Incesto en Do Menor

Seis cuerdas, dos hermanos, una pasión en línea recta hacia la muerte.

Una habitación avanza por un paisaje, desarraigando la mente, asombrosa visión. Una película gris derrite los ojos, y cae por las mejillas. Adiós.

James Douglas Morrison, de "The Lords, Notes On Vision"

PUUUUUUUUUUM

Un disparo seco resuena en la habitación y siento el fuego de la bala hundiéndose en el medio de mi pecho, muy cerca del tatuaje que le da forma al rostro de Jim Morrison, mi chamán personal. Ese mismo chamán que ofrece su mirada sensual desde una lámina colgada en la pared que enfrenta a la puerta celeste de entrada. Esa misma puerta celeste atravesada por esa mano empuñando el arma que escupió a esa maldita bala. Ese puto pedazo de hierro que se alberga en mis entrañas con ánimo de llevar a cero mi número de latidos.

El golpe de un cargador vacío se desliza a través del aire que aún contiene ecos del estallido y caigo de rodillas, sintiendo que el mismísimo infierno se aloja dentro de mi carne herida. Apoyo mi mano derecha en el borde de la cama para no dar la cara contra el suelo e instintivamente llevo la izquierda a la zona de impacto. Con la yema del anular acaricio los bordes del orificio circular y luego observo el espectáculo. Sangre en la palma, los nudillos, las uñas, las líneas, la muñeca... sangre, mucha sangre – Mierda, mierda, mierda… me mataste... ¿cómo pudiste hacerlo? – susurro sin quitar la mirada de tanta sangre.

La vida es una especie de espiral que nos lleva a todos hacia la misma cubeta vacía; pero en ese intrincado de curvas puede encontrarse el corte definitivo sin necesidad de tener que llegar al centro. En síntesis, se puede morir de viejo o siendo un crío, no existen leyes para ello y si alguna vez pensé que difícilmente llegaría a los veintisiete, jamás imaginé que no soplaría las velas diecinueve velas que me esperaban en tres meses. Pero qué coño estoy haciendo, de nada sirve filosofar, aquí estoy, arrodillado con un balazo en mi pecho, cerca del pómulo derecho de Jim y con un pensamiento insistente. Si me corría unos centímetros la bala hubiese atravesado el hombro y tendría probabilidades de sobrevivir. Mierda, de todas maneras no me corrí hacia ningún costado y ahora la cuenta regresiva soba con el filo de su insistencia a la soga que sostiene todo el peso de una guadaña pendiendo sobre mi cuello.

Levanto lentamente la mirada hasta toparme con unos ojos negros que me observan tras un velo de humedad. Aferrado al arma, apunta directo a mi cabeza mientras busca el segundo cargador de entre sus ropas. Pienso, de nada serviría la posibilidad de que la bala atraviese mi hombro, jamás le escaparía a este destino sin más horizonte que los próximos cinco segundos. Es bueno saberlo, no me siento tan estúpido.

CLAAAAAAACK

El cargador rechina y gime su placer de muerte. No quedan dudas, esto será más rápido de lo previsto. Tan sólo un dedo me separa del más profundo y definitivo de los abismos; un gatillo es el juez de toda mi existencia, una bala precisa será quien termine con todo lo que soy. Pensar que hace apenas unos minutos estaba completamente seguro de irme de una vez y para siempre de la casa de mis padres para formar una banda de rock y hacer mi camino. Puse tres pantalones, dos camisas, cuatro slips, un par de medias y toda la discografía de los Doors dentro de una maleta con piel de iguana que me compré con el primer sueldo de barman, y me senté a esperar como el reloj me acercaba a la hora de la partida. Carajo, con lo que me costó armar la puta maleta y ahora debo pensar en la lista de adioses:

Adiós a todo un futuro que ahora se resume, con suerte, a unos pocos minutos. Adiós a la idea de raparme la cabeza tal cual mohicano, adiós a la posibilidad de sobarle las tetas a Josefina, la profesora de inglés. Adiós a comprarme una Les Pauls para deshacerla entre notas bluseras, a disfrutar mirando amaneceres mientras la fogata agoniza entre brasas, a besar en la boca a Emma, la chica más linda del barrio, a las mil pajas que aún me esperaban en el cuarto. Adiós a la mierda de TR y toda su fauna carroñera. Adiós a escribir para que me leas, sí, también de ti me despido, lector de TR. Y adiós a Sandra, mi hermana de diecisiete años. Adiós a Sandra.

Estallan en mi mente. Todo es un estallido. Mil imágenes que poseen los contornos de su rostro sonriente, sus lágrimas vertiéndose sobre mis manos, el sonido de sus latidos, la cicatriz de su rodilla, maldita herida que le provoqué a los cuatro años. Recuerdo las palabras que dijo mientras cerraba la puerta rosa de su habitación en mi cara – Hermanito, nunca te vas a olvidar de mí – y es increíble pero parece ser que ella será la última imagen antes de que todo se tiña de negro.

Aprieto mi mano sobre el borde de la cama mientras siento como las fuerzas me abandonan lentamente – No lo olvidaré hermanita... no lo olvidaré – eso fue lo último que ella escuchó de mí y luego el portazo, ese puto portazo que impidió despedirme con un guiño de ojo, una palmada en el hombro o un beso en la mejilla, muy cerca de ese lunar que me provoca morderlo.

Adiós Sandra... aunque odie a los adioses... adiós. Si supieras que estoy pensando en ti segundos antes de arrojarme a los hielos de la muerte, con el último suspiro mordiendo mis talones, pero pensando en ti... no en mi pasión por la guitarra o en las tetas de Josefina o en la libertad de vivir lejos de casa... pienso en ti. Un hilo de sangre baja desde mis pectorales velludos hacia el abdomen, un río carmesí atravesando la palidez de mi piel, esa palidez de la cual te burlabas - ¿Acaso tomas sol en el sótano de una iglesia? – y las risas, y los pellizcos, y los empujones.

CHIIIIIIIIIIIIICK

El gatillo comenzando su paseo hacia el último bramido.

Pienso en ti, no en mis ganas de ser un poeta a lo Morrison o en la boca de Emma, la chica más hermosa del barrio, o en la camisa blanca que jamás me compraré... pienso en ti, pero más precisamente en la tarde que nos encontramos en el altillo de los tíos. Hermanita, jamás podríamos olvidarnos de esa tarde. Mi guitarra favorita, la Fender que tanto te gustaba por su color rojo fuego - porque de acordes no sabes nada de nada - estaba en mi regazo y sus cuerdas bajo el dominio de mis dedos. Aún puedo escuchar la canción que emanaba de esas cuerdas y mi voz.

Soy el espía en la casa del amor Yo sé el sueño con el que sueñas Yo sé la palabra que esperas oír Yo sé tu más profundo y secreto miedo Yo sé tu más profundo y secreto miedo Yo sé tu más profundo y secreto miedo Soy un espía puedo ver lo que haces yo te sé.

Poseso, de ojos cerrados y voz aniñada, las letras se escurrían sensuales a través de mis labios y con el pie derecho marcaba el compás. Al terminar la última nota, mientras esta permanecía girando en el aire, escuché como dos palmas se golpeaban a modo de aplauso cerrado – Bravo hermanito, bravo... eres endemoniadamente bueno. Pero dilucídame una duda... ¿de quién es esa canción ? – Al abrir los ojos y aflojar los dedos, mi hermana Sandra, que para ese entonces sumaba dieciséis años - dos menos que yo - se encontraba apoyada contra el marco de la puerta de algarrobo, con faldas cortísimas, una musculosa blanca que rezaba en negro la frase

"Mira... pero no toques"

y el pelo recogido. Su largo cuello, sus hombros pequeños y su piel morena, todo enmarcado, parecían formar parte de un cuadro producto del mejor de los pintores. Mierda – pensé – Mona Lisa, por fin tu sonrisa es ahora una tonta mueca.

- Sandra, te rogaría que la próxima vez golpees antes de entrar – le dije con una sonrisa de lado y apoyé la guitarra a un lado de la silla en la cual me encontraba sentado – Y la canción, obviamente es de Morrison, ¿de quién más? Se llama "The Spy" y vaya que me gusta la maldita joya – agregué sobándome los muslos.

  • Hermanito, si continúas tocando de esta manera, la próxima vez pagaré entrada para verte – dijo sonriendo mientras prendía su mirada en el collar blanco de caracoles que rodeaba a mi cuello – Tienes un "no sé qué" capaz de hechizar hasta a tu propia hermana, bandido. Eso ha sido muy sensual y te rogaré que me avises cuando cantasasí no me lo pierdo por nada en el mundo – Mi silencio como respuesta, un silencio cargado de tensión puesto que mi hermana insinuaba – aunque sea bromeando – una atracción prohibida; idea que me dispuse a borrar en ese preciso instante. No podía pensar eso de mi propia hermana... no podía ser tan idiota en imaginar cosas que no eran.

  • Tranquilo tontito, es una broma. Tampoco creas que soy una chica fácil y además, soy tu hermana, tonto – agregó alejándose del marco de la puerta y llevando su mano derecha a la nuca.

  • Estoy tranquilo. Tampoco creas que no sé diferenciar bromas de realidades. No te olvides que soy mayor que tú, niña – y le ofrecí una amplia sonrisa – ¿Quieres pasar? No es mi cuarto, por lo tanto no puedo decirte que vayas a lavar tus braguitas y me dejes en paz con mi soledad – y llevando mi mano al bolsillo derecho de mi camisa leñadora y desabotonada, tomé un paquete de cigarros normales para tomar un cigarro no tan normal.

  • Odio venir a casa de los tíos. Ellos se van a pescar con nuestros padres a ese lago lleno de mosquitos mientras tú juegas a ser Jim Morrison en el altillo – estrella la mirada contra el suelo de madera oscura - ¿Y yo? Pues nada. Dando vueltas por la casa como bola sin manija. Insisto... odio venir a esta maldita casa. Me mata el aburrimiento – y dando tres pasos, se enfrentó a la puerta para cerrarla y venir hacia mí.

  • ¿Qué culpa tengo yo? No seas tan negativa, terminarás con un mundo de canas cubriendo tu cabellera antes de los treinta. Inventa, no sé... hornear galletas o tejer bufandas. Encuentra algo útil para pasar el rato y deja el fastidio de lado –

  • Alberto, vete a la mierda. Eres un machista y un cabrón. Si quieres hornear galletas o tejer unas malditas bufandas con los colores de tu culo, hazlo. No me jodas con ese tipo de comentarios idiotas que no hacen más que darme motivos para putearte en continuado – exclamó ofuscada caminando por detrás de mí para luego pellizcarme el hombro derecho. No es difícil enojar a Sandra – y me encanta hacerlo - supongo que heredó el mal carácter de nuestra abuela paterna, una francesa adinerada que al sentirse atacada era capaz de arrancarle los ojos con cucharillas de té a quien se le cruce en el camino.

  • Tranquila, ¿acaso no sabes diferenciar entre bromas y realidades? – tomé la guitarra entre mis manos para ubicarla sobre mis piernas y acaricié con las yemas de los dedos la frialdad de sus cuerdas – Solo tienes que dejar de ser tan negativa y encontrarle la gracia a cada situación. Aún tienes todo el futuro por delante y un presente para convertirlo en el pasado que te plazca – agregué sonriendo de lado con el porro apretado en una de las comisuras de mi boca.

  • Hermanito, basta de sandeces y canta para mí. Hazlo antes de que deba pagar para verte. No te hagas rogar mucho y concédele ese deseo a tu hermanita menor que agoniza de aburrimiento– su vocecita tan dulce como la miel era una bella canción que no pude obviar. La miré por sobre mi hombro derecho y la muy pendeja aprovechó para quitarme el porro de mis labios – Y no seas egoísta... dame una pitada de esto así le damos más ambiente de bar nocturno – lo colocó en su boca.

- Sandra, no debes fumar esa porquería -

  • Lo sé tontín, como sé que no debo estar a solas con mi hermanito en el altillo de los tíos -

  • ¿Qué quieres decir? -

  • No estoy queriendo decir nada. Lo digo y punto – riendo golpeó las palmas de sus manos contra sus caderas - Nada tonto... estoy jodiendo. Carajo hermanito, no tienes ni pizca de sentido del humor.

Tomó una silla ubicada en un rincón y la colocó frente a mí – Ok, ¿vas a tocar o deberé ir a hornear unas putas y desabridas galletas? – Se sentó con la parsimonia que da la sensualidad femenina y le dio una profunda pitada al porro, hasta lograr que sus pómulos se hundan y sus ojos brillen como dos luceros de fuego en medio de la profunda noche esmeralda.

- No pretendas estar borracha si aún no entraste al bar. Si vas a fumar un porro hazlo sabiendo que debe degustarse y no succionarse hasta el papel, no seas pendeja – moví lentamente mi cabeza a los lados - Pues bien, tocaré una canción, solo una... y luego se acaba el concierto, ¿ok? – carraspeé clavando la mirada en sus ojos pardos.

  • Ok padre... prometo cumplir al pie de la letra tales consejos de vida y merendar con cereales y leche, ¿así está bien? – se acomodó en la silla cruzando sus piernas morenas y en ese movimiento que se tornó eterno pude ver su ropa interior de color rosa. Los demonios de los deseos no esperaron en rasguñar mi alma dándome una leve erección que apreté contra el armazón de la guitarra.

– Pon el porro entre mis labios así le pego un beso. Ha sido suficiente para alguien que pretende cagar más alto que el culo – refunfuñé.

- Mmm, canta y luego te ganarás esa pitada que tanto ansías. Tómalo como el sacrificio para obtener lo que quieres – respondió guiñando su ojo derecho. No quería pensar más, así que decidí empezar a cantar de una puta vez. Los dedos de la izquierda marcaron los acordes que el rasgueo de los dedos de la derecha hicieron vibrar con maldita delicia... y la canción más dulce del rey lagarto comenzaba a invadir cada recoveco de ese altillo. " Blue Sunday " deslizándose a través de la tarde azul de un domingo en primavera y mis párpados atrapando a la negrura de mis ojos.

Encontré mi único verdadero amor Fue en un domingo azul Ella me miró y me dijo yo era el único en el mundo Ahora he encontrado a mi chica, Mi chica me espera en las horas tiernas Mi chica es mía Ella es el mundo Ella es mi chica Mi chica me espera en las horas tiernas Mi chica es mía Ella es el mundo Ella es mi chica.

El eco del último acorde se enroscaba alrededor de mi suspiro, cuando al abrir los ojos descubrí a mi hermana totalmente posesionada por las caricias de las notas dionisíacas. Apretando los párpados y con el porro entre sus labios, se ondulaba como una serpiente en las arenas del desierto; sus manos dibujando figuras incomprensibles en el aire, una sonrisa iluminando su rostro e invitándome a no quitarla de su trance. Puse la guitarra a un costado de la silla mientras mi sexo se encontraba totalmente erguido dentro del pantalón y mi conciencia debatiendo si era hijo de puta o simple pajero.

Sus pestañas arqueadas hacia arriba y sus cejas finas sirviendo de cielo a unos ojos pardos escondidos tras sus párpados, sin dudas superaban a cualquier consonancia de Morrison o de quién sea. Y su piel, su mentón de curva suave, su cuello fino, su pecho con pequeñas gotas de sudor, sus senos que con mucha atención podían ser descubiertos al trasluz... y esas piernas que me estaban volviendo loco respondieron a mi pregunta. Era un hijo de mil putas y un pajero con el pene erecto consecuencia de imaginar a su hermana con las piernas abiertas.

  • Me fascina escucharte cantar. Me transportas a otro mundo, lejos de toda esta mierda que me rodea – dijo sin abrir los ojos luego de tomar el porro entre sus dedos para quitarlo de su boca – Envidio profundamente a las mujeres que vendrán. Odio a las mal paridas antes de que existan en tu viday eso es algo que no debería pasar pero no puedo evitarlo – extendió su brazo con el cigarro volador entre sus dedos y lo tomé como si se tratase del premio por entonar a Jim. Pité profundamente dos veces y lo arrojé hacia un costado – Te diré algo y muere aquí esta misma tarde – lentamente abrió los ojos mordiendo su labio inferior – No debería decirlo pero ya hemos despegado del suelo sin posibilidad de regreso... me calienta muchísimo escucharte cantar. Me he masturbado infinidad de veces al otro lado de la puerta mientras lo hacías
  • tras decir eso, su mirada se sumergió en la superficie polvorienta del suelo y el silencio se apoderó de nosotros.

Las miradas buscaban cualquier sitio lejos de nuestros rostros; un almanaque con la fotografía de una manzana agusanada, unas botas viejas, dos escobas despeinadas apoyadas contra la única ventana del altillo, un cesto lleno de papeles amarillentos, colillas de cigarrillo a pasos de la puerta, paredes ennegrecidas por la humedad que dan los años y nuevamente esa maldita manzana agusanada... la imagen del pecado, de los bajos instintos y lo insano de algunos pensamientos.

En silencio observé como sus ojos se perdían en los confines de esa fotografía hasta que me puse de pie y tomé la guitarra – A ver, me decías que no sabes que hacer con tu tiempo libre. Pues tengo una solución y no se trata de hornear galletas o tejer bufandas con el color de mi culo que no es más que un pálido tétrico – sonrió mientras se oía el crujido que mis pasos vestidos de botas de iguana provocaban en el piso de madera. Me situé detrás de ella y delegué a mi dama de seis cuerdas a sus faldas, quedando mi rostro ubicado por sobre su hombro derecho – Es la mejor terapia para pasar el tiempo y gozar cada segundo como si fuese el último – con mis manos temblando como hoja al viento tomé las suyas para ubicarlas correctamente en la guitarra – Exacto, así es como debes tomar a esta belleza. Debes tratarla con mucha ternura y respeto - dije mientras sentía en mis palmas la suavidad de su piel.

Con sensual parsimonia giró su cabeza por sobre el hombro derecho hasta que su mentón se apoyó en él y solo centímetros de distancia nos separaban. De pronto, respiraciones mezcladas, alientos mentolados, miradas penetrándose, rostros reconociéndose, una danza alrededor de las llamas del deseo carnal, dos almas pretendiendo despedazarse hasta quedar solo piel contra piel – Hermanito, no pretenderás enseñarme algo que seguramente no aprenderé. Mil veces lo intenté y nada... aquí me tienes sin saber una sola nota y así quedaré… seguro – la cercanía de sus labios, la humedad de su respiración, la curva de su barbilla... y mis demonios emergiendo del mismísimo infierno.

  • Vete Sandra, por favor... vete que ya estuvo bueno y el concierto por hoy ha terminado – dije cerrando los ojos.

  • ¿No me enseñarás a tocar? – respondió mirando mis labios.

  • Por favor, vete antes de que el arrepentimiento sea la única consecuencia de esto. Vete ahora mismo... no te lo pediré de nuevo –

  • No me iré –

  • Aún estamos a tiempo –

  • No me iré –

Tenía razón, habíamos despegado los pies del suelo y estábamos volando por los cielos de lo prohibido. Podía sentir la brisa ardiente en mi rostro y el fuego de las ganas consumiéndolo todo, las lenguas del deseo lamiéndonos desde lo más profundo y las humedades triunfando por sobre la razón.

Súbitamente esa mirada de niña inocente se convirtió en la de una mujer encendida por la lujuria y con una de sus manos acarició mi mentón – Ya no quiero que me enseñes a tocar guitarra, eso no me interesa en lo más mínimo, aprende a tocar mi piel – y posó sus labios sobre los míos sin besarlos, insinuando con roces húmedos, incitando a mis demonios a perderse en la locura. Tenía razón, ya no había posibilidad de regreso.

Hemos comenzado el pasaje

¿quién sabe?

Puede terminar mal.

James Douglas Morrison.

Dos garras suaves, mis manos, abarcando la firmeza de sus senos por sobre la musculosa, apretándolos, sobándolos, deshaciendo con total impudicia los límites de aquella

"Mira... pero no toques"

para convertirla en un rotundo

"No solo mires... toca"

En mis palmas podía sentir el crecimiento de sus pezones que erectos apuntaban al cielo de mis caricias y bajo el pantalón, mi pene enhiesto latiendo toda la furia apasionada del urgente hundimiento.

Esa boca de niña mostró el hambre de sus fauces propinándome un mordisco en el labio inferior mientras su espalda se arqueaba y sus caderas se movían sobre la silla casi de manera imperceptible, dándole rienda suelta a todos los deseos reprimidos durante tanto tiempo. Como dos animales salvajes comenzamos a devorarnos las bocas, sus manos me tomaron de la cintura y las mías tomaron los bordes de la musculosa para luego halarla hacia arriba. Cayó la guitarra al suelo, escuché el golpe, el chillido de sus cuerdas... pero no era momento de pensar en qué cuerda se cortó o qué se había dañado en la caída.

Al quitarle aquella prenda minúscula pude admirar por primera vez el torso desnudo de mi hermana mientras sus senos pequeños de pezones oscuros danzaban al ritmo de mis dedos, con la cadencia de los ardores. Los roces comenzaron a descender y abarcaron su abdomen hasta detenerse en el límite de su cintura y la falda – Cuantas ganas de desnudarte y respirar del perfume de tu piel – le dije mientras mi índice derecho atravesaba tímidamente la parte superior de la falda y palpaba sus braguitas.

Sus pupilas se prendieron en la humedad de mis labios – ¿Alguien te detiene? Yo no – abrió sus piernas, se relamió y me tomó de la muñeca con una de sus manos para guiarme hacia su entrepierna – Estoy toda empapada, llena de ganas. Quiero más, hermanito quiero más – y sus rodillas se separaron a una distancia capaz de rasgarle el corazón.

Las yemas de mis dedos dibujaban círculos en la tela rosa, justo sobre sus labios vaginales al compás del tibio vaivén de sus caderas. Suave, caliente, humedecida, clavó en mis ojos una mirada que desconocía en ella y comenzó a gemir – Arráncala y meteme los dedos. Mastúrbame como lo hago cada vez que pienso en ti –

No demoré ni un segundo en tomar sus braguitas y arrancarlas como si se tratase del pétalo de una rosa; la excitación no sabe de esperas y la rapidez es el don de la calentura.

Totalmente desnuda y sentada de espaldas a mí, descubrí que Sandra era la belleza personificada en una mujer... una mujer de curvas perfectas y la piel tersa, con pliegues deliciosos y un aroma adictivo; una mujer a la que cogería y me cogería con todas las ganas... pero con un detalle insalvable, se trataba de una mujer que era nada más y nada menos que mi propia hermana.

Con mi rostro por sobre su hombro derecho observaba las delicias de su cuerpo; los senos firmes de pezones apuntando hacia el techo, el dibujo de las costillas, su abdomen plano poseedor de un ombligo pequeño, la falda negra enroscada en su cintura y sus rodillas separadas al punto de mostrar en su esplendor el brillo húmedo de sus labios vaginales.

Introduje dos dedos de mi mano derecha en su sexo y los moví circularmente sobre su clítoris inflamado. La viscosidad de la vulva y el sube y baja de las falanges abriéndose paso en el interior provocaban un chasquido de humedades que se convertían en la banda sonora de la lujuria. Con mi mano izquierda sobaba sus pechos y halaba alternadamente de sus pezones. Sus gemidos, sus movimientos, su respiración acelerándose a cada segundo, estaban por arrebatarme la pizca de cordura que aún poseía hasta que quité los dedos de su vagina y me ubiqué frente a ella quedando su rostro a la altura de mi pelvis.

Sus ojos fuera de sí se adentraron en las aberturas de mis iris – Ven hermanito, acércate a mí – dijo relamiéndose como una gata al ver un plato lleno de leche fresca. Me tomó de los glúteos y sin quitar jamás su mirada de mis ojos, lamió los contornos de mi pene por sobre el pantalón – Pídemelo, hermanito pídemelo – repetía mientras me desabotonaba el pantalón, botón por botón, hasta lograr que éste caiga hasta mis pies – Pídemelo, dime lo que quieres... pídemelo – invadido por una horda de placeres indescriptibles y con la entrepierna a punto de estallar, mordisqueé con furia exacerbada a mis propios labios provocándome un pequeño corte.

No pude soportar más y las pocas barreras que quedaban se derrumbaron como un castillo de naipes y entre gemidos se lo pedí - Chúpamela hermanita... métela en tu boca como una buena gatita y chúpamela. Quiero sentir como me empapas de ti... lámela, apaga su fuego con tu saliva. Quiero que seas mi putita – mis dedos se perdieron en la mata azabache de sus cabellos y literalmente me arrancó el slip.

Con una de sus manos tomó a mi sexo erecto, lo masturbó suavemente y luego posó la punta de su lengua en el glande que ya emanaba las gotas claras de su pasión – Hermanito, tienes un lunar en el tronco y es todo para mí – tras decir esas palabras lo introdujo en su boca y giró desesperadamente alrededor de él utilizando sus labios, sus dientes, su lengua, su aliento. Aún puedo ver su rostro desencajado por la locura por la que estaba posesa, aún puedo escuchar los lametazos mientras succionaba pretendiendo llenarse de la esencia fálica, aún puedo sentir el roce de sus dientes, aún puedo...

Luego de unos minutos detuvo su danza frenética, ubicó las manos abiertas sobre mi pubis, lo acarició con sus uñas largas y clavó sus ojos en mis pupilas – Siéntate – se levantó de la silla, se puso a mis espaldas y apoyó sus senos en mis omóplatos – Siéntate hermanito – insistió. Disfruté de la dureza de sus pezones clavados en mi piel y me senté tal y como me lo pidió, quedando mi pene totalmente mojado apuntando al cielo y los testículos a cada lado. Observó mi entrepierna, me regaló una amplia sonrisa perversa y se relamió – Mi Jimbo, muero por cabalgarte, quiero que me cojas como si fuese una perra... soy tu perra. Quiero tu carne dentro de mí... dámela toda – y se colocó sobre mis muslos con las piernas abiertas. Su vagina pendía sobre mi glande hinchado, labios expectantes torturando con su parsimonia, hasta podía sentir el calor que emanaba ese interior impregnado de líquidos calientes – Pídemelo Jimbo, pídeme lo que quieras – dijo rozando imperceptiblemente a la punta de mi sexo con su vulva palpitante.

Con mis manos armadas como garras felinas me aferré de sus glúteos y la empujé hacia mí – Cógeme gatita, siéntate sobre mí y cabálgame como una perra loca por sentir toda mi carne dentro de ti. Hazlo hermanita, cógeme... – sus ojos se abrieron sorprendidos y en las profundidades el infierno devoraba a sus instintos – Dios, como me calienta escucharlo de tus labios... llámame nuevamente hermanita – reclamaba entre ronroneos en celo y no me extrañaba, me pasaba exactamente lo mismo cuando me llamaba hermanito. Era un hecho que nuestras pieles se encendían por el deseo hacia el otro, pero ese punto era potenciado por el lazo que nos convertía en pecadores e incestuosos deslizándose sobre el filo.

  • Cógeme hermanita, cabálgame como una puta... mi puta – grité invadido por el éxtasis y mi glande se apoyó entre sus labios vaginales que lo rodearon con hilos plateados de savia glutinosa – Métemela toda hermanito... cógeme, soy tu perra – dejó escapar desde su boca entreabierta mientras mi tronco rígido se deslizaba a través de un interior suave y tórrido. Al penetrarla en su totalidad comenzamos a movernos torpemente hasta que las caderas coordinaron movimientos y logramos un vaivén perfecto; testículos empapándose en el continuo ir y venir de los pubis, muslos humedecidos por tanto flujo ardiente, chasquidos provocados por los líquidos adheridos a la carne, sudores en las pieles, rasguños felinos, jadeos y gemidos intensos, fuego... mucho fuego.

La silla acompañaba a cada movimiento con el crujido de sus maderas y la guitarra observaba impávida desde el suelo. La única música posible era emitida por los cuerpos inmersos en el frenesí de la lujuria y el ritmo era impuesto por el placer. Clavó sus uñas en mi espalda, de hecho abrió surcos de tonos carmesí y lo que se suponía me causaría dolor, sirvió para echarle más leña a mi enardecimiento – Si perra, rásgame con tus uñas... marca lo que es tuyo – y como si esas palabras fueran carbón para nuestros movimientos, aceleramos más y más al punto de golpearnos bruscamente la suavidad de los pubis.

Mi índice izquierdo se sumergió en la línea de sus glúteos hasta que se detuvo en las puertas de su ano y empujé levemente con la yema – Gatita, ¿quieres que te lo meta? – le dije mirándola a los ojos y sonriendo de lado – Hermanito, mételo todo y no te detengas ante mi estremecimiento. Nadie me ha metido nada por allí y quiero que seas el primero – respondió mientras continuaba con sus caderas subiendo y bajando sobre mi falo. La humedad de sus muslos lubricó naturalmente a su ano y mi dedo lentamente comenzó a penetrarlo hasta que el nudillo fijó el tope. Gritó de dolor y de placer - una mezcla tan humana como excitante – y entre una estampida de jadeos descontrolados nos cogimos como dos salvajes.

  • Hermanita acaba... acaba para mí – balbuceé en su oído mientras llenaba sus agujeros con perversa morbosidad. Los chasquidos eran cada vez más intensos en coincidencia con la cercanía del estallido y el olor a sexo estaba impregnado en cada rincón del altillo. La imagen de sus senos pegados contra mi pecho, sus piernas abiertas, sus rodillas apretándome el torso, sus uñas clavándose en mi espalda y su boca jadeante, entreabierta contrastaba con mi mordisco en su hombro izquierdo, mi respiración descontrolada, mi pecho al borde del colapso, mis piernas abiertas, mis glúteos empujando hacia arriba, mis testículos oprimidos por sus muslos, mi dedo en su ano, mi falo enterrado en su sexo – Acaba hermanita... derrámate para mí – insistía como lo hacía mi pene en su sube y baja a través de aquél interior ardiendo.

Con gran dificultad abrió sus ojos y respiró profundamente – Mi Alberto, acaba junto a mí. Lléname con tu leche... quiero sentir como me inundas con tu leche caliente... acaba hermanito ... acaba – y nos recorrió un espasmo desde la nuca hacia el abdomen, un temblor interno que por unos instantes nos arrancó el alma del cuerpo. Las carnes colactáneas rompieron todo límite impuesto, quebraron las barreras de la lógica y las buenas costumbres, destruyeron los pilares de la moralidad y en un gemido unísono acabamos juntos; chorros de semen quemándola de placer, flujos calientes empapándome de éxtasis.

Permanecimos abrazados mientras las cuerdas metálicas de la guitarra brillaban con los últimos rayos de un sol que se mostraba desde el otro lado de la ventana – Hermanito, me encanta como coges, como me llenas de ti – y sonrió con su pómulo derecho recostado en mi pecho – Y tú hermanita, no imaginaba que eras tan perra. Te mueves como una serpiente – agregué lamiendo las gotas de sudor que descendían de su frente.

Tanto nos gustó que lo repetimos todas las veces que pudimos. Aprovechábamos las salidas de nuestros padres para hacerlo en el altillo de los tíos o en la cama de nuestros primos, sobre la mesa de cedro o en el pasillo de nuestra propia casa, frente a una colección de óleos de cierto pintor ruso. Cualquier lugar era adecuado para perdernos entre las brumas de la lujuria incestuosa que se había adueñado de nosotros. Y lo mejor es que el sexo jamás implicó una mutación en nuestro lazo, nos amábamos como hermanos, no como amantes enamorados. Eso estaba tan claro como que dos más dos son cuatro.

Recogemos las cosechas sangrientas de los campos de batalla. De la carne de ningún cadáver se privan nuestros flacos vientres. El hambre nos lleva hasta fragantes vientos. Forastero, viajero, mira fijamente nuestros ojos y traduce el horrible ladrido de los antiguos perros.

James Douglas Morrison, "The New Creatures"

Hace unos minutos y luego de devorarnos las carnes decidimos dejar de tener esos encuentros por el bien de la familia. Lo discutimos por horas en su cuarto de paredes rosadas entre velas multicolores y pósters de Robbie Williams; en un principio Sandra se negaba a renunciar a sus bajos instintos, al placer de lo prohibido, a los fuegos del pecado, pero pronto comprendió que no podíamos continuar acariciando el filo de la navaja sin abrirnos heridas. Mi pulgar izquierdo se posó sobre sus labios y haciendo un gesto de afirmación con su cabeza dimos por concluida la travesía de un año por las peligrosas aguas estigias.

Al cerrar su puerta me colgué en su mirada húmeda y me dijo esa frase que aún retumba en mi mente, " Hermanito, nunca te vas a olvidar de mí ". Y esa es la única verdad, no me olvidaría de aquellos choques de pieles en combustión, de las humedades derramándose sobre las carnes, de los gemidos mordiéndose los labios, de toda esa perversidad que nos convirtió en demonios con alas de ángel. Sandra, nunca lo olvidaré. Y cuanto estoy lamentando no abrazarla por última vez... si tan solo me dieran un segundo para hacerlo... pero las fuerzas me están abandonando y no podría más que guiñarle el ojo. Realmente no sé que sería peor, si desear con todas mis ganas abrazarla o tenerla frente a mí y no poder hacerlo.

Observo mi pecho; la herida circular de tonos negros justo en uno de los pómulos de Jim Morrison deja correr otro delgado hilo de sangre hacia mi abdomen. Juraría que el poeta oscuro está derramando lágrimas por mi muerte pero ni siquiera ese pensamiento me arranca el dolor de desplegar las alas de cuervo para volar directo a la nada. Mi mano derecha continúa aferrada al borde de la cama como mi vida a las sombras del último suspiro, un vaso de agua medio lleno o medio vacío sobre el escritorio y la maleta de piel de iguana preparada para un viaje que culminó antes de comenzar. Mierda, con lo que me costó conseguir ese puto pasaje para la medianoche y ahora descansa como símbolo de un futuro acabado en el bolsillo de la chaqueta que se encuentra colgada en la silla que enfrenta al ordenador.

Tiembla la mano que sostiene el arma, la muñeca y su reloj de pulsera, el codo, todo el brazo se somete a un temblor que parece no poder controlarse pero aún así, el cañón de mi asesino metálico permanece apuntándome entre las cejas con la pretensión de asegurar el adiós definitivo que estérilmente me rehuso a dar. Aquellos ojos negros se deshacen en un llanto silencioso mientras unos labios gruesos y resquebrajados se muerden con rabia y dolor.

  • ¿Por qué mierda lo hicieron? – una voz quebrada, totalmente diezmada como jamás había escuchado, lacera el silencio del cuarto - ¿Cómo pudieron hacerlo? Las sospechas se convirtieron en una realidad que supera a cualquier perdón y ahora miren las malditas consecuencias de la aventurita. Tú hermana está muerta de la misma forma en que lo estarás tú... dios mío, antes del disparo dijo que no te lastime a ti, que en todo caso ella tenía la culpa, ¿por qué lo hicieron? Malditos sean... ¿por qué lo hicieron?

La noche se derrumbó sobre mi alma, el dolor más inmenso se acomodó en el palco de mi último latido y desde mis profundidades el grito desesperado utilizando el aliento del suspiro final – Nooooo, padre... no a mi hermana... no a ella… -

Una lágrima negra como la muerte, atraviesa mi pómulo derecho y acepto mi suerte al punto de sólo desear desplegar las alas y perderme en la negrura de la noche más profunda. Sí, quiero morir, es lo que pienso mientras mis gritos bañados de sangre y silencio se apagan lentamente como vela de iglesia – Padre, ¿por qué mataste a mi hermanita? ¿por qué a ella? Hijo de puta, ¿por qué a ella?

PUUUUUUUUUUM

Están esperando para llevarnos dentro del jardín dividido Saben de que forma más pálida y cruel llega la muerte

en la hora más extraña sin anunciarse

sin haberla planeado uno Como un invitado aterrador

que uno sube a su cama.

James Douglas Morrison, "A feast of friends"