Imprevistos en la playa

¿De verdad creía que ir a tomar el sol y relajarse, sola y medio desnuda en una playa atestada, saldría bien? No. Siempre hay imprevistos.

IMPREVISTOS EN LA PLAYA

Ese sábado llegué a la playa a primera hora de la mañana, cuando solo unas pocas pioneras como yo habían clavado sus sombrillas en la arena y tendido sus toallas y hamacas, delimitando el territorio conquistado. Eran gente mayor, sobre todo, algunas con sus maridos, otras en grupos. Parecía que era la única jovencita de la playa.

En realidad tampoco era tan jovencita. De hecho, tenía ya dos niños. Pero digamos que luzco mis treinta y muchos con bastante salero. Salvo algunas estrías en mis caderas y unos pechos hermosotes pero algo caídos, poco tenía que envidiar a las jovencitas. Bueno, es lo que supongo. Aún me gustaba mi cuerpo y aún gustaba a mi marido y, con eso, me conformaba. Además, y aunque esté mal decirlo, creo que aún era foco de miradas furtivas de los yogurines de instituto cuando vestía jeans ajustados o faldas entalladas.

Aquel día estaba reservado para mí. Era una especie de contrato que tuvimos Nacho, mi marido, y yo al poco de nacer nuestra hija. No contentos con todo el trabajo que supusieron los primeros dos años con el primero, nos lanzamos a por el segundo, una niña. El cabronazo me dejó tirada cuando le cambiaron (o lo pidió él, me temo) el horario del trabajo a turno partido y dejó de pisar por casa durante el día.

El estrés me pasó factura bien rápido. Tras dos meses del parto, sufrí una crisis de ansiedad. Dar el pecho, recoger la casa, cuidar que el mayor no hiciese muchas trastadas, hacer la colada, preparar la comida, ir al pediatra, dar de comer al primero, dar el pecho a la otra… Y, mientras, Nacho, con todos sus huevazos, yendo a trabajar de turno partido. Sí, eso, todos los putos marrones para mí. Se marchaba cuando los peques aún dormían y llegaba cuando acababan de acostarse. Y el fin de semana, todo diversión jugando con los críos. No miento si digo que muchas veces estuve a punto de empaquetar a mis hijos y dejárselos en la oficina a media semana, sobre su mesa, con una simple nota:

“Estoy hasta los cojones, Nacho. De parte de Nuria, tu mujercita que te quiere y te odia a partes desiguales”.

Iba ya preparada para mi mañana de relax, sol y baño. Bajo mis pantaloncitos y camiseta de tirantes, vestía mi bikini preferido, uno con la braguita algo justita y el suje bien atrevido, sin acolchado ni aros.

Entonces empezaron los problemas. Claro, ¿cómo no iban a surgir problemas, Nuria?

El primero provino del sujetador. Estaba sucio. Allí estaban los dos manchurrones donde mis pezones, no me acuerdo cuándo, decidieron por sí mismos, que era hora de descargar alimento. Dos manchas oscuras, marrones, simétricas, ensuciaban el estampado florado. Tenía que haber lavado el bikini antes de ponérmelo. Eres una payasa, Nuria.

Enrojecí de vergüenza hasta sentir las orejas calientes. Pero la cosa no acabó ahí.

Había olvidado depilarme. Ayer, a última hora, después de que los peques durmiesen y mientras Nacho disfrutaba de su partidito de la Champions, me pasé la maquinilla por las piernas. Entonces recordé que no había puesto los garbanzos a remojo para el cocido de hoy. Salí del cuarto de baño y los metí en agua. Y, toda chula, allí terminaron mis tareas depilatorias.

Resultado: mis sobacos lucían una sombra oscura, definida, y ciertamente visible. Peor era abajo, donde varios mechones sobresalían por los laterales y el elástico superior.

¿Cómo podía salir todo tan mal? ¿A qué dios había hecho enfadar, joder? ¿Es que una no podía descansar una puta mañana a gusto y ponerse morenita?

Mi primer impulso fue largarme a casa. Derrotada, humillada, desgraciada. Por tonta, por creerme que algo podía salir bien a la primera.

Pero no. En un impulso que provenía de un encabronamiento considerable, decidí quedarme.

La semana había sido jodida. La peque tuvo mocos y pasé casi dos noches sin pegar ojo. Al otro le dio por lanzar al aire sus juguetes de plástico y uno le hizo un corte en la cabeza. Y al otro niño (el más grande y el más inútil) le dio por necesitar un traje nuevo y tuve que acompañarlo de compras para ayudarle (miento; para elegirlo por él).

Pues no, joder. Estaba hasta el mismísimo coño. De verdad que necesitaba aquella mañana de descanso. Sabía que, si volvía a casa, Nacho no movería un puto dedo y me tocaría hacerlo todo a mí. Valientes huevazos tenía mi marido. Y tampoco podía volver fugazmente para eliminar pelos porque, en media hora y un sábado, sabía que la playa estaría a rebosar. Ya estaba algo concurrida y, en poco rato, sería imposible encontrar un trozo de arena libre.

Además, ¿desde cuándo a la Nuria mamá la importaban unos pocos pelillos? ¿Acaso los demás se fijarían? A menos que me espatarrase poco iba a notarse. Y lo del suje… Bueno, alguna vez habría que hacer topless, ¿no?

Aunque estuviese cagada de miedo.

Me llevé las manos a la espalda, desabroché el cierre y dejé que mis trufas vencieran. Tenía las tetas muy blancas así que las cubrí con generosa crema. Los pezones, de un marrón acusado, producto de dos lactancias, extendían la areola por casi media teta. Sin embargo, mientras me aplicaba la crema, a causa de la osadía y descaro al exhibir mis pechos, los pezones se endurecieron hasta erigirse en diminutos volcanes.

Para mí era una batalla. Soy bastante vergonzosa y me entran sudores hasta cuando Nacho me ve desnuda. Ya he dicho que creo que tengo un cuerpo bonito y todavía deseable pero eso no quita el hecho de que exhibir las tetas a desconocidos no me suponga un reto. Sabiendo que cualquier mirón se recreará en ellas y que luego se la cascará imaginando guarrerías.

Noté como los calores me bajaban al coño. Era la excitación del saberse expuesta, de permitir que cualquiera mirase mis tetas, del morbo de enseñarlas para deleite de cualquier salido.

“Para el carro, Nuria. No te rayes”, me dije. Que ni estás tan buena ni serás la única que enseñe las tetas en la playa. Me giré y, a lo lejos, sombrillas y toallas adelante, confirmé mis pensamientos. Dos chiquillas también estaban haciendo topless. Sin pudor alguno, como si fuese lo más…

Pero, ¿serán guarras?

Es que ni siquiera llevaban braguitas. Porque una se levantó y la vi todo el asunto. Todo depiladito, claro, pero la raja entera a la vista. ¿Desde cuándo esta playa era para nudistas?

Creo que me quedé embobada viendo aquel cuerpo jovencísimo porque, cuando me quise dar cuenta, la chica tenía la mirada fija en la mía, con los brazos en jarras. Su mirada acusadora me hizo bajar la cabeza, embutirme las gafas de sol y apoltronarme en mi hamaca.

Estaba temblando de vergüenza. Pero también una sonrisa asomaba a mis labios. La chiquilla tenía un bonito par de tetas morenas y un cuerpo delgado. Además, era bastante guapa. Sin poder evitarlo, noté como la excitación comenzó a humedecerme la entrada.

No soy de esas de que se lo montaría con otra, por más que Nacho vendiese un huevo por verme joder con mujer. Al fin y al cabo, las pelis porno de su portátil estaban llenas de actrices que se lo hacían con otras. Jamás se me pasaría por la cabeza, ya digo, pero lo cierto es que ahí estaba: medio desnuda, en medio de una playa casi ocupada al completo, con un calentón importante, fantaseando con el bonito cuerpo de aquella chiquilla, notando como mis pezones dolían de lo tiesos que estaban y con el rítmico latir de un corazón encabritado que encendía mi coño.

Y he dicho chiquilla porque, mientras me acomodaba en la hamaca con los ojos cerrados, tratando de controlar una necesidad imperiosa de tocarme, intentaba adivinar la edad de “tetas morenas”. A la otra no tuve opción de verla con detalle. Pero no me costaba nada imaginarla y comencé a dibujar mentalmente un cuerpo igual de arrebatador.

—Hola.

Pegué un respingo, asustada.

Era “tetas morenas”, acompañada de su amiga. Habían acercado sus toallas al lado de mi hamaca, alrededor de la cual, increíblemente aún quedaban dos huecos de arena vacíos en aquella playa atestada.

—Hola —respondí con voz ronca.

—Somos Bea y Sonia —dijo “tetas morenas”, acercándose a mí y extendiendo la mano.

Se la estreché y, sin querer, la mirada me bajó hasta su sexo afeitado. La saliva se me quedó encajada en la garganta. Dos mofletes sonrosados, de los que sobresalían tiernos pliegues de carne oscura, me hicieron parpadear.

—Es que, verás, necesitamos que nos ayudes un poquito.

Alcé las cejas, incapaz de abrir la boca. Me obligué a levantar la vista de su coño y mirarla a la cara.

Bea no era guapa. Era guapísima, con un cabello castaño, largo y ondulado, con mechas claras. Tenía el cuerpo moreno. Todo el cuerpo, menos sus mofletes rosados. Un precioso y uniforme tono café. Varios tatuajes de colores alegres brillaban en un hombro, ombligo y ambos tobillos.

Sonia, la otra, parecía algo más cohibida. No era tan guapa como su amiga pero también era atractiva y estaba agraciada con un par de tetas enormes, de pezones rosados casi invisibles. Tenía la piel blanca, pero no tan lechosa como la mía. Qué tetas, dios de mi vida. Nuria lucía el cabello rubio corto, peinado como un chico. Y algo que me chocó bastante: tenía el coño sin depilar. Un grueso matojo castaño cubría su sexo. Varios pelillos asomaban por sus axilas y supuse que también se habría olvidado de poner los garbanzos en remojo la noche anterior.

¿Garbanzos? No, claro que no. Sonia lucía unas curvas envidiables, igual que Bea, incompatibles con dos embarazos casi seguidos y un casa que llevar casi sin ayuda. Además, ¿qué años tendrían estas chicas? Ahora que las tenía cerca ya no tenía que imaginarme la respuesta. Diecisiete, dieciocho… pocos más, fijo. Seguro que aún mojaban las bragas con la SuperPop.

—Estamos hartas de que los babosos nos miren.

Ah, claro, y al lado de un vejestorio como yo no se les pondrá tiesa, ¿no? Punto negativo, “tetas morenas”. Zorra.

—Y Sonia está empezando a ponerse roja. Tiene la piel muy sensible. Necesita acurrucarse bajo tu sombrilla.

Miré detenidamente a Sonia. Roja sí estaba. Pero creo que de vergüenza porque tenía las manos tapándose las tetazas y el coño. Inútilmente, claro. ¿Dónde vas en pelotas con esos melones y ese coño hambriento, hija mía? ¿No ves que vas suplicando guerra? Normal que te lo coman todo con los ojos. Y espera que no vengan los pulpos atrevidos que quieran frotarse.

Me dio pena. ¿Qué le voy a hacer? Sonia era una chiquilla con atributos exagerados, muerta de miedo y vergüenza. Igual que yo, aunque me faltaban ese par de tetas tamaño familiar.

Me sorprendí imaginándome amasando toda esa carne con mi cara, hundiendo mi nariz entre ellas, mordisqueando las lentejas hasta volverlas garbanzos.

Espera, espera, Nuria, me dije, ¿por qué estoy babeando con las tetas de esta mocosa?

No lo sé pero había que controlarse. Medité la petición de Bea.

Bueno, no me vendría mal algo de compañía. Aunque fuesen un par de guarras en pelotas.

Además, era la primera vez que hacía topless. Arrejuntarme con ellas no me vendría mal. Eso sí, tenía que hacer algo con esta calentura mía que amenazaba con humedecer la braguita del bikini. Y entonces, a ver cómo salía de esa.

Asentí y sonreí. Les señalé con la mirada los huecos libres junto a mi hamaca.

—Nuria —me presenté al fin.

Extendieron sus toallas y se colocaron bajo mi sombra.

Al cabo de un rato silencioso, me sentí incómoda. Yo estaba tumbada sobre mi hamaca mientras ellas estaban, debajo, sobre la arena. No las veía y parecía como si yo, aunque estuviesen junto a mí, fuese la matriarca del clan. O la proxeneta, incluso.

De modo que plegué mi querida hamaca donde mi culo estaba acomodado de puta madre, extendí mi toalla entre la suyas y me tumbé.

—Es la primera vez que haces topless, ¿verdad, Nuria?

Me giré hacia Bea. Me miraba con aire suficiente. Tenía una sonrisa preciosa pero exhibía un desparpajo que me incomodaba y molestaba a partes iguales.

—¿Tanto se me nota?

—Bueno, mujer, un poco blanca sí estas, la verdad —respondió señalando mis trufas.

Pero qué lista eres, mala zorra. Ya sé que no tengo un tostado perfecto como el tuyo, pero no hace falta que me lo restriegues.

—Estás muerta de vergüenza, ¿a qué sí?

No respondí. Vaya con “tetas morenas”. Me estaban dando unas ganas enormes de soltarla un señor sopapo. Pero me di cuenta de que, en realidad, estaba encabronada porque Bea, simplemente, estaba viendo más allá de la fachada de ingenua seguridad que había creado a mi alrededor al desprenderme del sujetador del bikini. Quizás podría engañar a los hombres pero a mis iguales no era tan sencillo.

—Te acostumbras —dijo Sonia colocando una mano sobre mi hombro.

Me giré hacia ella. Se había incorporado hacia mí. La vista se me iba hacia sus dos melones. Igual que la polilla hacia la luz. Es que era imposible dejar de mirar sus preciosos y enormes pechos. Lentejas que se vuelven garbanzos… Para, para.

—No creo que se dé el caso —respondí con sinceridad.

—Un par de días y como si nada, ya verás. Y todavía estas en la fase “tetas” —rió Bea—. Que cuando pases a la fase “coño” ya verás qué liberación.

Negué vehementemente. ¿Con todo el asunto al aire? Ni de coña. Que me vean las tetas no significa que quiera enseñar la puerta de mi casita. Además, ¿qué clase de diversión ofrecería a los mirones si se lo daba todo hecho?

—Seguro que no —confirmé—. Soy muy tímida. Solo enseño lo mínimo.

—Pues nadie lo diría. Te está asomando parte del felpudo.

Ay, hija de la gran puta, qué hostia más rica te estás ganando.

—Es que olvidé pasarme la maquinilla…

—Eh, Nuria, no te confundas —me cortó Bea—. Yo no soporto tener un solo pelo en el cuerpo más que en la cabeza. Pero me encanta que mi novia lo tenga todo asilvestrado.

—Así que sois lesbianas.

—Bueno —sonrió Bea, acercándose a mí y rozándome los pezones con su antebrazo. Zorra—, digamos que somos dos buenas amigas que estamos en una época en la que no nos interesan mucho los penes. Preferimos los mimos, los besitos y los abrazos, me entiendes, ¿no?

Ya. Que os va el pescado, las almejas y la chirla. La rica paella de toda la vida, vamos.

—Yo soy más de carne —aclaré.

—Pues, yo que tú, me lo hacía mirar, Nuria. Estás toda mojada.

Hasta que no me señaló con la mirada la braguita no entendí su comentario.

La mancha. Ahí estaba. Bien hermosota.

¿Se me había escapado algo de pipí? Los primeros días tras dar a luz me iba por la pata abajo sin remedio. Pero esto era, sin duda, distinto. Hostia puta.

—Mierda, mierda.

Se acabó la mañana, chica. Toca marcharse a casa. Sí o sí.

Busqué en la bolsa mis pantaloncitos y la camiseta. Menudo día de mierda. Si es que lo que mal empieza…

—También puedes pasar a la fase “coño”, Nuria, no te comas la cabeza.

Qué fácil lo veis todo, niñas. Hala, a enseñar todo el asunto. Porque sí, porque me da la puta gana. Soy joven, fresca, tengo las tetas bien subidas y la barriga plana.

—Venga, anda, tonta —dijo Bea, tirándome del elástico de las braguitas.

La solté un manotazo.

—¿Estás loca, Bea? Mira, tengo marido y dos hijos. Hoy he hecho cocido para comer y por la tarde tengo que hacer los cuartos de baño. Entre medias tengo tres tomas para la peque y mil historias más. No soy una chiquilla de tetas perfectas sin un puto pelo bajo la cabeza. No puedo ponerme en pelotas como si tal. ¡Soy una puñetera ama de casa!

Bea y Sonia me miraron asustadas. Se apiadaron de mí, lo noté en sus miradas, en sus gestos contrariados, apenados.

Ah, no. Si hay alguien a quien no trago son a las listillas. Pero, peor aún, odio a las que se compadecen.

—¡Su puta madre, a la mierda con todo! —solté envalentonada, en un arranque de locura total.

Porque no necesitaba la comprensión de nadie. Había parido a dos niños, tenía una casa limpia y un marido casi domesticado. No había pedido nunca la ayuda de nadie.

Me quité las braguitas de un tirón, en un movimiento rápido, indoloro (bueno, varios pelillos quedaron enganchados pero me aguanté el chillido). Extendí las piernas, bien abiertas y entrelacé mis dedos bajo mi cabeza. A la mierda con todo. Un chumino peludo y unos sobacos descuidados. ¿Y qué?

—¿Qué miráis, payasos? —le escupí al primer grupo de chavales paseando que me miraron entre las piernas— ¿Nunca habéis visto un coño?

—Tan bonito, pues no —respondió el más lanzado.

La hostia.

Un piropo. Lo que me faltaba, que me dijesen que estaba buena de verdad.

Actué sin pensar.

—Pues lo siento, chavalines. Me va el pescado.

Agarré por banda a Sonia y le comí la boca. Así, a lo bruto. Le metí la lengua hasta el paladar. Por suerte, la chavala me echó un cable y no se apartó aunque tampoco movió la lengua ni un ápice.

No sé cuánto duró el beso ni porqué le agarraba una teta con ansia desmedida pero me aparté cuando Bea nos separó interponiendo su mano entre nuestros cuerpos cuando se fueron los chicos.

—Oye, oye, maja. ¿No te dije que éramos pareja? ¿No estarás intentando levantarme a mi novia?

Levanté las manos pidiendo perdón.

—Lo siento, fue solo para salir del paso.

—Ya. Pues lo de la teta sobró. Aquí la única que mete mano a mi novia soy yo, ¿estamos?

—Entendido, vale.

—Joder. Nos vamos. Levanta, Sonia, que esta mujer está como una puta regadera.

—Esperad, no saquemos las cosas de quicio. Solo quería que esos babosos nos dejasen en paz.

—¿Que nos dejasen en paz, dices? No, espera, que ahora somos amiguísimas del alma. Si es que te tenía que haber calado mucho antes, pedazo de zorra. Las mosquitas muertas como tú sois de lo peor.

—¿Cómo dices?

—Que vais de mojigatas y luego pasa lo que pasa.

Me levanté enrabietada y la encaré. Que una puta niña me llame mosquita muerta era el colmo.

—¿Y qué coño pasa, eh, niñata? ¿Qué coño pasa? —la empujé—. Es que si quieres un par de bofetadas, te las arreo ahora mismo.

Bea no supo qué responder. De soslayo vi como Sonia agachaba la mirada, muerta de vergüenza.

—Tú quieta aquí, tetas gordas, que tu chulo es el único que se marcha. Porque es una payasa.

Me pasé de la raya. Lo admito. Bea no tuvo más remedio que abalanzarse sobre mí, chillando enfurecida. Me agarró de los pelos y caímos a la arena, rodando. Noté como chocábamos con varios cuerpos. La playa estaba repleta.

Menudo juego de uñas tenía “tetas morenas”. Si me descuidaba, me arreglaba la cara. Pero yo tampoco iba mal equipada.

Sin embargo, nada más empezar, quise terminar la pelea lo antes posible. Nos veía en pelotas, rodando por la arena, tirándonos de los pelos y hundiendo dientes y uñas en el cuerpo de la otra. Vamos, el sueño de todo hombre con pelos en los huevos.

Pero la muy zorra me tenía bien sujeta del pelo y un brazo. Y, aunque delgada, era atlética y tenía tanta fuerza como yo. Lo que menos me preocupaba era que tuviese sus tetas aplastadas contra las mías o su coño boquease sobre el mío. Eran sus uñas, peligrosamente cerca de mi cara, lo que más temía.

Y Sonia, quieta como una lela. De reojo miraba a “tetas gordas”. Cruzada de brazos, doblada sobre sí y roja como un tomate. Mierda, qué pasmarote de chica. Todo tetas y ni una neurona. Supongo que mejor así, porque con un golpe de tetas me dejaba apañada.

Aprovechando que Bea perdió pie, apliqué un rodillazo sobre su vientre y me senté sobre su pecho. Aunque tiró de mi pelo hasta que sentí como si me lo arrancase, me acerqué a su cara y la susurré al oído (o la grité, que ya no me acuerdo).

—Para, idiota, para. ¿No ves el espectáculo que estamos dando? Desnudas y revolcándonos sobre la arena.

Pareció recuperar la razón porque dejó de tirar de mi pelo aunque no lo soltó.

—Vamos al agua —propuse—. Y si quieres que siga la zurra, venga. Pero en el agua, no aquí, que parecemos dos putillas en una porno.

Nos levantamos rápido. Y a tiempo, porque el corro que teníamos formado tenía ya las pollas medio tiesas.

Fuimos las tres al agua y nos metimos despacio, sin perdernos de vista Bea y yo. Ninguna nos fiábamos de aquella tregua. Sonia iba detrás de nosotras. La muy tonta aún se agarraba las tetas. Supongo que se culpaba por haber sido la causante (ella no, sus tetazas) de la pelea. Bueno, chica, bienvenida al mundo real donde tener un par de melones sirven para lo que sirven, y nada más.

Cuando el agua nos cubría hasta los hombros, bien alejadas de los demás bañistas, decidimos parar. Me notaba los pechos ingrávidos, los pezones endurecidos por el agua fría y el coño y la cabeza más calmados.

—¿Tú quieres seguir la pelea?

Bea negó con la cabeza. Y luego, como si ya no pudiese aguantar más, rompió a llorar.

¿Y esto a qué venía?

—Venga, Bea, que no es para tanto —la consolé al comprobar que no fingía.

Me acerqué a ella y dejé que me abrazase.

Mierda. Si es que eran solo dos niñas. A su edad yo todavía tenía la cama alfombrada de peluches y una teta aún era más grande que la otra.

—Lo siento, ¿vale? Me he comportado como una mocosa. No tenía que haber besado a Sonia. Es que… es que las dos sois guapísimas y yo una simple ama de casa, más pendiente de cambiar un pañal que de disfrutar de una juventud que ya no tengo.

—Tú también eres guapa, Nuria —soltó con voz ronca Sonia—. Pero es que estoy con Bea.

Ya lo he notado, pedazo de pánfila.

—Pues abraza a tu novia, coño, que es ahora cuando más te necesita.

Me aparté y dejé que se juntasen en un beso.

Me abracé a mí misma mientras disfrutaba de su beso.

Aunque vaya birria de beso. Sin pasión ni lengua ni nada. Menudo par de sosas que sois, coño.

Bueno, eso estaba mejor, ahora sí que se notaba que se querían. Mucho.

Oye, espera, ¿se estaban metiendo mano bajo el agua?

Sonia exhaló un gemido hondo. Un hilillo de saliva todavía unía ambas bocas.

Pues sí. Supuse que uno o varios dedos estaban efectuando inmersiones en aguas oscuras.

Fue entonces cuando comprendí que allí sobraba, la verdad.

—Marcho, chicas. Pasarlo bien.

Ni caso. Ellas a lo suyo.

Me alejé a brazada ligera y, mientras mis pezones duros como piedras cortaban el agua, me iba imaginando el pedazo polvo que iba a sacarle a mi Nacho aquella noche cuando los peques estuviesen dormidos.

Prepárate, cabronazo, que te voy a dejar seco. Para algo tienes que servir.

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Ginés Linares

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