Impotente y cornudo, todo en uno

Un hombre casado con una mujer preciosa es agredido por un vecino, y a resultas del trauma se vuelve impotente. Lo peor es que verá como el mismo vecino con el tiempo, acaba acostándose con su esposa.

Mi mujer tiene exactamente mi misma estatura: uno ochenta, una cara hermosa y dulce, no espectacular pero muy bien proporcionada, tiene caderas anchas y piernas largas, y unos pechos voluminosos y mórbidos. Nos conocimos cuando ella era muy joven, tenía tan sólo veinte años y era una prima lejana de un buen amigo mío de facultad. Coincidí con ella en una de esas fiestas estivales y multitudinarias y enseguida conectamos. Me pudo su dulzura y la rotundidad de su belleza. Le saco diez años pero a ninguno de los dos nos pareció que eso tuviera importancia. Pasamos todo el verano juntos, charlando de casi todo y riéndonos por cualquiera nimiedad como si aún fuéramos adolescentes y el tiempo se hubiera detenido. Ella me dejaba besarla y amasar sus pechos por encima del sostén, me dejaba acariciar su culo redondo y duro por debajo de las falditas de vuelo que solía llevar, pero cuando me acercaba mi mano a su entrepierna notaba como ella daba un pequeño respingo y se encogía.

  • ¿Qué ocurre, estás con la regla?

  • No, cielo.

  • ¿Entonces?

  • Quiero ir poquito a poco-, me decía con sus ojos bien abiertos y una sonrisa angelical.

Silvia no era ninguna mojigata, había perdido la virginidad a los diecisiete, un poco por seguir la moda de su amigas, pero eligiendo a un chico que le gustaba. No, no era una mojigata, le gustaba el sexo pero con control, dentro de lo que llamaríamos un marco de amor. Había estado con dos hombres y bastante tiempo con ambos y yo era el tercero, y como a ella le gustaba bromear, el tercero sería el de la vencida. A mí ella me gustaba una barbaridad, y me resultaba difícil disimular mis erecciones cuando estábamos abrazados: ella casi siempre se daba cuenta y me sonreía y se pegaba más fuerte a mi cuerpo.

  • Dame sólo un poquito más de tiempo amor. Sólo un poquito más.

  • Todo el tiempo del mundo-, le contestaba yo, imaginando cómo me aliviaría por la noche en el hotel pensando por supuesto en ella.

Pero el día llegó. Ella estudiaba y pasaría el resto del verano allí, sin embargo, mis mes de vacaciones terminaba al día siguiente por lo que era nuestra última noche juntos seguramente hasta que Silvia volviera a la ciudad. Sinceramente yo ya no esperaba conseguir nada pero me sentía igualmente feliz por compartir aquella última velada del verano con esa chica tan deliciosa. Sin embargo noté algo distinto desde el primer momento, quizas su atuendo más decididamente sexy, quizás que iba maquillada, cuando yo apenas le había visto más que un poco de color en los labios, pero, sobre todo, su mirada. Su mirada inocente no había desaparecido, pero una sombra de picardía y deseo enturbiaba sus ojos perfectamente delineados por el rimmel. Me miraba desde unos centimetros más arriba fruto de los estilizados zapatos de tacón que había elegido para aquella noche.

Fuimos a cenar y pasamos casi todo el rato riendo. Ella estaba más divertida y receptiva que nunca y un poco achispada por el vino. Tras salir del restaurante nos dispusimos a dar un paseo por la playa y ella se quitó los zapatos. Tras andar un rato en silencio, con el ruido de fondo de las olas llegando a la orilla nos sentamos en la arena. Ella se apoyó delicadamente sobre mí y comenzó a morderme la oreja hasta hacerme cosquillas. Rompí a reir y ella hizo lo mismo. De repente, en un gesto inesperado, Silvia se quitó la blusa y la lanzó por detrás de nostros sin dejar de mirarme. Sus pechos llenaban el sujetador con rotundidad y la prenda los apretaba sin excesos. Parecía que en cualquier momento aquellos dos senos perfectos superarían los límites de la tela y se desbordarían alcanzándome en la cara. Estaba todavía absorto en su contemplación cuando la voz de Silvia más de mujer que nunca me llegó:

– Te deseo, Fernando. Te deseo ahora.

Me quedé mirándola, embobado, sin saber qué responder. Me había hecho a la idea de que tendría que continuar mi cortejo en la ciudad después del verano y dudé, sé que parece estúpido pero dudé, y ella lo notó.

– ¿Qué pasa cielo, no es lo que quieres?

– Claro que sí tonta, es que....

– No lo esperabas

– No, silvia, sinceramente no esperaba que hiciéramos el amor ya.

Ella pareció vacilar.

– No uso ningún método anticonceptivo y no querría quedarme embarazada en estos momentos.

La arena estaba todavía tibia y agradable. Ella estaba boca arriba con la boca entreabierta, mirándome con una cara de deseo que nunca le había visto antes. Le levanté la pequeña faldita e introduje mi mano izquierda entre las bragas buscando su vulva. En esta ocasión, en lugar de sentirme rechazado noté como su mano empujaba a la mía hacia abajo a la abertura de su coño. Estaba empapada. Me llevé un dedo a la boca y chupé sus jugos. Aquel aroma empezaba a volverme loco. Ella se reía.

  • Te gusta?

  • ¿Gustarme?, ahora te diré lo que me gusta.

Volví a meter mi mano en su entrepierna buscando la abertura de la vagina e introduje bruscamente uno de mis dedos. Ella se echó un poco hacia atrás.

  • Duele, bruto, ve poco a poco.

  • Vamos nena, si te duele esto qué sentirás cuando meta a mi amiga-, le dije, al tiempo que me bajaba los pantalones y los calzoncillos a un tiempo dejando al aire mi verga tiesa y hambrienta. Silvia se echó a reir incorporándose. Miraba con una media sonrisa y empezó a masturbarse. Mi polla medía unos diecisiete centímetros y era una veterana, había conocido a decenas de rajitas y siempre con resultados plenamente satisfactorios.

Silvia tenía el chocho tan húmedo que entró con facilidad. Contaba con una vagina estrecha y mi polla rozaba con sus paredes internas provocándome espasmos. Aguanté todo lo que pude mientra ella se corría. Sus grititos y los espasmos de su coño fueron la puntilla para mí. La saqué deprisa como ella me había pedido, me desembaracé de sus piernas que rodeaban mi culo y busqué su cara, el primer chorro de esperma golpeó su mejilla, el segundo fue a su pelo y el tercero entró directamente en su boca abierta. Luego ya sin ninguna potencia mi semen fue cayendo sobre sus tetas mientras ella las movía divertida.

Nos casamos al año siguiente y todo empezó ir bien. Aparte de amantes eramos amigos. Yo fui ascendiendo en el trabajo y adquiriendo responsabilidades en el organigrama financiero de mi empresa mientras Silvia iba dedicándose al ámbito universitario. Acabó la carrera y luego el doctorado y cuando surgió la primera vacante comenzó a dar clases de literatura. Nuestro nivel de vida fue subiendo. Cambiamos de vivienda, cenábamos fuera, viajábamos. Tengo un montón de fotos con ella en los puntos más extraños del planeta. Habíamos decidido aplazar lo hijos hasta que ella tuviera unos treinta años y nuestra carreras profesionales se encontraran asentadas. En el sexo funcionábamos de manera perfecta y eso me aliviaba del estrés que comenzaba a sentir a medida que todos los sueños que había imaginado se cumplían pero con un coste de sobrecarga de trabajo verdaderamente inesperado. No me importaba. Achacaba estas cosas a la naturaleza de la vida. Es el precio que hay que pagar por ser feliz, me decía. A todos les pasa lo mismo.

Y de repente ocurrió. Poco después del cumpleaños de mi mujer, su veintinueve cumpleaños habíamos comprado un nuevo coche que a ella le encantaba. Un sábado después de ir a tomar el aperitivo dejé a Silvia en el portal y di la vuelta al edificio para introducir el coche en el garaje. Todo transcurría con normalidad. Maniobré hacia atrás para dejar el coche en su plaza y de repente , por el lado contrario apareció otro coche que entró en su lado de la plaza a toda velocidad. Accionó los frenos de manera brusca al verme pero no fue suficiente chocando su frontal con la trasera de mi vehículo. El golpe me zarandeó hacia delante de manera brusca y se activaron los airbags. Noté un característico crujido de chapa y pensé automáticamente en lo que me había gastado en el coche tan sólo tres meses antes, el coche del que mi mujer se había encaprichado y que yo había sido incapaz de negarle.

Tan pronto como me pude desembarazar del airbag salí afuera como un torbellino. El espectáculo era dantesco: todo la parte de detrás del auto había desaparecido sustituida por un amasijo metálico del que colgaban los restos de los faros y del protector de impactos. El habitáculo estaba ligeramente afectado y un pequeño abombamento impedía el cierre de las dos puertas de atrás que habían quedado ligeramente suspendidas. Estaba hecho una furia y entonces vi al autor del desaguisado. Le conocía de vista aunque no había tenido ningún trato con él salvo los habituales saludos de cortesía entre vecinos. Era un tipo muy grande, ceca de dos metros que se había trasladado a vivir a una de las viviendas de mi misma planta haría quizás unos seis meses. Silvia se refería habitualmente a él como al grandote del D, y recuerdo que me había comentado que vivía sólo, y un par de cosas más sobre su supuesta vida a las que nunca había llegado a prestar atencion y que me parecían más propias de la inagotable curiosidad de las mujeres. Lo cierto es que parecía ligeramente bebido, no estoy seguro de ello ni aún hoy, esa es la verdad. Vio mi ostensible cara de ira y fue el primero que habló.

– Perdone, lo siento de veras. No me di cuenta que alguien venía por el otro lado.

– ¿No se ha dado cuenta, imbécil? Es que no tiene ojos en la cara- yo estaba rojo de ira.

– No se preocupe. Ahora lo arreglamos y los seguros se encargarán.

– ¿Los seguros? ¿de qué se van a encargar los seguros cabrón?, ¿de esto?- le dije señalando el coche destrozado.

– Tranquilo, no se altere, no es necesario insultar.

Yo me sentía cada vez más fuera de sí y poco a poco me fui acercando a él.

– Te voy a insultar todo lo que me dé la gana, payaso, ¿qué te crees que puedes joder a la gente e irte de rositas?

– Tranquilito, vamos a dejarlo así.

Sin embargo yo no estaba dispuesto a dejarlo. La ira acumulada, la tensión de los últimos años de luchar en la vida en el trabajo por estar a la altura del amor de Silvia, todo el autocontrol toda la disciplina autoimpuesta con el objetivo de alcanzarlo todo, de repente, todo eso saltó por los aires en un irrefrenable ataque de ira. Me fui hacia él con la peor de las intenciones.

– Eres un hijo de la gran puta, pero te vas a cordar de esto.- le lancé un puñetazo pero se apartó y sólo logré golpear el aire, me di la vuelta y lo intenté de nuevo pero esta vez noté como su brazo izquierdo paraba el golpe y al instante como el derecho se acercaba a mi cara como una centella. Lo siguiente que sentí fue el crujido de mi mandíbula y como mi boca se llenaba de cuerpos extraños que adiviné en un último resquicio de lucidez que eran mis dientes arrancados por la brutalidad del impacto. Recuerdo poco de los instantes siguientes. Debí estar seminconsciente durante una media hora y luego las formas del garaje comenzaron a dibujarse de nuevo ante mis ojos. Mi agresor ya no estaba o al menos no podía verlo, tampoco oía gran cosa, sólo un zumbido constante en los oídos. Llegué hasta casa en el montacargas y recuerdo la cara de terror de Silvia al verme cuando llamé al timbre, incapaz de encontrar las llaves, y también recuerdo el torrente de palabras y preguntas que me lanzaba sin que yo fuera capaz de contestarlas. Fuimos en taxi al hospital y yo apenas fui capaz de explicarle que alguien me había agredido en el garaje

Los médicos me estabilizaron la mandíbula y la hemorragia, había perdido ocho piezas

dentales, y luego me operaron. Le expliqué a mi mujer lo que había ocurrido mediante papel y lápiz y su primera reacción fue denunciar al vecino, pero le convencí que no lo hiciera, le dije que no quería que esto pasara a mayores, que se enredara con un juicio, que no me encontraba bien anímicamente para soportarlo y que yo también había tenido mi parte de culpa. Ella no lo entendió pero aceptó no hacer nada de momento. La relidad es que yo tenía verdadero pánico a encontrarme con ese energúmeno otra vez. Era un miedo irracional que me afectaba físicamente cada vez que ella le nombraba con temblores y espasmos que apenas podía controlar y de los que creo ella se dio perfecta cuenta.

Estuve una semana en el hospital. Silvia se ocupó del coche que acabó directamente en el desguace y de todos los papeleos, yo me encontraba sin fuerzas. A los dos días de vover a casa sonó el timbre de la puerta. Me estremecí, no sin razón, pues era ese cabrón. Traía algo en la mano, pero desde el salón no pude verlo, ni tampoco escuchar lo que decía, sólo los gritos de Silvia que le llamaba bruto y animal y le echaba en cara con todo lujo de detalles lo que me había hecho. El parecía querer responderla a algo con calma pero ella le silenciaba con una voz cada vez más aguda e histérica. Yo hacía ya unos segundos que me había tapado las manos para no escuchar nada de aquello. Al final, Silvia cerró la puerta de un portazo y volvió conmigo.

– Pues no venía el hijo de puta con un cheque por el coche y los gastos médicos, le he dicho que se los metiera por el culo, que tenía suerte que no le íbamos a denunciar para no alargar más esta mierda.

Nunca la había visto tan enfadada. Luego se calló y me abrazó con cuiadado y yo le pasé el brazo alrededor del cuello con dulzura , estaba más guapa que nunca.

Pero aquella mierda no nos abandonó, mas bien fue el principio de los problemas.

Dos meses más tarde, como habíamos planeado intentamos hacer el amor por primera vez. Silvia se había puesto especialmente sexy para la ocasión con un camisón transparente que se anudaba a la altura de los senos y con sus largas piernas cubiertas con unas sensuales medias rojas y un liguero del mismo color. Estaba impresionante. Lo primero que hizo fue besarme con pasión. Sentí una punzada en la cara pero nada más. La lengua de Silvia me recorría todo el cuerpo. Yo la acariciaba a través de la suave tela transparente, pellizcaba sus grandes pezones ya casi totalmente erectos y me aferraba a la redondez impactante de su culo. Ella, mientras, jugueteaba divertida con su lengua por todos los rincones de mi cuerpo. Su saliva cálida me iba cubriendo poco a poco y yo me sentía enormemente excitado. Todos los movimientos de mi mujer eran especialmente eróticos. Siempre había sido muy consciente de su sensualidad y su coquetería la hacía esperar a cada momento mis halagos pero hoy estaba especialmente sexy. Levanté ligeramente su camisón para admirar sus caderas. Llevaba unas braguitas minúculas que apenas podían tapar su pubis que se adivinaba totalmente depilado. Así que eso es lo que había estado haciendo toda la mañana en el baño, depilarse concienzudamente el coñito para mí. Me acerqué a su entrepierna, olía a la loción de aloe que se daba tras eliminarse el vello. Era un regalo; retiré ligeramente la tela y me inundó el penetrante perfume de mi mujer. Estaba ya húmeda y sus jugos se mezclaron con mi saliva cuando le pasé la lengua por la vulva. Se dejó hacer, le encantaba que le comiera el chocho y últimamente siempre se quejaba de que nunca le hacía un buen cunnilingus así que me esmeré de manera especial. Notaba sus manos sobre mi cabeza, acariciando mi pelo, agarrándolo a veces cuando daba con un punto placentero arráncándole algún gemido intenso, poco a poco fue lubricando más mientras yo le succionaba el clítoris, lo mordisqueaba suavemente, le daba lengüetazos mientra con mis dedos la penetraba buscando los lugares más rugosos de su vagina. De repente Silvia comenzó a incrementar el ritmo de la respiración y a perder el control de su cuerpo. Sabía que estaba a puntito. Me esforcé por manterner el ritmo con mis dedos y con mi lengua para prolongar todo lo que podía su placer y parece que lo conseguí, mi mujer empezó a gemir y a gritar mi nombre y sus dedos se unieron a los míos para extraer toda la satisfacción posible a su coño. Se corrió durante largo tiempo y luego bajó sus pechos a la altura de mi cabeza para que le diera placer también ahí. Después de dos meses ambos estábamos hambrientos y a mí sus tetas me parecieron el paraíso. Me dediqué a mordisquearlas mientras ella se iba serenando.

– ¡Oh, cariño, cómo necesitaba esto! ¡Hacía tanto tiempo..! Haría medio año que no me comías.

– Sí, más o menos- mis palabras salían a medias mientras le chupaba los pezones.

– A partir de ahora vamos a recuperar el tiempo perdido, ya verás- ella me retiró la cabeza y terminó de quitarse el camisón.- Te voy a hacer la mamada de tu vida.

Silvia se inclinó y fue quitándome los calzoncillos de manera sensual. Los lanzó hacia atrás mientras me miraba sorprendida.

– Todavía no estás duro, cielo, no te he excitado lo suficiente- me dijo con una media sonrisa.- Voy a tener que emplearme a fondo.

– Hazlo cariño, pero no te disgustes demasiado si me corro enseguida, estoy algo desentrenado.

– No te preocupes, tenemos toda la noche.

Enseguida noté como mi polla era rodeada por la calidez de la boca de mi mujer. Su lengua me recorría todo el pene, desde la base hasta el glande y se paraba en los huevos, chupándolos, mordisqueándolos. Así estuvo una media hora, yo permanecía con los ojos cerrados, experimentado sensaciones que me eran conocidas. De pronto Silvia se paró.

– Cielo, no se te empalma. Llevo un rato largo y cada vez está más pequeña.

Me incorporé. Silvia tenía razón. La tenía totalmente fláccida. Desaparecía dntro de la mano de mi esposa mientras ella la masajeaba y luego volvía a surgir sin ninguna consistencia.

– No sé... no sé que me pasa, nena.

– No te preocupes, amor, es el estrés, no pasa nada.- Silvia siguió chupándola otro buen rato pero nada. Se nos estaba pasando el punto.

De repente ella se incorporó y se subió a mi regazo, abrió las piernas y dirigió mi polla contra su vagina, frotándola contra los labios.

– Ya verás como esto te activa.

Silvia movía sensualmente las caderas encima mío restregando su vulva sobre mi pene mientras me agarraba los testículos por detrásde su culo. De vez en cuando intentaba meterla dentro pero mi polla no tenía consistencia para penetrarla y entonces ella, pacientemente volvía a intentar excitarme con sus movimientos.

Estuvimos así durante mucho rato. Ella intentaba introducirse mi polla aunque sólo fuera la punta pero era evidente que no podía conseguir una erección. Yo me sentía cada vez peor y se me había pasado toda la excitación.

– Es inútil, nena, déjalo.

Ella se retiró y se tumbó a un lado de la cama mirándome.

– No te preocupes, cariño, está todavía todo muy reciente, estás muy vulnerable y te sientes expuesto.

– ¡No sé qué coño me pasa!, te deseo pero...

– Pues claro que sí. Sólo necesitamos más tiempo, además ya me has dado placer. Y mucho.

Se abrazó a mí y apagamos la luz.

Esperamos otro mes pero el resultado fue idéntico. Ella empezó a sentirse algo mal pensando que no conseguía excitarme lo suficiente, al menos no por encima de mis problemas. Cuando se hizo evidente mi impotencia después de varios meses acudimos al médico. Éste nos mandó a un psicólogo al no encontrar ninguna causa física. Y el cabrón del psicólogo que se pasó toda la consulta mirándole el canalillo y las piernas a mi mujer nos mandó una terapia y unos ejercicios sexuales. Comencé a hacer deporte pero me daba cuenta de que aquello no acababa de beneficiarme. Es cierto que el esfuerzo físico me hacía sentir bien durante un rato, pero no era duradero y me obligaba a buscar tiempo entre semana cuando el trabajo devoraba todas las horas del día. Silvia me hizo ir con ella a su gimnasio pero pronto comprendí que no podría aguantarlo. Mientras yo me extenuaba haciendo ejercicios podia ver como la mitad de los hombres de alli se la comían con los ojos, aunque no me extraña con ese short apretado que marcaba incluso la rajita de su coño o el top que, sudada, transparentaba sus pezones. Ella, inconscientemente quizás, necesita verse deseada e ir allí todos los días correr un poco en la cinta y ,mientras sus pechos rebotaban arriba y abajo, observar de reojo complacida como las entrepiernas de los hombres que la rodeaban empezaban a crecer.

Para mí eso era demasiado, mucho más de lo que podía soportar así que pasé a correr en el parque, al principio por la noche, pero como luego estaba cansado para los ejercicios que teníamos que hacer mi mujer y yo, lo dejé para las mañanas. Tenía que madrugar todavía más así que no pude aguantar y un día simplemente lo dejé. Silvia se molestó, lo tomó como una especie de renuncia a intentar que las cosas mejoraran.

– Ni siquiera te ha dado tiempo a quitarte la barriga cervecera.

– No te preocupes nena, es sólo que ahora estoy un poco agobiado pero piénsalo, así tendremos más tiempo para los ejercicios.

Silvia suspiró incrédula. Habíamos probado la terapia individual y de grupo y los ejercicios durante cuatro meses. Estos consistían en eludir zonas erógenas y dar y recibir masajes, en acercarse al sexo del otro y luego separarse, en aromaterapia, en hipnosis, en pastillas reconstituyentes, en diálogo, en ver películas juntos, en más terapia, en sonidos con ondas no se qué, en no buscar la penetración , en no buscar el orgasmo, en risoterapia, en fin, qué os voy a contar. Nada funcionó. Nos pasábamos dos horas haciendo el sesenta y nueve yo lamiéndole el chochito, ella chupándomela hasta casi borrarla. Ella se corría pero enseguida se le cortaba el rollo cuando veía que no lograba ni la más mínima respuesta de mi polla. Se desesperaba.

Algún día parecía que se me iba a empinar y silvia lo intentaba con más ganas pero siempre era una falsa alarma. Pasó el el tiempo e implícitamente fuimos perdiendo la esperanza. Cuando se cumplió el año y medio desde la agresión me recetaron la viagra. Al volver de la farmacia con las pastillitas estábamos ilusionados de nuevo y mi mujer volvíó a sacar su mejor lencería del armario. Tuvimos una cena romántica con velas y todas esas tonterías, vimos una peli porno que a ella le puso a mil a pesar que de ordinario no le gustaban y me tomé el mejunje. En la cama todo empezó bien. Mi verga tenía evidentemente mucho más volumen que en cualquier instante de los últimos meses y ella no tardó nada en llevársela a la boca.

– Esto promete, cielo.

Silvia la chupaba, la mordía, la agitaba con rudeza con las ganas de una hembra de primera sometida a una temporada de pan y agua. Pero no acababa de ponerse dura. La miré. Estaba morcillona pero pequeña, la mitad del tamaño que había tenido. Silvia se tumbó boca arriba y abriendo las piernas me mostró la entrada a su coñito, brillante por la lubricación.

– Vamos a probar así amor, boca a abajo te bajará más riego.

Me monté encima de ella, buscando su agujero. Ella me agarró la polla y la guió hasta su rajita. Entró un poco pero se arrugaba y no tenía fuerza para penetrar los pliegues de su vagina. Ella se introdujo dos deditos para abrirse más el chocho y permitir la entrada de mi blanda herramienta y lo conseguimos así, pero al hacer el vaivén del coito para embestirla el pene salió y no podía volver a entrar. La situación era desesperante. Estuvimos un rato así con Silvia abierta todo lo que le permitía la flexibilidad de sus piernas para favorecer la entrada y yo intentando penetrarla y quedarme dentro porque de otra manera mi polla se convertía en un acordeón a la entrada de su vagina. Al final ella no pudo aguantar más y se incorporó estallando de furia.

– Es que no eres capaz de meter tu pollita de mierda en mi coño, hijo de puta.

Luego se llevó las manos a la cara y comenzó a llorar en un ataque de histeria. Yo no sabía qué hacer, me sentía humillado y vencido y sobre todo impotente, ya no en el sentido sexual del término sino por todo en general. Lo había intentado todo, me estaba dejando los cuernos en ello y no había conseguido nada, y lo que más me jodía era tener a este pedazo de hembra a mi lado y no ser capaz de haver nada más que chuparla el coño y las tetas.

– Aquella noche dormí en el salón porque Silvia estaba muy mal de los nervios y después de pedirme disculpas temblando se tomó un par de pastillas para intentar conciliar el sueño. Yo, sin embargo, no pude pegar ojo.

En los días siguientes obviamos el tema, como si nada hubiera ocurrido, pero el primer efecto es que poco a poco fuimos abandonando la terapia. Se acabaron los aromas y los masajes y dejamos de repente de ir al médico. Me di cuenta que yo hacía tiempo que había perdido la esperanza pero ahora era Silvia la que había bajado los brazos lo cual me hizo sentir mal, como si realmente entráramos en una situación sin futuro. Yo seguía tomándome la viagra agotando la posibilidad de que tuviera mejor efecto por acumulación en el tiempo o con dosis dobles pero nada funcionaba. A veces le mencionaba a ella el fracaso del medicamento pero parecía que ya no le afectaba.

– Déjalo de tomar, cariño, no te lo va a arreglar y a ver si te vas a fastidiar otra cosa.

Pronto se cumplió otro año. Las cosas no sólo iba mal con Silvia, en el trabajo todo se torció de manera repentina o quizás no, tal vez sin darme cuenta fui poniendo granitos de arena y al final simplemente descubrí que tenía todo un desierto delante. El caso es que a pesar de que llevaba años trabajando diez horas diarias mi labor era cada vez más negligente, mi cabeza estaba en otro sitio y fui perdiendo clientes, en un primer momento por descuidos, por pequeños detalles pero luego por no cumplir con lo que les había prometido, o por mentirles descaradamente en las previsiones de negocio. Un día mi jefe me llamó a su despacho y me lanzó una charla bastante dura. Me hizo ver que no me despedía por recuerdo de los buenos tiempos y porque sabía que tenía problemas personales pero que no me podía mantener el actual puesto. Me rebajaron del lugar que ocupaba en ventas y marketing a otro de administración en el que poco más o menos me dedicaba a archivar expedientes. Trabajaba lo mismo y cobraba la tercera parte. Se lo oculté a Silvia porque no me imaginaba como iba a reaccionar, por primera vez desde que la conocí ganaba menos que ella. Tenía algo de dinero ahorrado en una cuenta con mi padre, que una vez pusimos allí para un negocio que él quería abrir. Se había ofrecido a devolvérmelo varias veces cuando constató que prefería la vida de jubilado a los vaivenes de la libre empresa. No era mucho pero me permitiría mantener las apariencias con mi mujer un tiempo, hasta que buscara una solución. La ventaja es que ella ya no me preguntaba por el trabajo, parecía poco interesada en mi vida laboral cuando antes se empeñaba en que le contara con pelos y señales cómo me había ido el día y yo tenía que ingeniármelas para hacer parecer atractivas unas horas que habían resultado muchas veces tediosas. Lo echaba de menos. De hecho Silvia estaba algo arisca, saltaba por tonterías aunque siempre acababa pidiéndome perdón, tomaba pastillas aunque con moderación y se encontraba poco dispuesta a que hiciéramos nada fuera de lo común. Como a mí tampoco me apetecía pasábamos en casa todo el fin de semana, casi sin hablar; yo con unas zapatillas mugrientas, unos calzoncillos amplios y una camiseta que no ocultaba esa barriga que desde hacía tanto tiempo irritaba a mi mujer, y ella con unas bragas amplias, un camisón poco sexy y unos zapatos de tacón pasados de moda. Yo leía el periódico y ella sus revistas; apenas hablábamos, salvo para decidir la comida y casi no nos mirábamos, en lugar de eso veíamos la tele y esperábamos la llegada de lunes.

Yo tenía una razon adicional para no salir de casa y era no encontrar al vecino. La mera idea de verme con él me aterrorizaba. No había logrado superarlo, me temblaban la piernas cuando le veía acercarse a lo lejos o cuando por algún descuido mío coincidíamos en el rellano de la escalera o en el portal. Había tomado como rutina mirar por la mirilla antes de salir de casa, y si todo estaba despejado, salir como una exhalación rumbo a las ecaleras. Una de las cosas que más temía era coincidir con él en el ascensor. Me daba pánico. Así que ése era el único ejercicio que hacía: subir y bajar las escaleras. En el portal se repetía el mismo ritual para evitar encontrármelo y como ya no era necesario bajar al garaje, ya que hacía más de un año que no conducía y sólo nos quedaba el coche de mi mujer, cuando llegaba a la calle me sentía libre. Por tanto podéis imaginar la sensación de seguridad que me otorgaba el no salir de mi casa en todo el fin de semana. Sin embargo algo ocurrió que en poco tiempo lo cambió todo.

Habían pasado casi tres años desde el incidente. Un día, un sábado por la mañana cuando Silvia volvía de comprar la prensa que leeríamos durante dos días me comentó, como quien no quiere la cosa, que se había topado con el vecino y había estado charlando con él.

– ¡Pero cómo se te ocurre hablar con ese cabrón!

– ¡Ay, Fernando, déjame en paz, ya está bien de resentimiento!

– ¿Resentimiento?, mira cómo me ha dejado.

– A ver, ¿cómo te ha dejado?

– Joder, Silvia, estoy impotente, ¿o es que ya te da igual? Tú también lo padeces.

– Sí, es verdad, pero qué le vamos a hacer, ya ha pasado mucho tiempo, cariño; yo no pienso huir de él como un conejo que es lo que haces tú.

– ¿De qué coño hablas?

– Joder, Fernando, ya sabes de qué hablo, además es un chico muy agradable, lo que ocurrió fue un acceso de furia por las dos partes.

– Un acceso de furia, a eso se reduce todo.

– No, claro que no, pero creo que nosotros también hemos sido responsables de que todo se enquistara, no se nos ha ido de la cabeza. Él sin embargo es de esos hombres que se quedan con lo positivo y siguen adelante.

– ¿Y cómo sabes tú eso?

– Me ha estado contando cosas de su vida, ¿sabías que estuvo trabajando en China cuatro años?, se ha recorrido medio mundo.

– Parece que te ha dado tiempo a saber muchas cosas de él – le respondí irritado.

– Me ha invitado a tomar café. ¡Ay, Fernando, no te enfades! Quería hablar conmigo porque te quiere pedir perdón, lleva intentándolo hacer todos estos años, pero no le hemos dejado.

– Y ahora se intenta camelar a mi mujer para conseguirlo, y tú te dejas como una idiota.

Silvia me miró con desprecio y casi me lanzó los periódicos a la cara.

– Aquí tienes: suficiente lectura para que te quedes aquí en la madriguera, acojonado hasta el lunes. Tú mismo- y dicho esto se metió en la habitación dando un portazo.

Aquel fin de semana algo cambió. Silvia sustituyó el camisón por un vestido de flores, algo escotado y que resaltaba sus curvas, se pintó un poco durante el día y se puso sujetador.

Durante los siguientes meses fui asistiendo a progresivos cambios de humor en Silvia. Pasó poco a poco de la irritación en los malos momentos e indiferencia en los buenos a una suerte de tregua de tolerancia en nuestra relación. Volvió a ir asiduamente al centro de belleza y quedaba cada semana con sus amigas para comprar ropa y lencería. La veía traer vestidos sugerentes, pantalones ajustadísimos, sujetadores de encaje, minibraguitas, picardías, pensé con una mezcla de esperanza y agobio que ella volvería a intentar que hiciéramos el amor pero nada más lejos de la realidad, seguía mostrando la misma indiferencia por el sexo que en los meses anteriores. Nada había cambiado, sólo quería sentirse más guapa, pensé. Cada cierto tiempo me volvía a hablar del vecino, estaba claro que quería vencer poco a poco mi resistencia pero a mí me ponía profundamente triste que fuera cada vez más elogiosa con él.

– Me ha contado que estuvo la semana pasado en los caballos. Tiene una yegua, bueno, con otro socio, y este es el primer año que va a correr. Nunca he estado en el hipódromo. Me dijo que si nos animábamos nos conseguiría unas localidades especiales.

– Sí, lo que más me apetece es ver correr caballitos.

– Está soltero todavía, ¿te lo puedes creer? Acaba de cumplir 34 años, ¡pero le ha dado tiempo a hacer tantas cosas...!

– Joder la vida a la gente, entre otras.

Silvia no hacía ni el menor caso de mis comentarios.

– Había pensado en emparejarlo con mi amiga Rosa. Es tan mona que le gustaría, seguro, pero luego pensé que también es mucho hombre para ella. Las relaciones deben tener cierto equilibrio porque si no, más tarde o más temprano acaban donde acaban.

Me tomé aquel comentario como algo personal aunque luego rechacé la idea. Sabía que debía intentar ser más positivo también, menos susceptible; además era el momento de recuperar fuerzas. El dinero de reserva pronto se acabaría y tenía que encontrar una solución a mis problemas financieros.

Así que los fines de semana cambiaron. Mi mujer se iba de vez en cuando al cine con sus amigas y a bailar pero nunca volvía demasiado tarde. Estaba incluso más cariñosa dentro de su indiferencia.

Seguíamos durmiendo juntos pero sin ningún contacto. Era extraño, durante casi diez años habíamos dormido abrazados, y ahora cada vez que nos tocábamos accidentalmente en la cama ella daba un respingo inconsciente, sin salir del sueño. Una noche me desperté de madrugada con ganas de mear. Me levanté inconscientemente y me fui al lavabo. Medio dormido evité en el último momento toparme con la puerta cerrada del servicio. Una luz brillaba por las rendijas de la puerta. Volví la cabeza hacia la cama y me di cuenta de que silvia no estaba. Pensé que habíamos coincidido en nuestras ganas de orinar y esperé pacientemente a que ella terminara.

Sin embargo la cosa se demoraba y me impacienté. Iba a llamar a la puerta cuando oí unos gemidos, al principio muy suaves pero luego lo suficientemente claros como no tener dudas. Pegué la oreja a la puerta y pude escuchar claramente. Se escuchaba la respiración entrecortada de mi mujer y unos suspiros profundos, cada vez mas frecuentes. Me separé un momento de la puerta. Hasta ahora no había reparado en las necesidades sexuales de Silvia y en que quizás ella se masturbara de vez en cuando. Siempre me había dicho que no le gustaba mucho, que prefería una buena polla a cualquier otra forma de satisfacción y que con los dedos siempre tenía la sensación de faltarle algo. Volví a pegar la oreja a la puerta; los gemidos de habían intensificado y mi mujer daba de vez en cuando pequeños grititos. Durante un rato estuvo así hasta que estalló finalmente. Estaba teniendo un orgasmo de los buenos y contenía a duras penas el volumen de la voz mientras exclamaba entrecortadamente "¡mierda, qué gustooo!"; el resto de palabras se volvían pronto ininteligibles. Al cabo de unos instantes se recuperó el silencio recortado por la respiración acelerada de ella. Enseguida se oyó el sonido del bidé y lo interpreté como una señal para volver inmediatamente a la cama. Un minuto después se abrió silencisamente la puerta, y de puntillas, Silvia salió del servicio. Se oyó como abría y cerraba uno de los cajones de la cómoda y luego sentí caer suavemente su cuerpo sobre su lado de la cama. Por el ritmo de su respiración comprendí que se había dormido enseguida, ¡la muy cabrona!

La noche siguiente esperé un buen rato a que pasara algo pero no ocurrió nada así que consideré que lo que había visto era una excepción, pero dos semanas más tarde tras un día agotador en el que me setía tan cansado que no lograba conciliar bien el sueño, la vi de nuevo como se levantaba una hora después de acostarnos, abría un cajón de la cómoda y cogía algo en la oscuridad para acto seguido encerrarse en el cuarto de baño. Lo que sucedió fue parecido: se estaba masturbando como una loca. De nuevo la señal del bidé me mandó a la cama poco antes de que saliera.

Estaba intrigado y ¿por qué no decirlo?, excitado por la nueva actividad sexual de Silvia, así que el sábado siguiente esperé a que se marchara a comprar la prensa para hurgar en la cómoda con tranquilidad. Removí varios cajones sin éxito, hasta que de repente debajo de sus braguitas más sexys apareció un enorme consolador de silicona. No me lo pude creer cuando lo tuve en las manos. Era más grande y grueso que mi polla en sus buenos tiempos y estaba surcado por enormes venas que se superponían unas a las otras formando enormes nudos. Así que es esto lo que le hace gozar pensé. ¡Será zorra! Sin querer debí activar aquel trasto porque se puso a moverse en círculos rotatorios a derecha, e izquierda. Tenía distintos niveles de intensidad, y un zumbido muy suave, apenas audible. Me lo acerqué a la nariz buscando el olor de Silvia pero no olía a nada , quizás un suave aroma que probablemente provenía de mi memoria. Cuando Silvia volvió todo estaba colocado en su sitio.

– Hola, Fernando, ¿qué haces en el dormitorio?, ¿no estarías durmiendo?

– ¡Qué va mujer, pues vaya horas!

– Te he traído unos pasteles, pero pocos porque estás bastante gordo ya.

– Muchas gracias, mujer.

Silvia entró en la habitación. Llevaba la bolsa de deporte.

– ¿Has estado en el gimnasio?

– Sí, me apetecía, porque me he levantado muy pronto y como tú estarías durmiendo hasta mediodía pensé que iba estar aburrida aquí.

– ¿Te vas a duchar?

– No, ya lo he hecho en el gimnasio.

Silvia hizo ademán de quitarse la camiseta pero se paró mirándome de manera inquisitiva..

– ¿Qué?- le pregunté.

– Sal de la habitación, por favor, me voy a cambiar.

– Antes te cambiabas delante mío.

– ¡Ay, Fernando no seas niño, por favor!

A regañadientes salí de la habitación. Mi mujer seguía hablándome a través de la puerta, estaba de muy buen humor.

– Me he encontrado con Jaime en el gimnasio. Resulta que va todos los sábados.

Odiaba que me hablara del vecino, ya no sabía si su táctica era lograr que hiciera las paces con él o es que ese cabrón empezaba a gustarle. Pero lo cierto es que la insistencia de ella en sacarle en las conversaciones había tenido un efecto interesante sobre ní. Ya no le tenía ese miedo irracional que me había invadido durante los años anteriores. Silvia había logrado hacerle pasar por alguien más humano, o más cercano quizás, no sé. El miedo se había ido transformando poco a poco en asco, en simple desprecio.

– ¿Ya no le quieres emparejar con ninguna de tus amigas?

– ¿Qué dices?, ¿cuándo he querido yo eso?

¡Será zorra!, pensé.

– Hemos hecho los ejercicios juntos y se me ha pasado muy rápido. Es más llevadero en compañía. Además es muy divertido. Como tú eras antes de amargarte.

La dejé hablar. Su voz me llegaba lejana.

– Quiere invitarnos la víspera de su cumpleaños. Le he dicho que intentaría convercerte.

La puerta se abrió y Silvia salió con minifalda y un top ajustado, con zapatos de tacón alto, parecía una diosa.

– Quiero que vayamos, Fernando, ¿me oyes? Vamos a zanjar esto de una vez. No quiero seguir viviendo con un acojonado. Tienes que salir del pozo, ¿me oyes?, tenemos que salir de esta situación. Prométeme que vas a intentarlo.

La miré; sus palabras me dieron esperanza. Parecián decir que todavía, ella y yo, podíamos recuperar lo que tuvimos.

– De acuerdo- la contesté.

Unos días más tarde se escenificó la invitación. Nos encontramos en el portal. El vecino me estrechó la mano y le dio dos besos a mi mujer. Al principio, la conversación empezó con trivialidades sobre el tiempo y la reforma que se había hecho en la fachada de la vivienda, pero poco a poco fuimos al grano. Fue realmente Juan quien empezó.

– Veréis, me sabe mal que llevemos tantos años como vecinos y por aquel lamentable incidente no podamos tener una relación normal. Esto incómodo cuando os encuento en el portal, o en el ascensor y sé que a vosotros os pasa lo mismo conmigo. Creo que ya es hora de acabar con eso. Me gustaría invitaros a un restaurante que me ha recomendado mi socio y así podríamos hablar con tranquilidad y terminar de una vez con todo el resentimiento

Le oí hablar, parecía sincero, pero lo cierto es que yo no sabía qué decir, aquel hombre me seguía intimidando y deseaba seguir teniéndolo a distacia. El rencor que sentía por él no había disminuido un ápice y la posibilidad de tener que tragar con su compañía era una perspectiva insoportable. Sin embargo se lo había prometido a Silvia.

– La verdad es que tenemos cosas que hacer ,y además no nos gusta mucho salir de casa.

– Vamos Fernando, por favor, dame una oportunidad. Y tú, Silvia, tú deseas cerrar todas las heridas, ¿verdad?

Silvia bajó un momento la cabeza y luego me cogió del brazo.

– Juan tiene razón, Fernando, no podemos seguir indefinidamente con esta tontería. Además ya lo hemos hablado

¿Tontería?, pensé, ese cabrón me rompió la cara y me dejó impotente y ahora todo eso se ha quedado en una tontería para mi mujer. No podía creeerlo.

– Además, mañana es mi cumpleaños. Os aseguro que no podríais hacerme mejor regalo que cenar conmigo esta noche.

– Vaya, felicidades- balbuceé como un idiota, porque no se me ocurría otra cosa.

– Bueno es mañana, en relidad, pero me he tomado el día libre y comeré en casa de mi madre, sin embargo esta noche todo mi tiempo es para vosotros.

Silvia me miró y luego miró a Juan. Hacía tiempo que había tomado una decisión definitiva.

– Claro que iremos.

– Entonces os espero en el garaje a las ocho y media.

– No se hable más.

Una vez en el ascensor empecé a gritar a Silvia.

– ¿Qué te pasa?, ¿estás loca?. ¿Cómo se te ocurre quedar con él?

– Ay, ya está bien Fernando, tenemos que olvidar, además me lo prometiste.

– Olvidar, cuando me veo el pito muerto no puedo olvidar. ¿Quieres que ahora me convierta en el amigo de ese animal?

– Fernando, olvídate ya de tu pito, hemos hecho lo posible pero está muerto y enterrado, tenemos que seguir adelante, además no creo que sólo porque Juan te pegara te hayas vuelto impotente. La culpa no será sólo de él.

– ¿Qué insinúas?

– ¡Ay!, no insinúo nada, será un tema genético también, antes de aquello tus erecciones tampoco eran para tirar cohetes y algún que otro gatillazo también me he comido.

Estaba rojo de ira, pero me callé porque en aquel momento podría haber dicho una barbaridad.

El día fue horrible. Desde hacía unas semanas completaba la jornada con unas horas extras en el trabajo que me venían bien para maquillar mi ridículo sueldo y aquel día todo se hizo especialmente duro. La cita de la noche no se me iba de la cabeza y todos los malos momentos de los últimos años parecieron salir a la luz de nuevo. Mi mente daba vueltas y vueltas, y volvía siempre al mismo punto, así que casi agradecí el momento de llegar a casa.

Cuando abrí la puerta descubrí que Silvia había puesto música, aquella música de salsa que tanto le gustaba. Entré en la habitación, ella estaba maquillándose, sentada delante del espejo, totalmente desnuda. En un gesto instintivo cruzó las piesnas y se tapó los senos con las dos manos.

– ¿Qué haces?

– ¿Cómo que qué hago?, entrar en nuestra habitación.

– Podías llamar.

– De qué vas silvia, ¿desde cuando llamo para entrar en mi propia habitación? Además por qué cojones te cubres.

Silvia no contestó, seguía tapándose las tetas y mirándome incómoda. Volvió a mi mente el recuerdo del día anterior. Me di cuenta que hacía ya varios años que no la veía desnuda, pensaba siempre en términos de no hacer el amor con ella, pero era exactamente el mismo intervalo de tiempo que había pasado desde que ella me permitió por última vez ver su cuerpo sin ropa. Me quedé absorto en este pensamiento duranta unos segundos y fue ella quien me trajo de nuevo a la realidad.

– Fernando, por favor, necesito un poco de intimidad. Sal, enseguida temino de maquillarme y estoy contigo.

Obedecí, salíendo de la habitación en la que apenas había entrado. Sentado en el sillón fui cada vez más consciente del tiempo que había pasado desde el momento en que tuve la última erección. Llevaba cuatro años sin poder satisfacer a Silvia en la cama; ¡era tanto tiempo!. Nuestra relación se había vuelto fría, sin intimidad, como la de dos conocidos que comparten piso. Ella ya no dudaba en satisfacerse sexualmente. Tenía juguetes, varios consoladores, de hecho al que descubrí aquel día se fueron sumando otros de distintas formas y tamaños. ¿Tendría también un amante? Era consciente de que varios compañeros de la facultad le habían tirado los tejos más de una vez, pero siempre sin éxito. Ella nunca había sido de las que se acostaban simplemnte porque sí; tenía que haber algo más profundo para acceder a su intimidad. Además, no había cambiado sus hábitos, ni sus horarios, no ponía excusas para desaparecer los fines de semana; si llamaba a casa allí estaba. No sé. Tal vez había perdido interés por el sexo con los hombres. No sé.

De repente en medio de todo este torrente de pensamientos estúpidos, la puerta de la habitación se abrió y ella fue a aparecer en el umbral. He de reconocer que estaba preciosa, hacía mucho tiempo que no la veía tan espectacular, con un vestido corto y escotado que resaltaba provocativamente sus curvas y que le llegaba hasta medio muslo. Las medias oscuras cubrían sus piernas perfectas y los zapatos tenían unos tacones de vértigo.

– ¿No te duchas?

– ¿Para qué?, me he duchado esta mañana.

– Te has convertido en un cerdo. - Ella miró nerviosa el reloj-. Son casi las ocho y media. Vamos a ir bajando, espero que a Juan le guste lo que le he comprado.

– ¿Y qué es?

– Una camisa, espero que de su talla, no estoy segura, como se sale de lo normal... Voy a por el abrigo. ¡Al menos ponte algo de colonia!

Salimos. Caminando junto a ella me di cuenta de la diferencia de estatura. Los tacones eran estratosféricos. Debía estar rozando el uno noventa con esos zapatos. Me sacaba unos cuantos centímetros y me sentía incómodo mirando hacia arriba para hablar con ella. A lo largo de nuestro matrimonio Silvia había evitado hacerme parecer más bajo que ella, pero hoy parecía haber roto claramente con esa norma.

Encontramos a Juan junto a su coche, un enorme todoterreno. Nos saludó amistosamente dando dos besos a mi mujer y estrechando mi mano. No pude evitar sentir un escalofrío cuando lo hizo. Mi mujer le felicitó y le dio el paquete con la camisa.

– Silvia, por favor, no debías haberte molestado. ¡Oh, vaya!, muchas gracias. Es preciosa.

– No sé si es tu talla. Le tuve que describir al dependiente tu complexión.

– Perfecta. Muchas gracias, de verdad. A los dos. Pero subid por favor, es una tontería que vayamos en dos coches.

Nos acomodamos dentro. Silvia atrás y yo delante. Al principio la conversación tardó en salir pero poco a poco se fue haciendo más fluida, sin llegar a ser verdaderamente cálida. Por suerte el trayecto era corto y no tardamos demasiado en llegar.

En el restaurante nos acomodaron en una mesa bastante íntima, parcialmente oculta con altas plantas. Fuentes esparcidas por todo el local con pequeñas reproducciones de esculturas clásicas dejaban oir un agradable rumor de agua. El establecimiento era caro, saltaba a la vista, pero al fin y al cabo no lo iba a pagar yo, y como parecía que a mi vecino le iban bastante bien los negocios, elegí cuidadosamente los platos más caros que encontré en la carta.

Silvia por su parte estaba encantada por el sitio, por el ambiente. Tardó un montón en elegir plato y al final se dejó llevar por las recomendaciones de Juan. Los minutos iban pasando y mi mujer encontraba nuevos motivos de conversación, algunos relacionados con nosotros y nuestras tediosas costumbres, pero la mayor parte de las veces le preguntaba a nuestro vecino cosas sobre su vida. Su curiosidad parecía insaciable, que cómo había pasado las últimas vacaciones, que cómo tenía decorado el apartamento, que a qué hora se levantaba. Empezaba a resultar un poco pesada. Finalmente le preguntó que por qué no tenía novia y pareció emitir un supiro de satisfacción cuando él le despejó cualquier duda sobre su condición sexual asegurándole que no era gay. Ella se quedó más relajada aunque tal vez sean cosas mías, es cierto que últimamente me imagino algunas situaciones que en realidad no suceden. Bebimos bastante, especialmente ella, que a medida que pasaba la velada se fue sintiendo más ligera y relajada y cada poco tiempo levantaba la copa para que Juan se la rellenara de nuevo.

– Bueno, pues parece que hemos arreglado algo que parecía haberse enquistado,- nos miró a los dos-. Es hora de que olvidemos todos.

– Ojalá pudiéramos cambiar a veces cosas del pasado, ¿verdad?-respondió él-. Pero la vida es como es.

Y ya está, de esa manera lo dieron los dos por solucionado. Luego ella satisfecha de su labor de mediación se fue a hacer pis y nos quedamos solos. Permanecimos en silencio un rato y fue nuevamente él quien rompió el hielo.

– He pensado que podemos ir a tomar una copa a un local que conozco aquí cerca. No hay que coger el coche y se puede bailar. Estoy seguro que os gustará.

Le respondí con un gesto de indiferencia con la cabeza. Me hubiera gustado decirle de manera abierta que no, pero no podía evitar seguirme sintiendo intimidado por aquel tipo.

– Ven, -de repente se incorporó-. Voy a pedir la cuenta y te enseño los acuarios que tienen.

Nos acercamos a unos emormes estanques en los que flotaban toda clase de animales: peces de colores, crustáceos, unos bichos extraños que parecían serpientes marinas... Mirándolo con más cuidado percibí que el estanque estaba compartimentado con paredes que separaban a las distintas especies como tubos de cristal dentro de la pecera principal.

– Nosotros somos como estos peces- me dijo él, con voz profunda unos centímtros por detrás mío-, tenemos unas barreras casi invisibles que evitan que los más fuertes se coman a los débiles.

Me volví sin saber exactamente qué me estaba queriendo decir, pero él ya se estaba dirigiendo a la mesa después de haber pagado en la barra del restaurante. Cuando llegamos Silvia no estaba. Enseguida apareció un camarero que dirigiéndose a Juan le dijo:

– Su mujer me ha encargado avisarles que les espera afuera.

Cuando el estúpido del camarero se fue, mi vecino me dirigió una mirada como diciendo "¡qué quieres que yo le haga!". Es verdad que a simple vista cualquiera hubiera pensado que Silvia era la mujer de él, por la estatura y por el aspecto en general. Me di cuenta con tristeza que, fuera de casa yo ya no pegaba con ella ni con cola.

Salimos afuera y allí estaba Silvia arreglándose un tacón. Cogimos el coche nuevamente y nos fuimos al local que Juan conocía. Era elegante y tranquilo, y enseguida nos acomodamos en una mesa y pedimos las consumiciones. Silvia estaba encantada, hacía mucho tiempo que no salía con hombres a ningún sitio, sólo de vez en cuando con sus amigas. Hacía mucho tiempo en realidad, que nuestra vida había entrado en una fase de decaimiento del que no sabíamos cómo salir, y hoy era evidente que se lo estaba pasando en grande. Hacía bromas, sonreía y miraba a su alrededor como si todo lo que viera le resultara completamente nuevo, y bebía, sin que se le notara en exceso, pero resultaba obvio que estaba achispada. De repente se levantó y dijo que quería bailar. Yo desvié la mirada mostrando mi negativa antes de que llegara a preguntarme. En tonces cogió a Juan de la mano y tiró de él intentando levantarle.

– Vamos, vamos, baila conmigo. Por favor.

Nuestro vecino se mostraba reacio y mirándome buscó mi aprobación. Yo hice un gesto de indiferencia y entonces él se levantó y acompañó a mi mujer a la pista de baile, momento que aproveché para pedir otra copa.

La música era lenta y ambos se enlazaron discretamente. Silvia no paraba de sonreír con los brazos rodeando el cuello de él, parecían tener una conversación animada, de vez encuando mi mujer echaba la cabeza atrás y con una mano se retiraba el cabello de la frente. Se diría que la cabrona estaba coqueteando con él. Poco tiempo después la canción terminó, y fue sustituida por otra. Algunas parejas volvieron a la mesa, otras salieron a bailar, pero ellos se quedaron allí ajenos a todo con sus cuerpos cada vez más cercanos el uno del otro, y así, un tema tras otro.

Yo me estaba meando así que me levanté para ir al servicio. Empezaba a estar algo mareado, hacía tiempo que no bebía tanto; supongo que a Silvia le ocurría otro tanto. El médico me había prohibido terminantemente el alcohol dentro del tratamiento general contra la impotencia pero por el resultado obtenido se podían ir a la mierda todas sus recomendaciones. En el baño, con la luz intensa, quizás por contraste, vi el mal aspecto que tenía ante el espejo. Había perdido pelo y engordado y la piel de mi cara estaba más flácida y llena de arrugas. El tiempo había pasado sin casi enterarme los últimos años. Se diría que funciona al revés, pero lo cierto es que la monotonía hace que el tiempo pase con una enorme rapidez. Volví a mear porque se me había llenado la vejiga de nuevo, en un instante: efectos del alcohol, supongo, y salí poco después. Todavía me quedaba media copa así que me acomodé en el mullido sillón acariciando el vaso y dando al licor lentos sorbos. En la pista mi mujer se frotaba contra ese cabrón acariciándole con las caderas, muy suavemente, con un ritmo hipnótico. La mano de él se deslizaba sin pudor sobre su culo y ella cerraba los ojos y sonreía en un gesto de satisfacción mientras enterraba el rostro en el pecho de él. Así estuvieron durante varias canciones más, cada vez más lentas, hasta que de pronto la música se avivó y cambió completamente de ritmo y ellos parecieron despertar de un sueño. Silvia se retiró bruscamente de su pareja de baile y se acercó a la mesa con un paso dubitativo, seguida por él.

– ¿Qué, os habéis divertido?

No me contestaron, ella parecía algo violenta y él se puso simplemente a juguetear con su llavero mientras miraba alrededor.

– Estoy algo cansada, creo que deberíamos volver a casa.

Juan parecía estar de acuerdo.

– Sí, es un poco tarde; mañana tengo que comer con mi madre y debería tener un aspecto presentable.

Por un momento se me pasó por la cabeza que buscaban una excusa para verse a solas, pero deseché aquel pensamiento enseguida. Todo me daba vueltas y parecía algo irreal. Probablemente me estaba volviendo un poco paranoico. Intenté pagar la cuenta, pero Juan se negó en redondo, así que salimos del local y cogimos el coche. Durante el trayecto todos permanecimos mudos.

Al día siguiente me levanté muy temprano para ir al trabajo, pensando en el día anterior y lo que había ocurrido. Con la luz del amancer me pareció obvio que Silvia había estado coqueteando con Juan, pegándose a él y buscándole, como una hembra en celo. De repente lo vi claro. El cambio de ella en los últimos meses lo había provocado él. Ella había vuelto a arreglarse, a ir al gimnasio, al centro de belleza, había vuelto a ponerse ropa atractiva por él, para seducirle, no sé si consciente o inconscientemente. Me entró pánico a perderla, verdadero miedo, me di cuenta de que la abstinencia sexual había hecho mella en mi mujer por encima del cariño y de todo lo demás, y que deseaba a otro hombre y lo deseaba ya. Tenía que hacer algo, ¿pero qué?

La dejé dormida en la cama. Ella no daba clase los viernes y se quedaba a trabajar en cas, así que me fui a trabajar sin que dejara de rondarme una idea fija por la cabeza. Un compañero me dijo haber utilizado, en cierta ocasión, una bomba de vacío para superar una impotencia transitoria por la que pasó. El resultado no era perfecto pero había logrado penetrar a su mujer e iniciar un proceso que, unas semanas más tarde, acabó curándole, supongo que al mejorar el riego de su pene. Aquel día no me quedé a hacer las consabidas horas extras. Dije que me sentía algo enfermo y que ya recuperaría a la semana siguiente el trabajo perdido. Fui directamente a un gran sex-shop cerca del trabajo y compré el aparatito. En el autobus de vuelta leí las instrucciones, todo era muy sencillo.

Al llegar a casa abrí la puerta sigilosamente. Quería que Silvia no se diera cuenta enseguida de mi llegada para poder esconder el paquete con el aparato en algún lugar del apartamento y poder utilizarlo luego por la noche, pero tan pronto como entré comprendí que ella no había podido percibir mi llegada porque se estaba duchando. Desde el cuarto de baño de nuestra habitación llegaba claramente el ruido del agua así que tenía tiempo de sobra para esconder el aparato. De repente, una idea loca me vino a la cabeza. ¿Y si lo utilizaba ahora mismo? Me imaginé entrando en la ducha y sorprendiendo a mi mujer completamente desnuda con mi falo erecto por primera vez en muchos años. Sí, ¡lo iba a conseguir!, por primera vez en mucho tiempo sentí con claridad que era posible, e incluso sólo con esa idea excitando mi cabeza notaba como un incremento de presión en mi pene. Me introduje en la habitación de invitados, la más cercana a la puerta de entrada, desde la que podía ver todo el salón y la puerta de nuestra habitación, por si Silvia salía antes de tiempo, y me puse manos a la obra. Nervioso abrí la caja y le quité los plásticos al artefacto. Introduje mi polla dentro y empecé a accionar la bomba. Mi pene lentamente fue cobrando volumen. Cada vez estaba más convencido de sorprender a mi mujer con la polla no dura del todo, pero engrandecida, quizás suficiente para poder penetrarla. Si era necesario me ataría una cinta en la base del pene para poder completar la faena. En sucesivos días seguro que ya no lo necesitaría y todo volvería a ser como antes. Imaginaba su cara al verme, su deseo, el pasado recobrado. Se echaría en mis brazos como antes con su dulce sonrisa y su chochito eternamente lubricado. Mientras imaginaba esto iba dándole más y más a la bomba, y parecía que con ella se iban inflando mis sueños. De repente sonó el timbre de la puerta. Me quedé quieto y entorné la puerta de habitación un poco para dejar una rendija desde la cual poder ver qué pasaba. El timbre volvió a sonar.

Silvia venía apresurada desde el baño. Estaba tan sólo cubierta por una toalla que tapaba desde la parte alta de sus muslos a la inferior de sus pechos dejando el inicio de su escote al aire. No le había dado tiempo a secarse y estaba dejando un pequeño reguero de agua ppor el camino. Iba visiblemente enfadada, murmurando.

– Este imbécil ha vuelto a perder las llaves.

Abrió la puerta de un golpe y no sé quien se quedó más sorprendido si ella o yo, era Juan con un enorme ramo de flores. Silvia se llevó la mano a la boca en un gesto de sorpresa.

– Juan, hola, yo....

– Hola Silvia, ¿te pillo en un mal momento?

– No, no, pasa. Yo... me estaba duchando- se llevó la mano al pelo completamente empapado y luego al vientre consciente de la minúscula toalla que la cubría.- pasa por favor, estaba... duchándome.

– No quiero interrumpirte. Venía a traerte esto- Juan extendió el ramo hacia Silvia-, es un pequeño obsequio por lo maravillosa que estuviste anoche y todo lo que me tuviste que aguantar.

Silvia sonrió encantada cogiendo el ramo.

– Juan, son preciosas, me encantan. Muchísimas gracias. Ah, se me olvidaba.-Silvia se puso de puntillas y le dio un beso a él en la mejilla. Feliz cumpleaños, cielo.

Sin los tacones, la diferencia de estatura entre ellos era más evidente y Silvia no parecía en absoluto esa mujer a veces intimidatoria por su tamaño. Ella se dio la vuelta con las flores y entró rapidamente en la cocina.

– Pero pasa, tonto, enseguida estoy contigo.

Salió al cabo de unos segundos, había cortado un poco el tallo de las flores y las había colocado en un jarrón con agua. No recordaba cuanto le gustaban las flores a mi mujer; cuando éramos novios las recogía en nuestros paseos por el campo, y de recién casados le mandaba ramos a casa o a la facultad con freciuencia. Luego, simplemente, lo fui dejando.

Silvia depositó el jarrón sobre un mueble y se introdujo en nuesta habitación. Pensé que se vestiría y le ofrecería algo a Juan pero no sin mi sorpresa salió enseguida, vistiendo la misma pequeña toalla con la que había entrado.

– Bueno, ¿quieres una copa?

– No me vendría mal. ¿No está tu marido? Me apetecía agradecerle a él también la velada de anoche.

– No, no está. - Silvia miró al reloj de pared de nuestro salón- no viene hasta las nueve. Hace un momento, cuando has llamado, pensé que sería él, no me he dado cuenta que era tan pronto. Queda más de una hora para que llegue.

– ¡Vaya!

– ¿Qué pasa, le has comprado flores también a él?

– No, flores no, esto.

Entonces Juan elevó una pequeña bolsa en la que yo no había reparado, y por lo visto mi mujer tampoco con la emoción de las flores. Sacó de ella una botella de vino.

– Es un reserva que me han recomendado, pensé que a tu marido le gustaría.

– ¡Oh, Juan, qué detalle!, pero él no bebe o no debería al menos; uno de los médicos se lo prohibió por la imp...-Silvia se detuvo llevándose la mano a la boca.

La muy zorra, estaba tan relajada que a punto había estado de contarle a un extraño mi problema.

– ¿Está enfermo Fernando?

– ¡Oh, no, no! No es nada grave- dijo silvia sonriendo-, pero ya no bebe, bueno excepto en días excepcionales, como ayer. Oye, acabo de tener una magnífica idea, por qué no bebemos nosotros un traguito del vino que has traído.

– Me parece perfecto, Silvia.

Mi mujer se levantó como un resorte sujetándose la toalla a la altura del escote y volvió a introducirse en la cocina. Salío al momento con dos copas y un sacacorchos que entregó inmediatamente a Juan.

– Ven, vamos a sentarnos.

Juan siguió a Silvia y ambos se sentaron en el sofá. Mientra él descorchaba la botella ella cruzó las piernas y ajustó la toalla discretamente para que no se le viera nada. Parecía más preocupada por la parte de arriba, muy precariamene sujeta, así que decidió girar un poco la parte superior de la tela para que los dos extremos de ésta se juntaran bajo la axila. De esa manera al mantener el brazo izquierdo pegado al cuerpo la prenda quedaba firmemnte sujeta.

Yo estaba como loco; no podía salir, evidentemente, porque tedría que explicar qué hacía allí a estas horas y también por qué no me había mostrado antes, pero la idea de asistir a otra conversación de mi esposa con ese hijo de puta como la que había soportado la víspera, con ella, que parecía que había visto por primera vez a un hombre, es algo que no podía soportar.

Al principio no fue exactamente así, Silvia estaba muy cariñosa pero manteniendo mucho las distancias, y él se mostraba exquisitamente correcto, pero una vez hubieron terminado de beber la segunda copa empecé a notar que se sentían más liberados.

– Juan, tenemos que repeir lo de anoche.

– Por mí encantado.

– Fenando es un soso, no me lleva a ningún sitio.

– No puedo entenderlo. Si yo tuviera a una hembra como tú no haría sino pasearla por todas partes para que los demás rabiaran.

Silvia se puso instantáneamente colorada y bajó la vista con una media sonrisa. Se la notaba sofocada. A pesar de ello se las compuso para aparentar tranquilidad.

– Eres un amor, pero eso se lo dirás a todas. Oye, hace mucho calor aquí o es que me lo parece.

– Es el vino, está tan rico que no te das cuenta. ¿Nos lo acabamos?

– No sé, Juan, no suelo beber mas de dos copas.

– Pues es una pena, igual se estropea abierto.

– No sé- me pareció que Silvia luchaba entre el deseo de seguir disfrutando de la presencia de ese desgraciado y su arraigado sentido de la formalidad.

– Luego, si quieres, me voy, a ver si va a venir tu marido y se va a creer lo que no es.

Esto termnió de decidir a mi mujer y pareció liberarla.

– Está bien, nos bebemos la última.

Volvieron a conversar de manera distendida aunque se notaba una enorme tensión en sus miradas. La de juan, que me pillaba más de frente, se desviaba constantermente a los pechos de mi mujer a los que la toalla sólo podía cubrir por la mitad. La respiración agitada de ella y lo apretado de la prenda los hacía subir y bajar de manera suave, pero evidente. Terminaron las copas casi al mismo tiempo y Juan se incorporó.

– Bueno, ha llegado el momento de irse, ya son las ocho y media.

– Si, es verdad, es tarde- dijo Silvia incorporándose también

– Oye, no me has dicho nada de cómo me sienta tu camisa.

Silvia reparó entonces en que la camisa que él llevaba era la que tanto tiempo le había costado elegir a ella la tarde anterior. Me quedé perplejo, mi mujer era de natural observador; ¿en qué demonios había estado pensande hasta ahora?

– Cielo, es verdad, qué bien te queda- Silvia pasó las manos por el cuello de la camisa y luego las deslizó hacia abajo a los pectorales de Juan-. Estoy acostumbrada a la talla de Fernando, pero tú eres mucho más grande, no estaba segura.-las manos de silvia seguían alisando la tela tocando a través de ella ahora los abdominales del vecino, deteniéndose en cada músculo de él. Parecía hacerlo sin malicia simplemente es que estaba como embobada, tanto que no se dio cuenta que al levantar los brazos para palpar el cuerpo de Juan la toalla había ido perdiendo el asidero de su axila. Cuando Silvia elevó de nuevo las manos, esta vez para tocar los hombros de él la toalla se desprendió definitivamente cayendo al suelo como un fardo y dejándola totalmente desnuda. Silvia se puso colorada e hizo un pequeño gesto como para retroceder y luego otro contrario al anterior como avanzando para recoger la toalla, pero estaba totalmente azorada y no acabó por completar ninguno de los dos. Entonces Juan, sin dudarlo ni un momen,to se inclinó para plantarle un descarado beso con lengua en los labios de mi mujer mientras la agarraba del culo y la atraía de esa manera hacia su cintura. Mi mujer hizo un tímido intento de rechazarle, pero sus brazos no lograban apartarle de ella. Juan seguía morreándole la boca y ella la tenía totalmente abierta recibiendo la lengua de él. Estuvieron así durante un rato que me pareció eterno y luego se separaron abruptamente. Ella se llevó las manos al pelo todavía algo mojado y pareció tambalearse.

– Oh, Juan, mi marido...

– A la mierda tu marido- él se adelantó de nuevo y la besó otra vez abrazándola completamente. Esta vez ella no hizo ademán de resistirse y le devolvió el abrazo y el beso con pasión.

Mi mujer resultaba espectacular; salvo el pequeño momento de sus pechos en el día de ayer, hacía unos cuantos años que no la veía desnuda, pero se notaba su disciplina con la comida y el gimnasio que había retomado en los últimos tiempos. Su cuerpo seguía siendo terso, sin asomo de celulitis, con una cintura estrecha que se abría a unas caderas amplias y unos muslos interminables. Él le magreaba las tetas con una mano mientras con la otra le atraía el culo hacia sí. Se besaban con autentica lujuria. Ella erguida, de puntillas, buscaba los labios de él cada vez que se separaban. De repente la respiraciónde de Silvia se hizo más intensa. Enseguida vi el motivo: los largos dedos de él desde la base de operaciones del culo de Silvia, y por entre las piernas, ya asomaban invadiendo su coño y estimulando el clítoris. Ella se despegó de él invadida por la excitación y le permitió agacharse lo que me dejaba una vista más completa de la situación. Me quedé estupefacto, ella estaba completamente depilada con una fina y corta línea de vello a modo de marcador estratégico. No imaginaba que se hubiera afeitado así desde la vez que después de la agresión habíamos intentado retomar nuestra vida sexual. De hecho en la peor época, en la que ella estaba más dejada era fácil ver como matas de pelos de su vello púbico asomaban por distintas zonas de sus bragas, sin que ella se preocupara lo más mínimo. Aunque hacía mucho tiempo que no me dejaba verla me parecía muy raro que se tratara de una casualidad. Daba la impresión de que se había rasurado para él, para gustarle a él, no sé si como un juego de fantasía o como un plan fríamente preconcebido.

– Cuando él vio esto sonrió y levantó la cabeza para mirarla. Mi mujer le devolvió la sonrisa mientras acariciaba su cabeza.

– Como a ti te gusta, cielo. ¿Verdad? Sólo para ti.

Juan hundió su lengua en la rajita de Silvia arrancándole los primeros gemidos. La movía bien el cabrón, arriba y abajo, dando lengüetazos esporádicos y muy escogidos al clítoris, para luego volver a los labios. Los pliegues de ella se retorcían adoptado mil formas distintas. Silvia se estaba deshaciendo.

– Así, Juan, ¡lo haces tan bien! Ya no recordaba esto...

Sin contesstar él incorporó uno de sus larguísimos dedos al juego introduciéndolo parcialmente en el coño de mi mujer mientras, ahora sí, se dedicaba al botoncito de ella, chupándolo, succionándolo.

– ¡Oh, cariño!, no te pares ahora, no te pares..no...por favor- las palabras salían entrecortadas de su boca, a lomos de gemidos cada vez más fuertes.

Juan lo entendió como la señal definitiva para incrementar el ritmo. Mientras lamía el clítoris como un poseso, su mano derecha frotaba los labios de ella, los estiraba, introducía dos dedos y hasta tres en su coño, de manera suave pero enérgica. La respiración de mi mujer se hizo más frenética. Su manos buscaban la cabeza de él pero su mirada se perdía en el techo. No podía ver con claridad la mano de Juan pero creo que estaba acariciándole el ano, quien sabe si le había metido algún dedito ya por ahí. De los dedos de él colgaban largos hilos de flujo vaginal. Mi mujer siempre había sido excepcional lubricando pero ahora era como si tuviera una fuente entre la piernas. En un determinado momento Silvia ya no pudo resitir más y se corrió con un grito profundo pero apagado, muy largo, gutural que parecía salirle de lo más profundo de la garganta y se retiró de él tambaleándose.

  • Quiero tu polla, Juan.

Al parecer eran las palabras que ese cabrón quería oír. Se incorporó dándole un cachete a Silvia en el clítoris que ella recibió con un espasmo y poniendo sus manos sobre los hombros de ella la empujó hacia abajo. Mi mujer no atinaba con los botones, ni con el cinturón, y se ponía nerviosa de pura impaciencia. Al final tuvo que ser él, con parsimonia, quien eliminara todos los obstáculos. De repente, la polla de Jaime, totalmente erecta, apareció por fin liberada del contreñimiento del pantalón y del slip, golpeando como una ballesta el rostro de Silvia que de pura ansiedad se había pegado a la entrepierna de él.

Creo que en ese momento tanto mi mujer como yo nos quedamos absortos mirando aquello. La polla de aquel cabrón era impactante, larga, gruesa, cruzada por venas que resaltaban incluso a la distancia a la que me encontraba y levemente curvada hacia arriba. Era, tengo que reconocerlo, un instrumento magnífico. Silvia estaba alucinada y la tocaba con precaución como si en cualquier momento aquello fuera a saltar sobre ella.

– Vaya, Juane, todo en ti es enorme.

– ¿Te gusta más que la de tu marido?

La muy zorra no pudo evitar echarse a reir.

– ¿A qué esperas nena?, se está quedando seca.

Silvia abrió la boca todo lo que pudo y comenzó a engullir aquella verga. El hijo de puta no se lo ponía fácil y de vez en cuando daba algún empellón hacia delante y ella se retiraba asustada, pero como una perra en celo volvía de nuevo a empezar, la agarraba con las dos manos y la frotaba, y luego abría la boca todo lo que podía y empezaba de nuevo a tragársela. Se notaba por los movimientos de su mandíbula los esfuezos de su lengua por masajearle el capullo. Luego él volvía a empujar y ella se apartaba entre risitas. De nuevo volvió a empezar aunque cambiando ligeramente de táctica. Comenzó a lamerla desde la punta a la base mientras la masajeaba con su mano derecha. La izquierda la tenía bastante ocupada con su propia vulva. Como Juan tenía la polla circuncidada ella la llenaba de saliva para que su mano pudiera deslizarse con más soltura, de hecho la estaba empapando con su lengua de manera que gruesos hilos de baba se desprendían de su falo para caer rotundos sobre el suelo, o a veces sobre su pelo, en los momentos en los que ella levantaba aquella barra para acceder más cómodamente a los huevos y poder chuparlos también e incluso seguir más abajo, en dirección al ano de él. Al final la muy guarra le estaba haciendo una mamada estupenda, sólo había que verle a él la cara. El cabrón estaba disfrutando. Pero parece que él decidió que tomaría de nuevo las riendas y cogiéndole la cara entre las dos manos la dirigió de nuevo hacia su polla. Silvia volvió a abrir de nuevo todo lo que pudo la boca mientras él la introducía lentamente.

– Vamos, no me dirás que una zorrita como tú no puede tragársela un poco más.

Aquellas palabras parece que hicieron mella en silvia e intentó comerse más profundamente aquel rabo, pero su movimiento concidió con otro empellón de Juan hacia delante, de manera que la polla se introdujo al menos unos cinco o seis centímetros más en su boca incrústándose claramente más allá de la garganta. la imagen era excitante: mi mujer tenía los ojos como platos, la mirada perdida, mientras palpaba el vientre, el pecho de él, sus huevos, se agarraba a su culo como buscando un asidero. Al final él la sacó en dos golpes, y ella se desmoronó hacia delante

– Joder, Juan, me has atravesado la garganta,-decía Silvia entre toses-, me he quedado como en blanco, como en otro estado.

– Tienes una boca grande, pronto la podrás tragar entera y aguantar más tiempo, pero vamos a lo nuestro nena.

El cabrón la agarró de las axilas e incorporándola le dio otro cachete en el clítoris. Ella respondió con una sonrisa y otro gritito; empezaron a morderse y a besarse, él elevaba sus pechos y succionaba los pezones que debían estar extremadamente calientes y desde luego erectos, y se complacía en morderlos, chuparlos, darlos pequeñas bofetadas. Entre estos juegos fueron llegando hasta el sofá. Él la depositó boca arriba y se puso encima. Se besaban jugueteando y Juan frotaba su gruesa polla por todo el coño de Silvia. Parecía que estuviera esperando a que ella se lo pidiera, pero ciertamente no tuvo que esperar mucho.

– Vamos, Juan, ¡méteme la polla!, ¡vamos, cariño, penétrame!

Era lo que él estaba esperando oir. Con un golpe de cadera se introdujo en ella. Silvia dio un grito mitad de dolor y mitad de placer mientras ese hijo de puta empezó a bombearle el coño sin piedad. Su cadencia tenía una velocidad brutal; de repente se paraba y volvía a empezar despacito, iba adquiriendo ritmo y volvía a darle fuerte penetrándola cada vez más profundo. Mi mujer jadeaba de placer mientras se retorcía los pezones e intentaba frotarse el clítoris, a lo que él respondía apartádole la mano y dándole un nuevo cachete en su hinchado botoncito. Juan la penetraba de manera cada vez más intensa, su verga entraba casi por completo en la vagina de ella y debía rebotar en su útero porque a cada empellón, ella salía claramente empujada hacia atrás. Así le llegó a mi mujercita el segundo orgasmo, a juzgar por sus gritos, bastante mas fuerte y prolongado que el primero. El cabrón sabía lo que se traía entre manos y aceleró el ritmo inclinando el ángulo de entrada para provocar un mayor rozamiento. Al final ella cedió y se dejó llevar como un muñeco hasta que la intensidad de su placer disminuyó y se fue haciendo más soportable. Silvia estaba temblando levemente y él la tenía todavía ensartada. Se abrazaron y empezarona besarse, se mordían la nariz, las orejas, ella le tocaba el culo y palpaba su enorme espalda, mientras él pellizcaba sus pezones. Hablaban, pero en voz muy baja, yo no podía entender nada. Se decían cosas al oido y sonreían, y luego él volvía a morder sus pechos y ella echaba la cabeza atrás y soltaba una carcajada. Me pregunté de qué estaban hablando allí, tanto rato, a veces mirándose a los ojos, a veces abrazados, me pregunté si hablaban de mi. Estuvieron unos veinte minutos así, y de repente él, que seguía llevando la voz cantante, se apartó de ella. Su polla estaba totalmente tiesa otra vez, si es que había dejado de estarlo en alguna ocasión. Ahora parecía más grande, húmeda y brillante por lo jugos de ella. Se sentó en el sofá, a los pies de Silvia y empezó a pajearse, se daba golpes con ella en el estomago, que resonaban por toda la habitación. Silvia se incorporó también y comenzó a jugar ella también con su vulva. El tono de su conversación subíó bruscamente.

– Te gusta presumir de polla, ¿eh?

– Bueno, como te veo un poco parada, me estoy dando un poco de marcha.

– ¿Parada?- Silvia de echó el pelo hacia atrás y saltó sobre él. Se dieron un beso muy breve y ella alzó las rodillas para poder habilitar la entrada de su coño a la altura de la verga de Juan. Cuando alcanzó el punto adecuado jugó con el glande de él arrastrándolo por su rajita ariba y abajo. Estaba muy sexy en esa postura, con la melena al viento moviendo la herramienta de su amante de una lado para el otro.

– Ves, yo también sé jugar.

Se rieron de nuevo. El jugo vaginal de mi esposa caía en suaves gotitas sobre el pene de él.

– Ya lo creo que sabes, nena.

De repente juan que la tenía agarrada por las caderas la empujó hacia abajo y la dejó profundamente ensartada, de nuevo. Luego dejó que fuera ella quien le cabalgara, así que ni corta ni perezosa Silvia empezó a subir y bajar. Él la agarraba de los pechos y tiraba de ellos hacia sí para que ella se inclinara sobre su cara y entonces metía la lengua en su boca. . El culo de mi mujercita subía y bajaba, pero por mucho que se elevaba, la verga de él continuaba dentro abrazada por aquel chochito cada vez más empapado. Al poco rato era evidente que Silvia estaba de nuevo al borde del orgasmo.

– Nena, gírate.

Ella obedeció enseguida pasando una pierna sobre él y se quedó dándole la espalda. Al perder ella el apoyo de las rodilla sobre el sofá fue él quien volvió a tomar la iniciativa bombeándole el coño como si tuviera la polla de mármol.

– ¿Quién es mejor en la cama, tu marido o yo?

– Tú, cielo, túuu...¡Ahh!

– ¿Te ha follado alguna vez así?

– Nooo, amor, jamás, ni siquiera cuando se le ponía dura.

Juan se quedó un momento en silencio pero sin disminuir el ritmo.

  • ¿Fernando es impotente?

– Sí, desde hace años, desde que le pegaste, se quedó impotente entonces.

No podía creerlo aquella hija de puta le estaba confesando nuestras intimidades a aquel cabrón.

  • ¿Quieres decir que le dejé impotente?¿Fue por aquello?

– Síii, le dejaste impotente, ohh, síii, no pareees.. ya me viene y esta vez es fueeerte, es fueeertee...

Los espasmos de Silvia iban a más y empezó a frotarse el clítoris y darse cachetes, como había hecho Juan antes. De repente, se corrió entre gritos y su coño empezó a manar a raudales. Él retiró su verga e inmediatamente de el chochito de mi esposa salió un fino chorro que impactó sobre las revistas que había en la mesa; ella seguía masturbándose el clítoris y un nuevo chorro de liquido vaginal se derramó sobre la alfombra. Juan la penetró de nuevo y sin dejar de follarla la puso a cuatro patas. De la raja de mi mujer seguía saliendo liquido que descendía lentamente por sus muslos. Ella estaba casi sin fuerzas, había parado de gritar y sus gemidos eran débiles. Apenas resistía las embestidas del que se había convertido en su macho y tenía las tetas enterradas en lo cojines del sillón. En esa postura con mi esposa como una perrita a su entera disposición el cabrón se estaba recreando. Ahora sacaba su verga por completo. La golpeaba violentamente contra la vulva de ella y luego se la hundía hasta que prácticamente sus huevos rebotaban contra el hinchadísimo clítoris de ella.

– Comprenderás cariño que tengo que quitarte las telarañas que te ha dejado el cornudo de tu marido.

– ¡Sí, amor, quítamelas todas!

– Y ampliarte un poco el chochito para adaptarte un poco a mí.

– Eso ya lo has hecho, te noto casi en el estómago. ¡Ohhh, amor!

– Te has fijado qué bien entra.

Ella se rió, parecía recuperar el control de sí misma.

– Sí , tenía la vagina encanijada, pero no te hagas ilusiones, si sigues empujando no lograrás que entre toda y me vas a desplazar el útero.

– Pues allá donde vaya iremos a buscarlo.

Los dos se empezaron a reir a carcajadas.

Él la dio la vuelta y se engancharon de nuevo abrazados. Juan encima de ella.

– Así que le dejé impotente cuando le pegué, ¡qué extraño! Debería haberse recuperado, ya. Hace años de eso.

Silvia parecía dubitativa, quizás arrepentida de haberle hablado a su amante de eso en la debilidad del orgasmo. Aún así habló.

– Sí, impotente del todo. No funciona desde entonces.

– Me siento culpable.

– Oh, amor, tú no tiene la culpa de nada,- ella se agarró a su espalda y bajó hasta su culo apretándolo contra sí con sus dos manos. Parecía no querer que él bajara el ritmo.- Al fin y al cabo él provocó la pelea, además es algo del pasado.

Se callaron un momento. Silvia gemía más profundamente.

– Entonces nunca te ha follado así.

– Nunca- dijo ella entre risas- nunca he tenido un macho como tú. ¡Qué rabo tienes! Estoy a puntito de correrme- era cierto, la muy puta hablaba entrecortadamente. - córrete también amor mío, córrete, córrete Juan.

– ¿En tus tetas, en tu cara?

– No, dentro de mí, lléname la vagina.

– Vale.

– Él incrementó el ritmo y balanceaba las caderas al tiempo, ella gritaba: ¡córrete, córrete!, mientras le abrazaba con sus piernas. Yo no podía creerlo, Silvia hacía años que no usaba ningún método anticonceptivo. He de reconocer que conmigo no lo necesitaba, pero es que este cabrón era capaz de dejarla preñada. Ella seguía gritando: ¡córrete, córrete!, pero era más difícil entenderla, luego ya se puso a gemir y dejó de pronunciar la puta palabrita. Él aún estuvo unos segundos más follándola hasta que le llegó su turno, los músculos del cuello se le erizaron, arqueó la espalda y eyaculó en el coño de ell; se oyó un chapoteo e incluso algo de esperma pareció brotar por la rajita de Silvia, a pesar de que él se la tenía metida hasta al fondo. Siguieron abrazados, acariciándose y besándose durante una media hora más. Él seguía con su verga incrustada dentro de ella y cuchicheaban como habían hecho antes, apenas se les oía.

Miré mi reloj, eran las once de la noche, se supone que yo debería haber llegado a casa hace dos horas y sin embargo ella estaba como si nada, tumbada en el sofá con su hombre encima, tan sólo preocuada en besarle y acariciarle. Yo he de reconocer que estaba excitado pero mi pene seguía inerte, humillado como yo. Aquel hijo de puta me había quitado la hombría, el trabajo y ahora a mi mujer. Sentía que podría matarle si surgía la ocasión. ¿Surgiría?