Incesto Gay Virgen (ROMÁNTICO)

Extracto de la novela “A partir de ahora somos hermanos de sangre”. Autora: Francesca Stone Yaoi, incesto, hermanos, lgbt, lgtb, virgen,

Lanzar la moneda

Las luces de las farolas permiten una leve visión anaranjada a través de las cortinas cerradas. Sobre el confortante abrigo de su cama, los ojos de Anthony están bien abiertos: está pensando.

¿Qué es lo que está dispuesto a perder: un hermano, un novio, un... amante?

Ni siquiera puede hallarle el sustantivo.

Primer novio o primera pareja, el título no importa. Todo resulta en si él será la persona que se va a llevar su infinidad de primeras veces. Ya se había llevado unas cuantas, de hecho.

Es tan absurdo, tan repentino; cómo Marc le ha besado, abrazado, invadido vilmente su espacio sin pedir su aprobación. Y sin embargo, lo ha conseguido: aquí está él, cuestionándose si está dispuesto a repetirlo infinidad de veces de forma consensuada, y todo por ese estúpido y cuestionable: «¿Quieres salir conmigo?»

Y es que esas palabras tienen una única traducción posible: tener sexo. Porque tampoco es como si fuese a ser más que eso, ¿verdad? Siendo hermanos es imposible plantearse algo diferente, porque no van a ir por ahí cogidos de la mano, ni se lo van a contar a sus amigos o a su madre. No sería nada más que tener sexo sucio a disposición prácticamente las 24 horas del día, no habría sentimientos. Todo sin complicaciones. Supone que para Marc tampoco hay otro entendimiento posible.

No duda de la larga cadena de chicas con las que Marc habrá estado. No hay más que observarle en la escuela. Pero, si tan extensa gama tiene para elegir, ¿por qué ha puesto la mirada en él? Por cercanía, probablemente —supone—. Pero aún así, ¿le compensa que él no sea una chica?

Y, lo más importante: si él está tan inseguro, si tantas dudas tiene; ¿por qué ha buscado en Gugle y se ha limpiado a fondo ese punto tan indecente antes de irse a dormir?

Se esconde bajo el edredón, enredando su cuerpo en la manta hasta chocar con la pared convertido en una masa de croqueta. Pretende cerrar los ojos y dormir, y se queda muy quieto esa postura esperando a que el sueño lo encuentre. No quiere pensar más, pero los recuerdos no dejan de golpearle cruelmente, la sensación de las manos de Marc recorriéndole el cuerpo no se va.

Ah. Esos delicados toques. Que resultan en realidad tan excesivos, siendo no más de uno necesario para ruborizar sus mejillas y hacerle replantearse todo el sentido de su ética y su moral. Es excesivo para su cuerpo, excesivo para su cerebro. Va a volverle loco: con su media sonrisa lasciva adornando sus facciones, su cuerpo perfectamente tallado, con la concisa cantidad de músculo como para hacerle perder el juicio y olvidar el presente; la forma en la que le acaricia la piel, con sus manos tan cálidas que se acercan peligrosamente a puntos que no deberían ser abordados con tanto descaro. Se cree con el derecho de pasearse por su cuerpo y hacer lo que le de la gana. Menudo idiota.

Deja caer la manta cuando se levanta de la cama; con sus emociones entremezclándose, creando un huracán de dudas que se esfuerza por silenciar cuando abre la puerta con cuidado y sale al pasillo. Sus pies avanzan como un autómata.

Que Marc tenga otras novias, que esto sea solo sexo; no es como si esas cosas no importasen. Simplemente su cabeza no sabe qué hacer con tanta presión, no sabe cómo reaccionar; así que su cuerpo se encarga esta vez de tomar una decisión: abre la puerta de Marc.

No tarda en ser notificado.

—¿Anthony? —En mitad de la oscuridad, los ojos azules se abren, soñolientos.

¿Y no está en la sangre de los hombres, el agitarse ante el deseo de sentir gozo? De evadirse, de acortar el espacio y sucumbir a la necesidad de la misma forma en la que necesita nutrirse del aire, del Sol; de comida.

Cierra la puerta.

—Lo quiero —dice solamente.

Marc, ya tumbado y metido en la cama, se incorpora. El intruso no puede evitar sonreír ligeramente: hoy Marc lleva pijama, se lo habrá comprado Ellen. Es uno de esos con la camisa de botones llena de dibujos, como los que él tiene. Estos son ninjas de colorines. Se ve tan infantil, no combina en absoluto con su figura.

Marc se soba los ojos y le echa un vistazo al reloj. No ha llegado a dormirse, pero las visitas "sorpresa" de Anthony tienen como tradición una hora más temprana; hacía rato que había dejado de esperarle.

—¿Qué quieres? —pregunta, terminando de aclararse los ojos con los nudillos.

El menor se acerca, destapa la manta lo suficiente como para dejar visible el cuerpo de Marc, que frunce un poco el ceño al sentir el frío. Luego, a gatas, trepa desde los pies de la cama. Se encarama sobre su denominado hermano. Marc no reacciona, solo da un pequeño bostezo, y recién levantado y tratando de ubicarse en el tiempo, no lo ve venir: desplegando sus finos labios, Anthony saca la lengua. Juega a pasearla por los labios del azabache, y los humedece; antes de juntarlos en un minúsculo toque.

Gratamente impresionado, Marc, aún sumido en una pequeña nube de confusión, no replica la acción: sus labios también se abren despacio; cubren los inexpertos.

—Marc —golpeando con la calidez se su aliento la humedad en los otros, se separa un corto espacio. Y susurra, con lascivia—: Quiero hacerlo...

Y las palabras del menor rebotan en su cabeza, doblemente en su entrepierna; porque jamás habría imaginado que semejante criatura inocente pudiese expresar palabras de una forma tan obscena.

Observa el cuerpo del pequeño a gatas sobre el suyo, con sus ojos verdes afilados, los dientes atrapándose el labio inferior con impaciencia. Se ve tan malditamente sucio e inmoral, que no puede hacer más que relamerse.

Así que, después de las negativas y del continuo rechazo con esa exagerada actitud de prudencia; esto quiere Anthony. Tanto jugar a ser ético, moral, y todas esas cosas tan absurdas, para llegar a suplicarle por recibir un poco más de esa depravación.

—Me he preparado... eso... —balbucea, y Marc esboza una certera media sonrisa.

—¿Para mi? —cuestiona divertido.

Ruborizado en extremo, se limita a asentir de forma queda. Ofrecido como un delicioso caramelo puesto ante la vista de un niño, Marc no tarda en reaccionar: le atrapa el rostro. Anthony apenas puede reaccionar, con la lengua ajena deslizándose entre sus labios. La suya también acude, y sus lenguas se unen en un violento choque de larga vida.

Acaba de despertar, pero todavía no es tan estúpido como para declinar sexo por la nimiedad del sueño. Marc agarra con fuerza sus antebrazos y cambia las tornas. Le pega la espalda al colchón arrancándole un jadeo de sorpresa, tampoco se preocupa del crujir de los muelles. El calor de su aliento le golpea la oreja cuando se inclina sobre ella.

—¿Esto es lo que quieres? —susurra apaciblemente, y se entretiene en mordisquear la carne. Calienta con su aliento y saliva el lóbulo de la oreja, y esta se colorea por la vergüenza.

Anthony cierra los ojos.

Se siente tan bien… Es de nuevo esta sensación, este abrasante calor naciendo justo en el centro de su estómago, descendiendo y ascendiendo; se reparte en todas direcciones. Hasta la última de las puntas de todos sus dedos y sus extremidades. Le despierta un punto escondido entre las piernas.

Frota los labios al no hallar los otros, que están demasiado ocupados en dibujarle un fino hilo de saliva por el cuello. Los colmillos de Marc se le clavan con facilidad en la piel; al principio en toques dulces, pero hinca en cada mordisco un poco más los dientes.

Hace mucho calor. De repente toda su ropa se ve tan sobrante, que si el cuerpo de su hermano se separa un solo segundo lo va a emplear para hacerla desaparecer. Lejos, muy lejos; así podrán ambas pieles acariciarse sin obstáculo.

Entonces los dientes de Marc se hunden en su hombro izquierdo pareciendo buscar el quiebre, descubrir el sabor interno del cuerpo que le llama tan ruidosamente al acto. Duele. Pero también es placentero. Es... extraño.

—Dime, Anthony —susurra—. ¿Qué quieres hacer?

Él busca palabras en su mente confusa, pero Marc sigue regalándole toques y enseguida olvida qué se supone que debe decir, cuál era la pregunta. Intenta abrir los ojos. Todo se ha vuelto difuso, una nube de vapor caliente se ha instalado en su pecho dificultándole el respirar. No quiere pensar, solo quiere seguir, que ese cuerpo vuelva a inclinarse para presionar el suyo, que esos dientes le paseen por la piel y la marquen.

—Yo… —murmura, sus cuerdas son incapaces de encontrar un tono mayor.

¿Y cómo puede Marc verse tan entero? ¿Acaso él no se asfixia, acaso a sus pulmones no les falta el aire? ¿Cómo puede quedarse ahí arriba, guardando ambas pieles a lo que parece tan inmensa distancia?

Desvía la vista al pantalón de su hermano, y el poco aire que resta en sus pulmones se le escapa de un único golpe invisible en el estómago: la tela del pijama de Marc es elástica, lo suficiente como para que un elemento abultado destaque con claridad.

Notando de pronto su garganta increíblemente seca, traga saliva a punto de asfixiarse. La erección se mantiene a solo unos milímetros de su barriga, descansa en el aire; y apenas Marc se mueve, sin querer o queriéndolo, da a parar en su ombligo. No puede retenerlo, un prolongado gemido se libera de sus cuerdas.

Marc le tapa medio rostro con la palma de la mano.

—No levantes la voz.

Él asiente con lentitud.

—Lo siento… —susurra al ser liberado y, cumpliendo la orden, esta vez lo hace más silenciosamente. Vibra y se retuerce, en tensión entre dos actitudes: una pulcra y conservadora, y otra que le hace avergonzarse.

—¿Y bien? ¿Vas a decirme qué quieres? —su tono impasible. Conoce la respuesta sin necesidad de formular la pregunta, solo quiere jugar a molestarle.

—¿Eres tonto? —refunfuña, y le aparta el rostro. Marc sonríe, divertido con el pequeño intento de heroicidad. Prontamente le agarra y redirige el rostro; se acerca a él peligrosamente y junta ambas frentes.

—Si no me lo dices, ¿cómo puedo saberlo? —se burla, deleitándose con los cambios de expresión del menor: sorpresa, enfado, vergüenza, lascivia... un cúmulo de variables expresiones se apoderan por turnos de sus facciones. Es adorable de ver.

Anthony aprieta los ojos por la vergüenza, incapaz de cumplir la indecencia que le está pidiendo, porque aún resta un haz de lucidez en la ventisca que invade sus sienes. Se cuestiona si ha hecho bien en venir aquí, en encaramarse a su cuerpo; y se contesta en una reprimenda: obviamente no.

Ha perdido el juicio, pero ya es tarde para huir, porque su cabeza dibuja con libertad las posibilidades que puede brindarle esta cama, ese esculpido cuerpo y esa mirada penetrante que le fulmina la cordura, y son demasiado apetecibles como para pretender despegarse o afrontar el raciocinio. No quiere huir, quiere que su entrepierna deje de palpitar cada vez que recuerda los besos que Marc le ha robado, las caricias que ha tatuado en su cuerpo; la adictiva sensación que le despierta el riesgo.

—Vamos… —susurra Marc, ronroneante—: Cuéntaselo… a tu hermano mayor.

Y las palabras le aprietan todavía más los pulmones.

No necesita que se lo recuerde. Hermanos, sí, en teoría lo son, ¿pero a qué viene eso ahora? Fastidiado, desvía sus verdes a otra parte. Porque a pesar de lo desagradable, el término ha sonado tan excitante manifestado por esos indisciplinados labios que no puedo hacer más que juntar sus rodillas, avergonzando por el palpitar de su entrepierna.

—El hermano mayor soy yo —se queja pobremente, y Marc suelta una pequeña carcajada: Anthony se ha cubierto los ojos con los antebrazos, y aún así puede verse con claridad la intensidad de sus mejillas encendidas. Avanza entonces su rodilla izquierda, presionando sutilmente aquel pequeño abultamiento. El castaño no puede reprimir otro jadeo.

Duele. Su miembro duele como mil demonios.

Puede sentir las venas hinchadas y el bombeo de la sangre caliente concentrándose en la punta. Le está ardiendo, seguro que si coloca una de sus congeladas manos encima sus dedos se quemarán y quedará marcado; pero Marc sigue presionando, sutilmente, sin ejercer demasiada presión en el sensible punto: lo desplaza un poco, le deja su espacio de vuelta; todo en extrema lentitud.

—Marc… por favor… —suplica, confuso, sin saber bien qué está pidiendo, porque su mente se está vaciando, y el techo y las paredes se difuminan en la oscuridad. La cama queda sumida en el limbo, toda referencia al margen de sus cuerpos desaparece de la estancia y quedan aislados en la nada.

Y así, libre de todo; puede concentrarse en sentir.

—¿Qué quieres, Anthony? —insiste, con un tono tan calmado y altivo que hace al menor enfurecer; aunque le haya hecho vibrar la entrepierna—. ¿Qué puedo hacer para complacerte? —se regodea. Lo está disfrutando. Saborea con sadismo las contradicciones del menor. Sus polos están batallando arduamente, puede verlo en sus ojos temblorosos.

Anthony da un largo pestañeo, buscándose la decencia, pero ya no la encuentra en ningún resquicio; se ha escondido o evaporado. Aprieta los dientes con recelo, porque sobre él, el azabache no emula un fallido pestañeo o un jadeo nervioso, no comparte su conflicto: el deseo de Marc no tiene matices, es de una pieza. Su aspecto irascible y su carácter se imponen sin atisbo de lamento. Anthony lo comprende entonces: Marc ha nacido para arrastrarle a los infiernos. Jadea sonoramente, su cadera se frota sobre el colchón, sus párpados se aprietan, y su pecho entra en combustión. Es incapaz de escaparse, su aptitud para la lucha se disuelve en el ambiente cuando Marc se le inclina y le eclipsa.

—Quiero… —Aprieta los dientes, refugiándose en el fuerte que ha levantado. Se esconde tras sus brazos de la barbaridad que está a punto de decir, y fingiendo una débil atisbo de seguridad, susurra—: Quiero tener sexo contigo, Marc.

Una enorme sonrisa bautiza las facciones del mayor.

—Tus deseos son mis órdenes —se jacta.

Le aparta los brazos, dejando a la vista un par de ojos asustados. Enlaza los dígitos de Anthony con los suyos, y los lleva sobre los mechones castaños para imposibilitarle recrear otro escondite; se inclina y deposita un pequeño beso en la frente.

—Intenta no hacer ruido —dice, volviendo a la tarea de descender por su cuello.

Deshace el enlace de sus dedos solo para deslizarle la camiseta hacia arriba, y deja a la vista un inestable pecho que sube y baja en cada bocanada que toma el menor al tratar de contenerse la voz: Anthony se está presionando el labio inferior con los dientes, transformando lo que resultaría escandaloso en unos breves gemidos que se quedan en su garganta. Pero Marc sigue descendiendo, le recorre la piel con los labios, se detiene para visitar uno de los levantados pezones. Y le succiona suavemente, y le muerde de vez en cuando, de forma desigual, sorpresiva; le despierta en cada toque una sensación nueva. Ejecutando el proceso entero con extrema parsimonia, se regodea en su desesperación.

—Por favor… me duele... —suplica, incapaz de seguir soportando el dolor de entrepierna.

Los ojos azules le devoran, le desnudan con una mirada que grita con ansias de tenerle. Y sin embargo, sus toques son injustos y miserables, definitivamente escasos: le roza la nívea piel a porciones, a fracciones de menos de un segundo. Totalmente insuficiente. Mordisqueando cada palmo de su cuerpo, el azabache le observa de reojo, porque después de jugar a la familia feliz que no folla entre sí, ahora este chico se frota indecentemente contra el colchón y tiembla con sus caricias.

Qué deliciosa ironía. Va a ser muy divertido

—¿Esto te duele? —se burla, tocando con su mano ese punto íntimo. Anthony se encoge, mordiéndose el labio para acallarse, pero un prolongado gemido se le escapa en un murmullo.

El azabache sube hasta su rostro, y con cuidado y el pulgar, le obliga a apartar los dientes. Unas pequeñas marcas se le han quedado grabadas bajo el labio, se ha mordido con excesiva fuerza. Las cejas de Marc se curvan en ligera preocupación.

—Es tu primera vez, ¿verdad? —pregunta, buscando confirmarlo, por si no fuese ya evidente que el chico no ha tenido sexo en su vida. Él asiente, avergonzado.

¿Y qué importa eso? No tiene que preguntarle, no ha venido a mantener una agradable conversación sobre lo penosa que es su vida sexual. Aprieta el ceño, creando una visión jocosamente dispar: su sien expresando exigencia y confrontación, sus ojos tintineando como dos bombillas a punto de fundirse; sus labios pegados bailando con nerviosismo.

—No te preocupes. —Sonríe. Ya se había hecho a la idea—. Lo haremos suavecito por esta vez. —Y le regala un fugaz beso en los labios.

Marc se desabotona la camisa de ninjas, la desecha dejando a la vista un marcado torso. Anthony observa embelesado la escena, fijándose en la vistosa herida de tonos rojos oscuro sobre su pecho izquierdo. La piel de Marc es muy blanca y la herida resalta con descaro. Se le va a quedar una cicatriz muy vistosa, pero al menos le está sanando bien. Los pantalones van al suelo, y enseguida también sus boxers. Se desprende de ellos tan rápido que la imagen aparece de golpe:

Marc… Marc es… muy grande.

Intentando recabar el aire faltante Anthony abre la boca, porque aunque había podido verlo aquel día en el baño, desde cerca el trozo de carne se vuelve aún más imponente.

Sus pulmones se han vaciado de pronto y las palabras no pueden salir de su boca porque no es capaz de juntar sílabas para formar una frase; porque, con Marc en pie y su miembro por completo erguido, eso... esa cosa... no deja de mirarle.

—M-Marc… —tartamudea con torpeza. Su hermano vuelve a colocarse encima, y él, tratando de buscar el adjetivo apropiado, carraspea antes de pronunciarse—: Eso no es... posible —murmura, y Marc, con los labios a escasos centímetros de su objetivo, se detiene.

Se aparta del menudo cuerpo y se acomoda en el otro extremo de la cama con los brazos extendidos hacia atrás. Su gesto es relajado, tiene las piernas cruzadas, la barbilla ladeada y la vista descansando en el suelo.

—Anthony —le llama. Él se incorpora, y se encuentra de bruces con la atenta mirada del azabache—. Quítate la ropa.

Su cuerpo sufre un pequeño escalofrío, porque no sabe si su hermano se ha pronunciado como una petición o una orden. Marc le está mirando, su rostro está serio y tiene las cejas inclinadas con decisión. Anthony lo entiende de pronto: desde que ha cruzado el umbral de esa puerta las posibilidades han dejado de estar solo en su cabeza. Esto no es un sueño, no es una broma, no es un juego de críos; es decisión suya hacer que esto pase.

Aquí. Ahora.

—¿Quieres hacerlo? Quítate la ropa y sabré que es consensuado —aclara Marc. Sus brazos dejan de ser soporte, su espalda se inclina hacia delante, hacia él. Relame sus labios, y sonríe solo con la mitad de sus dientes. Sus ojos han quedado a la misma altura, frente a frente—. Porque si empiezo no voy a poder parar hasta que te corras —susurra.

La habitación se queda escasa de aire, vacía.

Es insoportable.

El rendimiento de su cerebro desciende al mínimo. Las palabras de Marc se repiten como un eco que solo él escucha.

Es muy difícil describirlo, o extremadamente sencillo: insano, irracional, destructivo. Es el deseo más primitivo lo que invade su mente, y su mente, ya baldía; trata de recuperarse inútilmente, porque el azabache se ha colado en ella y le da batalla: la asedia, la somete y la expugna. Se apodera del pensamiento y arroja lejos todo intento de insurrección, de modo que ya no queda residencia para otra cosa; solo puede desearle como el más elemental de los seres.

Sus ojos se entrecierran, su barbilla se eleva en un desolador proyecto de mostrar dignidad. Las mejillas y las orejas le arden y su cuerpo está entumecido, pero aún así consigue moverlo: las puntas de sus pies tocan la moqueta del suelo y se levanta con mesura para avanzar al centro de la habitación.

Frente a él, Marc no se mueve, no dice nada. Solo le observa desde la cama con los azules clavados en él; le estudian el alma. Anthony se ve obligado a apartar la vista. Está seguro de que pueden leerle el pensamiento.

Se siente un idiota cuando son sus propias manos las que se encargan de desabrocharle la camisa botón a botón. Ruborizado, sus dedos apartan las telas y desechan la camisa. Simplemente la deja caer.

Marc le observa, fascinado y desnudo. Le espera paciente en la cama, contemplando el improvisado espectáculo. Su despreocupada postura lo deja todo a la vista.

Anthony coge aire con dificultad, y prosigue.

Los próximos en ser desechados son sus pantalones, y con ellos se va su ropa interior. Sin un solo pedazo de tela restante, el frío de la noche se posa en su cuerpo. Como ya no tiene más que quitarse no sabe qué hacer ahora. Junta ligeramente las rodillas, desamparado; estático frente al azabache, y frota su antebrazo incapaz de levantar la vista.

El azabache lo está devorando, lo analiza meticulosamente. Anthony cree que se está cuestionando el siguiente movimiento, o que evalúa si este delgado cuerpo es apto para ceñirse al suyo; y su rosado miembro se endurece, se eleva tímidamente para dejarse ver también. Luego se limita a mantenerse en pie, esforzándose en reducir la peligrosa velocidad de sus latidos. Solo espera. Se deja ser minuciosamente estudiado.

Entonces la mano de Marc se alza en su dirección, se cierra en su muñeca con dulzura y tira con suavidad para acercarle al borde de la cama. Sentado, el azabache le observa desde abajo. Las temblorosas pupilas de Anthony logran mantenerse sobre las azules con mucha dificultad, y a pesar de la escasez de luz, queda atrapado, en la conjunción completa: la mirada, la perfecta geometría de sus facciones, la dimensión de su espalda; el espacio entero que ocupa su cuerpo.

Los ojos de Marc, tan cristalinos que parecen producto de lo artificial, están brillando aún a oscuras. Porta un ligero punto negro en el tejido de su ojo izquierdo, como un píxel apagado, una diminuta brecha que podría ser de nacimiento o accidente. Su nariz cincelada acaba con la punta en una circunferencia cuasi cerrada, y sus cejas son tan oscuras que no sabe si es él quien tiene un error en la visión y le falta por dibujar un pedazo de realidad.

Embelesado en su figura, Anthony deja que esas grandes manos desciendan por sus piernas, que repartan calidez allí a su paso. Le impregnan la integridad del cuerpo, y luego le toman la cadera y le obligan a dar un tímido paso. Marc sonríe con agrado, y deposita un centenar de besos de escaso sonido que le rodean ombligo y se crecen por todo su vientre. Le aprieta la espalda para acercarse la carne a la boca. Anthony jadea en voz baja, y trata de acallarse mordiéndose la mano en un pequeño puño cerrado cuando Marc le mordisquea algunos puntos. No se queja cuando le hacer sentar sobre él a horcajadas, ni cuando esos labios se pelean con uno de sus pezones.

No existe un ruido en la habitación más que el choque de los labios de Marc paseándole el cuerpo.

—Anthony —susurra discreto, rompiendo con suavidad el silencio—. Abre tus ojos, no los cierres —demanda, y llevando dos de sus dedos hasta la boca del menor, la presiona de forma queda para abrirse paso.

No sabe muy bien por qué, pero Anthony separa los labios y los deja entrar. Marc los rota en su lengua, la acaricia con delicadeza, la sujeta en medio, la hace salir y luego la obliga a entrar. La saliva se acumula en su boca, y para que no se escape, los succiona tiernamente.

—No hagas eso —se ríe Marc.

Busca repetir la acción, Anthony abre la boca. Los dedos regresan, le acarician el vértice de la lengua antes de introducirse casi por completo. Las líneas marcadas de sus dígitos dejan un tacto ligeramente áspero, y su sabor es apenas apreciable, pero se acerca a lo salado.

Va tras ellos cuando su hermano los retira.

—Vamos a probar así —sonríe divertido. Se los lleva tras la espalda de Anthony, y le acerca. Él se muerde los labios y aprieta las pestañas. La rigidez de Marc se aprieta entre sus cuerpos y le descansa en la barriga. El corazón le palpita en la garganta, se le va a salir por la boca en cualquier momento, y más que rompe a latir. Porque Marc le separa una nalga, y lentamente y sin previo aviso, introduce la punta de su dedo corazón en la apretada entrada.

El cuerpo de Anthony se sacude en un pequeño espasmo, sus ojos se abren con estrépito y sus piernas se tensan.

—Tranquilo, no te asustes —su voz dulce, le acaricia la espalda con su mano libre.

Marc levanta la barbilla y le atrae de la nuca, juntando sus bocas. Distrayéndole con su lengua, el dígito que se va abriendo paso en la apretada carne. Anthony trata de mantener los ojos abiertos, sus cejas están dobladas en preocupación.

Se siente rarísimo.

En realidad no es algo doloroso, porque lo está haciendo muy despacio y supone que la saliva ayuda; pero tampoco por ahora es placentero. La sensación se acerca más bien a una molestia: puede sentirle dentro de él, rotando hacia ambos lados muy pausadamente, retirándose para volver a entrar con lentitud.

—Está apretado aquí dentro —se jacta Marc con una sonrisa. Anthony se queja en un aterciopelado gruñido, excesivamente suave; sus cuerdas no dan para más ahora mismo.

La carne se ensancha como puede para dejarle paso, el dedo se desliza hacia su interior con más profundidad en cada suave vaivén, muy poco, muy despacio.

La molestia va dejando paso a una sensación que Anthony no podría explicar; porque el calor se acumula en su cabeza, unas punzadas le invaden el estómago, y su barbilla se inclina hacia atrás soltando una amplia bocanada de aire que le deja sin nada en los pulmones. El sentimiento es curioso, la experiencia es una locura. Definitivamente venir ha sido una idea solo propia de un demente.

Marc no tarda en meter también el anular, aprovechándose de la saliva antes de que se seque. Puede notar cómo la carne del menor le va dejando poco a poco más espacio, se está apartando a los lados. Parece querer decirle que siga con eso que está haciendo. Y puede confirmarlo un segundo después: Anthony gime adorablemente, su cuerpo se arquea con lentitud hacia atrás, y su agitado pecho sube y baja visiblemente.

La imagen es tan deliciosa que Marc no puede sino tomarse un momento para deleitarse. Todo el pequeño cuerpo le está hablando: esos apretados ojos que le evitan con vergüenza, esas caderas que se contonean errantes hacia delante y atrás, su pequeña cavidad dilatándose alrededor de su dígito. Anthony ha cedido enteramente, está en sus manos; le ha dado permiso para hacer lo que quiera. Su astuta media sonrisa vuelve a alzarse.

Anthony no puede evitar que los sonidos dejen de abandonar su garganta, pero lo intenta a conciencia; y falla en cada intento. Resulta tan extraño… no el solo hecho de la acción, ni del acto tan deplorable que están a punto de realizar; si no toda esta situación y el avance cuidadoso de su hermano.

Jamás hubiera imaginado a Marc de esta forma. Tan dulce, tan meticuloso. Entreabre sus párpados para observarle con timidez. Se le ve tan paciente… con las cejas ligeramente inclinadas por la concentración, sus ojos clavados en el movimiento de sus dedos. Diligente, metódico; procurando distraerle de aquella pequeña molestia.

—Marc... —Su barriga se queja cuando las orbes azules acuden. Y Marc le sonríe, y él cree terminar de haber muerto cuando cierne su cuerpo sobre el suyo para depositarle un casto beso en los labios.

—¿Te duele? —pregunta, su voz dulce y acaramelada. Todo rastro de picaresca se ha esfumado. Marc está realmente preocupado porque que sienta dolor.

Anthony niega como puede, y se abraza a su espalda enlazando los dedos tras su nuca.

—¿Se siente bien cuando estoy dentro? —inquiere, con un tono de extrema dulzura que le eriza el vello.

—Me gusta... —asiente encarando a los azules.

—Entonces... —susurra, y suelta un poco de aire por la nariz, divertido, cuando al intentar liberarse de los finos brazos estos se resignan a separarse. Sus miradas se encuentran, y pregunta cortésmente—: ¿Puedo?

Anthony se limita a asentir con la mirada perdida.

Duele tanto su entrepierna que al mismo tiempo ya no duele en absoluto. El presemen ha empezado a salir hace rato; ahora crea riachuelos pegajosos entre sus piernas.

La espera es lenta y tortuosa: Marc retira sus dedos, liberando una apretada cavidad que le ve marchar con tristeza. Sus fuertes brazos le sujetan para tornarle en el colchón, y luego se estira para alcanzar el cajón de su mesita, sacando una caja de condones que todavía está en el plástico de la tienda. La desenvuelve de solo tirón. Sujeta uno de los envoltorios cuadrados entre los dientes y deja caer todo lo demás al suelo.

Anthony aparta el rostro, fastidiado. Así que Marc suponía que vendría y se ha tomado la molestia de acercarse a comprarlos. ¿Y cómo lo ha sabido? ¿Tan evidente es su actitud?

Marc le pone de espaldas, le separa las piernas y le levanta las caderas, y él ejecuta cada movimiento que sus manos le indican. Acaba con la frente pegada a las sábanas, nervioso; expectante.

Lo ve todo por el hueco entre sus piernas: Marc se acomoda tras él hincando las rodillas al lado las suyas y le agarra los tobillos para acercarle. Le separa las nalgas dejando el pequeño agujero expuesto, y le chorrea un extenso y grueso hilo de saliva que se le mete dentro. Anthony jadea sonoramente, desconcertado.

Marc acaba de escupirle.

Su saliva está deslizándose hacia dentro. Lo puede sentir.

Lo hace de nuevo, y pierde la cuenta de cuántas veces más. Confundido y acalorado, deja que lo haga, y su miembro palpita con cada largo hilo que se le adentra en el cuerpo.

—Avísame si te duele —dice, y le agarra la cadera con una mano, y con la otra sujeta su grueso miembro.

—Relájate —dice, aunque su tono demandante imita una orden.

Anthony vislumbra la escena con los ojos entrecerrados, sin pestañear: la erección de Marc se coloca sobre su entrada, pulsando. La piel se esfuerza en demasía por dejarle paso, consigue abarcarle solo la punta. El escaso lubricante del condón se mezcla con la abundante saliva.No puede negar que duele, pero se sorprende de la brevedad de cada una de las punzadas, por que Marc lo hace todo con suma delicadeza: presiona, se mantiene sin movimiento, y avanza un poco más. Después viene otro pequeño pulso, un poco más fuerte. La dificultad se acrecienta a mayor profundidad, y Anthony jadea entrecortadamente en todo el proceso, incapaz de regular los sentidos.

Calor, hace mucho calor. Se está abrasando.

Hay fuego en sus párpados que se niegan a cerrarse por completo, en la hilera de besos que Marc le ha depositado por todo el cuerpo hace un momento, en su vientre que espera ansioso una recompensa a su paciencia; y en su entrada, que desesperadamente trata de engullir la carne.

Lo están haciendo. Marc está entrando en él.

Arquea la espalda al recordarlo, y su miembro palpita furioso con el azabache dilatando su entrada. Sus cuerpos se están uniendo de la forma más deplorable posible.

Y se siente jodidamente bien.

El miembro va desapareciendo de su visión, centímetro a centímetro, con extrema suavidad y parsimonia. El rígido pedazo de carne parece no tener fin. De pronto se detiene, no llega a entrar por completo.

Marc se queda estático, sujetando las caderas del menor en un repentino silencio, le está presionando con los dedos. Anthony no puede verle el rostro con claridad porque los mechones negros le cubren los ojos; y quiere replicar, sintiéndose estafado, porque se está burlando de él otra vez. Como si fuese demasiado delicado como para sostenerlo todo, demasiado delicado para tener sexo de verdad.

Observándole desde arriba con los azules entrecerrados, el ceño fruncido y las cejas inclinadas; Marc aprieta los dientes.

Anthony es tan estrecho, se siente tan bien. Las paredes presionan con fuerza férrea su miembro, le aprietan las hinchadas venas. Es tan cálido, tan húmedo; le tiene preso. Este dichoso crío que juega a hacerse el inocente le ha engañado bien.

No son solo sus delicadas caderas que se mueven con abandono, ni es la carne de su trasero tratando de ceñirse sobre su abdomen pobremente, ni son los torpes jadeos que desgarran su garganta. No, está seguro de que no es ninguna de esas cosas; pero hay algo en este pequeño chico nervioso e impaciente que le seduce, que le llama poderosamente al acto. Le hace querer hundirse profundamente sin más pesada ceremonia; inclinarse sobre él hasta oír el quiebre. No obstante, no lo hace. Se queda estático, como una máquina inactiva.

Este chico.

Este maldito chico. Con su sonrisa verdadera, sus movimientos tan alegres, su rostro que refleja como un cristal cuando algo le afecta. El chico que le ha abierto las puertas de su casa aún con sus desapariciones nocturnas, aún sin obtener contestación a sus preguntas, aún con la sangre de esa herida que apareció por sorpresa en su pecho y que él mismo se molestó en curar. El chico que cree en desconocidos. El chico que cree en él.

Y comprende nuevamente, rectificándose: Anthony no está fingiendo, verdaderamente porta inocencia. Carente de malicia, no ejecuta una praxis que no surja de un sentimiento, y cada gesto, cada expresión, cada palabra o gemido; rebosa de ella. Y de qué manera. Con esa clase de inocencia que se hace desear arrebatar, cubierta por un par de ojos torpes y brillantes que tratan de aparentar experiencia con las pupilas temblorosas.

Cada cosa se añade, haciendo un todo frágil. Adorable.

—M-Marc... —un susurro en tono agudo. No entiende por qué Marc habría de detenerse, pero lleva largos segundos inmóvil; su grueso miembro le descansa en las entrañas.

Marc vuelve a sus cabales, y contempla la penosa escena: los dedos del menor se aferran con fuerza a las sábanas, sus caderas le buscan con movimientos lentos y mal ejecutados; cruelmente ignorado.

Su voluntad emerge tan sólida como grande su codicia.

—Tanto «Marc, esto está mal» —dice, su voz imita a la contraria—, para ahora venir suplicando.

Marc retrocede el camino hecho hasta ahora, solo para recorrerlo nuevamente en un instante: empuja, y su sexo se abre paso con más facilidad después de la preparación; contempla fascinado cómo la carne se aparta de golpe para recibirle.

—¿Esto te encanta, verdad? Que la meta hasta el fondo.

Anthony quiere quejarse, decirle que es estúpido y que no tiene razón; pero no quiere arriesgarse a que deje de hacerlo. Y el azabache hace lo mismo; le penetra hasta el fondo, una y otra vez, y el compás es marcado por las caderas del mayor, que hacen rebotar el delicado cuerpo a cada vaivén cada vez más acelerado. Los testículos le golpean las nalgas en cada impacto, y el sudor se les mezcla en uno solo; se les pega la piel a las sábanas.

Anthony no puede hacer más que rendirse a las sensaciones que se le llevan el alma. Y es que todas las ideas, todos los pensamientos, toda su razón; no hace más que convertirse en niebla y elevarse hasta perderse en la lejanía. ¿Qué sentido tiene ya luchar contra el orgullo, qué sentido tendría ya resistirse? Si su pecho, si su mente, si cada poro de su piel; no hace más que inclinarse hacia él y su experiencia maldita. Con Marc haciendo alarde del don que parece poseer, conociendo bien cada exacto punto en el que debe depositar un beso, una leve caricia; una fuerte estocada.

—M-Marc… —Un fino hilo de saliva sin dueño se desliza por su barbilla, los vaivenes del mayor le cortan cada sílaba.

De pronto lo siente, cuando el glande de Marc le presiona con fuerza un punto muy concreto: sus ojos se abren de golpe, un agudo gemido le sale directamente de los pulmones. Se queda atontado, pestañeando con dificultad.

¿Qué ha sido eso? Se ha sentido...

—¡Ah...! —Otra vez. Es ahí, ¡es justo ahí!

No necesita expresarlo con palabras, Marc se ha dado cuenta a la primera, solo estaba buscándolo de nuevo. Retrocede solo un poco, descargando contra ese punto. Anthony tiene que taparse la boca con ambas manos para callarse, porque entonces Marc no para de golpearle exactamente ahí con mucha fuerza.

—¿Qué te pasa, Anthony? —busca burlarse, pero a él también le cuesta pronunciarse, lo hace entre jadeos roncos—: ¿Te gusta justo aquí?

Anthony reprime un gemido, y su corazón late de una forma muy extraña, porque se contrae al máximo cada vez que Marc se hunde en él, pero luego se acalla, se detiene por completo; expectante por la próxima estocada. Su pecho se expande, sus pezones están completamente erguidos, su moflete se pega a la sábana y sus caderas se alzan para que pueda ocuparlas mejor. No puede respirar. Pero no quiere parar.

El azabache aprieta los dientes, tratando de canalizar el instinto primario que este pequeño es capaz de despertar en él. Hinca sus dedos en las caderas del menor, atrayéndololo con mayor fuerza contra sí, pegando aún más ambas carnes hasta crear una unión que parecía dudosamente posible.

—Joder —su voz ronca cortada en cada fricción, aumentando su velocidad a cada instante—. Deja esa expresión o voy a correrme demasiado pronto.

Anthony tiene las cejas curvadas, las mejillas rojas, los ojos cerrados, y su boca alterna entre estar abierta al máximo y morderse el labio con presión para acallarse. El choque de sus cuerpos en cada impacto recrea un indecente sonido hueco que espera que no sea audible en el resto de habitaciones. Un hormigueo le escala hacia arriba, y luego baja de golpe para concentrarse en su estómago.

—Joder, Anthony —gruñe sonoramente.

El grueso miembro se vuelve entonces libre, dejando atrás unas caderas que, abandonadas, se quedan siguiendo el movimiento penosamente. Agarrado a las sábanas, Anthony busca a su hermano, confuso. Se sentía muy bien, ¿por qué habría de detenerse?

Marc no le da explicaciones, le agarra de los tobillos y le da la vuelta de golpe.

—¿Qué pasa...? —le llama en un susurro, separando sus piernas para verle. Solo le da tiempo a saber que Marc está de rodillas en la cama antes de que se lance sobre él.

Su boca se ve invadida por la otra sin parsimonia ni piedad, y luego le desciende por el torso a una velocidad vertiginosa, le recorre los pezones, el vientre, el interior del muslo, y se detiene a unos centímetros de su intimidad.

Mostrando su intensa media sonrisa, Marc chista antes de jactarse:

—Y una mierda voy a correrme antes que tú.

Y la lengua de Marc se une con la piel de su agitada erección, la recorre abiertamente sin delicadeza.

Entreteniéndose un poco más en la punta, el azabache abarca los límites de su glande con los labios, succionando muy sutilmente, liberándolo de nuevo para descender en un río de saliva caliente. Le saborea entero.

Anthony aprieta los ojos y evoca un gemido hueco.

Comprende entonces que habrá habido un punto en el que debieron haber parado, sin embargo, claramente lo han sobrepasado hace ya mucho. Así que lo deja pasar, expectante por ver hasta dónde pueden llegar ahora que ya saben que van a pudrirse en el infierno.

Despegando ligeramente uno de los párpados, Anthony se atreve a mirar: el pelo de Marc se agita hacia abajo y se levanta cuando su boca casi le abandona la carne, pero vuelve a descender antes de que eso pase. No puede verlo bien desde arriba, pero los ojos azules están cerrados, concentrados en su tarea. Concentrados en él. Un impulso le recorre, y su cuerpo clama y exige más: más rápido, o más profundo.

Más de lo que sea, pero más.

—M...arc...

Sus manos presionan con timidez los cabellos azabache, y los ojos del mayor se abren ante la exigencia. Marc esboza una breve sonrisa, y luego los movimientos se acentúan.

—No puedo… no…

Intenta avisarle, intenta pronunciar palabras, tira débilmente de los mechones hacia arriba; y es cruelmente ignorado. Las manos del mayor se afianzan a sus muslos, tiran de ellos perpetuando el contacto. Se ensambla el miembro a la boca.

No puede más, Marc va demasiado rápido, es demasiado placentero. Va a hacerlo, va a correrse en Marc.

Y se cubre el rostro con el antebrazo, y se hinca los dientes cuando el orgasmo lo sacude: su espalda se arquea, sus músculos se tensan en una pequeña epilepsia; su semen sale con fuerza.

Se desploma sobre el colchón, exhausto, y se tapa los ojos.

—Lo siento… —musita.

Marc no contesta. Se arrodilla sobre el colchón, y separando sus labios deja caer el espeso líquido en la palma de su mano extendida; parte se escurre entre sus dedos.

Anthony vuelve a cubrirse.

—Intenté avisar, lo siento...

Un breve chistido por respuesta.

—Aún no hemos terminado.

El espeso líquido es aplicado directamente sobre el plástico que envuelve su miembro y este desaparece un instante después; se lo introduce en el cuerpo. Aún duele un poco, pero el miembro de Marc se desliza con increíble facilidad. Anthony se sonroja al saber que su propia semilla es la causante.

Esta vez el azabache se salta la escala ascendente, inicia de nuevo los violentos vaivenes. Anthony apenas puede pensar, porque la sensación de calidez despierta prontamente en su pecho buscando una segunda ronda.

No lleva muchas estocadas hasta que Marc también termina, en un varonil, silencioso y prolongado gemido ronco. Lo hace en su interior, y aún con el miembro rodeado por el plástico protector, las paredes de Anthony se impregnan de calidez y una extraña sensación.

Se le escapa un jadeo seco cuando el miembro le abandona de golpe, y su carne libre de aprieto recupera la forma como puede. Marc suspira profundamente, dejándose caer a un lado. El colchón bota un poco al recibir su peso.

—Eso ha estado bien. —Se recoloca la almohada tras la cabeza. Le hace un nudo al condón y lo deja sobre la mesita de noche, y el menor se queda mirando, entre curioso y asqueado, el líquido atrapado en el plástico.

La habitación recupera el aura silenciosa de la noche. La luna dibuja un haz blanco hasta la moqueta y los grillos cantan fuera. Marc está desnudo, él está desnudo.

Anthony hunde el rostro en la almohada para esconderse, pensando que las sábanas deben de estar llenas de sus fluidos, y sus cejas se curvan, sus piernas se cierran y sus brazos se cruzan en un pequeño autoabrazo, tratando de protegerse del fortuito frío que ha regresado de repente. Ya está, ya lo han hecho. Eso es todo lo que quería. Lo que quería Marc, lo que quería él.

Pues ya estaría.

—Tiemblas cuando te corres —dice Marc, soltando una pequeña doble carcajada. Su voz aún no ha acabado de estabilizarse y termina la frase con un breve suspiro.

Anthony va a replicar, pero los brazos del azabache se ciernen sobre él con suavidad. Le envuelve en un cálido abrazo que le atrae un pequeño trecho, y su cabeza da a parar contra el pecho del mayor. Sus pieles pegadas se calientan mutuamente, sus piernas se enlazan con las otras.

—No es verdad —refuta, escondiendo el rostro en su cuello. Los dedos del mayor le bailan por la espalda, y la pregunta que lleva rondándole días la cabeza se ve pronunciada en los labios del otro:

—¿Esto es lo que quieres? —cuestiona Marc,

Sin saber qué contestar y sin querer pararse a pensarlo, Anthony entierra aun más el rostro y la pregunta se queda en el aire. Marc sonríe, y se retira dejándole sin refugio.

—¿No habías venido a eso? ¿A catarme antes de darme una respuesta? —La medio sonrisa de Marc es aún más cautivadora desde cerca—. Probarme en la cama antes de comprarme.

—De verdad eres... un idiota… —cae en la cuenta, antes de acercarse buscando el abrazo de vuelta.

—Bueno, aún te queda tiempo. —Y aquí está otra vez, el Marc que le crispa los nervios.

Hablando tan relajado, como si este tema no le quitase el sueño en absoluto; como si ambas opciones le resultaran perfectamente viables. Anthony no puede evitar enfadarse, y luego entristecerse.

—¿Qué implicaría…? ¿...que nosotros saliéramos juntos?

Marc se acomoda un brazo bajo la cabeza.

—Supongo que podríamos hacer esto todas las noches.

—Me refiero… me refiero aparte de eso. —Se aclara la garganta, tratando de ordenar sus ideas—. Quiero decir… ¿qué tengo yo que no hayan tenido todos los chicos y chicas con los que te has acostado?

Anthony desvía la mirada, con esa expresión en su rostro de cejas curvadas y labios apretados que reza por no haber metido la pata. A Marc la cuestión le ha dejado tan sorprendido como divertido.

—Bueno, yo diría que estás entre los cuarenta primeros —dice, y el rostro de Anthony se eleva fugaz, sus facciones se contraen en una mezcla de asco y horror—. No me mires así. Para entrar entre los veinte primeros te hacen falta un par de cosas —comenta, señalando con descuido el pecho del menor.

No le lleva ni un segundo: Anthony se levanta, recoge su ropa esparcida por la habitación y corre hasta la puerta. A Marc apenas le ha dado tiempo a darse cuenta de que se ha levantado cuando ya está a punto de alcanzar el pomo.

—Anthony, espera —aún tratando de mantener el tono bajo, su voz se eleva ligeramente. Le agarra de la muñeca, frenándolo en el sitio. Anthony iba a tanta velocidad que el intento de detenerle ha sido un poco brusco.

Se revuelve violentamente para liberarse de su agarre.

—Déjame en paz —habla sin girarse.

Marc no puede verle el rostro, pero la nariz del menor se suena ruidosamente y su pecho se contrae abruptamente cada segundo. Inclina las cejas con preocupación, lamentándose por ser tan estúpido.

Hubiese sido complicado cagarla más en menos tiempo.

—Anthony —con dulzura, le obliga a girar y enfrentar su rostro. Las prendas que lleva el menor se caen al suelo cuando se cubre los ojos para que no le vea llorar.

—Suéltame —susurra sin mirarle. Está apretando los dientes para no hacer ruido con el llanto.

—Tonto, estaba bromeando —su voz seria—. ¿Tan capullo crees que soy? —Las lágrimas del menor cesan, pero solo por la extrema confusión que le invade. Marc suspira, se lleva una mano a la nuca y se frota el cuello con reparo. Los azules se desvían—. Solo he estado con un par de chicas, pero... ¿me alagas? Porque supongo que eso significa que se me da bien. E incluso con aquellas chicas, yo no… —titubea, y Anthony contiene el aliento. Luego se encoge de hombros sin haber terminado la frase—. No lo sé. Yo solo espero no haberte hecho daño.

Anthony se queda en silencio. Marc espera su reacción.

—...tu humor es una puta mierda —le reprocha, y el azabache sonríe en señal de disculpa. Marc le busca las manos, y rodea los finos dígitos entre los suyos más grandes. Sus manos se mantienen cálidas a pesar de que el cuarto está a baja temperatura.

—Anthony. —Se aclara la voz en un pequeño gruñido—. Supongo que no querrás que vayamos por ahí de la mano, y hay cosas que no voy a poder contarte; pero me gustaría intentarlo: ¿quieres salir conmigo?

—…sí.

Y una pequeña sonrisa se forma en ambos rostros.

En un tímido acercamiento, sus labios se rozan sutilmente con los contrarios, y la minúscula caricia evoluciona hasta convertirse en un pequeño beso, más tarde en un envolvente abrazo.

Caminan hasta la cama tumbándose juntos. Se abrazan concentrándose en mitad del colchón y sobra espacio por los dos laterales.

—¿Puedo… puedo dormir aquí? Puede ser peligroso si mamá o Annie… —sus palabras se disipan porque Marc le ignora: los tapa a ambos, asegurándose de cubrirle la espalda.

—Mañana te duchas conmigo —decide por su cuenta. No le preocupa lo que plantea Anthony, y si lo hace, la nimiedad no le compensa dejar que el castaño vuelva a su habitación.

Los fuertes brazos le rodean la cintura, unen piel con piel con las ropas desperdigadas por una habitación sumida en el silencio. Sus cuerpos quedan enlazados, tapados bajo las mantas.

—Duerme —dice antes de cerrar los ojos, y Anthony sonríe, comprendiendo que es la forma de Marc de dar las buenas noches.

—Buenas noches, Marc —susurra, y se refugia entre sus brazos antes de caer en sueño.