses. Pero en ese momento yo creí en el infierno.
Mi espalda chocó contra la fría pared del pasillo. Ni siquiera había sido consciente de caminar retrocediendo de aquella escena. La puerta fue girando lentamente hasta cerrarse de nuevo.
En aquel momento, la comunicación por los transmisores se reanudó. Un tremendo galimatías me ensordeció.
Un violento estallido de ruido blanco y estático. Después, gritos. Disparos. Rugidos. Voces implorando auxilio. Lamentos de dolor cortados abruptamente. Gritos de puro terror que ascendían en un terrorífico in crescendo. Me llevé la mano al transmisor.
-¿Sargento? ¿Sargento? ¿Qué...?
Entre la cacofonía de ruidos pude captar la voz de Maeve quebrada en sollozos, un lamento de dolor que me encogió el corazón.
-Ayúdame... Ayúdame...
No sé si por activarse la Primera Ley Robótica: “Un robot no hará daño a un ser humano, o por inacción, permitirá que un ser humano sufra daño”, pero me vi capaz de sacudirme de la parálisis que me aturdía y correr a toda velocidad hacia el hueco del ascensor.
Dirigí mi linterna hacia arriba y después al fondo del hueco. Las tinieblas se tragaron el haz de luz sin revelarme alguna profundidad. No podía sujetar la linterna ni la pistola y a la vez trepar, así que guardé ambas en cinturón y pistolera y me dispuse a subir.
Los ruidos arriba parecían haber cesado completamente, y pensé en detenerme antes de asomarme por la puerta de la base, unos peldaños por debajo. No podía hacerlo. La autoprotección del androide es inferior en la escala a la de un humano en peligro, así que me impulsé hacia arriba y me agarré a la barra de sujeción.
El espectáculo era dantesco.
Varias linternas en el suelo permitían ver la estancia desde la que había descendido minutos, horas antes. Toda una vida. Los soldados humanos, mis compañeros, se habían masacrado entre sí. Sus cadáveres yacían esparcidos por el suelo, la sangre salpicando suelo y paredes. El sargento, Dougal, Maeve, Isabel... Varios de los soldados parecían haber sido abatidos a disparos. Otros habían fallecido estrangulados o a golpes.
La maldición de Nueva Roanoke se había vuelto a cobrar su precio en sangre.
Fue entonces cuando una figura enfocó la luz de la linterna contra mi rostro y me vi cegada. Durante un instante, pude contemplar un rostro que me costó reconocer por estar deformado por la ira y la locura.
-¿Víctor?
Sentí el frío cañón de una pistola que se posaba casi suavemente en mi frente.
-Los he... los he matado a todos... yo no... yo no quería... pero no eran ellos... Tienes que creerme... Me espiaban cuando creían que no les veía... Sus ojos... no eran humanos... Tienes que...
-Víctor, cálmate. Deja que...
No escuché la detonación. El disparo me voló la mitad de la cabeza. No sentí nada.
Mis manos, inertes, se soltaron de la barra por el impulso del impacto y me precipité en la oscuridad del hueco del ascensor.
Las tinieblas me engulleron mientras dejaba de funcionar.
Continuará...