Imponiendo mi ley a una ricachona
Una mujer madura autoritaria y ricachona se lleva a un joven a la habitación de un hotel, pero el joven acaba dominándola y hace con ella lo que le viene en gana.
Desde que le acerqué la llama de mi mechero a su cigarrillo supe que follaríamos como locos. Me pedía lumbre una mujer radiante, escultural, de cincuenta y pocos años, que a cada rato se alisaba su pelo oscuro y ondulado.
—Puedes llamarme Marta.
—Yo soy José María o Josema, elige.
De cincuenta y pocos años, sí, pero de tetas jóvenes, tersas, bien torneadas, picudas, y de culo arrogante, nalgudo, redondo. Una lozana andaluza de pies a cabeza que me miraba a través del rímel de sus pestañas.
—Así que eres estudiante de tercero de ingeniería, ¿no?
—Sí, y tú… ¿abogada picapleitos quizás?
—Hummm… No sé que te diga…Tal vez sí y tal vez no.
Debió ser muy hermosa tiempo atrás, pero ahora no era ni guapa ni fea. Tenía un pómulo algo amoratado y le pregunté por él:
—Te han dado un buen guantazo, ¿eh?
Sonó demasiado punzante, demasiado jodelón, áspero. Temí que fuera a molestarse, pero no. Con las mujeres de clase alta hay que hilar fino porque todo se puede torcer en segundos.
—Dejémoslo en que me picó un mosquito.
—Ese mosquitomerece que le seas infiel.
—Y tú te prestas a que lo sea contigo, ¿no?
—Me tienes a mano para lo que haga falta.
—Soy demasiado mayor para ti.
—Discrepo… Y eso debo decidirlo yo, no tú.
—Ya veremos… ¿Bailas o te da vergüenza que te vean bailando con una veterana?
Bailamos. Nadie nos miraba porque a nadie le sorprendía que bailáramos. Era un local especializado en juntar carne joven con carne madura; un local de lujo que aplicaba a rajatabla el derecho de admisión: sólo carne selecta, fina, de primera. Baladas suaves para bailar pegados. Me empalmé a la tercera pieza. Marta lo notó y evitó que mi polla se quedara a vivir en su entrepierna.
—Más vale que nos sentemos, Josema.
—Perdona. Ha sido un acto reflejo, involuntario. Se me ha puesto larga y gorda sin pretenderlo, créeme.
—Tranquilo. No ha pasado nada del otro mundo.
Estuve a punto de preguntarle si estaba casada, pero me mordí la lengua a tiempo. Nunca hay que hacer preguntas chorras. Da igual que sea casada, viuda, divorciada, soltera o que tenga o no tenga hijos o que viva o no viva en pareja.
— ¿Sabes qué, Marta? Pienso que no eres abogada…
— ¿Ah, no? ¿Y qué soy entonces?
—Astronauta en paro.
—Frío, frío.
—Lo tengo: ¡domadora de leones!
—Frío.
— ¿Frío? Viste lo caliente que me pusiste cuando bailábamos.
—Yo no te calenté, te calentaste tú solito.
—Tu cuerpo tuvomucho que ver, ¿no crees?
— ¡Tonterías! Para ti soyuna vieja.
—¿Otra vez esa cantinela? Atrévete a pasar la noche conmigo y te demostraré cuanto me gustas…
Marta me miró de arriba abajo y se levantó echando leches, quizá cabreada por haberla retado. Supuse que maquinaba algo para darme la réplica.
—Espera aquí un momento. Enseguida vuelvo…
Caminó hacia la barra y habló con el dueño del local. El tipo asintió repetidas veces moviendo la cabeza y después llamó por el móvil. A los pocos minutos un botones del hotel de enfrente trajo un sobre que entregó a Marta. Ella pagó lo que quiera que fuese en efectivo. De vuelta a la mesa apuró el gin-tonic y ni siquiera se sentó. Dijo:
—Me voy. He reservado una habitación en el Hotel Astoria, la seiscientos tres, y en este sobre tengo la llave. Recojo tu guante: vente dentro de quince minutos y pasaremos la noche juntos.
— ¡¿Queeeé?! Ni por asomo pienses que voy a rajarme. Te juro que saldré de aquí, cruzaré la calle, entraré en el Astoria y subiré a la habitación seiscientos tres.
La habitación parecía una suite: espaciosa, decoración moderna, mobiliario impecable. Desde la terraza se veía el mar detrás de un montón de azoteas, y en la mesa de centro había una botella de champán, bombones y fresas.
— ¿Te sirvo, Josema?
—No, primero quiero follarte.
A Marta le sorprendió esa respuesta porque advirtió al momento que era toda una declaración de intenciones. Había decidido tomar las riendas de la noche. Tenía claro que ella ejercía algún cargo con mando en su vida profesional y que ahora deseaba y necesitaba un macho dominante que la manejara, que le diera órdenes, exigente, que impusiera su ley.
—Ven Marta, acércate…
Le hablaba secamente, de pie en mitad de la habitación, sin quitar ojo a su escote en pico. Ella vino mansa hacia donde yo estaba. Quiso hablar, pero le sellé la boca con un beso lengua hasta la campanilla y le siguieron cuatro o cinco besos más.
—Desnúdame…
Mientras ella me desabrochaba la camisa, yo le bajé la cremallera del vestido y se lo saqué por la cabeza. En bragas y sostén Marta todavía era más escultural. Una cincuentona larga con cuerpo de treintañera. Las ropas empezaron a formar un reguero sobre la moqueta. Tuve que ayudarla a que me quitara el pantalón, y ella se acurrucó en mi pecho para facilitarme el desabroche del sostén. Marta flipaba con mi torso de gimnasio; era carne sin una pizca de grasa, carne de sólo veintidós añitos. Me besaba, me lamía, me chupaba, me mordisqueaba. Cuando le quité la braga asomó un coño de labios rojizos en medio de un bosque de pelos negros y rizados; cuando me quitó el calzoncillo mi polla irrumpió en el aire medio blandiéndose, dura, grande y venosa Marta me la mamó durante unos segundos. Lo hacía tan bien que tuve que sacársela de la boca por miedo a correrme.
—En la cama estaremos mejor, ¿no te parece, Marta?
Yo la mandaba de una manera sutil, envolvente, anunciándole mis decisiones inapelables
como si fueran sugerencias.
—Túmbate en el centro boca arriba, ¿vale?
Obedecía ciega, callada, a gusto. Me coloqué a horcajadas sobre su cuerpo y me empleé a fondo en sus tetas: chupetazos, tirones, succiones, lamidas. Conseguí que los pezones se irguieran tiesos sobre sus aureolas. Marta jadeaba, suspiraba, temblaba. Decía que qué bien, que quería más y más, mucho, que no parara.
— ¡Cómete mis tetitas!... ¡Dime que están ricas!... ¿Verdad que te chiflan?...
Marta ardía, quemaba, era fuego. Fui bajando lentamente por su abdomen, besándolo poro a poro, hasta llegar al monte de Venus, al clítoris y a la raja. Mi boca y mi lengua atacaron aquella selva negra primero por las ingles y por la zona venusiana, como dando un rodeo, asediando; luego el clítoris con vehemencia hasta verlo crecido, erecto; y por fin la ansiada hendidura, el cráter húmedo abrasador. Mi boca mordisqueaba, sorbía, ensalivaba; mi lengua acariciaba, pajeaba, pespunteaba, entraba y salía, preparaba el camino. Marta decía que la iba a matar, que la estaba matando, que se moría, que qué abusador eres Josema.
— ¡Chúpame, chúpame… así, así…ahí, ahí, sí, sigue ahí…más, un poquito más…!
Le metí la polla enterita, toda, de un solo arreón. Un misionero profundo a pelo, con sus uñas clavadas en mi espalda. Marta no esperaba que la penetrara tan de repente, pero enseguida le daba la bienvenida a mi polla abrazándola con su coño, arqueándose, bamboleándose, tratando de retenerla en su interior. Estaba fuera de sí, loca, en trance hacia su segundo o tercer orgasmo. Hablaba retahílas ininteligibles, en medio de exclamaciones.
— ¡Ah! ¡Oh! ¡Grarrrrerrrurr…Grurrrurorrror! ¡A… a…ah!... ¡O…o… oh!...
Yo la penetraba a conciencia, riguroso, primero con movimientos suaves, delicados, hasta tener a tono su desentrenado coño; luego con pollazos fieros, arrítmicos, posesivos, como ella deseaba, como hacía años que no la follaban, haciéndola sentirse hembra, entregada, llena de una polla que horadaba hasta el rincón último de su coño hirviente… Y hubo magia, rapto simultáneo. Se corrió y me corrí a barbecho, de espasmo en espasmo, ambos convulsos. Ella sudaba, jadeaba, resoplaba, se sentía como en el cielo. Nunca aquel coño
—dijo— había estado tan anegado de leche espesa y caliente. Nunca una mujer madura me había dado tanto placer.
Reposo de los guerreros desnudos. Un sorbo de champan, una fresa; otro sorbo, un bombón. De lujo. Marta también era un lujo entrado en años, un lujo añejo. La noche en cambio era jovencita; le quedaban horas por delante y más polvos, más mamadas, más sesenta y nueves. El anal fue bestial, sobre la moqueta, con una almohada bajo su pelvis para dejar el agujerito más expuesto, más a tiro. Lo aguantó gracias a la crema que pillé en el baño. Marta afirmó que era su primera vez por detrás. No sé. Sí era estrecho y caliente. Me anillaba la polla a medida, como un guante. Otra vez nos corrimos al mismo tiempo. Mis palmaditas sobre su clítoris mientras la enculaba hicieron efecto. Estábamos sincronizados.
Por la mañana me largó. No quería que nos vieran salir juntos. Intercambiamos los números de teléfonos con la promesa de que nos llamaríamos. Nunca me llamó. Yo la llamé varias veces y siempre la misma cantinela: «Telefónica le comunica que el número
al que llama no existe». Un fiasco. No sabía ni donde vivía, ni donde trabajaba, ni sus apellidos, nada. Nunca volvió por aquel local de citas.
Veinte días después tuve un juicio por atropellar con el coche a un barrendero. No lo hice nada al señor, pero él decía que sí, que tenía una pierna jodida y que patatín y patatán. Durante el juicio quedó probado que había sido un accidente puro y duro, y que yo no tenía ninguna culpa. Pero no. La juez se sacó de la toga que había habido conducción temeraria y me condenó: retirada del permiso de conducir durante seis meses y que el seguro pague al barrendero. La juez era Marta, pero se llamaba Elvira y tenía unos apellidos largos y raros. Al menos ya la he localizado. Espero volver a imponerle mi ley algún día…