Il gondoliere

Las vidas de un desanimado y joven gondolero y un estudiante en viaje de estudios se cruzan en el magnífico escenario de la primavera veneciana. Sus almas gemelas encontrarán la armonía.

IL GONDOLIERE

El encantador cielo de Venecia resplandece bajo el sol del mediodía de abril. La ciudad estalla de bullicio como cada día del año. Nervioso y triste, Guido, un muchacho moreno que luce por primera vez el uniforme de gondolero, monta con el corazón encogido sobre una vieja embarcación de un negro sorprendentemente brillante.

-Guido, ¿estás bien? ¿Seguro que estás preparado? -pregunta con ternura un gondolero ya viejo.

El muchacho no responde, solo asiente. Los últimos minutos ha contestado a preguntas parecidas por lo menos diez veces. Agradece tanto interés, pero a pesar de ello, se siente desalentado.

En el muelle de la Riva dei Schiavoni muchos jóvenes estudiantes disfrutan de uno de los espacios más bellos del mundo. Guido intenta distraerse escudriñando lánguidamente al grupo. Sus oscuras pupilas se fijan en un joven rubio, de pelo largo, alto, sonriente. El potente sol produce destellos en sus llamativos ojos verdes, que parecen observarle con curiosidad mal disimulada. El moreno baja la vista y ladea la cabeza, pero sigue atento. El corro en el que se encuadra el rubio está formado por tres chicas fragorosas y dos chicos más, que llevan la voz cantante. Parece que discuten sobre las tarifas de los paseos en góndola. Le llegan los comentarios que polemizan en una lengua que no conoce pero que le parece claramente románica. Siente sobre si la mirada del joven rubio que le incomoda. Se sienta y se quita el sombrero, dejando al descubierto su brillante cabellera morenísima. Le gusta mucho cómo viste el muchacho rubio, con sus vaqueros roídos y descoloridos, bastante ajustados, y una cazadora de cuero envejecido que subraya claramente su constitución atlética. Piensa en ello mientras traslada su mirada hacia el horizonte interrumpido por el vistoso campanario de la isla de San Giorgio. Los estudiantes litigan, las chicas se ríen y se acaloran. Hablan de dinero, de euros. Una dulce voz adolescente demanda su atención.

-Disculpa. -Es el chico rubio, que se ha acercado a su embarcación. Sonríe de forma cautivadora-. Disculpa, ¿estás libre?

-Claro.

-¿Cuánto nos costaría un paseo en góndola para los seis?

Guido se extraña del correcto italiano en que se ha formulado la pregunta, pero responde de inmediato:

-Ciento veinte euros.

Le ha salido la voz un poco rasposa. Está inquieto. No sabe si tendrá experiencia suficiente para conducir una góndola cargada con seis turistas.

-No llegamos -responde el extranjero, sin dejar de sonreír-. ¿Podría ser por cien euros?

-Está bien -se conforma Guido, sin mucho convencimiento.

-¿Quieres que me encargue yo? -se ofrece un barquero vecino.

-No, gracias -responde el joven gondolero, fingiendo seguridad.

Los turistas toman asiento, excitados, entre risotadas y empujones.

-Bravo, Guido -anima el vecino-. Tu abuelo estaría orgulloso de ti.

El muchacho agradece los dos empujones de su compañero, el de las palabras, y el que lo ha ayudado a separarse del embarcadero. Temía no saber maniobrar la embarcación con tanto peso. Una vez en la laguna, se aleja de la Piazzetta y enfila hacia el Puente de los Suspiros, que es lo que suelen solicitar los turistas.

-Guido, ¿te llamas Guido? -Consulta uno de los chicos, en español.

-Sí. ¿Desean ustedes alguna ruta especial? -pregunta él, en italiano.

-¿Eh?

-Que si queremos alguna ruta especial -traduce el rubio-. No, lo que hacéis habitualmente.

Una de las chicas sumerge la mano en el agua y se la huele a continuación.

-Que asco!

Los demás se burlan y comienzan un jaleo que molesta especialmente al barquero. Se mueven demasiado y dificultan la conducción. Pasan por debajo del Ponte della Paglia, y va por ofrecer las explicaciones pertinentes sobre el Puente de los Suspiros, pero los jóvenes están ocupados en su alboroto particular. Carraspea.

-Eh, callaros, que Guido nos va a comentar dónde estamos -invoca el rubio.

El gondolero informa detalladamente del anecdotario del puente mientras el más guapo de los chicos va traduciendo diligentemente. Sin embargo, los demás estudiantes se muestran más preocupados por el cachondeo y las oscilaciones de la barca. Uno de los chicos provoca turbulencias medio levantado.

-Por favor, ¡no muevan la barca!

No le hacen caso y tiene que levantar la voz. Sin darse cuenta ha alzado el remo y su estampa se aparece amenazadora. Ahora sí que le escuchan. Mira al traductor buscando complicidad.

-La góndola no es completamente simétrica porque se conduce desde un lado. Mucha gente cree, equivocadamente, que se empuja con una pértiga. Pero no. La laguna es demasiado profunda para usar pértiga. Para avanzar usamos el remo. Vamos muy cargados, con lo cual hay que remar duro, y si se mueven demasiado podríamos volcar.

Alguna chica se muestra temerosa pero los chicos, especialmente el más grueso, se creen graciosos dando miedo a sus compañeras. La góndola avanza lentamente. Algunos gondoleros saludan a Guido y lo alientan. Pasado un recodo del canal, les adelanta una embarcación que transporta a una pareja. En el momento de rebasarlos, el conductor, que lleva rato observándolos, se dirige a los pasajeros de Guido en español:

-Señores, más respeto. Viajan ustedes en una reliquia sagrada. Ésta es la góndola más antigua de Venecia, y al mismo tiempo la más limpia y cuidada. Tiene más de doscientos años. Y el gondolero es el más joven de la profesión.

Después de saludar, Guido observa al grupo. Permanecen quietos un momento y luego siguen con la escandalera. En los ojos del rubio, sin embargo, puede leer sincera admiración y quizá algo más, porque su mirada se desliza a través de la camisa rayada y baja hasta los muslos.

El navegante decide abordar los canales más estrechos donde podrá disimular su inexperiencia y evitar el peligro si los estudiantes siguen procediendo como bárbaros. Vira a izquierda para acercarse al Bacino Urseolo. Si se comportan, les mostrará el Hard Rock Cafe. Si no lo hacen, quizá pueda obligarlos a bajar. De repente se ven rebasados por otra góndola cuyo conductor exclama a viva voz:

-Aquí tenemos al gondolero más guapo de Venecia!

Y se aleja rápidamente. Guido sonríe por vez primera en el día. Encubiertamente observa el efecto que han causado las palabras de su colega en el rubio y se encuentra con una mueca de complicidad. Ambos sostienen la mirada un buen rato, hasta que el rubio se siente empujado a manifestar su opinión:

-Estoy completamente de acuerdo con tu amigo.

Ahora Guido boga con más brío. Parece que ha abandonado su languidez anterior. Por desgracia, a uno de los chicos se le ocurre una idea:

-Oye, no sabes cantar? Cántanos O sole mio !

El barquero lo ha comprendido completamente y muestra una expresión de desagrado. Pero las chicas se han sumado ruidosamente a la solicitud. El rubio no dice nada. Diríase que también le gustaría verse obsequiado con el canto del gondolero. Finalmente el chico comienza a entonar sotto voce , con un nudo en la garganta, la célebre melodía napolitana:

Che bella cosa e' na jurnata 'e sole,

n'aria serena doppo na tempesta!

Pe' ll'aria fresca pare già na festa.

Che bella cosa e' na jurnata 'e sole.

-Más fuerte! -solicita una de las chicas.

-No está mal -comenta otra.

-¿Que no está mal? -interviene la que faltaba-. Es un bomboncito!

Uno de los chicos, el gordito, comienza a imitarlo. Su voz es desagradable y desafina terriblemente. Además, no tiene idea de lo que dice, usa palabras que no tienen sentido alguno. El rubio lo amonesta, pero él sigue porque provoca la risa en las chicas, y dado que la risa es contagiosa, terminan todos riéndose escandalosamente mientras el traductor intenta imponer serenidad.

De repente les interrumpe un leve remojón, acompañado del ruido explosivo que genera el batir de un remo plano sobre el agua. No tienen tiempo a entender lo que sucede cuando el salpicón se repite, una y otra vez. Están cerca de la orilla, y el gordito se levanta como si quisiera abandonar la barca, pero otra rociada lo alcanza de nuevo para dejarlo empapado. El rubio, que milagrosamente no ha sido afectado por las salpicaduras, se da cuenta de que el autor de la agresión es el joven gondolero que ha pregonado la belleza de Guido hace un momento. Sin esperar a que la góndola alcance el embarcadero de Bacino Urseolo el hombre salta y se sitúa, amenazador, junto al Guido.

-Es que no tienen educación? -increpa-. Se creen que se pueden reír de un gondolero porque es de su edad? Desde luego, con su comportamiento están avergonzando a su colegio, a su ciudad, a su país. No saben que hoy es el primer día de Guido? No se han dado cuenta de que está triste y abatido? No se les ha ocurrido que puede tener algún motivo para estar triste? Se creen que porque pagan están autorizados a reírse de nosotros? Ayer a Guido se le murió su abuelo. Creen que es apropiado pedirle que cante O sole mio y encima se burlen de él? Cómo creen que se siente, él que no tiene ni padre ni madre, él que ha perdido la única familia que tenia?

Todos se han quedado estupefactos. No han entendido casi nada, pero el tono les ha amedrentado. Las risitas estúpidas de las chicas se han acabado. El gordito permanece con la boca abierta y le tiembla el labio. El otro chico mira hacia el embarcadero, de donde llegan seis o siete gondoleros con ademán desafiante. Se levanta, dispuesto a salir corriendo antes de que el panorama empeore. La góndola se balancea. El gondolero enarbola el remo agresivamente. En un abrir y cerrar de ojos, los jóvenes se han esfumado. El rubio, sin embargo, ni siquiera se ha dado cuenta. Permanece en pie, ante Guido y su amigo rescatador, preparándose para disculparse.

-Guido, lo siento, yo...

-Hola, soy Nicola -interrumpe el barquero adulto-. Te has fijado que a ti no te he mojado? Llevaba ya un rato observando la situación. Y tu actitud ha sido impecable. Has conseguido que Guido sonriera, el día que enterramos a Zio Beppo, su abuelo.

-No, Guido ha sonreído cuando tú le has dicho que era el gondolero más guapo.

-Acaso no lo es? -Ha replicado Nicola.

-Bueno, yo no conozco a los demás...

-¿Cómo te llamas? - interrumpe tímidamente el moreno, incómodo ante los comentarios.

-Marc.

-¿Mark?

-Marco -corrige el rubio, consciente de la dificultad que tienen los italianos con las consonantes finales.

-¿Marco? -el nombre circula de boca en boca.

-¿Te llamas Marco y no eres veneciano? -inquiere el gondolero rescatador, acercándose-. Eh, chicos, el amigo de Guido se llama Marco!

-¡Como yo!

-¡Bienvenido!

-¡Bravo!

-¡Viva Marco!

Son exclamaciones que salen del ánimo espontáneo de la media docena de hombres que comparten el dolor y las alegrías de Guido. Algunos le dan la mano al extranjero, otros abrazan o besan al joven barquero. Las manifestaciones de alegría se acaban cuando algunos turistas norteamericanos se acercan al embarcadero. Los estudiantes han desaparecido. Marc puede certificarlo de una ojeada. Llegado este momento, cree que debe despedirse.

-Bueno, yo...

-Vamos, montad -ordena Nicola-. Vamos a dar un paseo. Al estilo del Zio Beppo. En su honor.

-Seguro que...

Los dos jóvenes se sientan de lado, frente al barquero.

-Guido se ha quedado sin familia -continua Nicola-, bueno, tiene más de cien hermanos, los gondoleros. Todos somos hermanos. Excepto el Zio Beppo. Él era nuestro patriarca, nuestro abuelo, nuestro padre. Pues sí, Guido tiene cien hermanos, pero no le sobran amigos. Cuéntale, cuéntale a Marco sobre tu abuelo!

-Murió ayer por la mañana. Tenía 82 años.

-Setenta años en la góndola. Hasta la semana pasada.

-Tuvo una embolia en la góndola. Lo llevaron al Hospital, donde ha resistido una semana.

-Y tus padres?

-Murieron de accidente cunado yo tenía siete años. El zio Beppo fue mi abuelo, mi padre y mi madre, todo a la vez.

Marc se siente muy hermanado a aquél chico de su edad. Hace tan sólo una hora que se conocen, pero les une uno de esos vínculos que no conocen el tiempo, que nacen de la propia naturaleza, que existen a pesar de todas las distancias y las diferencias. De manera espontánea lo envuelve con su abrazo amistoso. Callan un rato, los cinco minutos que los separan del Canal Grande. Allí el tráfico es enloquecedor.

-Guido, no se te ocurra meterte por aquí hasta que tengas más práctica, me oyes? El Canal Grande es peligroso.

-No te preocupes.

-¿Sabes? -se dirige a Marc-. El Zio Beppo era una gran persona. Una vez se negó a transportar al Duce.

Y escupe sonoramente en la laguna.

-¿A Mussolini? Y cómo fue?

-Ese malnacido visitó el palacio Ducal, y a la salida, quiso dar un paseo en barca. Vio a Zio Beppo tan joven que lo eligió a él como barquero.

-Tenía catorce años.

-Cuando el Duce tomó asiento, él se largó saltando de barca en barca. El dictador se indignó terriblemente y mandó a sus guardaespaldas que lo detuvieran. Dio su paseo en otra góndola y...

-Cómo se llamaba el que lo transportó?

-Tressini, el maldito. -vuelve a escupir.- Marco, ¿tu crees en la justicia divina?

-Pues no sé...

-Tressini lo condujo a San Giorgio y lo trajo de regreso. Él estaba orgulloso. Era un cerdo fascista. Pues al día siguiente enfermó y a los tres días estaba muerto. Dios es justo. En cambio, el Zio Beppo, que se negó a ensuciar su preciosa góndola con tal desperdicio humano, ya lo ves, ha vivido setenta años más. El mejor gondolero de la historia. Llevaba Venecia en la sangre.

-¿Y lo pillaron los secuaces de Mussolini?

-Sí. Y lo llevaron ante su asquerosa presencia. Él estaba dispuesto a ordenar su muerte, porque estábamos en guerra, pero primero quiso dejar que se justificara.

-Mi abuelo, con toda naturalidad, dijo que se encontraba indispuesto y que no quería ofender a su excelencia con los olores infectos que emanaban de su cuerpo de forma incontrolable. El Duce no estaba convencido y dudaba... y va mi abuelo y se suelta el pedo más putrefacto que te puedas imaginar, a veinte centímetros de su excelencia...

-Ja, ja ja, el cabrón se cagó en los morros del fascista número uno. Y era un bambino ! ¡Qué genio el Zio Beppo!

-A los escoltas se les escapó la risa y el dictador, tapándose la nariz, los mandó arrestar. Y mandó fuera de su vista a mi abuelo, que antes de irse se disculpó con sorna: “Excelencia, esto es lo que quería evitaros”.

-!Qué suerte tuvo, y qué sangre fría!

-Bueno, a mí me contó que las piernas le temblaban.

-¡Y a quién no! Yo sólo le pido a Dios que me surja una oportunidad como ésta -remata Nicola.

-¿Cómo? -se interesa Marc.

-Ya están todos avisados de que si viene Berlusconi a Venecia es mío. Lo llevaré por canales poco transitados y mi góndola se hundirá accidentalmente. Te juro que él no saldrá de la laguna si no es en forma de fiambre.

-¡Pobre góndola! -bromea Guido.

-La mía no es una reliquia como la tuya. Puede perderse para hacerle un favor a la humanidad.

-Un beneficio para el universo.

En medio de la tragedia personal del muchacho, esos momentos de buen humor son altamente reparadores. Se miran los dos chicos y estrechan el abrazo. Nicola lo observa y traga saliva.

Mientras recorren placenteramente el Sestriere San Polo, los dos muchachos van intimando. Marc le explica a Guido que se siente abrumado por la belleza extraordinaria de Venecia sin desmerecer la de su ciudad de origen, Valencia. Escucha con atención las explicaciones de Nicola cuando, de vez en cuando, interrumpe la intimidad de los dos jóvenes con cierta prevención. Generalmente conduce discretamente e incluso entona alguna napolitana breve y jovial. Guido también muestra curiosidad por la procedencia del visitante, sobretodo desde que éste le ha explicado que es de una ciudad volcada al mar y que tiene una laguna enorme justo al lado.

-Éste es el puente de los tres arcos -apunta Nicola. -Antes había más puentes así en la ciudad, pero ahora es el único que queda.

-Es muy bello -asegura Marc-, pero donde esté Rialto...

-Rialto es como el resumen de la ciudad, como una Venecia en pequeño -opina Guido.

Y restan nuevamente en silencio unos segundos. La vista de los chicos abandona el curioso puente para posarse en el rostro del otro. Marc estrecha su brazo sobre el veneciano, alargando la mano para acariciar el nacimiento de una nalga. El otro hace lo mismo, mostrado una dentadura clara y simétrica en medio de una sonrisa feliz.

-Estoy abrazado a un rubio... -cuchichea Guido- parece imposible, con lo escasos que van los rubios aquí...

-Y yo al gondolero más bello de la ciudad, según fuentes contrastadas -corresponde el valenciano-. Eso también me parece imposible.

-Eres muy rubio. ¿Así sois todos los valencianos?

-No es muy frecuente. Lo más probable es que vaya tornándome castaño. Vosotros, en cambio... la mayoría sois morenos.

-Muy morenos como yo no hay muchos.

-Oye, ¿eres muy peludo?

La pregunta ha sonado extraña, sin llegar a indiscreta. Marc se explica:

-Es que los hombres muy morenos suelen ser también muy peludos.

-No es mi caso.

Y se levanta los pantalones para mostrar unas ricas pantorrillas bronceadas. El visitante asiente mientras con la mano explora la espalda de su compañero, acariciando suavemente.

-Nicola, vamos al Ponte delle Tette -sugiere de pronto el moreno.

Guido se siente inclinado a acercarse más y más a su nuevo amigo, pero teme, por un lado, que ello incomode a su invitado, y por otro, llamar demasiado la atención con su estrenado traje de marinero sentado en los asientos turísticos. Se quita el sombrero de cintas y se lo pone a su amigo.

-Te queda muy bien -opina-. Aunque a los que sois guapos cualquier cosa os queda bien.

-Es curioso -responde el valenciano-. Yo estaba pensando lo mismo sobre ti. Fíjate que este sombrero, fuera de este lugar concreto, sería más bien ridículo... En cambio tú estás superatractivo.

Nicola abriga con su voz bien modulada una conversación que se torna cava vez más íntima. En el trayecto hasta el puente les obsequia con una dulce melodía que habla del amor a primera vista. Se interrumpe súbitamente para anunciar:

-Il ponte delle Tette!

Marc está a punto de comentar que no tiene nada de especial, pero Guido se adelanta:

-No parece un puente especial, verdad? La curiosidad es el uso que, según la tradición, tenía hace siglos. Venecia es en el siglo XV una República con un potentísimo comercio en el Mediterráneo Oriental. Cada día zarpan cientos de barcos y llegan otros cientos. Los navegantes venecianos pasan unos cinco meses navegando antes de volver a sus casas. Y durante estos cinco meses... los marineros van estrechando lazos entre ellos, de manera que... llega un momento que el Dux tiene miedo de que la natalidad se resienta.

-El pecado veneciano -concluye Marc-. He leído algo sobre esto.

-Así lo llaman en Florencia -corrige Guido-. Aquí lo llamamos pecado florentino.

-¡Vaya!

-Pues bien, en época de prosperidad debe haber nacimientos, así que el Dux se da cuenta de que este canal es la ruta más frecuente de los marineros hacia sus casas y se propone despertar a los marineros...

-¡No me digas! -interrumpe Marc, imaginando la escena.

-Sí. Cada vez que circula un barco unas cuantas señoritas exhiben sus pechos al aire para que los marineros recuerden el sabor de la carne femenina...

-El pont de les tetes! -suelta Marc, en valenciano.

-Así se dice en tu lengua? Se parece mucho!

-Claro, las dos son lenguas románicas. Y aún hay más similitudes entre el valenciano y el véneto. ¿Cómo dicen en véneto un vaso de vino?

- Un got de vin .

-En valenciano un got de vi . Y ¿cómo llamáis a la porción de Venecia que está en el continente?

-A Mestre? Terra ferma .

-Nosotros lo decimos igual.

-Tenemos muchas cosas en común -exclama Guido, feliz-. Y cómo es que hablas tan bien italiano, y sabes cosas de nuestro dialecto?

-Internet. Cuando decidimos venir de viaje a Italia, en octubre, yo busqué un método fácil de italiano en la red. Media hora cada día basta si uno es estudioso. Ya ves que las lenguas se parecen.

-Tú no tienes pinta de ser un empollón.

-Pues lo soy. Ah, y por cierto, el véneto no es un dialecto, es una lengua independiente del italiano. Hace dos años que los filólogos llegaron a esta conclusión.

-Por eso no nos entendemos con nuestros vecinos -interviene Nicola-. Para hablar con un ferrarés, por ejemplo, usamos el italiano que nos han enseñado en la escuela.

Los apuntes culturales han llegado a su fin. Marc observa el puente de las Tetas y lo encuentra desnudo sin las protagonistas de la leyenda. Pero la historia lo divierte, y se siente inclinado a compartir su punto de vista con el anfitrión:

-¿Sabes? Yo hubiera encajado muy bien entre los marineros venecianos. Y pasar bajo el puente me hubiera dejado bastante indiferente.

-Como a mí -responde, sonriente, el veneciano-. Ese tipo de mercancía no...

Y como si sus almas su hubiesen despojado finalmente de sus secretos, los rostros de los dos muchachos se acoplan y sus lenguas se hunden en la cavidad ajena. El tiempo se para por un momento para dejar que el mundo tome conciencia de que dos seres distantes acababan de rubricar su amor ansioso. No importa el tiempo que ha transcurrido desde que se conocieron. Los dos saben que es mucho más importante el tiempo que está por venir. Nicola ladea púdicamente la cabeza para respetar su intimidad, pero nota una inevitable sequedad en su boca.

A partir de este momento los roces atrevidos sustituyen a los abrazos. Las manos palpan formas que no tardaran en desvelarse, los bultos crecen inevitablemente, las palabras son sustituidas por los besos. Nicola demuestra entonces que es un amigo comprensivo y oportuno:

-Guido, os llevo a tu casa.

Para llegar a la casa de Guido hay que pasar por Santo Giovanni e San Paolo y por el bellísimo monumento ecuestre que plantó allí el gran Verrochio, maestro de Leonardo. Los muchachos, ya a pie, contemplan estas bellezas que compiten con las propias. Marc está extasiado. Todo le parece extraordinario, único. Pero desea enormemente llegar a un destino privado. Por su parte Guido es feliz mostrando el patrimonio de su ciudad, pero también es consciente de que la belleza rubia que ha conquistado es asimismo un monumento, y se derrite por probarlo. Pasan puentes y callejuelas y en un portal de una noble casa rosada se abrazan de nuevo para intercambiar sus salivas sin premuras ni miradas indiscretas. Mientras las bocas se abrazan las manos frotan los paquetes y las cremalleras bajan. Guido está apoyado en la pared con el miembro al aire, y pierde inesperadamente el contacto con la boca que devora la suya para recuperar el tacto unos centímetros más abajo. Siente la lengua de su amigo recorrerle el glande y regocijarse en el frenillo, y pronto pierde la paciencia y empuja. Marc se traga todo el miembro con la plena conciencia de que es el más grande que jamás haya comido. Lo frota contra su paladar, contra sus fauces, contra sus mejillas. Se siente tan feliz que se pregunta cómo había podido existir sin conocer un placer tan grande. Acaricia un vientre plano que maravilla de suavidad. Pero Guido parece que se quiere liberar, porque tira de Marc, lo arrastra hacia el interior y le hace comprender, mediante besos profundos, que deben entrar en casa.

Aunque el interés se centra más bien en el género humano, el valenciano puede distinguir perfectamente unas estancias de alto techo y paredes rosadas. Algunos cuadros antiguos y algunos tapices adornan los nobles muros. A pesar de que el mobiliario no se ve rico, parece un palacete añejo. Y sin que el abrazo cariñoso se rompa, llegan a la alcoba. Allí se para el visitante, admirado, sin soltar la mano que acaricia la espalda. Una ancha cama, con dosel, preside la estancia. Cortinajes de terciopelo violeta destacan sobre el fondo estucado de los muros.

-¿Es tu cama?

-!Sííííííí!

Se lanza el extranjero boca abajo para probar su colchón. Rebota un poco, pero enseguida nota sobre su cuerpo otro cuerpo atlético que lo amorra a la colcha. Percibe una dureza justamente sobre su trasero. Sonríe, se da la vuelta y toma aire para dejar de respirar durante un rato, el tiempo que se alimenta del placer de compartir aliento con su amigo. Pronto la organización de los cuerpos se recompone: el turista boca arriba percibe que hay movimiento en su bragueta; la boca del italiano explora bajo la tela y encuentra un tesoro de dureza y grosor que se traga sin remilgos. Marc, que miraba hacia los cortinajes del dosel sin demasiada curiosidad ahora cierra los ojos y se concentra en el deleite. En la habitación no hace calor, pero los vestidos sobran. Las prendas van amontonándose a un lado. En un arrojo de sinceridad, cuando Guido ve a su amigo completamente desnudo, no puede evitar exclamar:

-Eres realmente muy bello!

-¡Y tú el gondolero más macizo de los canales! ¡Aunque ahora navegamos en una embarcación diferente!

-¿Nunca habías estado en una cama con palio?

-Jamás. Y además es enorme.

-Tiene más de doscientos años. Fue de mis padres.

Se establece un silencio elocuente.

-¿Piensas en tu abuelo?

-Claro. La casa está muy vacía sin él.

-Me tienes a mí.

-Vives a mil kilómetros de aquí.

-Eso no es nada -comienza a decir Marc, pero calla y recapacita.

Guido no espera que la conversación continúe. Justifica el silencio con un morreo profundo que, una vez finalizado, se convierte en un húmedo camino de la lengua que pasa por el cuello, los pezones, el vientre y se detiene en el sexo de su amigo. El orgullo de la juventud se manifiesta en la dureza de sendos miembros, el trabajado y el expectante. El visitante lo certifica cuando lo agarra con delicadeza para sopesarlo, acariciarlo, agasajarlo. Se impone la reciprocidad. En la superficie colosal de la cama sus cuerpos se recolocan para devorarse mutuamente. Las pollas se ennoblecen bajo las lamidas, alcanzando sabores exquisitos que transparentan excitación. Guido es el primero en renovar senderos con sus dedos. Ha hallado el hogar del gozo y se dedica a acariciarlo con tenacidad de explorador. El contendiente siente el placer de la incursión y se presta con regocijo; sus carnes se abren para contener mejor. Media mano se columpia a la entrada de su recto, ensayando la escena para el estreno próximo.

Pero hay que esperar un poco, porque el visitante cambia de estrategia. Ahora se alza y obliga al amigo a tenderse boca abajo con las extremidades separadas. Ante él se presenta el hoyo delicioso con el que jugaba, tierno y rosado, bello y apetecible. Observa cómo las consistentes nalgas del veneciano se transforman en una espalda ancha y atlética. Le viene a la memoria la primera vez que ha visto a Guido, en la góndola, con su camisa de rayas marineras y su sombrero de cintas. No sólo se ha quedado prendado de su juventud, sino también de su fortaleza. Le gustan los chicos fuertes, con belleza espontánea, forjada lejos de los gimnasios. Ha tardado un rato hasta comprobar que el gondolero tiene, además de un tórax fuerte y un cuello poderoso, un culo de campeonato. No es que los pantalones le vayan estrechos, se podría decir que se le ajustan a la perfección.

-¿Sabes? -recuerda-. Cuando te he visto en la góndola he sabido que seríamos amigos.

Baja el rostro y desaparece entre las nalgas. Su lengua busca el placer más dulce, la carne más tierna. Se entretiene largo rato flanqueando la puerta, respirando con cierta dificultad porque los cachetes se adaptan a sus mejillas. Guido resopla y gime. Y suelta alguna palabra que no acierta a entender, pero no se preocupa.

-¡Maldito rubio! ¡Me estás matando de placer!

Como si estas palabras fueran una contraseña, Marc ha retrocedido de rostro para avanzar de pubis. Ha situado su hinchado glande justo en el esfínter del muchacho y con delicadeza ha entrado. Ni una queja, aunque los gemidos rítmicos hayan cesado. Se abre camino y llega a fondo. Se para y se dedica durante un minuto a besar la nuca y el cuello de su amante. Hasta que un decidido movimiento del trasero de Guido lo anima. Se lanza a un vaivén fascinante y progresivo, un ritmo que va

in crescendo

para luego relajarse, una penetración virtuosa y animada que se toma un respiro de vez en cuando. El gondolero enloquece y se mueve él también, multiplicando el roce de la recepción. Se incorpora un poco para permitir incursiones más profundas, más entregadas. Y ahora, cuando creía que estaba en la gloria comprende que aún se puede llegar más allá. La mano de Marc busca su polla desenfrenada para proporcionarle un masaje tonificante y vivo. Sus sentidos son secuestrados en el camino hacia el éxtasis. Pero el cuerpo, que habría explotado hace rato, se comprime y se relaja para que perdure el instante genial. ¡Oh, si el mundo se parase en este momento! Su goce es tan grande que le es imposible pensar en nada. Nota el cuerpo del amante pegado al suyo, nota el puñal mágico que se clava en sus entrañas, nota el tacto placentero de la mano ajena, pero quiere ver, desea contemplar el rostro del ser que le proporciona tanta complacencia. No se atreve a moverse si no es para colaborar en las embestidas, así que se esfuerza en recordar, con los ojos cerrados, los primeros instantes en que ha contemplado la bella faz del valenciano bajo el sol resplandeciente, su cabello brillante y sedoso, sus ojos inquietos y, sobretodo, ese culazo que se recortaba bajo los vaqueros descoloridos, esa cintura atlética, ese tórax musculado cubierto por el cuero envejecido. Se alegra enormemente de que lo que sólo era una visión turbadora haya cobrado vida y le esté entregando energía. Se admira de que lo que antes era una silueta lejana ahora sea un cuerpo entero que le está brindando una brutal satisfacción. Y con la imagen de Marc en la cabeza, como si fuera un ídolo, se abandona al orgasmo mientras nota en su interior una humedad locuaz. Hasta los gemidos se han acompasado en los postreros momentos, como ahora los jadeos y los espasmos. El héroe de la hazaña se deja caer sobre el gondolero y le mordisquea el oído:

-Te amo, Guido.

-Yo también.

Se abrazan y se besan como corresponde a las palabras que acaban de pronunciar, y se relajan sin dejar de acariciarse. Aprovechan para resolver los misterios que sus jóvenes vidas encierran, para conocerse mejor, para hacer planes...

-Son las tres y media. A qué hora te reúnes con tus profesores?

-A las siete y media. Podemos estar juntos cuatro horas más.

-Cuatro horas para revolcarse!

Comienzan de nuevo los juegos amatorios, aunque se ven interrumpidos algunas ocasiones por comentarios de complicidad. Tienen muchas cosas que contarse, esos dos seres que se han encontrado y que no dudan de que son el uno para el otro. Hasta que, entre risas y forcejeos, Guido coloca a Marc boca abajo. También a él le place la contemplación del cuerpo amado en esa posición receptiva, también él disfruta con la visión de la ternura de esas nalgas prominentes y macizas y, por encima de todo, se siente atraído por el hoyo que se muestra desvergonzadamente asequible. Intuye la melosidad de esas fibras acariciadas con delicadeza y se relame. No tarda en captar su ternura con la punta de la lengua, con toda la lengua más tarde. Goza de una sensación embriagadora, sólo interrumpida en los momentos en que toma aire para poder luego concentrarse mejor en la lamida. Busca el máximo contacto, la máxima superficie de entendimiento, mientras comprueba con la mano que la polla de su amigo está tan dura como el mármol.

-¿Sabes una cosa? Es la primera vez que hago esto. Y me encanta, pero ahora...¿Me dejas?

-Claro, soy tuyo.

Las palabras le imprimen audacia, y abandonando el habitáculo que su lengua adoraba, su sexo lo sustituye a la entrada. Marc echa hacia atrás su trasero para ofrecer una diana más clara. Guido se dispone a cabalgar clavando a fondo y alcanzando rápidamente un movimiento insistente en sus idas y venidas. Marc ayuda, en parte porque él también culea y en parte animando con sus alaridos de goce. Se entregan con devoción a alcanzar las cimas del placer, mientras la banda sonora está formada exclusivamente por gemidos y gritos. La histórica cama se muestra firme, pero colabora encerrando tras el dosel la gentileza de un amor naciente que se expresa de forma sincera en su regazo. Toda Venecia parece callar por respeto al momento crucial en que los dos se sincronizan para encontrar la ruta del paraíso. Luego, otra vez la paz, la relajación, el disfrute distinto de los besos y los abrazos, el diálogo amigable y enriquecedor. Un teléfono móvil interrumpe una agradable lección de historia local.

-¿ Pronto ?

Marc observa a su amigo mientras mantiene la conversación. Está radiante, emana belleza y seguridad y, dentro de lo posible, felicidad. Mucho rato han charlado sobre el Tío Beppe, y él siente por el anciano un reprochable respeto y un cariño espontáneo, como si se tratara de un suegro amable y comprensivo.

-Era Nicola.

-Ah, ¿sí?

-¿Te apetecería escuchar un pequeño concierto?

-¿Ahora?

-No, a las siete.

-No sé si tendré tiempo de llegar a Piazzale Roma.

-¡Claro que tendrás tiempo! Es en el Palazzo Vendramin, a pocos minutos del Piazzale. Yo te llevo con la góndola.

-¿Y quién actúa?

-Unos gondoleros. ¿No tienes hambre?

-¡Me muero de hambre!

A Guido le gustaría mostrarle las sutilezas de la cocina veneciana, pero tienen tanto apetito que no puede perder el tiempo cocinando. Se zampan unas pizzas congeladas entre abrazos de complicidad y besos cariñosos.

Se duchan y se arreglan en un baño humilde y antiguo que hace las delicias del visitante, y se pasean desnudos por las enormes salas del palacete. Llega la hora de vestirse.

-Espera -exige Marc cuando el veneciano ha tomado sus slips-. Yo te visto. Pero sin ropa interior.

-¿Cómo?

-Que los pantalones de gondolero te quedaran preciosos, ajustados y marcando paquete...

-Se me va a notar. Sólo que te miro ya se me pone tiesa!

-¡Pues más morbo!

-Vale, pero tú también te pones tus vaqueros sin slips.

-¡Yo no, que voy a pasar la noche en ruta de regreso a Valencia!

-¡Pues te aguantas! Mira, me quedo tus gayumbos.

El italiano toma posesión de los Unno que encuentra sobre la cama y los olisquea descaradamente. Marc no quiere ser menos y se abalanza sobre los calzoncillos EA de su amigo y, después de olerlos, los mete en el bolsillo interno de la cazadora de cuero. Pasan un rato jugando a vestirse, pero pierden mucho el tiempo entre mamadas y lamidas en los más recónditos espacios de sus agraciados cuerpos. Una vez compuestos, abandonan el palacete en dirección a la góndola. Llegados a la esquina, Marc busca el indicador de la calle. Sólo ve el típico cartel que reza: Per San Marco. Llegando al canal encuentra, finalmente, el nombre de la calle donde vive Guido. No puede más que abrazarse, jovial, a su amigo, y burlarse un poco:

-¡Ahora entiendo el porqué del nombre de tu calle!

-¿Eh?

-Calle Paradiso. Tú eres el paraíso.

Orgulloso de su estirpe, Guido conduce por los canales. Dejan atrás Santa María dei Miracoli y, cerca de Correos, desembocan en el Canal Grande.

-¿Y lo que te ha dicho Nicola? ¡Aquí hay mucho tráfico!

-No te preocupes. No voy a quedar mal contigo.

-¿A dónde vamos?

-Al Palazzo Vendramin. Es el Casino. Van muchos alemanes y americanos, y si podemos, ganamos un dinero extra cantando napolitanas o canzone .

-¿Vas a cantar?

-Vamos a interpretar Il gondoliere, un quartettino de Rossini. ¿Lo conoces?

-¿A Rossini? Claro, el de Guillermo Tell. ¿Era veneciano?

-No, venecianos eran Vivaldi, Gabrielli, Monteverdi... Y en el palacio donde vamos a actuar vivió y murió Wagner.

-Tengo ganas de que vengas a Valencia. Te voy a enseñar algo que esta hermosa ciudad no tiene. Una lonja de mercaderes que es una joya. Patrimonio de la Humanidad.

-¿Qué tiene de especial?

-Hombre, el edificio es una obra arquitectónica gótica muy importante. Pero vas a flipar con la decoración. Es un auténtico retablo porno. Un kamasutra de piedra.

-¿De veras? ¿Hay jóvenes follando?

-Ya lo verás.

Llegan al Casino. Guido deja la góndola fuera del aparcamiento privado y se dirige a los jardines. Nicola lo ve de lejos y comprende de inmediato el significado de la formidable sonrisa que luce el chaval. Lo besa en la mejilla, y también a Marc.

-Guido, ¿estás bien de ánimo? Y de voz? Vaya, veo que entre el público habrá alguien importante para ti.

Se dirigen a un pequeño escenario que hay en un extremo. En el jardín debe haber unas cincuenta personas que aplauden. Cuatro gondoleros impecablemente vestidos se colocan de lado. Uno de ellos marca un paquete algo especial. Nicola, que es el Soprano, da los tonos. Guido es el Alto, y los otros dos Tenor y Bajo. La cara del Bajo le suena a Marc, pero la verdad es que se ha pasado el día con la vista pegada en Guido.

La música vivaz del divertido Rossini inunda los jardines. La gente calla y escucha, sorprendida por el efecto armónico de cuatro voces masculinas.

Voghiam sull'agil vela,

bello risplende il cielo,

la luna è senza velo,

senza tempesta il mar.

Vogar, posar sul prato;

al gondoliere è dato

fra i beni, il ben maggior.

Non cal se brilla il sole,

o mesta appar la luna,

ognor sulla laguna

il gondoliere è Re.

Los espectadores aplauden con admiración sincera. No suele suceder que cuatro gondoleros afinen e interpreten como cantantes expertos. Les piden otras canciones. Marc tiene tiempo de escuchar cuatro piezas más, pero se le hace tarde. Le hace un gesto a Guido y se acerca a él. Detrás del escenario, se dan un beso en la boca y se acarician las nalgas mientras se frotan los paquetes. El veneciano quisiera acompañarlo, pero no puede dejar al cuarteto.

-No te preocupes, nos vemos dentro de un rato, como hemos hablado. Te quiero.

-Y yo. Hasta luego.

Mientras recorre a pie las calles que lo separan del puente degli Scalzi y del Piazzale Roma, Marco está enormemente contento pero sus ojos se llenan de lágrimas. Se quedaría a vivir en Venecia, sin dudarlo. Llega a la plaza y disimula el llanto. No tiene ganas de hablar con nadie. Se presenta ante una profesora y se sienta en un banco, solo. De pronto ve un cartel pegado en una pared. Se levanta, lo lee con atención y lo arranca. Contiene una foto de un anciano entrañable bajo una cruz impresa. El texto dice:

Roguemos a Dios por el alma de

Giuseppe Roncadelli, “Zio Beppo”

decano de los gondoleros

1928-2010

Lo enrolla y lo guarda. Una voz le provoca un sobresalto.

-Oye, fanciulo , dame ese papel. Eso que has hecho es una falta de respeto.

-No se preocupe, lo he cogido porque soy amigo de Guido.

-¿Eres amigo de Guido? Entonces eres mi amigo. ¿Quieres que te acompañe a algún sitio?

-No, gracias. Por desgracia, dejo Venecia. Me voy de regreso a casa.

El gondolero se aleja sin dejar de observar a Marc. Unos metros más allá se gira y grita:

-Amigo de Guido, ¿eh? ¡Pues en tu mano tienes la llave de Venecia!

Ya en el autocar, el chico no puede sacarse de la cabeza la bella melodía de Rossini.

“No importa si el sol brilla

o si la luna se muestra triste.

En todo momento, en la laguna

el gondolero es el Rey”,

En una parada en la autopista, Marc busca la intimidad. Su corazón rebosa de gozo cuando contempla el rostro de su amigo en el smartphone.

NOTAS

  1. Como siempre, la ficción se inspira en la realidad. Todos los escenarios, incluida la casa de Guido, son reales. También es auténtico el corporativismo de los gondoleros.
  2. Una buena interpretación del quartettino de Rossini, aunque el pianista falla: http://www.youtube.com/watch?v=ZYmAsc9TqrY
  3. El véneto tiene reconocimiento oficial como idioma desde 2007.

OBSERVACIÓN FINAL

Los comentarios son siempre bien recibidos cuando son respetuosos, sean laudatorios o desfavorables. Despreciado inquisidor: Si no te ha gustado el relato, antes de escribir una crítica insultante, piensa si estás capacitado para entenderlo y si tienes suficiente preparación intelectual para ser tolerante. Todo el mundo tiene derecho a opinar, pero hay opiniones que, a pesar que se descalifican solas, ofenden al autor y a los lectores de mente abierta. El último relato que aporté fue reportado por culpa de algunos comentarios ofensivos e injuriosos cuyos autores, como suele suceder, nunca han escrito ni aportado nada coherente. Resulta mucho más recomendable guardarse la ignorancia y la necedad para uno mismo.

Disculpadme la disquisición los lectores deferentes, que por fortuna somos mayoría.