Il Bambino (3: Leonardo)

A veces se aprende más en un día que en un año. Que se lo digan a Urbino, que conoce en profundidad a Leonardo y a Salai, su discípulo.

IL BAMBINO (III): LEONARDO

EN CONMEMORACIÓN DEL QUINTO CENTENARIO DEL DAVID DE MIGUEL ÁNGEL

Tensión en el ambiente. Algunos ilustres ciudadanos que entraban o salían de la Signoria se quedaban parados y observaban, sin ánimo de ocultar su interés, a los dos hombres que acababan de entrar. Bueno, al hombre arreglado con ricos ropajes y a su criado, un mozo atlético y sonriente. El rostro del artista era inconfundible, y el aspecto de su compañero no dejaba dudas sobre la identidad de los personajes. Algunos hacían extrañas reverencias y otros, pocos por fortuna, aplaudían al paso apresurado de Miguel Ángel.

Ascendiendo la noble escalera Urbino se adelantó. El pintor aprovechó para observar los andares de su pupilo. Habían cambiado mucho en estos diez meses que hacía que lo tenía bajo su techo. Ya no parecía un pastor o un campesino. Había aprendido pronto a comportarse con delicadeza y a fingir señoría y caballerosidad; hipocresía, al fin y al cabo: el peor pecado pero también la mejor virtud para un ciudadano notable. Observó cómo la tela amable de sus pantalones dibujaba una rendija deliciosa que evolucionaba a cada paso. Gran parte de la carne de sus abultadas nalgas se balanceaba al andar, y la ranura solemne insinuaba la entrada al encanto que sólo él, suponía, conocía.

La Sala del Cinquecento era una estancia grande y vacía. Allí se encontraba el Secretario, que con una mueca censuró la presencia del menor. A su lado había algunos criados y obreros, pero ninguno vestía con túnica, tal como él esperaba. A pesar del nerviosismo y de las ganas de presentarse en el palacio a primera hora, Miguel Ángel se había hecho esperar deliberadamente, un gesto un tanto inmaduro que delataba inseguridad. Si Leonardo estaba al tanto de que iban a compartir espacio para sus expansiones artísticas, sin duda debía esperar el encuentro, y el hombre, mucho más experimentado y versado en las relaciones con los poderosos, dominaría la escena si él no sabía demostrar convicción. Respetaba profundamente a Leonardo, pero no quería parecer un novato o un segundón ante el genio. Por ello habían demorado planificadamente su llegada: los más importantes siempre se hacen esperar. Y ahora se hallaba solo, en el centro de la sala, escuchando sin ganas al Secretario mientras los criados se alejaban en medio de un sinfín de reverencias.

-Así que este es el muro –certificó ante la autoridad.

-No. Os equivocáis –respondió el funcionario-. Éste es el que ha elegido vuestro... oponente.

-¿Oponente? ¿Acaso creéis que Leonardo y yo rivalizamos?

-Podría creerse. Aceptasteis muy rápido el encargo.

El artista disimuló su enojo recorriendo con la vista los otros muros de la sala. Se fijó en el que le correspondía, peor orientado y, por lo tanto, peor iluminado. Leonardo había elegido bien. Ya le había dado la primera lección.

-Venid a mi despacho y hablaremos de dinero, si lo deseáis.

-De acuerdo. Pero, ¿dónde está el maestro?

-Ah, da Vinci... Salió a buscar unos cartones para comenzar con los bocetos...

Antes de alejarse, Miguel Ángel le señaló el muro a Urbino. Con un gesto evidente, le indicó que se quedara frente a la pared y tomara posesión de ese espacio. El chico sonrió, adoptó un ademán militar y se despidió.

-No tardo –le anunció en voz baja, cuando ya estaba lejos.

Urbino no había visto una sala tan grande en su vida. Claro, había entrado en muchas iglesias y en la impresionante catedral de la ciudad. Su amo le había enseñado la nobleza de sus piedras y no había escondido una cierta admiración por Bruneleschi. Aprovechando sus influencias, habían ascendido a la cúpula para estudiar su estructura. El muchacho había quedado deslumbrado de lo atrevido de su construcción, y el pintor, sin poder ocultar la envidia que sentía por los comentarios halagadores del chico, anunció solemnemente:

-Un día, no muy lejano, yo también construiré una cúpula.

Urbino asintió, sin atreverse a llevarle la contraria. Todo el mundo lo consideraba un gran artista, pero hasta ahora no había visto más que bocetos y estudios en lápiz sobre papiros y pergaminos. Por la belleza de sus dibujos quedaba claro que era un gran artista, pero... ¿cuándo lo vería trabajar? El inmenso bloque que debía ser una imponente estatua estaba abandonado en los talleres de la ópera del Duomo. El muchacho estaba impaciente por ver aparecer, de entre la dureza del mármol, una bella figura masculina. Dudaba que se le pareciera, pero tenía la confianza de que al menos algunos rasgos de su corpulencia conservara.

Una presencia lo distrajo de sus observaciones. Era una figura rara, un hombrecillo de mediana estatura, vestido con túnica color crema, con una barba larga hasta la barriga y unos ojos curiosos, husmeantes. El pelo, casi blanco, lo llevaba largo. Se preguntó qué haría un mago o brujo como él en el palacio, y llegó a la conclusión de que los nobles son excéntricos e imprevistos. El curioso sujeto se acercaba hacia él, pero se detuvo a unos diez metros, cuando estaba en medio de la sala, y le dirigió unas palabras.

-Así que te has quedado marcando el territorio de tu dueño... Bien, eso es un ejemplo de lealtad.

Urbino no acertó qué responder. De hecho, no había entendido muy bien el comentario. Sonrió, pero el hombrecillo ya miraba hacia otro lado y solicitaba el apoyo de alguien a quien no veía.

-¡Salai!

Finalmente apareció el que parecía ser Salai. Era un muchacho bastante guapo, más alto que él, bastante fuerte y vestido de paje. Llevaba un sombrero que le pareció ridículo, unos calzones de terciopelo y unas medias claras. Tendría unos dieciséis años. Resoplaba y se quejaba de lo incómodo que era transportar los cartones que llevaba. Cruzaron una mirada fugaz.

Leonardo indicó al muchacho dónde debía dejar los cartones y se sacó una cuerda de un bolsillo que no había visto. "Magia", pensó. Luego hombre y criado pasaron más de un cuarto de hora tomando las medidas del muro con la cuerda, y haciendo subdivisiones en ella mediante una brizna de carbón. No se perdió detalle de esos movimientos, así que cuando Miguel Ángel regresó a su lado se extrañó de no haberle visto llegar.

-Fíjate, ese es Leonardo. Quédate aquí, voy a saludarlo.

Vio cómo los dos hombres se saludaban sin tocarse ni hacerse reverencias. Intuyó una sonrisa entre la poblada barba del mago, que fue correspondida indefectiblemente por su amo. Veía a Miguel satisfecho, seguro de si mismo, a gusto con el desconocido. Habían comenzado una conversación cordial, que denotaba una familiaridad espontánea entre los dos. Pero se cruzó en medio del campo visual una figura insinuante que se acercaba lentamente, algo indolente.

-Así que tú eres David.

-No. Soy Urbino.

-Bueno, serás David, en un futuro muy próximo.

-Y tú eres Salai.

-Sí, Salai, el factotum de Leonardo. Oye, eres muy guapo. Realmente el modelo adecuado para una gran estatua. Pero demasiado joven.

-¿Para ser David? Te equivocas. La Biblia dice que tenía mi edad cuando mató a Goliat.

-¿Lo has leído tú o te lo han contado?

-Lo he leído.

-O sea que sabes leer.

-Sí.

-Veamos, ¿qué pone aquí?

Le mostró un brazalete no muy ancho, con una inscripción extraña. Recordó la noche en que su amigo traducía un poema del griego.

-Sé leer toscano, no griego. ¿Tú sabes leerlo?

-Sé lo que dice, pero te confieso que no sé leer griego. Eres muy listo. La mayoría de la gente piensa que es un código extraño inventado por el maestro Leonardo Da Vinci. ¿Sabes? Él también fue modelo cuando era joven. Posó para Verrochio, su maestro, nada más y nada menos que… un David. Pero… nada que ver contigo.

-Es brujo, ¿verdad?

-Sí, claro, y despedaza las piedras con la mirada. Y yo, en vez de un escudero, soy un sapo encantado.

-No me tomes el pelo.

-Bueno, a él le gusta desconcertar a la gente. Que lo tomen por loco, por brujo, por alquimista...

-¿Alquimista?

-Sí, esos que buscan la piedra que convierte en oro todo lo que toca.

-¿Eso existe?

-Si existiera seguro que comeríamos más a menudo. Es una artista, como tu Miguel Ángel. Escultor, pintor, matemático, astrólogo, inventor, cocinero... Un hombre completo, vaya.

-¿Y qué ha inventado?

-¿Sabes lo que es una bicicleta?

-No. ¿Qué es?

-Un extraño artilugio que lleva dos ruedas, te lo colocas entre las piernas y te transporta.

-Eso es brujería.

-No. Es tecnología. Sólo le falta perfeccionar las ruedas, que tienen que ser muy ligeras.

-No me creo nada de lo que me estás contando.

-Un día te lo mostraré. Tengo entendido que vamos a pasar una larga temporada en Florencia. Por lo menos hasta terminar este mural...

-¿Cuánto tiempo será eso?

-¿Por qué?

-Porque temo que se retrase el David. Mi amo dice que lo ve, que lo tiene claro, pero nunca empieza a esculpir.

-Vaya, otro igual.

-Dice que la escultura ya está dentro, que sólo hay que vaciar todo lo que sobra. Pero nunca se decide a empezar, y yo tengo ya ganas de poder verme... Oye, ¿por qué has dicho "otro igual"?

-Porque mi amo también es muy lento. Se pasa mucho tiempo proyectando, estudiando, calculando... y la obra nace poco a poco... hasta que descubren que eres un sinvergüenza.

-¿Un sinvergüenza? ¿Por qué lo dices?

-Por nada. Bueno, sí, te lo cuento. Hemos pasado los últimos tres años y pico en Milán, trabajando para el Duque. Allí mi maestro recibió el encargo de pintar "La última cena" un fresco para Santa Maria delle Grazzie. Bueno, pues para pintar los personajes ocupó unas dos semanas. Pero la mesa...

-¿Qué le pasa a la mesa?

-Ya sabes, es la última cena... El maestro dijo que no le venía la inspiración. Y consiguió del Duque toda la indulgencia necesaria para pasar grandes ratos en la cocina del castillo. Las cocineras, encantadas. Leonardo es muy simpático y siempre te ríes con él. Cuenta ocurrencias y aventuras... Pues bien, allí en las cocinas iba experimentando para encontrar la composición perfecta para la mesa del cuadro. Cientos de pruebas, cientos de comidas desechadas... algunos inventos...

-¿Qué inventos?

-¿Sabes lo que son los tagliatelle?

-No.

-¿Y la pasta?

-No.

-Tu amo tiene que estar más al día. Ya me pasaré por su cocina. ¿Quién manda ahí?

-Pancracia, el ama de llaves.

-Pues visitaré a Pancracia y verás el cambio. Mira, la pasta es una comida que Marco Polo trajo de la China.

-Perdona, no entiendo nada. ¿Quién es Marco Polo? ¿Y la China?

-Da igual. Es una comida especial, como una masa que se aplana hasta que queda como un pergamino.

-¿Y se come?

-Está sabrosa. Se puede envolver carne o se pueden hacer capas. Pero a mi amo, que es vegetariano, se le ocurrió cortarla a tiras finitas y... exquisito. Se puede hervir y sazonar con cebolla, pimiento, sardina... o rallar queso.

-¿Rallar queso?

-Otro invento de mi amo.

-Pues sí que es especial tu amo. ¿Se porta bien contigo?

-Muy bien. ¿Y el tuyo?

-También.

-Claro que, con esas nalgas, no me extraña que esté loco por ti.

Mientras pronunciaba la frase, Salai alcanzó con mano firme la nalga derecha de Urbino y la sospesó. Por causa de la elasticidad de la tela pudo llegar a insinuar la presencia de un dedo en las inmediaciones del ano. Urbino se sobrepuso rápidamente a la sorpresa del tacto inesperado. Desde muy pequeño había notado las manos de los hombres palpando sus redondeces; algunos, disimulando su incursión, otros, mirándole descaradamente a los ojos, como ahora lo hacía el chaval. Electrizado, el menor no atinaba a separarse. No lo deseaba. Sólo se preocupaba por ver qué hacía su amado.

-No temas –dijo Salai-, a Miguel Ángel no le importará.

Justo en ese momento los dos genios se acercaban hacia donde ellos esperaban pacientemente. La mano que atesoraba el culo del chavalillo se separó, pero el brazo del mayor se posó sobre sus anchas espaldas, reteniéndole cerca.

-Muchachos –explicó Leonardo- debemos ir a ver al Secretario. No os mováis de aquí. Si queréis aprovechar para yacer un rato, esa puerta da a una sala de descanso.

-¿Yacer a estas horas? –se extrañó Urbino.

-Sí, claro –respondió su dueño-. Una siesta, si es que estáis cansados.

-Yo no estoy cansado –protestó el menor, deseando acompañar a su amado.

El artista ni siquiera se volvió. Se alejó al lado del hombre que parecía un brujo como si fuera su aprendiz. Se notaba una gran intimidad entre los dos. Se reían a menudo, y decían palabras en una lengua extraña.

Urbino miró a Salai y recibió una sonrisa espléndida y seductora. El brazo del criado estaba aún sobre sus hombros, y empujó ligeramente el cuerpo del atleta para animarlo a avanzar.

-¿Vamos?

-¿A dónde?

-No querrás que nos quedemos aquí, de pie, vigilando que no nos roben las paredes...

-No, claro...

Una puerta enorme comunicaba con un pequeño salón amueblado con dos divanes, mal colocados. Más que una sala de reposo parecía un almacén, puesto que en el suelo se hallaban algunos cuadros y libros. Urbino observó con extrañeza que todos tenían un extremo quemado, como si alguien hubiera salvado in extremis de la hoguera aquellas obras antiguas. Sin dejar de abrazarlo, Salai explicó:

-Alguien lo salvó de Savonarola...

-¿Quién?

-Nadie. Un malnacido. Un loco. Por fortuna, él también terminó en la hoguera. Y nadie intentó salvarlo.

-No entiendo nada.

-No te preocupes. Ya aprenderás. Ven, vamos a sentarnos.

Salai no ocultaba su excitación. Respiraba nerviosamente con exhalaciones breves. Pasó su mano sobre el hombro del muchacho y se posó en el cuello, donde inició una suave caricia. Con la otra mano se introdujo en la camisa de Urbino y recorría con suavidad los alrededores del ombligo.

-Tienes la piel muy suave. No me creo que tú fueras un campesino.

-¿Quién te ha dicho que yo era un campesino?

-No sé, circula por ahí...

-Yo soy hijo ilegítimo de un noble... del que sólo me queda el nombre.

-Seas lo que seas, eres puro terciopelo...

El rostro de Salai se acercaba peligrosamente a la boca de pequeño. Sus labios ya se tocaban... maliciosamente, el mayor se separó cuando el chaval ya entreabría la boca. Le miró a los ojos y captó toda la sabiduría de siglos, acumulada en el entendimiento de los jóvenes que aman a los hombres. Se divertía provocándolo, pero Urbino cortó la provocación, lanzándose hambriento a la boca de su rival, conquistando espacios sin contemplaciones, buscando la saciedad aún siendo consciente de que no existe. En medio de sus piernas, un bulto enorme anunciaba su disposición al intercambio de caricias. De reojo se percató el mayor, que dirigió allí su mano, sin dejar de suspirar.

El pastor tenía ya su sexo monumental al aire libre. Ahora entendía por qué su amo quería que siempre usara pantalones elásticos. Notaba cómo su corazón bombeaba sangre a borbotones para hinchar su aparato, que señalaba con autoridad y poderío hacia el techo. Con la mano buscó el paquete del otro, y no quedó decepcionado. Al tacto, el sujeto disponía de un armamento de primera magnitud, más o menos como el suyo. Notó el grosor a través de la tela, y anheló conocer su sabor, pero no sabía cómo hacer para despojar al placer de las vestimentas impuestas. Después de un breve forcejeo, Salai se alzó y arrojó lejos medias y calzones. Urbino, que tenía sus ropas en los tobillos, lo imitó. Pensó por un momento que corrían un gran riesgo estando en un espacio público, pero hacía más de una hora que la sala se había quedado vacía, sus respectivos maestros se habían marchado y se acercaba la hora de comer. Además, la estancia sólo tenía la puerta que comunicaba con la gran sala, y si alguien se acercaba podrían escuchar sus pasos multiplicados por el eco de un espacio enorme pero vacío.

Así que se abandonaron al placer de intercambiar experiencias. Aún de pie a causa de la maniobra de desnudarse, los dos chicos se besaron. La mano de Salai recuperó su plaza privilegiada en las nalgas del pastor. Ahora nada impedía que palpara con total deseo la humedad del hoyo del pequeño. Pero sabía esperar, y con un ligero gesto, apoyándose en la nuca, obligó a Urbino a acercarse a su sexo. Visto de cerca, el tronco era más grueso que el suyo. Tendría el miembro de su rival unas 6 ó 7 pulgadas. Era muy recto y suave, algo que contrastaba con su dureza. En la boca la carne se antojaba apetitosa y gustosa. Abría la garganta para contener tanta extensión como podía, pero no se concentraba únicamente en el tronco, puesto que los testículos de Salai, que a penas le llenaban la mano, eran muy dignos de merecer un masaje. Notó la mano de su nuevo amigo acariciarle suavemente la testuz, algo que le parecía tan natural como una costumbre ancestral. Suspiraba el criado, y exclamaba de vez en cuando:

-¡Dios, que bien la comes!

Era cierto. El muchachito había adquirido una habilidad prodigiosa estos últimos meses de tanto agasajar el miembro rutilante de su amo. El pintor enloquecía cuando el muchacho se tragaba entera toda su polla, regocijándose en clavar los labios alrededor de la raíz y notando el aroma de sus huevos. El rabo de Salai era algo distinto, pero sabroso al fin y al cabo y sensible como el de su dueño. Se había excitado con la nueva compañía y de nada le hubiera servido intentar disimularlo. Sabía que estaba hecho para el placer, y al placer, sin remordimientos, se entregaba. Sí, se le apareció la imagen de su tutor como si presenciara la escena, pero en ese espejismo Miguel Ángel sonreía y le animaba a disfrutar de su cuerpo escultural sin tapujos, sin límites, sin derechos de propiedad. Intuyó que el interés de sus amos por recomendarles una siesta era algo sospechoso, así que se entregó al disfrute de la variedad de sabores que la naturaleza le ofrecía.

Salai se había incorporado y devoraba su sexo con la misma dedicación que él. Gloriosos escalofríos recorrían los jóvenes cuerpos, en una comunicación que parecía desarrollar procesos que se iniciaban en uno y se transmitían al otro. Ahora suspiraban los dos, y jadeaban excitados. Al ya clásico placer de mamar y ver correspondida la mamada, se le sumaba el goce de la novedad, del ensayo, del descubrimiento. Calculó el modelo las horas que su compañero habría pasado en brazos de su señor, y sintió como si envejeciera de repente. Se vio con dieciséis o diecisiete años, más fuerte aún, quizá famoso porque su retrato presidía la catedral. Se vio abrazado a Miguel, inventando siempre caricias nuevas para él, llenándolo de placer y de inspiración. Pensó en él y lo echó de menos, pero los suspiros de su amante actual lo retornaron a la realidad, y se convenció de que tenía que disfrutar el presente cuando los dedos del adolescente entraron en su culo. Estaba a punto.

Salai inició la penetración de una forma un tanto salvaje, olvidando la delicadeza que su juventud requería. No le dolió, más bien le sorprendió esa falta de refinamiento. Bajo las formas sofisticadas del criado de un genio, bien podía esconderse un pasado labrador, u obrero, o menestral; una rudeza propia de las clases populares. Recordó los empujones brutales de su hermano, o de los segadores temporeros que visitaban su aldea. Sus nalgas siempre habían contado con adeptos fieles, amantes ocasionales, clavadores de urgencia. Miguel Ángel era otra cosa, y de nuevo lo añoró. Suavidad, respeto, sutileza, exquisitez... Y otra vez lo olvidó cuando el balanceo le anunció el vaivén enriquecedor. Entraba bruscamente en su interior esa flecha lanzada con brío. Salía al instante, hostil y descortés, dejando un vacío desconcertante. Ocupada con prontitud la vacante, el placer se iba concentrando a medida que el proceso se repetía, el goce se almacenaba llenando cavidades que incuestionablemente tendrían que desbordar. Con las piernas levantadas, sentía el empuje y el peso de su contrincante llenándolo de complacencia y alegría. Sudaban. Los anchos muros del palacio resguardaban del calor estival que inundaba la Toscana. En la estancia casi hacía frío cuando entraron momentos antes. Ahora el calor desbordaba previsiones, como un fuego que se siente muy adentro y que calienta el entorno por radiación.

Urbino había conseguido no pensar en nada, sólo sentir. La lengua de Salai visitaba su garganta de vez en cuando, cuando el ritmo de la respiración podía espaciarse un poco. Su miembro, sin embargo, no había cedido ni un momento a la energía de la penetración. Una dureza inmutable masajeaba su recto y lo transportaba al edén. Se sentía feliz, pero sabía que no se iba a rendir tan pronto. Esperaba con paciencia la explosión para renacer en el amor. Y cuando notó que la fuerza del empuje anunciaba la descarga se abrazó como para apropiarse de ese instante y liberó su espíritu como en una gloria mística. Salai gritó y gritó, pero ninguno de los dos temía una incursión foránea. Se relajaron mientras se besaban, impregnados de un sudor que los soldaba. Así, enlazados, rodaron por el diván. En una lucha imaginaria, los dos disputaban la supremacía. Urbino había estado ya mucho rato con la espalda contra el lecho. Salai, sin embargo, se resistía. En un descuido del rival, el más joven consiguió su propósito, y el mayor cedió un momento, justo el tiempo de recuperar fuerzas. Se confió cuando notó que el chaval reservaba sus mejores caricias y besos para ese momento, ignorante de que iba a recibir una lección. Se entregó a engullir la lengua del pastor y a dejar que ganara terreno, devolviéndole luego la efusión del beso. Y cuando no lo esperaba, la boca que devoraba desapareció, apareciendo en un instante y sin espacio para la reacción en su otra boca, ese culo bregado que el muchacho escondía bajo unos calzones anchos pero que Urbino había sabido apreciar de una ojeada. El agujero era casi tan tierno como el suyo, y se rendía a los envites de la lengua. Suspiraba el mayor de nuevo sin reparos. Mantenía los ojos cerrados y la boca semiabierta, jadeante, soltando más aire del que engullía. Se sentía tremendamente feliz por esa inesperada caricia, y mantenía su mente despojada de distracciones. Así, cuando al cabo de un rato el criado de Miguel Ángel alzó la testa para observarlo, lo halló extasiado y dispuesto. Un morreo furtivo para confirmar la continuación de la brega y el glande enorme se situó a la entrada. Hurgó suavemente unos segundos, buscando la propia complacencia y el aumento del deseo ajeno, y entró sólo un centímetro, afianzándose en el espacio. Otro empujoncito más, otro centímetro. El ano del muchacho se abría hospitalario, pero no mostraba avidez. Unos milímetros más y ya hasta el fondo sin prisas pero sin paradas. Una vez toda la carne en el asador, Urbino ensanchó el espacio mediante unos movimientos circulares. Buscó los labios de su rival y los mordisqueó suavemente. Buscó su oreja e hizo lo mismo. Buscó su cuello, acarició su pecho, irguió los pezones de su amante. Y cuando éste, extasiado como si se encontrara en presencia de dios gemía de locura, comenzó el vaivén. Aunque monótona, la banda sonora del encuentro sonó fuerte y expresiva. Bombeo, latidos, gemidos y lamentos. Besos que truncaban suspiros. Suspiros que cortaban gimoteos. Gimoteos que amputaban besos que esperaban reemprenderse. Gozaron ambos como dos expertos, entregados y radiantes de frescor y juventud. Se enlazaron como si vivieran vidas paralelas, indiferentes al hecho de que se acababan de conocer. Sin saber quién marcaría el final o tan siquiera si el final existiría, dejaron que su brío los llevara a poseerse hasta que la calidez del derrame inundó estrechos cobijos, en un caso, lechos desorbitados, en el otro.

Felices, Leonardo y Miguel Ángel descargaron también contra el suelo, sin apartarse de la claraboya que les había permitido seguir el proceso amatorio de los dos jóvenes.

-¡Cuánto me gustaría poder inmortalizar la perfección de esos dos jóvenes derrochando belleza y pasión! –exclamó el hombre.

-No me digáis que nunca habéis dibujado escenas voluptuosas –inquirió el joven.

Leonardo se limitó a sonreír. Sobraban las palabras, ya que sus espíritus compartían complicidades. Una hora antes habían acortado distancias con tan sólo una mirada.

-Lo siento –había comenzado Leonardo-. Tenía muchas ganas de conocerte, pero tardabas demasiado, y he decidido aprovechar el tiempo...

-Tenía algunos quehaceres urgentes... –mintió Miguel.

-Ya sé de qué tipo de quehaceres se trata –ironizó el otro, mirando a Urbino.

-Os equivocáis. Eran asuntos más bien administrativos...

-Querido Miguel Ángel, si te parece, podríamos dejar la hipocresía y la palabrería estúpida para los políticos y mercaderes. Tú querías hacer una entrada triunfal pero has llegado demasiado tarde. Conmigo no tienes que fingir. Tú y yo sabemos que somos especiales, que estamos por encima de una sociedad ancorada en el pasado.

-Disculpadme, yo... –balbuceó el artista, tembloroso como un niño pillado en falta.

-Nada que disculpar. Vamos a hablar de tú a tú. Yo sé que eres un genio, no lo he dudado ni un momento. Desde tu etapa en casa de los Médicis he seguido tu trayectoria. Y tú, bueno, tú eres muy orgulloso y te cuesta reconocer mi genialidad, pero eres demasiado inteligente para negarla. En definitiva, me siento muy feliz de poder conocerte. Nos separan algunos años, pero reconozco que no podría enseñarte casi nada. Mis experiencias sólo me sirven para mí. En cambio, siempre estoy dispuesto a aprender, y sé que tú me puedes enseñar mucho.

-Maestro...

-¿Vas a ser sincero?

-Claro, yo...

-Pues entonces te dejo hablar. Ibas a decir que tú no tienes nada que enseñarme... pero eso no es cierto, y tú lo sabes.

-Yo no me planteo enseñar a nadie. Miro de contentarme a mí mismo.

-Haces bien, pero no olvidas que te debes a la sociedad. Te gusta que te agasajen.

-Claro.

-Ya lo superarás. Lo que nunca superarás es la conciencia de que eres un ser superior. No en dignidad, que es igual para todos, sino en ciencia, en cultura, en creatividad. ¿Sabes? Dentro de unos años tendrás problemas con el Papa. Lo he visto en los astros. El Papa, un mezquino entre los mezquinos. Los ineptos se eligen entre ellos. Vas a hacer grandes obras en Roma, Miguel Ángel. A pesar de la sordidez de la Iglesia. No te dejes avasallar nunca, si quieres un consejo.

-No pienso dejarme avasallar nunca...

-Pero seguramente tendrás que ser un poco más diplomático. Sé generoso con los débiles y los inútiles. Dentro de quinientos años la historia nos recordará con admiración, mientras que nadie sabrá quien era el papa. Háblame del chico.

-¿Urbino? Es un encanto: atlético, sociable, generoso... aunque algo mentiroso.

-¿Eres feliz con él?

-Claro. Ha sido una bendición encontrarlo. Da sentido a mi vida.

-Y algo más. Te va a dar seguridad y confianza. La estatua que vas a esculpir será una obra maestra. Un hito en la historia del arte. Un clásico que superará a los clásicos.

-Maestro, yo...

-Deja de llamarme maestro o yo haré lo mismo. Tu fuerza creadora la llevas muy adentro. Necesitas elementos externos que la hagan brotar, manifestarse, expandirse. Urbino es uno de esos elementos. No sólo vas a trasladar su belleza a la piedra. La vas a superar. Él es la excusa para arrancarte ese arrebato creativo que todos deseamos, y que en ti es desbordante, arrollador. Terrible. Tu Pietà...

-¿La habéis visto?

-No, no he estado en Roma, pero escuchando a quien se debe escuchar he sabido que es demoledora, joven, amable, serena y noble. Exquisita. No es una madre, es una esposa. La madre nos ha llevado en su interior. Perder a un hijo es como perder un miembro propio. La madre es el desconsuelo, la desesperación. La esposa... ha vivido grandes momentos con el difunto, se apacigua porque conoce el futuro, cree en la resurrección, se sosiega porque sabe que el mejor regalo de su vida ha sido conocer a su amante, haber vivido experiencias extraordinarias junto a él...

-Pero yo no pensaba en eso, cuando la esculpí.

-Quizá no eras consciente. Piénsalo. Es importante que tomes conciencia de ello, porque en el futuro te hará falta. ¿En qué piensas?

-En que supuestamente somos rivales, y estamos hablando con naturalidad y sinceridad...

-Dejemos las rivalidades para los estúpidos que lo necesitan para sentirse importantes. Tú y yo estamos por encima de eso. ¿Qué miras?

-Te observaba. La tradición dice... que de joven eras muy bello. Miraba qué se puede encontrar aún de esa belleza adolescente que enloqueció a tantos.

-Ya nada. Sí, es verdad. Era muy bello, de joven. Y me aproveché. La belleza abre muchas puertas. Pero si la belleza está sola... si no está el talento...

-Eso le sucede a Urbino. No sólo es bello, es inteligente y despierto. Generoso y amable... ...Perdona.

-No te preocupes. Sí, reconozco que me gusta hablar de mí ahora que ya no tengo las cualidades que me distinguían. Tú y yo hemos compartido algunas camas.

-Es cierto. Pero nunca me he sentido prostituido. Acostarme con Lorenzo, por ejemplo, para mí era algo natural. Me apetecía tanto como observar arte antiguo junto a él. Era envolvente, carismático.

-Sí. Por eso debiste huir con su familia. Eras parte de un entramado que estuvo a punto de desaparecer.

-¿De qué entramado habláis?

-Nuestra sensibilidad nos empuja a amar a los muchachos, como los antiguos. Sé que lo tienes asumido, no hay más que verte junto al chico. Pero la Iglesia es un poder intransigente, que atenta contra las libertades del individuo, que quiere reservar el goce sólo para unos privilegiados, que niega el derecho al placer...

-¿Os referís al nuevo orden de la República?

-Me refiero a Savonarola, claro. Suerte del valenciano ese, otro corrupto al fin y al cabo, que lo llevó a la hoguera.

-Estoy confuso. No sé exactamente cómo sucedió todo… Yo estaba en Bologna...

-¿Sabes cómo llaman en Milán a la sodomía? Pecado veneciano. Por lo visto allí hay muchos hombres que lo practican.

Miguel Ángel sonrió pero no añadió nada.

-¿Y sabes cómo llaman al pecado veneciano en Venecia? –continuó Leonardo-. Pues, pecado florentino. O sea que en todas partes cuecen habas.

-Bueno, es evidente que entre las relaciones sociales de nuestra ciudad hay una cierta tendencia a compartir placeres entre los hombres

-Exactamente. Lo practican casi todos los ciudadanos. Ello no impide que de vez en cuando te puedas llevar algún susto. Yo mismo, cuando tenía tu edad, viví un a experiencia desagradable. Fui denunciado y

-…fuisteis liberado por falta de testigos. Pero eso era en tiempos de los Médicis.

-Savonarola murió, pero hay guardianes de su espíritu fundamentalista. No fue él solo quien destruyó obras de arte y quemó libros. Y los artistas… Botticelli cambió su estilo mitológico, y otros también se rindieron ante el terrorismo cultural que practicó el monje. No olvidemos que muchos de los miembros de sus escuadrones de acción moralizadora están aún entre nosotros.

-¿El secretario?

-Y el presidente.

-Sin embargo, tengo entendido que hubo una pequeña rebelión contra las leyes totalitarias de Savonarola.

-¿Una pequeña rebelión? Fue una auténtica revolución contra la Dictadura de Dios. Florencia se había tornado irrespirable. Aquella ciudad culta y refinada se había transformado en una aldea vulgar y pueblerina, donde la represión, la delación y las envidias reinaban. Las tabernas cerraban pronto, los jóvenes eran controlados y aleccionados en el fanatismo religioso para denunciar a aquellos que eran sospechosos del terrible pecado… hasta que en 1497, de forma espontánea, grupos de hombres, jóvenes la mayoría, desafiaron esas leyes terribles y reclamaron su derecho a una sexualidad libre. Muchos salieron a la calle abrazados a su pareja masculina, y antiguos partidarios de los Médicis tomaron el palacio y obligaron al Primer Magistrado a renunciar. El Papa aprovechó la rebelión para iniciar un proceso contra el monje, que culminó con su ejecución en 1498. Y desde entonces, el clima es más benigno. Piero Soderino tomó el gobierno y mi amigo Machiavello, desde la sombra… Bueno, tú ya lo sabes, puesto que has regresado de tu exilio

-Sí, pero no estaremos tranquilos hasta que un nuevo Médicis reine en la ciudad.

-No todos los Médicis son como Lorenzo. ¡Ah, si él no hubiera muerto, quizá…!

El coloquio continuó entre los dos genios para afianzar su amistad naciente. Hablaron de pintura, de escultura, de ingeniería, de arquitectura… y de muchachos. Leonardo contó a su amigo cómo había recogido al pequeño delincuente que ahora era su criado, más que su discípulo, cuando contaba sólo 10 años, despertando el interés del pintor por el apuesto joven. Después Miguel se colmó la boca de alabanzas hacia su amado, que unos cuantos metros por debajo se dejaba acariciar el pelo por su nuevo amigo.

A la mañana siguiente, Urbino estaba un poco nervioso. Miguel lo notó y lo atribuyó, acertadamente, a dudas que atribulaban al pequeño después de haber conocido al hombre más influyente del Renacimiento, sin olvidar a su criado. Finalmente se atrevió a preguntar:

-Maestro, ¿dónde puedo hallar las esculturas de Verrochio?

-¿Verrochio? ¿Te interesa ese viejo? Algunas en plena calle, otras en casa Barghello… ¿Qué te interesa en concreto?

Urbino tardó en responder. No quería bajo ningún concepto ofender la sensibilidad de su dueño, pero de pronto recordó la conversación de hacía un par de noches. Miguel Ángel le había insistido en que debía sentirse libre.

-Su David.

El pintor sonrió y no pudo contener un gesto de cariño hacia el chaval. Se acercó a su mirada expectante, se desvió, le besó el cuello y le acarició la nuca, bajo su pelo enmarañado. Le gustaba su olor. Era un olor seco, viril, muy agradable. Los hábitos higiénicos se habían consolidado al fin en la conducta del muchacho. Se bañaba a menudo, procurando secarse completamente desnudo cerca de las habitaciones de su amo. En esos momentos adoptaba a menudo la posición que el genio le había enseñado para posar: cabeza ladeada, cuerpo apoyado en una pierna, mirada lejana… y una honda imaginaria en la mano izquierda. El maestro se reía de su insistencia, y le respondía con un ambiguo "pronto, pronto".

-En casa Barghello.

-¿Puedo ir?

-Naturalmente. Di que vas de mi parte.

El chico besó al maestro en la boca y se apresuró a salir. Pero una llamada de su amado lo detuvo.

-Espera. ¿Podrías encargarte de llevar esta carta a Leonardo?

-Claro.

Indicó al chico dónde encontraría al genio y lo despidió de nuevo con un beso. Luego se sentó a dejar correr la imaginación.

Urbino tuvo que llamar repetidas veces a la gruesa puerta de madera de la entrada de casa de Leonardo. Finalmente se abrió, y apareció, sonriente, la figura llamativa del hombrecillo con la túnica.

-Ah, eres tú… No esperaba verte tan pronto. Siento haberte hecho esperar. Creí que Salai estaba en la casa. Ahora que recuerdo, lo mandé a un encargo. Bien, ¿qué se te ofrece?

-Mi amo me manda traeros esta misiva.

-Ah, que gentil. ¡Y qué mensajero tan apuesto! Entra, las gruesas paredes de esta vieja casa resguardan del calor veraniego.

Leonardo dejó la carta a un lado y comenzó a observar resueltamente al muchacho.

-De verdad que eres muy bello.

-Eso dicen.

-Hasta Salai quedó impresionado por tu belleza.

-¿Salai? –preguntó, temiendo que el chaval hubiera explicado a su amo sus juegos amorosos.

-Sí. Es raro que no hayáis coincidido en la calle. No hace mucho que lo mandé… Iba hacia tu calle

-Es que vine dando un rodeo.

-Puedes ponerte cómodo si lo deseas. Quiero decir que puedes despojarte de tu ropa si te apetece. La verdad es que este verano está resultando tan caluroso que hasta en el interior de las viejas mansiones toscanas llega su ardor. Yo, con tu permiso, voy a quitarme esta túnica

El cuerpo de Leonardo apareció, blanquecino y reseco aunque elegante, cubierto sólo por una especie de taparrabos a base de lienzos de algodón.

-Así está mucho mejor.

Y se quedó pasmado mirando descaradamente a Urbino. Éste, después de unos segundos de titubeo, se quitó la camisa.

-Realmente eres muy fuerte. Parece increíble en un chico de tu edad.

Se acercó y rozó suavemente con el reverso de la mano los pectorales del chaval, que se estremeció y respiró hondo.

-Veamos, levanta el brazo. Mmmmm, ¡que axila más bella! Fíjate cómo se eleva el músculo pectoral al alzar el brazo. Dime, ¿te gustó Salai?

-No sé… es un chico bastante culto. Me habló de cosas que no pude entender.

-Vaya, te quiso deslumbrar. ¿Te parece guapo?

-Sí, ¿por qué no?

-Sí, es bastante guapo, pero su belleza no tiene la fuerza de la tuya. Tú emanas vigor, fiereza y contención al mismo tiempo. Eres arte viviente.

-Sin embargo, su cabello

-Sí, esas dulces ondulaciones… quizá en eso te supere.

Leonardo se alejó un poco estudiando la pulcra anatomía del muchacho. Tomó un pedazo de papel y se puso a dibujar.

-Maestro –interrumpió el joven-, ¿un modelo no pertenece a un solo artista?

-Ah, sí, perdona. Me he descontrolado. Toma, ¿Lo quieres?

Y le entregó el tosco papiro donde se veía recortada su atlética figura. Urbino lo recogió y quiso guardarlo, pero no llevaba camisa, así que lo dejó a un lado y miró al artista.

-¿Quieres que lo termine?

-¿Cómo?

-Es sólo una silueta. Trae, voy a completarlo. La fortaleza de los músculos de las piernas se transparenta, pero… ¡quítate los pantalones!

-Es que

-Vamos, yo ya estoy casi desnudo. ¡No tendrás miedo de un viejo!

El chaval se despojó de sus calzones. Debajo no llevaba nada. Miró al artista esperando su aprobación.

-Delicioso, eres perfecto. ¡Qué bellos testículos! Y ese miembro… ¡exquisito! Luego vas a tener que dejarme que lo pruebe. De momento, quiero dibujarlo.

Pero perfilar el sexo de David no era tarea fácil, porque estaba en plena transformación. Como si se tratara de un proceso absolutamente natural, Leonardo esperó a que se hallara en su plenitud, se acercó, se agachó, propició un par de lamidas al glande vigoroso que presidía la erección y volvió a alejarse para encontrar perspectiva.

-¡Magnífico!

Entregó el dibujo al modelo, que lo contempló con verdadero deleite. Se le parecía mucho, aunque era sólo un boceto. Su polla estaba bien contorneada y le llegaba hasta el ombligo. Sus hombros aparecían enormemente anchos, tan anchos que creyó que estaban exagerados. El artista se había acercado y respiraba los efluvios de sus huevos, sospesándolos con una mano. Lamió de nuevo su glande, y acto seguido se tragó la mayor parte del aparato.

-Maestro, me encantaría un dibujo visto de espaldas. Dicen que mis nalgas son irresistibles, pero como comprenderéis, es imposible que yo las vea en toda su plenitud

-Luego, hermosa criatura, luego

Por lo visto la mención de sus grupas había despertado un anhelo excitante. Ahora sentía la lengua del hombre rebuscar a ciegas su agujero. Se incorporó un poco y abrió sus piernas.

-¡Oh, Dios, qué belleza! ¡Qué columnas dóricas! ¡Qué capiteles prodigiosos! Desde tu culo la espalda se ensancha hasta dibujar el horizonte del paraíso.

Urbino se sentía halagado por los comentarios, pero deseaba que el hombre callara y se dedicara plenamente a chupar su hoyo. Lo hizo al cabo de poco rato, después de arrastrarlo hacia un diván donde lo ayudó a tenderse boca abajo con las extremidades separadas. Observó un momento el altar que iba a adorar y se sumergió en el escenario del placer. Era una lengua experta la que recorría su anillo y realizaba irrupciones de vez en cuando, cuidando de sorprender. El muchacho estaba en la gloria, entregado plenamente a recibir jugosas alabanzas. Pero una humedad sorprendente, revestida de dureza, le provocó un espasmo. Ante su entrada se había presentado un invasor, un asaltante, un conquistador, duro como el acero y grande como un puño, y llamaba a la puerta. Se dio la vuelta de un salto, sin forcejeos, atrapando al salteador en plena carrerilla para la embestida final. Sus ojos no daban crédito. Leonardo poseía un miembro colosal, de más de veinte centímetros de largo, pero de un grosor excepcional. No era de extrañar que le hubiera parecido un puño. Su diámetro debía ser como de cinco pulgadas o más. Juguetón, Urbino decidió explorar ese portento antes de darle cabida, si ello era posible. Se acercó y lamió suavemente, y la polla se enardeció. Siguió la ruta a través del tronco, y el hombre arrojó un suspiro exagerado. Intentó contener el capullazo en la boca, pero no pudo. Le dolían los labios de tanto abrirlos, así que desistió y se contentó con albergar solamente la punta, rígida y sabrosa. Mientras tanto, los hábiles dedos del genio habían atravesado su vestíbulo y buscaban en las paredes del recto una salida del laberinto.

-Vamos. No lo retrases más.

-¡Es que es enorme! Quisiera comerme algo tan excepcional.

-Otro día. Ahora debes sentirla dentro.

El chico obedeció, se abrió tanto cuanto pudo y deseó dilatarse para no sufrir. El monstruo arremetía contra el anillo que guardaba su delicia. Él ayudo con las manos, separando las nalgas. Notaba una humedad exagerada y viscosa. "Se habrá ungido con algún bálsamo", pensó. Pero toda su fuerza se concentraba en abrirse de par en par, para poder gozar de un invasor tan cualificado. Notó como un desgarro y sintió que era empalado, pero no quiso quejarse y resistió. El dolor era alucinante, pero la cabeza majestuosa avanzaba dentro de sus entrañas, y el dolor se iba calmando. Deseó trocarlo por goce, pero el momento no había llegado aún. Esperó un minuto a que el extraño se aclimatara al aposento e indicó a su asaltante que todo iba bien, que podía seguir, con un movimiento de pelvis. Leonardo balanceó su enorme cosa dentro del chaval y comenzó el bombeo. Urbino se sentía lleno, completo, colmado. El miembro que cobijaba se acercaba y se alejaba, se adentraba y huía, pero a él le quedaba una sensación angustiosamente placentera, ardorosamente penosa. Se sentía turbado. No sabía si gozaba o se moría, si se deleitaba o era torturado. Pero algo estaba muy claro: debía continuar. La voz del genio lo certificó.

-Oh, criatura amabilísima, nada más lejos de mi ánimo hacerte sufrir. Tú ya sabes cómo funcionan estas cosas, lo que ahora es un penetrante dolor se convertirá pronto en un intenso placer. Pronto gozarás, y entonces yo seré dueño de la belleza más excepcional que he visto en mi vida, y tú de una satisfacción irrepetible.

Acompañaba estas palabras con unas sabias caricias en los hombros y el cuello, que infundían en nuestro héroe confianza y serenidad. Ya se iba alejando el dolor, y una luz poderosa y brillante venía a iluminar un camino que hasta entonces sólo se había insinuado. El ritmo de la penetración era ágil, y su predisposición total. Le pareció haberse dilatado tanto que podría dar cabida a otro monstruo como ese. Pero sólo era una sensación, ya que su recto se abrazaba a esa lanza como expresión del instinto de propiedad. El tiempo desapareció y sólo quedó un espacio, un territorio, el del roce entre los dos cuerpos. Unos gemidos ilustraban la secuencia, sin pauta, desordenados, aleatorios. Las respiraciones se aceleraban, las exhalaciones hacían sonar quejidos sobrenaturales. Entraron en una especie de tránsito desconocido, inexplorado, acogedor. Se abandonaron al más puro placer del roce de pieles, y el goce tuvo su fruto sonoro y prolongado, sus humedades viscosas esparcidas por el ambiente.

El muchacho se había quedado pensativo. Notaba aún la presencia del artista dentro de si, escuchaba su jadeo junto a su oído, apreciaba sus caricias suaves y amables. Quería hablar, pero temía ser vulgar o prosaico. Quería agradecer el inmenso placer que había recibido, pero no atinaba a pronunciar las palabras adecuadas. Finalmente fue el hombre quien habló.

-Tú no eres de este mundo, David. Tú desprendes un fulgor que iluminará a generaciones y generaciones. Los jóvenes del futuro, pongamos dentro de quinientos años, se masturbarán ante tus nalgas perfectas, lamentando no haber nacido siglos antes para conocerte. Nunca podré agradecerte suficientemente que me hayas dejado probar tus delicias. Desde hoy mismo soy tu servidor, tu esclavo.

-Maestro, soy yo quien debe agradeceros estos momentos de pasión. Jamás había sentido nada igual, y si no fuera porque le debo lealtad absoluta a mi dueño os juro que os suplicaría que se repitiera a menudo.

-Oh, no, no van así las cosas, mi pequeño. Lo que ha habido hoy entre nosotros ha sido excepcional porque ha sido único. Cuando las cosas se repiten siempre decepcionan, y es que la memoria tiende a jugarnos malas pasadas, permitiendo que sobrevaloremos las sensaciones que se circunscriben a unos momentos concretos. Ha sido genial, pero las genialidades van escasas.

Se quedaron lago rato abrazados, dolidos de haber de separarse. Se sucedieron caricias y alabanzas, abrazos tiernos y cadenciosos. La conversación fluyó espontánea y natural, tal como viene sucediendo entre jóvenes y adultos desde el origen de los tiempos.

-Por cierto, maestro, de joven

-En eso no he cambiado. Era tan ardoroso como ahora.

-No, quiero decir que estabais un poco escuálido, pero atlético al fin y al cabo. Y vuestro rostro… denota equilibrio y sensualidad. Erais muy bello.

-Vaya, has visto la escultura de mi maestro. Gran hombre, Verrochio. Tenía la cualidad más grande y más difícil en un maestro: reconocer la grandeza del alumno. Pronto se dio cuenta de que yo aprendía más de la naturaleza que de sus consejos. La mañana siguiente de pintar el ángel del Bautismo de Cristo me echó de su taller. Por todo ello siempre lo he respetado. Debes ver la estatua ecuestre que tiene en Venecia. Es impresionante.

-¿Y el David?

-Se parece al de Donatello, poca fuerza, escaso vigor, casi sin vida. Demasiado previsible. Tu David será distinto.

-¿Conocía vuestro maestro vuestras "aptitudes"?

-Demasiado bien que las conocía. ¿Por qué crees que llevo esa falda ridícula? No se atrevió a esculpir un sexo como el mío. La Inquisición lo hubiera juzgado por actos contra la moral, ja, ja, ja.

-Maestro, ¿vos creéis que el miembro del hombre también participa de la belleza?

-Una buena polla siempre es bella. Sobretodo en estado de exaltación. Yo he rendido culto toda mi vida a ese aspecto de la personalidad viril.

Urbino se había incorporado y su sexo se encontraba frente al rostro del artista. Después de haber cedido un poco, se volvía a levantar.

-Fíjate –explicó Leonardo-, el glande redondeado, levemente puntiagudo, el tronco grueso y recto, o casi recto, los huevos separados y grandes… Si no estuviera a punto de regresar Salai, te mostraría mi completa rendición ante la belleza inequívoca de una polla. Pero debes irte. Espera, antes ponte de espaldas. Completaré tu dibujo.

El joven se vistió con lentitud sus breves ropajes y abandonó con cierta tristeza la casa del pintor. Se preguntó sobre la carta que había llevado, puesto que Leonardo no la había abierto delante de él, ni había mostrado urgencia para conocer su contenido.

Cuando llegó a la casa de Miguel Ángel se cruzó de repente con Salai. Se dieron un abrazo y el mayor le besó acaloradamente los labios. Por el olor que desprendía sospechó que, como él mismo, había sido víctima de un ardid.

-¿A ver cómo andas? –se burló el milanés.

-¿Tú también viniste a traer una carta? –desvió Urbino.

-Una carta no, un sobre. Un sobre vacío.

Se despidieron afablemente. Sin renunciar en absoluto a la felicidad que aquella mañana había experimentado, cuando sintió el abrazo amable de Miguel Ángel y su cariño envolvente Urbino notó que una humedad incontenible venía a sus ojos. Fundidos ambos en un beso entregado, el pequeño no se preocupó por encubrir su llanto.