Impartiendo penitencia

Es duro ser penitente, pero más sufro yo impartiéndola.

Impartiendo penitencia

Es duro ser penitente, pero más sufro yo impartiéndola.

Como ya hemos comentado en otra ocasión ejerzo el sacerdocio, y una de las facetas de mi oficio, es celebrar el sacramento de la penitencia. Os describiré lo que ya he apuntado en otras ocasiones, como he refinado mis métodos para que las monjitas de la congregación cercana expíen sus culpas.

Es una congregación de hermanas que tienen un estricto régimen de visitas, con escaso contacto con el mundo exterior, suelo ir una vez a la semana para confesarlas y suelen caracterizarse sus culpas esencialmente por discretas tentaciones lascivas, pero sobre todo por falta de humildad y exceso de orgullo, lo cual dificulta, según me ha confirmado la madre superiora, el apacible vivir de la comunidad.

Resuelto a intentar resolver dicha circunstancia, deje más o menos apañados los asuntos rutinarios de la parroquia y decidí a emplear el tiempo que fuera necesario a corregir tales desvaríos, que inefablemente se repetían, pese a los supuestos propósitos de la enmienda de las religiosas.

De mañana temprana, tras confesar, una tras otra las catorce monjas, que monótonamente me relataron sus cuitas, disfrazadas bajo la capa de una supuesta piedad y falso arrepentimiento, las convoque con la aquiescencia de la madre superiora en la una sala que usaban para orar.

Allí les indique que se tumbarán desnudas boca abajo en el frío suelo. Ellas obedientemente lo hicieron, de hecho este ligero castigo ya lo había practicado en anteriores ocasiones. Los catorce cuerpos, algunos de ellos nuevos, pues habían ingresado recientemente dos novicias extranjeras, una negrilla y una achinada, se me expusieron ante mis ojos. Me pasee entre los feos y gordos culos de las veteranas, y los aún bien formados cuerpos de las más jóvenes, esperaban como en otras ocasiones que yo las exhortará a mejorar en su conducta, pero no imaginaban que en esta ocasión previsoramente había venido pertrechado de recursos adicionales. Había trasegado a una regadera, que utilizaban en el jardín, varios botes de orina cuidadosamente recogidos y guardados en el frigorífico durante los días previos, es impresionante la cantidad de orina que uno produce. Fui regándolas con mi orina, fría lógicamente, los cuerpos de aquellas pecadoras. Notaba como sus cuerpos se contraían, pero obedientemente asumían el castigo, al principio pensaban que era agua, pero luego ya el olor, e incluso hasta el sabor, tal vez, les reveló la naturaleza del liquido.

Una de ellas, se giró, era una monja aun joven, de cuerpo huesudo, fino y largo, pero que al revolverse mostró unos esplendidos senos, voluminosos y firmes, los pezones estaban contraídos y oscuros por el frío del suelo o de la orina. Intento abrir la boca, farfullaba algo del trato recibido, cuando mi pie calzado se puso sobre su cuello. Una rebelde, teníamos la cizaña entre nosotros, no me extraña que la paz no llegara. Las demás hermanas callaban con la vista en el suelo, esperando la resolución del conflicto. Solo la madre superiora que también estaba desnuda, se levanto, balanceando sus derrengadas tetas, y se acerco a reconvenir duramente a la impetuosa monja que se agitaba bajo mi potente pisada. Finalmente esta decidió calmarse, le mandé que se tumbara esta vez boca arriba, y cuando lo hice apuré el contenido de la regadera en su cuerpo, recorriendo el chorro desde su cara, pasando entre sus hermosos pechos y acabando en su pubis, la rabia contenida en su faz era digna de observación, y mostraba que su sometimiento aún no era total.

Las monjas posteriormente se retiraron a sus labores, y fui a departir con la superiora, ya vestida con su habitual recato. Esta era una mujer hábil, que antes de retirarse del mundo había trabajado en puestos de importancia, su conversación era ágil, su risa cantarina, y sus formas bastante correctas para una mujer de cincuentena avanzada. Convenimos que el castigo aun no había sido suficientemente ejemplarizante, y mientras nos desayunábamos un espeso chocolate con bollitos, servilmente traído por una de las veteranas monjas cocineras, convenimos en reforzarla penitencia en las más jóvenes, al ser estas las más proclives al pecado.

Estas seis hermanas serían encerradas desnudas en sus celdas, sin comida y sin agua, esperando a que mi visita les hiciera reflexionar sobre su débil naturaleza. La conversación siguió por otros derroteros, la priora era encantadora y hablaba de lo humano y lo divino. Nos sinceramos y nos confesamos mutuamente nuestra falta de fe. Le comente que aun así la vida religiosa era bastante cómoda excepto por la castidad, ella puso cara de escepticismo, y sin mas preámbulo se arrodillo delante mía y coloco su mano en mi entrepierna. Mis genitales despertaron, y desabrochándome el negro pantalón, felizmente no había ido esta vez con la sotana, mi pene pecadoramente se delató. La monja intento agarrarla con las manos, pero yo le indique que no me la manoseara, entonces metió su boca, y empezó a sorber y chupar. No nos tocábamos, yo estaba sentado en un recio sillón de madera, con las manos en los reposabrazos y ella arrodillada engullendo golosamente mi falo, era como una mancha negra, en la cual solo su cara enmarcada por la toca daba un toque de color. Pensé que era bueno aliviar mi lascivia, de esta forma impartir las penitencias sería menos duro. Ella aun sin manos, que mantenía apoyadas en el suelo, con su lengua, con sus dientes, sus finos labios, con su abundante saliva lograba que variadas sensaciones llegaran a mis sentidos, debía haber practicado bastante en su juventud. Me corrí dentro de ella, el rostro de la superiora mostraba felicidad y cuando retire mi miembro viril, aun conservaba en su boca abundante esperma que retenía caprichosamente. Me despedí de ella y quedamos en que volvería para impartir la penitencia al caer la tarde.

*

Tras una buena comida y una reparadora siesta en la casa parroquial, recorrí de nuevo el camino que me separaba de las monjitas. Allí la rectora me recibió con su esplendida sonrisa, y me guió por los pasillos de la congregación. La primera celda que visitamos era la de una joven, cuyo principal defecto era su tendencia a la glotonería, aunque me había enterado de ello por su superiora, pues al confesarse la interesada no me lo había hecho saber. Entramos y la madre le indico que hiciera caso a todo lo que yo dijera, y cumpliera mis deseos, pues eran para bien del espíritu, y discretamente se retiro. La celda como todas las celdas era muy sencilla, aunque luminosa, tenía una recia silla de madera, una mesa igualmente tosca, así como un colchón sobre un cajón de madera.

Tenían aquellas celdas cada una un baño independiente con una sencilla ducha, una taza y un lavabo, todo un lujo. Me excite, nunca había estado en todos mis años de sacerdocio en la celda de una monja. La penitente estaba desnuda delante de mi, las ocho horas de encierro ya le debían empezar a pesar, la rodee mirándola obscenamente, pese a su juventud tenia un incipiente vientre, pareciese como si estuviera en los primeros meses de gestación, las lorzas se le notaban en su cintura y sus pechos así como su papada manifestaban su tendencia a la gula. Se me ocurrió que si ella no me lo había confesado es porque aun no se había dado cuenta de sus propias debilidades. Abrí la puerta donde me esperaba la superiora, le indique que me trajera abundantes provisiones, que iba a hacer un escarmiento, y reanudé la faena. Mientras esperaba los materiales, le fui sobando y agarrando los muslos, pellizcando las carnes fláccidas, esas nalgas echadas a perder. Ella se fue poco a poco apercibiendo que solo le tocaba en aquellos sitios de su cuerpo donde la grasa se había depositado, y empezó a sollozar, cayendo de rodillas al suelo. Era un buen principio.

Llegaron los materiales, mandil incluido, el cual use para no manchar mis elegantes ropas negras. Arremangándome y con extremo cuidado de que no cayera nada sobre mi, vertí en su cuerpo mermelada, que fue resbalando perezosamente por la espalda, ella se quería hacer un ovillo, pero le indique que se levantará, así fue más fácil restregar en sus voluminosas y caídas tetas varios pastelillos de los que elaboraban en el obrador del convento. Mientras le exhortaba a a que se lamiera, que se chupara, le unté miel y crema en sus brazos, estaba paralizada, sin capacidad de moverse, llene su boca de bizcocho, aunque precise algo de violencia para conseguirlo. Se derrumbo, le ordene que se pusiera a cuatro patas, con la lata de leche condensada jugué a hacer dibujos en sus glúteos, y le recordé la necesidad de tomar verduras introduciéndole un generoso pepino por su recto, lo metí y lo saque hasta que el brazo se me canso, que algo transitara en sentido contrario, que ese ano debía estar aburrido de tanto cagar. Pensé en esperar y hacerle comer sus propios excrementos, pero la coprofilia siempre me ha parecido algo excesiva, y no me atreví a indicárselo.

Cuando considere que la humillada había conocido la naturaleza de sus males, Salí de la celda, con indicación de que hasta el día siguiente siguiera allí encerrada, sin comida ni agua y sin posibilidad de ducharse

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La madre superiora alborozada, yo creo que había estado con el oído pegado a la puerta, me condujo hasta la siguiente discípula. Esta estaba arrodillada como orando, era una negrita que provenía del África, donde le habían convertido los misioneros a la fe verdadera, y ella había decido dedicar su vida a la religión. Su cuerpo era pequeño, de tetas pequeñas, lo más notable era su culo redondo y aparentemente duro. Me acerqué a ella y empecé a hablarle, ella sumisamente empezó a besarme los zapatos, creo que no hacia caso a mi discurso, ella solo se aplastaba y se humillaba delante de mi, cada vez más. Tuve que pedir de nuevo refuerzos a la madre, que servicialmente me trajo lo que le demande, si bien tuve que insistir en que nos dejara solos de nuevo. La penitencia es una cosa entre dos. La abadesa se apostó de nuevo al otro lado de la puerta.

Con la negrita tal vez la palabra no bastará, o tal vez no la entendiera bien, y le indique que se pusiera boca arriba en el suelo, lo cual ella hizo rápidamente. Empuñe la fregona y el cubo, que es lo que había requerido para este caso, y empecé a fregar a la pecadora, tanta humillación era orgullo y presunción, y eso había que borrarlo de la negra piel. Pase el empapado mocho por la cara, con especial énfasis en su boca, baje por su cuello, deje impolutas sus axilas, las lanas de la fregona recorrieron sus pequeños pechos, deteniéndose encima de los negrísimos pezones. Y finalmente escurrí el empapado útil en su entrepierna. La negra casi pareció entrar en éxtasis, de hecho agarro el palo de la fregona e intentaba meterse todo el trasto en su coño. Le quite la fregona, y la recrimine, ella avergonzada se inclino delante de mi, en un momento de inspiración decidí que orinándola le humillaría definitivamente, y me baje la cremallera sacando mi polla, ella intento cogerla con la boca, pero logre esquivarla y descargue mi vejiga en su cara, ella gozaba, capturando el caliente chorro con su boca. Me acordé otra vez de la coprofilia, pero esta era capaz de disfrutar también con ello, y hasta de rebañar con la escobilla. Cuando acabe, deje caer las ultimas gotas de orina en su nuca y me fui, mi conciencia no estaba muy contenta con los logros de esta penitencia

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Un poco taciturno y frustrado me dirigí a la tercera celda de la tarde, la madre superiora me acompañaba solicita, creo que hasta me toco el culo, debía estar bastante caliente.

En la tercera cela estaba la chinita, que resulto ser filipina, era muy pequeña, y me recibió de pie, sus tetas eran también bastante pequeñas pero respingonas, sus pezones casi apuntaban al cielo, me senté encima de su austera cama y decidí no complicarme más el día, le indique mi polla, y le dije que la chupará, que estaba muy cansado, ella puso cara de asombro, pero ante mi voz, la cual fue subiendo de tono, seguro que para deleite de la cotilla de la veterana priora, se avino a razones. No me importaban cuales eran sus pecados, lo que quería era que me aliviara de mis fatigas. La filipina, la cual era bastante joven, si bien no sabría definir su edad, me quito los zapatos, pantalones y calzoncillos, solo quede con la camisa negra y el alzacuellos, bueno y los calcetines negros.

No era muy hábil, su pequeña boca no abarcaba bien mi grueso pene, si su familia la hubiera vendido a un burdel de esos de Oriente, para turistas europeos, no se habría ganado bien la vida. Se retorcía nerviosa e inquieta, le inste a que se quedara parada, pero seguía agitándose y no me dejaba concentrarme en sus torpes lamidos.

La obligue a ponerse como una perra, sus rebeldes pechos me fascinaban verlos colgar, escupí en su ano, y aplique mi glande en su esfínter, varias ventosidades salieron al ser rozado, pero yo imperturbable me introduje en su recto. La joven novicia seguía agitándose, como si tuviera retortijones, y eso acrecentaba mi sensación de placer. De repente tuve una revelación, tal vez es que se estaba cagando, retire bruscamente mi pene, de hecho casi le hice mas daño al sacarlo que cuando se lo había metido. Ella agradecida se fue corriendo al baño a hacer de vientre. Nada hay más ridículo que una mujer cagando, y si esta desnuda aun más. Toda su belleza se desvanece, y es cuando nos recuerda la podredumbre de la carne, así se lo hice saber, pues me acerque a ella, y así mientras defecaba recibió mi plática. Como mi polla aun estaba erecta, me masturbe en su cara, y ella condenada por los dolores de vientre a estar sentada recibió en su cara, en sus rasgados ojos, la lechada. Temiendo que mi capullo, en la exploración rectal hubiera entrado en contacto con sus heces, retire bien el prepucio y exponiéndole mi glande se lo hice chupar minuciosamente a la diarreica monja, antes de que terminara de evacuar del todo sus intestinos. Me fui no sin antes tirar de la cadena, esa era la única agua que tendría hasta la mañana siguiente, y si tenia necesidad, lo cual era probable, tendría que aguantar el olor de sus heces.

Salí agotado, las otras tres siervas de Dios tendrían que esperar al día siguiente, la madre superiora me acompaño hasta la gruesa puerta exterior, y cuando amablemente se despidió de mi, me susurro que su vulva chorreaba desde hacia rato, y que se pensaba masturbar pensando en mis penitencias. Me fui rápido antes de que saltara sobre mi, mañana será otro día. Dios proveerá….

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He vuelto otra vez al convento, me reciben todas menos las tres que aún permanecen encerradas, las tres que visite ayer, ya se han arreglado y humillan su cabeza ante mi paso. Me siento reconfortado y con nuevos ánimos.

La primera del día es la monja que se atrevió a intentar rebelarse durante la penitencia colectiva. La madre superiora me ha advertido de que es bastante orgullosa y que incluso había conspirado para derrocarla de su puesto. Entro y me la encuentro de pie intentando taparse con las manos su pubis. Le ofrezco algo de agua, hace casi 24 horas que no ha bebido, o si lo ha hecho la ha bebido de la cisterna del retrete. Ella intenta coger la botella, le hago levantar las dos manos, y deja ver un velludo monte de Venus. Mientras bebe a borbotones le insto a la humildad, como veo que no me hace caso e un manotazo le tiro la botella al suelo, ella se arrodilla para intentar lamer los charcos. Su cuerpo se extiende ante mi, es larga, huesuda y flaca, pero como ya observe sus senos son magníficos, contrastan con sus estrechas caderas, son grandes y voluminosos, pero al tiempo firmes. Le agarro del corto pelo y aplasto su cabeza contra el suelo, la ira me ciega, hago pasar a la ardiente superiora, le digo que se orine encima de su rival, ella sin dudarlo, se ha acuclillado encima de la insurrecta monja, se ha levantado las sayas y le ha echado en el torso una inmensa meada, la muy bruja de la priora ni se ha quitado las bragas, de hecho creo que no las lleva. La sometida reacciona extrañamente se ha dado la vuelta y se ha abierto de piernas ofreciendo su abierta vagina a su escatológica dominante. He observado asombrado como la ardiente priora se ha arrodillado y ha empezado a lamer ese pubis, recorriendo con deleite los labios vulvares e intentando pellizcar entre sus dientes el inflamado clítoris de la insurrecta. La conspiradora se va a correr, y de un gesto brusco empujo a la madre rectora. Les pido explicaciones, me cuentan que desde que hace tiempo son pareja, si bien últimamente habían discutido, pero que este acto de penitencia les ha reconciliado. Las separó, esta bien que haya paz, pero que continúen mas tarde, con la reconciliación.

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La penúltima monjita es una monjita que tiene pinta de ello hasta desnuda, esta arrodillada, tal vez orando, le hago levantarse, es joven, pero sus carnes blancas casi repugnan, es casi plana, su pubis presenta solo una ligera vellosidad, su culo es lo único que parece tener algo de relleno. Su cara es un remedio a la lascivia, hasta las gafas que llevan denotan su carácter religioso.

La he observado con aprensión, esta se ha metido a monja porque no podía hacer otra cosa, se lo he dicho, que si el mundo no la quería, tampoco era buena para el Servicio de Dios. Como todas ha empezado a lagrimear, me ha enternecido, le he empezado a acariciar su pecho plano, intentado despertar sus pezones, la he tumbado con cuidado en el colchón, y he besado sus orejas, los pelos de sus sobacos, le he lamido el ombligo y he babeado sobre su pubis, mientras le decía bellas palabras. Ella no da crédito, debe ser la primera que le tratan así. Incluso ha bajado sus manos y ha empezado tímidamente a acariciarse el coño, le aparto las manos y venciendo mi repugnancia, he introducido mi lengua en su vagina, he estimulado su clítoris, mis manos han abarcado sus glúteos y he rozado su ano con mis dedos, ella se arquea con las piernas abiertas y ha tenido un orgasmo, tal vez el primer orgasmo que haya tenido con un hombre. Me he levantado, noto la cara mojado de sus obscenos flujos vaginales, la he mirado con desprecio y le he dicho que esta sería la última vez que un hombre la haría gozar, su placer se ha interrumpido, sus planes de futuras orgías desvanecidas. Essta vez me toca a mi mear, le enseño mi polla no esta ni tiesa, se da cuenta que me he burlado de ella, mi orina salpica en su magro cuerpo, me aparto para no mojarme con mis relucientes zapatos con las salpicaduras. La lujuria de esta mujer se ha acabado para siempre.

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La última, estoy física y mentalmente agotado, es una gran carga llevar la penitencia hasta sus últimas consecuencias, la superiora me ha conducido hasta la habitación. Le noto contrariada, el haberle impedido seguir con la insurrecta monja le ha dejado el cuerpo caliente, le he prometido aplacárselo, ha recuperado su sonrisa y me ha abierto la puerta de la celda condescendientemente.

La monja restante tiene un cuerpo excelente, no me había fijado en él en otras ocasiones, es una mujer de unos treinta años, alta, pero no flaca y huesuda como la otra, si bien tiene unas ubres igual de apetitosas, sus caderas son amplias. Es la imagen de la maternidad, el contraste con la anterior penitente es doloroso para mi pene, que se ha repleccionado rápidamente. Sus ojos son verdes, contrastando con su pelo moreno, sus dientes perfectos, y su boca tiene unos labios sensuales y apetitosos. Mi mano se dirige hacia su vellosa entrepierna, deslizo mis dedos por la vulva. Ella recula, me pide perdón, dice ser virgen. Le recrimino, ese cuerpo esta destinado a la maternidad no a quedarse estéril, la tumbo sobre la austera cama, y me desnudo, ahora si que mi caricias son sinceras, intento quitarme el mal sabor de boca de mi anterior experiencia. Cuando noto que su vulva se congestiona y toma un bello color amoratado gracias a mis desvelos, introduzco con sumo cuidado mi pene, encuentro una ligera resistencia, que venzo con un golpe de cadera, la monja ha gemido quedamente pero se resigna, le beso en la boca, mi lengua y la suya contactan varias veces. Empiezo a moverme con gran rapidez, se que cuando estoy encima me corro rápido, y quiero que mi pecado sea breve: Ella ha empezado a gemir con voz más alta, ha entrado la abadesa, no podía resistir más, ha visto como desperdiciaba mi semen en un útero ajeno, y para consolarse ha intentado ponerse encima de la sumisa esclava.

La pobre ha estado a punto de ahogarse, he indicado a la madre superiora que se sentará en la tosca silla de madera, y que ahí le trabajase el chocho la penitente. Así ha sido, la monja se ha metido debajo del hábito de su superiora, dejando solo visible su trasero. Su colmado coño, el cual algunas gotas de sangre destilaba también, se me presentaba de nuevo y tentado he estado de asegurar la monta, mi pene se mostraba de acuerdo conmigo pero he decido reservarme para otra ocasión. He llamado a la monja lesbiana, a la que se rebelaba, la he hecho venir, y le he enseñado el cuadro, a su feliz pareja siendo atendida por otra boca, la despechada se ha enfurecido y se ha lanzado sobre el dúo que distraídamente seguía su libidinoso menester. Han rodado la infiel superiora, la sediciosa y la espero que fecundada monja, no se si luchaban o se amaban, yo he amenizado con algún puntapié la situación, creo que estas monjas no tiene mucho propósito de la enmienda.

He dado por terminada mi misión, aunque creo que volveré a ver a esta ultima hermana, sería bonita dejarla preñada y que dentro de 16 o 20 años, cuando yo sea un cura de pueblo, de un pequeño pueblo, tener alguna mujer joven, bonita y de confianza que me atienda en mis necesidades al tiempo que alivie mis fatigas, es tan cansado el sacerdocio