Imagina mi sorpresa (fragmento)

Castigo por mal comportamiento

Imagina mi sorpresa (fragmento)


Título original: Imagine My Surprise

Autor: Bethany Burke.

Traducido por GGG, noviembre 1999

Agarrando con enfado la hoja de papel, fui desde el comedor al estudio de mi marido en la parte frontal de la casa. Estaba situado en la parte antigua de nuestra renovada casa de campo, y yo raramente entraba en esa habitación. Era fría en invierno y caliente en verano. Desde que compramos la propiedad habíamos enfocado nuestro dinero hacia el añadido moderno de la parte de atrás de la casa. Las dos habitaciones delanteras, aunque magníficas, siempre parecían un tanto tristes y prohibitivas con sus grandes chimeneas, techos altos, mobiliario pesado, y oscuros suelos de madera. Una se había convertido en una sala de estar de visitas, usada sólo cuando había invitados, y la otra en la oficina de Mike.

Otra razón por la que raramente entraba era, también, que era donde se me castigaba. Mis conexiones con la habitación, además del dolor y la humillación, desde luego, eran de oscuridad, puesto que los azotes ocurrían típicamente de noche, cuando los niños ya estaban dormidos, después de que hubiera tenido tiempo de contemplar mi desobediencia y sus consecuencias. Y así eso era lo que esta habitación había llegado a ser para mí: un lugar de dolor, vergüenza, y tranquila oscuridad, tranquila hasta que el silencio era roto por mis sollozos, súplicas y el áspero chasquido de la pala de madera contra la piel desnuda.

Estremeciéndome, entré a la habitación despacio, empujando para abrir la pesada puerta, y di la luz. Las cortinas estaban corridas, y todo estaba en su sitio: el escritorio agradablemente limpio, la vitrina de las armas cerrada, la chimenea barrida, y, tragué saliva, en la esquina el gabinete donde Mike guardaba las botas de marcha, sus zapatillas de invierno, sus antiguos uniformes de marino, y una dura pala colgando, mediante una correa de cuero, de un gancho.

Tuve la tentación irracional de correr al gabinete y coger la pala, esconderla en algún sitio, y pretender que se había perdido. Me permití una ligera risa ante ese pensamiento, casi histérica: posiblemente él no lo hubiera creído. El secador puede tragarse calcetines pero las palas no se desvanecen en el aire.

Esta era la parte más dura, lo dejé traslucir cuando me hundí en una cómoda silla, esperando el sonido de los neumáticos del coche de mi marido en la grava, el sonido que anunciaba su retorno. Tom Petty y los Heartbreakers habían cantado una canción, hacía unos años, en la que el estribillo decía, "Pero lo que espera es la parte más dura." Había oído al disk jockey de la emisora de rock decir una vez que esa canción era la favorita personal de Tom Petty de entre todas las que había escrito y me pregunté sobre ello. Nunca se habían dicho palabras más verdaderas, pensaba míseramente, y sólo una esposa azotada podía saber hasta qué punto eran verdad. Me encontré preguntándome a mí misma vagamente si Tom Petty azotaba a su esposa. Probablemente. Probablemente ella escribió la canción.

Esperando estaba la parte más dura, porque todo ello era inevitable. Porque había aprendido en los últimos cinco años, que toda súplica, toda discusión, toda lucha era sin objeto, inútil, fútil... Mi única opción, me había dado cuenta hacía años, sería romper mi matrimonio con Mike, dejarle totalmente, porque había dejado completamente claro que en su casa las esposas desafiantes serían corregidas de inmediato, por completo, físicamente. Puesto que no tenía deseo de dejarle, mi única elección era sentarme y esperar el castigo inevitable, sentarme, sabiendo que sería la última vez en horas que podría hacerlo, y esperar, arrastrando la piel de mi trasero.

Realmente, no era cierto, reflexioné honestamente. Tenía otra elección: la obediencia. Mike nunca me había azotado por lo que no fuera desobediencia o desafío abierto y calculado. Igual que las otras veces, hubiera tenido una oportunidad esa noche cuando había ido de compras, sabiendo con plena exactitud lo que ocurriría si me pillaba. Bien, reflexioné, reculando, eso no era del todo cierto: unos azotes, sólo unos, no encajaban en la pauta.

Apenas podía soportar recordar la vez que había conducido todo el camino y observé como la expresión de Mike iba desde una sonrisa feliz y viraba a incredulidad y luego a furia completa en cuestión de segundos: había visto que no llevaba el cinturón de seguridad. Mis explicaciones frenéticas de que había parado en el almacén local a sólo dos millas por la autopista, se hicieron desesperadas cuando me arrastró fuera del coche y me cargó en hombros, pero no me sirvieron de nada. Como veterano de muchos horribles accidentes de autopista, mi marido es un fanático del uso de los cinturones de seguridad. Precisamente aprendí hasta qué punto era fanático en los siguientes y terribles minutos. Esta vez no había sido un marido racional sermoneando tranquilamente sobre la desobediencia en la calma de un estudio en penumbra. Mike me había hecho desnudar, y ponerme en lo alto de una valla de raíles cortados a la vieja usanza, que rodeaba nuestro patio, en unos instantes, y se quitó y dobló el cinturón y lo cogió en la mano en un instante más. Aquella sesión no había sido de azotes; había sido una flagelación, pura y simplemente. No me pude sentar cómodamente en tres días. Mike se había disculpado más tarde por las astillas de mi vientre, pero nunca por los moretones en mi trasero y a partir de ese día, siento una crispación frenética de miedo si simplemente se pone en marcha el motor de un coche conducido por cualquier otro antes de que mi cinturón de seguridad esté abrochado.

Mirando hacia atrás, sin embargo, me doy cuenta que de todas las sesiones de castigo que he sufrido, esa fue la única con respecto a la cual me siento totalmente en paz. Podía entender perfectamente por qué Mike era tan maniático sobre el uso de los cinturones de seguridad, y, aunque hubiera estado en el extremo receptor de su cinturón, podía aceptar su reacción. Pero ésta... lo que iba a ocurrir en... miré al reloj... justo unos minutos a partir de ahora... ésta era diferente. Podría dejarlo estar, si quisiera, darme otra oportunidad, ser más comprensivo, más liberal, menos chovinista. Después de todo era mi dinero. ¿Quién era él para dictarme cómo debía gastarlo?

Cuanto más pensaba en ello, más me enfurecía. No se lo permitiría esta vez... Precisamente no lo permitiría. Le diría como me siento, tiraría la pala directamente a la chimenea, me negaría a quedarme en la esquina, le patearía. Le demostraría...

Haces de luz golpearon contra la ventana, visibles a lo largo del lateral de la cortina, se alejaron oscilando, luego brillaron de nuevo. La grava crujió y chascó. Sentí un golpe de miedo correr por mis brazos hasta el estómago. ¿Podía realmente rebelarme a él? Las lágrimas manaban de mis ojos. No. La primera vez que me ordenó desnudarme y ponerme en la esquina me había negado. Él me había quitado los pantalones y me había bajado las bragas, me azotó hasta que estuve de acuerdo en obedecer, me hizo estar en el rincón diez minutos, y luego comenzó con los azotes "de verdad" sobre un trasero que ya estaba penosamente caliente y dolorido. Suspiré profundamente, y, odiándome a mí misma por mi cobardía dejé la hoja con la cuenta en mitad del escritorio mientras caminaba hacia el rincón.

Conocía la rutina. Apoyando la cabeza en el rincón, empujé hacia abajo mis pantalones cortos y bragas hasta las rodillas y me subí la camiseta que llevaba hasta el final de la espalda. El aire frío del estudio golpeó mi piel desnuda y me puso piel de gallina. Intenté mantener la mente en blanco, intenté no imaginarme lo que Mike vería cuando entrara, pero era imposible: lo que vería es precisamente lo que le gustaba ver, su esposa, con el trasero desnudo por su  propia mano, de pie en el rincón, esperando para ser azotada. Era horrible.

Sonó la puerta al abrirse tras de mí y cerrarse de nuevo. Mike no habló y sabía que no quería oír nada de lo que yo tuviera que decir. Mejor estarse callada, hasta que me preguntara algo. Abrió su vitrina de las armas, colgó su arma, y cerró la puerta de nuevo. Con los ojos de la mente intenté representarme lo que estaba haciendo entonces, pero estaba demasiado aterrada para echar un vistazo. ¿Me estaba mirando, leyendo la lista, mirando al vacío, qué?

"¿Cuánto le pagaste a Trixie?" Sonó fríamente su voz en la habitación, golpeándome como una ráfaga.

"Diez dólares," gruñí, la boca seca, la voz de rana. El aire alrededor de la cara olía como a pintura.

"Olvidaste ponerlo en la lista."

"Oh." Era verdad. "Lo siento."

Suspiró profundamente. "Trescientos cuarenta y cinco, dólares, Jill. Una multa por exceso de velocidad. Y conducción temeraria." Hizo una pausa. "¿Llevabas el cinturón de seguridad?"

"Sí," contesté rápidamente. ¿Demasiado rápidamente? Hubo otro silencio y me di cuenta de que sabía que llevaba el cinturón; sólo quería hacerme contestar... para recordarme... Me sentí palidecer súbitamente de miedo. ¿Consideraría la conducción temeraria una falta tan grave como no llevar el cinturón? No, no podía ser tan serio, considerando que había salido ilesa, pero que pasaba si era casi tan malo? ¿Usaría el cinturón de nuevo? Empecé a sentir mucho, mucho miedo.

"Todd Jamison pensaba que todo el asunto era de risa. Yo enviando una citación a mi propia esposa. Incluso me sugirió que te diera en el culo... estas fueron sus palabras, de camino... cuando venía para casa." Podía oír a Mike dando vueltas por la habitación. "Pienso que lo dijo como broma." Hizo una larga pausa. "No es una broma, ¿verdad, Jill?"

"Mike, lo siento tanto. Te juro, si me dejas ir, sólo esta vez, que nunca te volveré a desobedecer..." Me humillé a oírme a mí misma suplicar, pero no habiendo resistido todos mis bravos pensamientos, cuando me rebajé a ello, habría prometido cualquier cosa para librarme de una de las sesiones de azotes de mi marido.

Mis súplicas nunca conseguían nada bueno, pero esa noche, Mike no estaba obviamente en un estado propicio para escuchar. "Cállate," me soltó. Oí el roce de la silla cuando la apartó de la pared. Tan pronto, palidecí, con el corazón acelerado. Normalmente me hacía esperar diez minutos, al menos. ¿Quería esto decir que estaba más enfurecido de lo habitual? Tenía mucho miedo de que así fuera. "Quítate los pantalones por completo y coge la pala, Jill."

Me volví, dejando caer la camiseta, y mirándole. Mike mide 6 pies y 3 pulgadas (1,90 m) y pesa unas 200 libras (90 kg); normalmente parece pesado. Sus ojos azul oscuro parecían cambiados a un gris acerado y daba aspecto de estar muy, muy furioso. Se sentó en la silla, esperando, aún con uniforme, corbata y todo. Se había subido las mangas, no obstante, hasta casi el codo, exhibiendo alarmantemente los antebrazos morenos. Era curioso como su físico nunca me molestó cuando quería hacer sexo, pero ahora... ¿Por qué no podría haberme casado con alguien de 5 pies 6 pulgadas (1,65 m) y "ligero"?

La boca se me estaba quedando seca como si hubiera comido tiza. "¿No podíamos discutir esto?" aspiré luchando contra los sollozos. Sus muslos, marcados en los pantalones del uniforme, eran grandes y musculosos. Sabía lo que esos muslos sentían cuando estaban bajo mi vientre. "Por favor"

"No. Coge la pala."

Lentamente me deshice de una patada de los pantalones y bragas, los dejé enrollados en el suelo y anduve hacia el gabinete. La larga camiseta aún cubría mi espalda; por eso la había elegido. Miré hacia el gabinete con las lágrimas brotando de mis ojos. Si tener que descubrir mi propio trasero para el castigo era lo peor, llevarle la pala tenía que estar en un cercano segundo lugar. Alcancé el armario, tanteé brevemente... allí estaba. La descolgué de su pequeño gancho y la cogí en la mano, sintiendo su peso, la frialdad de la madera. Irónico, desde luego, porque frío era la última palabra que uno asociaría normalmente con una pala.

"Date prisa, Jill. Esta es una noche en que no estoy dispuesto a esperar ni un segundo más."

Con las lágrimas corriendo de veras por mis carrillos, le llevé la pala, me puse delante de él. Era tan terrible... nunca, nunca nunca más le desobedecería... nunca. Le alcancé la pala, mi mano temblando.

Agarrando mi antebrazo, mi marido me echó sobre su regazo, me levantó la camiseta, dejando el camino libre. Desequilibrada mis manos encontraron el suelo, mis piernas oscilando al aire. Sí, sus rodillas eran tan duras y gruesas como recordaba, sí, la humillación de estar casi desnuda sobre su regazo mientras él estaba completamente vestido, el áspero material de sus pantalones contra mi vientre y mi coño, era horroroso. Apoyó la madera contra mi nalga. "¿Cuántas veces debería darte, Jill? ¿Una por cada dólar?"