Incandescencia

El lado salvaje del sexo cuando desaparecen los límites.

Incandescencia

Es para mi un desmesurado capricho recordar una y otra vez el único momento que pasé contigo. Me entristece, y aunque escaso en tiempo fue para mi toda una eternidad; una perpetuidad abrumadora que me acompañará desde entonces hasta mi último día de existencia.

A veces me temo a mi misma, por tanta pasión y desenfreno que pongo a las cosas, a los hechos. Por esas obsesiones e inquietudes de las que no puedo soltarme. No hay más que verme, escribiendo sobre un hecho aislado que aparentemente es lo más normal y común del mundo, una noche… noche de amores en el fuego. Que arden en su incandescencia. No se bien cuánto tiempo haya pasado, pues ya ni siquiera cuento los días. Bien es cierto que llegué a contar los segundos, pero un buen día todo aquello perdió sentido. Estaba cayendo en un abismo de irracionalidad mortal, y tuve que elegir. Elegir entre la muerte obsesiva o la conversión de aquel hecho en recuerdo.

Y es ahora cuando tranquilamente puedo sentarme, sentarme y recordarlo como tal, un hecho pasado. Aún así, en lo más profundo de mi ser, sabía y se que fuiste lo más hermoso que pasó por mi vida. Al menos puedo decir que amé, que conocí "eso" extraño a lo que llamamos AMOR. Una palabra que abarca un mundo, y que el lenguaje en su eterna imperfección no podrá jamás describir. Un "algo" que no vive en espacios definidos ni en tiempos concretos. Es curioso, pero ni siquiera se tu nombre. Ni donde vivías por aquel entonces, tampoco se si coleccionabas mariposas o si te gustaba pasear en invierno. Charlamos en un banco, una noche de verano. Horas que apenas sentí avanzar. Sólo cuando vi los primeros rayos de sol recuperé la noción del tiempo.

Tampoco sabría decir si pasó gente aquella noche, paseantes nocturnos, parejas de enamorados, o perros abandonados. Mi única concentración eran tus ojos.

Después del amanecer te invité a mi casa, y aceptaste con la mirada. Besos con los ojos, y caricias con el pensamiento era lo único por el momento. Subimos en tu coche, y te indiqué la dirección. Yo vivía en un piso, la misma casa en la que ahora vivo. Una herencia de mi madre. Zona tranquila frente a un parque enorme.

Por mala costumbre antideportista subimos en ascensor. Tenía que ser precisamente ahí, en aquel lugar de cuatro paredes y escaso aire, donde me dieras ese primer beso que se me clavó en el alma. Tus manos acariciaron mis curvas más prominentes, y nuestras lenguas se recrearon hasta que el ascensor abrió sus puertas.

Al introducir la llave en la cerradura, acompasado metiste una mano por debajo de mi falda, amasando una de mis nalgas con una ligera torpeza al principio. Cada vez más fuerte mientras yo giraba la llave lentamente. Quería comerme tu cuerpo cuanto antes, pero no deseaba que aquel momento acabase. Qué buena contradicción.

Nada más entrar y cerrar la puerta me cogiste en brazos, prensándome contra la pared. Mis piernas rodearon tu cintura, juntando nuestras pelvis en un suave vaivén. Los besos eran profundos y eternos, suaves, fogosos; con finura, con lenidad, con delicadeza…qué delicia y que dulzura. No hay momento en el cual no se me erice la piel al recordarlo. Tus manos parecían de seda, una sutileza indescriptible navegando mis piernas. Cuando menos me lo esperaba sentí un cosquilleo sobre mis braguitas, eran tus dedos juguetones queriendo acceder a mis intimidades. Tu entrepierna entonces quería reventar. Es justo el momento en el que empieza a sobrar la ropa. Me bajaste al suelo y arrodillándote frente a mi comenzaste a quitarme la ropa. Mi falda cayó al suelo, mi blusa desabotonada con calma dos minutos después. El sujetador…las braguitas. Completamente desnuda frente a un desconocido aparente.

Tu lengua humedecida y cálida recorrió mi cuerpo desde mi pie izquierdo, subiendo lentamente por la pierna…el muslo, la cadera, mi pecho izquierdo, el hombro y finalmente mi boca. Lamiendo mis labios mientras mi entrepierna emanaba fluídos de placer. Te apartaste de mi y te despojaste de la ropa. Ahora estábamos los dos al natural, uno frente al otro. Tu pene tenía un tamaño considerable, me sorprendió y me excitó sobremanera. Completamente erecto y apuntando a mi cuerpo. Creo que ya nada podía salvarme de caer en tu tentación…tampoco quería tal cosa. Deseaba ser poseída por ti ferozmente. Muchas veces el deseo incontrolable y desmesurado se torna fiereza, salvajismo e incluso brutalidad.

De nuevo te acercaste a mi y agarrándome por la cintura me besaste con pasión, ramas ardiendo al fuego, podía oler todo aquello. Olía a macho, a hembra. Olía a sexo.

Tu pene rozó mi entrepierna, tú empujabas una y otra vez sin cese. Acariciando con él mi clítoris y mi vagina al completo. Deslizándote entre mis humedades, escuchábamos los dos el sonido de la humedad espesa. Todo mi cuerpo temblaba, casi me desvanecía por la plenitud de todas aquellas sensaciones novedosas. Fui cayendo poco a poco, mientras abrazándome me acompañabas en el desliz. Los dos en el suelo, besándonos sin parar, como locos poseídos, tú entre mis piernas, yo cruzándolas alrededor de tu cintura. Ahora si…si, notaba la punta de tu erecto miembro a la entrada de mi. Un empujoncito suave pero firme y penetraste mi cuerpo. Los dos gemimos, el placer fue inmenso…después fuera dentro…dentro fuera y yo gritaba como loca, no me reconocía a mi misma. Clavaba mis uñas en tus nalgas, atrayéndote hacia mi, como queriendo romper ese límite que había entre los dos, pretendiendo que todo tu cuerpo penetrara mi ser. Rodamos sobre la tarima de madera, hasta colocarme yo encima. Moví la cadera en círculo unos instantes, después comencé a cabalgar sin descanso. Tomándome por la cadera y por las nalgas guiabas mis movimientos, a la vez que suspirabas, y ansiabas mis besos. Me agaché para besarte sin dejar de moverme sobre ti. Los golpes sobre ti provocaban un sonido de vacío, carne contra carne.

Ambos perlados en sudor, las gotas resbalaban desde mi frente hasta la barbilla. Era un momento de todo o nada, a punto de explotar de ganas, de placer. Fue entonces cuando noté una descarga de semen ardiendo, inundando mi cueva y junto a ti tuve un orgasmo descomunal, cercano al desmayo. Jadeantes, sudorosos, fatigados y extasiados. . .

Los días posteriores, o el cómo desapareciste de mi vida al igual que llegaste, no viene al caso describirlos. Lo importante, la guinda de toda esta historia es "eso" que llaman el fuego, o la llama de la pasión. Qué más da donde ni cuando. El "con quién", esa es la incandescencia. La acción del calor, la acción de enamorarse.