Il Bambino (2: David)

Los lazos se estrechan entre David y Miguel Ángel. El joven se va preparando para que su cuerpo pase a la posteridad.

IL BAMBINO (II): DAVID

Miguel Ángel sabía que llegaba un poco tarde. Consciente de su talento y con la fama que le había precedido desde Roma, se había acostumbrado a hacerse esperar. Mientras andaba por la Via di Mezzo, un poco alejada del bullicio de las zonas pobladas de mercaderes, se sabía observado. Dos meses habían transcurrido desde su regreso a la ciudad, tiempo que había dedicado al estudio y a la experimentación. Tres metros adelante Urbino caminaba despreocupadamente. Miguel Ángel observó sus potentes espaldas ensancharse desde su firme trasero, perfectamente matizado por le tela verde manzana de sus pantalones. Como presintiendo que las miradas de su amante describían círculos alrededor de sus nalgas a falta de posibilidad de tacto, el chico se volvió y le regaló a su amo una sonrisa afectuosa y sincera. El artista se detuvo, fingiendo quedarse extasiado ante la belleza del efebo. Observaba los músculos de su cuello, algo forzados, puesto que no se había vuelto completamente. De hecho, se había quedado de perfil, y él se estaba derritiendo ante las formas exuberantes de los muslos del chaval, que se ensanchaban ligeramente y ofrecían exultantes redondeces cuando se convertían en sus nalgas. También por delante, un abultado fardo subrayaba la virilidad del chico, que no cesaba de sonreír.

-Vamos. Es ahí, hacia la izquierda. La tercera casa.

En la esquina había un taller de cardado de lana. Algunos mozalbetes de la edad de Urbino trabajaban en una sala bastante mal saneada. Hacía calor, y algunos iban a pecho descubierto. El trabajo duro y monótono destacaba sus músculos sudorosos. Uno de ellos, quizá el más fuerte, doblaba lateralmente la cintura. Le pareció una posición de gran plasticidad, y se propuso estudiarla. El chico tenía muy buena figura, hecho que no pasó desapercibido a ninguno de los dos. El artista se relamió un poco. Urbino le miró a los ojos y ensanchó aún más su sonrisa. El joven obrero, viendo que llamaba la atención, se encaró con un gesto obsceno a Urbino, dejando al caballero al margen de su consideración. Urbino se detuvo, con lo que el pintor chocó suavemente contra su cuerpo. Le pasó el brazo por encima del cuello y rozó delicadamente el paquete contra la nalga de su amante, dejando que el cabello medio enmarañado del chico cosquilleara su rostro. El chaval, notando la presión sobre su trasero, lo echó para atrás provocativamente sin dejar de mirar al trabajador de la lana, que ahora sonreía también con un brillo especial en los ojos.

Anduvieron unos pasos medio abrazados. A Miguel Ángel le gustaba caminar a medio metro de su criado, agarrado a su hombro como un ciego a su guía.

-¿Sabes? Antes no me fijaba en los obreros. Era tan estúpido que creía que la belleza solamente puede encontrarse en la nobleza.

-¿Y por qué habéis cambiado de parecer?

-Porque conocí a un cuidador de cerdos que me iluminó el entendimiento.

-¿Os referís a mí? Yo nunca he cuidado cerdos. Trabajé de pastor de ovejas y cabras.

-¿De veras?

Miguel Ángel aparentó creerse esa nueva mentira del muchacho mientras llegaban a la sede de la Cofradía de los Comerciantes de lana. Entraron. El presidente de la Cofradía se acercó al artista y le brindó un par de reverencias un poco forzadas.

-Excelencia, ¡cuánto honor!

-Por favor, Maestro Benigno, no me llaméis así.

Urbino se quedó a un lado, atento a cualquier gesto de los dos adultos. Después de adular durante un rato al pintor, el presidente le expuso con naturalidad el objeto de la convocatoria. La Cofradía de Comerciantes de la lana estaba viviendo una de sus mejores épocas. La República de Florencia emergía entre las ciudades más prósperas. Todos los gremios estaban colaborando en embellecer la ciudad; algunos construyendo sus propias sedes, otros sufragando estatuas para la catedral. Los Comerciantes de lana habían decidido en su última reunión gremial contratar a un artista de renombre, el mejor, quizá, para la realización de una escultura gigantesca que debería ocupar una fornícula del ala derecha del Duomo.

-¿Y habéis pensado el tema? –preguntó Miguel Ángel, algo impaciente.

-Creemos que el coloso debería representar la fuerza y el carácter de nuestra ciudad. Apolo, Mercurio... Aunque considerando que el destino es una fornícula de la catedral...

-Debería ser un personaje bíblico.

-Preferiblemente.

-David.

-Ya lo habíamos pensado: el Rey David. Fuerte, luchador, emergente... y Florencia, como Jerusalén bajo su reinado.

-Demasiado majestuoso.

Miguel Ángel desvió la mirada hacia Urbino, que seguía la conversación con interés. Y añadió:

-Os propongo un David joven, un curtido pastor, antes de vencer a Goliat. Viril, resuelto, seguro.

-Como gustéis, excelencia. Solo que...

-Decid.

-Verrochio y Donatello ya esculpieron un David...

-Y ninguno de los dos es demasiado viril... ¿Deseáis que os presente un boceto?

-Por favor, maestro, tenemos una confianza absoluta en vuestro arte. Sólo deseamos una estatua... que pase a la Historia. ¿Queréis ver la piedra?

-¿Ya la habéis adquirido?

-Pertenece a la Catedral. Os la llevaremos donde gustéis, a la casa de vuestro padre si lo deseáis.

La piedra era un enorme bloque de mármol de casi cinco metros de alto por casi dos de ancho. Miguel Ángel la examinó para comprobar que no presentaba ninguna fisura. Luego la golpeó discretamente en un vértice para estudiar su comportamiento ante el cincel. Obvió comentar que estaba al tanto de la historia del duro bloque que Agostino di Duccio y Antonio Rossellino habían intentado esculpir anteriormente, rindiéndose ante la cruda empresa. Miró al Maestro Benigno y dio su aprobación.

-No sabéis el honor que constituye para nuestro gremio que aceptéis el encargo. Roma entera se emociona ante vuestra Pietà, y pronto el mundo entero se rendirá ante vuestro David.

-"Vuestro" David. Yo lo esculpiré, pero el gremio lo pagará. Siempre que lleguemos a un acuerdo económico.

-Llegaremos a un acuerdo, sin duda.

Negociados los pormenores y firmado el contrato, el escultor y su atlético compañero se dirigieron a la parte exterior del Duomo, tercera fornícula, que era la destinada a la obra. Un fondo de mármol color marfil y verde esperaba ser completado.

-Urbino, súbete al pedestal.

-¿Yo? La gente nos mira.

-¿Desde cuándo tienes vergüenza?

-¿Vergüenza? No, es que yo pensaba que sería más bien un secreto... –respondió el joven, encaramándose con soltura al espacio interior de la fornícula.

-Nada de secretos. Toda Florencia debe saber que Miguel Ángel ha aceptado esculpir una estatua que representa a la Ciudad

El muchacho se colocó en el agujero. Los viandantes que circulaban por los alrededores se extrañaban. Algunos iban a increpar al desvergonzado que parecía burlarse de la casa de Dios, pero pronto callaban cuando llegaban al corro que se había formado alrededor del artista. Éste indicaba al modelo cómo debía situarse, y con un palo simulaba tomar medidas. Algunos nobles detenían sus carruajes y preguntaban. Urbino se sentía feliz de saberse tan observado.

-Decid, Maestro, ¿qué estatua vais a esculpir para la catedral? –preguntaba alguna dama.

-Cuatro metros, un David de más de cuatro metros –respondía él, lleno de júbilo por el baño de multitudes. Y dirigiéndose a Urbino, levantando la voz: -¡Cuatro metros!

-¿Y cuánto es eso, mi amo?

-Más del doble de tu estatura.

Urbino hinchaba el pecho para parecer aún más fuerte. Sabía que su cuerpo despertaba admiración, igual que era consciente de que las ropas que su amo elegía para él subrayaban su silueta para estilizarla, para convertirla en más atlética. Sintió una ligera excitación motivada por la exhibición, y su miembro lo delató. Por fortuna, pudo controlarse, aunque su polla creció varios centímetros. Un par de mocosos que no pasaban de los diez años y se hallaban en el corro se percataron del abultamiento y comentaron sin ningún pudor:

-¡Qué pedazo de polla tiene el chaval!

Algunos rieron. Miguel Ángel, que se había despistado un poco, se volvió de repente hacia la fachada lateral del Duomo. Efectivamente, ahí seguía su chico, exhibiendo su belleza y otros detalles suculentos.

-Ya puedes bajar.

Aquella noche, Miguel Ángel parecía no interesarse en el chico. Estaba excitado, iba de un lado a otro buscando papel y lápiz, se sentaba, se levantaba, cerraba los ojos e imaginaba... Urbino, con su buen humor de siempre, lo seguía con la vista. Tendido en la cama completamente desnudo, esperaba pacientemente que el artista se centrara. Había aprendido a no interrumpir los arrebatos creativos de su amo, que solían culminar en alguna obra para la posteridad: dibujos, cartones, estudios... De repente, su nombre sonó...

-Urbino, ven aquí. Colócate así... el brazo doblado...

El muchacho se dejaba guiar. Los brazos... la cabeza ladeada... De pronto el artista tomó conciencia del sexo del chico, grueso y duro, con la cabeza amenazante y húmeda. El hombre se agachó y degustó el sabor cálido y aromático de ese miembro que tanto amaba. Estuvo un par de minutos tragándolo y friccionándolo con la lengua, tiempo suficiente para despertar algún gemido suave de la relajada garganta del efebo. Pero se cansó pronto.

-No. Esto puede esperar.

Se levantó y se alejó para mirarlo. El chaval no se había movido, pero no podía disimular una cierta decepción. Su polla seguía tan erguida como antes.

-Imponente, delicioso. Cierra el puño. Con fuerza. Así. ¿Por qué eres tan bello?

Esa pregunta se repetía a diario desde que vivía con el artista. Al principio intentaba encontrar alguna respuesta. Sabía perfectamente que su cuerpo despertaba admiración, no sólo en Florencia, sino también tiempo atrás, en el campo, entre los pastores y los lugareños. Pero con su amigo esa admiración se había convertido en adoración. Antes le decían: "qué fuerte eres". Ahora, en cambio, le hablaban de su belleza. Se sentía adulado por esas estimaciones, pero también se sentía muy ignorante. Quisiera poder entender la profundidad del significado de esa palabra, captar todos los matices que adquiría en boca de su maestro...

Llegó la hora tan deseada. Miguel Ángel, que normalmente era muy tierno con él, se derretía cada noche cuando lo contemplaba desnudo en la cama. Recorría todo su cuerpo besándolo delicadamente, rozando sus labios resecos en todos sus rincones. Se entretenía en sus rodillas, en la parte interior de sus muslos, en sus testículos, siempre tan llenos y rebeldes. Veneraba su ombligo y sus pectorales, y se recreaba aderezando sus pezones. Besaba su cuello en toda su extensión, y sus hombros, y él echaba la testa hacia atrás, buscando ofrecer más superficie el goce del amante. Después le indicaba con delicadeza que se situara boca abajo, y comenzaba por las plantas de los pies. Los besaba y acariciaba un rato, para luego ir ascendiendo por esas colosales columnas que eran sus piernas. Con las manos buscaba la frontera entre las nalgas y los muslos, ese pequeño pliegue tan sugerente que en esa posición se ocultaba juguetonamente... después introducía la lengua en su agujero, y Urbino enloquecía de placer. Cerraba los ojos pero abría bien su cuerpo y su espíritu, y soñaba despierto que todo el día era así, como flotar... Después el torbellino indomable de los labios de su amigo pasaba por su espalda, por su columna vertebral, por sus omoplatos, para llegar de nuevo al cuello. Ahí el adulto apartaba delicadamente su cabello rizado para lamer con afecto ese espacio, quizá el más sensible de su organismo, mientras sentía la piel del otro restregarse sobre su trasero y su espalda, y una aguja que se clavaba en su intimidad, abriéndose camino sin dificultad para alcanzar la gloria...

Después de una primera descarga Miguel Ángel sufría un ataque de inspiración. Cambiaba las candelas de posición, buscando sombras y refulgencias, se acercaba a su oído y les decía tres palabras dulces, se arrodillaba en la cama y observaba embriagado el desarrollo de sus formas, para culminar con la exclamación ya clásica: "¡Qué bello eres!". Luego buscaba su boca para besarlo en profundidad, lo abrazaba y se calmaba un rato. Venían momentos de relajación, diálogos suaves y amables. Se miraban a los ojos y el artista disertaba sobre el amor, sobre el amor y la belleza, sobre la belleza y la inteligencia. Urbino disfrutaba enormemente de los momentos de alta tensión sexual, pero también de esos ratos que su amigo dedicaba a alabar su personalidad, la rapidez con que estaba aprendiendo a leer, su dedicación casi absoluta a complacerlo. Eran instantes de placidez, momentos en que se sentía valorado, ratos en que descubría lo importante que se estaba tornando para la felicidad de su amo. Y cuando más sensibilidad derrochaba el artista, entonces aparecía aquél Urbino forjado en el campo, ese campesino alegre que siempre tenía alguna ocurrencia para hacer reír a su amado. Algunas veces las lágrimas aparecían en los ojos del pintor, y entonces el chico se mostraba inseguro. No osaba decir nada, sólo miraba y recogía alguna gota al vuelo sin cesar de abrazar a ese ser que le había cambiado la vida. No sabía si había errado en algún comentario, o si Miguel Ángel lloraba de felicidad, o quizá de la risa que acababa de provocar con sus palabras fingidamente ingenuas... Y se imponía el silencio. Un silencio grave, embarazoso, estimulante. Para cancelarlo, Urbino se aclaraba la garganta seca por el nerviosismo y pronunciaba, si podía, esas palabras que tanto conmovían al creador:

-Michelangiolo, te amo.

Sólo ese instante se permitía el zagal tutear al artista, sólo esa intimidad favorecía la consonancia. Nuevamente su polla crecía en la boca del artista, y nuevamente comenzaba el ritual de amarse en profundidad, para repetir otra vez las cadencias del diálogo y del abrazo... hasta caer rendidos, los dos, más de tres horas después de haberse acostado.

Una tarde habían seguido el curso del río hasta salir de la ciudad. Caminaban juntos, como una pareja cualquiera, deambulando tranquilamente bajo un sol que abrasaba. Las sombras de chopos y álamos eran bienvenidas para cobijarse un rato. Allí, contra el viento que susurraba cánticos de serenidad, el hombre se paró. Se quedó pensativo, concentrado en su reflexiones. El chaval se sentó en el pasto, pendiente del frenesí de inspiración que de vez en cuando arrebataba a su amigo la cordura que siempre manifestaba.

-Urbino, claro, tú has sido pastor...

No respondió el criado, temiendo cualquier excentricidad.

-¿Sabes manejar la onda?

-¿Yo? ¿Y eso qué es?

-Ese pedazo de cuero atado a dos cintas con el que los pastores tiran piedras a las reses que se desperdigan. Di, ¿sabes manejarla?

-No, mi amo. Yo era un pastor de reses mansas. Jamás se desperdigaban. Además contaba con un perro que las mantenía a raya. Florencio, se llamaba.

-¿Florencio?

-Claro, como la ciudad donde yo imaginaba mi futuro.

-Espera... Dame el cordón de tu camisa.

-¿Queréis desnudarme?

-Sólo el cordón.

Miguel Ángel arrancó la oreja de su botín derecho sin mucho esfuerzo. Eran unos botines viejos, que se había calzado para andar por el campo.

-¿Hago yo lo mismo?

-No, tus botas son nuevas. Además, con un pedazo basta. Mira. ¿Llevas una navaja?

-Pues claro.

Con la punta de la navaja el escultor practicó sendos orificios al pedazo de piel y pasó el cordón. Se puso a enseñarle al muchacho cómo suponía que se manejaba el artilugio, puesto que nunca antes lo había usado. Buscó un guijarro ligero, lo introdujo en el artefacto y comenzó a describir círculos imprimiendo velocidad e inercia a la piedra. Soltó un lado de la cuerda y el canto se encumbró sobre sus cabezas. Elevaron la mirada, pero el sol les cegó y les hizo temer que el pedrusco cayera sobre sus cráneos. El hombre se quedó expectante, pero Urbino se protegió bajo un árbol con las manos sobre su frente.

-Esa es una buena manera de abrirse la cabeza –comentó divertido.

-No debe ser tan difícil –respondió Miguel Ángel, recogiendo otra piedra ahora que la primera había caído unos metros hacia el río.

-Maestro, os vais a hacer daño. Dejad eso para los pastores –gritó el chaval, viendo que la segunda piedra se perdía sobre las copas de los álamos.

-No te preocupes –y lo intentó de nuevo.

-Excelencia, yo me estoy abrasando. ¿Me permitís que tome un baño?

El Arno seguía su curso cadencioso hacia Pisa. Sus aguas, no tan cristalinas como antes de pasar por la ciudad, invitaban a zambullirse. No eran muy profundas, ahora que el estío se presentía bochornoso y pesante. Sin nada de ropa, el chico dejaba que el río acariciara su constitución perfecta. Habiéndose criado en el campo, sabía sostenerse sin tocar fondo, y avanzar a duras penas, algo parecido a lo que otros hubieran llamado nadar. A varios metros de la orilla giró su cuerpo para observar el desarrollo de las prácticas armamentísticas, que seguían manteniendo ocupado a su acompañante.

-Amo, venid, el agua está riquísima.

El artista ignoró el reclamo.

-Venid, maestro, venid a disfrutar del baño.

Pocas veces respondía Miguel Ángel a las solicitudes lúdicas del adolescente. Demasiado serio para su edad, demasiado responsable, considerado ya un genio contando sólo veintiséis años. Justo el doble que Urbino. Hasta cinco veces reclamó el efebo la compañía de su maestro, sin éxito ninguno. Por fin, se decidió a jugar una carta que nunca le fallaba.

-Michelangiolo, ¿vienes a mi lado?

El genio se quedó parado, afectado por un resorte interno. El pedrusco que había salido despedido cayó río abajo, a veinte pasos de donde el niño refrescaba su dulce piel bronceada por el sol de la Toscana. Miguel Ángel, electrizado, admiraba la belleza de su amado emerger sobre las aguas, el pelo mojado y echado hacia atrás, la frente ancha, el cuello poderoso, los hombros enérgicos, los pectorales marcados. Por un momento pensó que la escena no era real, que aquella maravilla de la naturaleza pertenecía al sueño, que aquella mano que lo animaba a sumergirse era la de Neptuno llamándolo a la inmortalidad. Después volvió a la realidad, pero no acudió aún a la cita. Se quedó unos instantes sonriendo pasmado, reconociéndose tremendamente afortunado por compartir su vida con un ser tan excepcional, sabiendo que era algo suyo, algo de lo que él estaba impregnado y que constituía una trascendental tarea, una inquietud interior que lo empujaba a perpetuarse, a sobrepasar todos los límites conocidos, a elevarse a la categoría de los clásicos. Como poseído por un hálito ancestral, asumió su misión y su espíritu regresó a su cuerpo. Se lanzó al agua para abrazar a su amado, pero le costó llegar. El muchacho chapoteaba y lo salpicaba, y le impedía acercarse, en un juego trivial que el adulto nunca podía ganar. Viendo que el rostro del artista delataba cansancio, Urbino se dirigió hacia la orilla, donde el líquido no cubría más que hasta la cintura. Allí Miguel Ángel se sobrepuso y le roció con una cascada intensa de gotas que se tornaban blancas al adquirir ímpetu. La lucha amigable ocupó unos minutos hasta que, sin vencedores ni vencidos, los dos cuerpos se enlazaron para recordarse mutuamente que el amor guiaba sus empeños.

-Por fin he conseguido haceros jugar –se jactaba el joven.

Pero Miguel Ángel no respondía. Sólo miraba. Observaba los labios carnosos del chaval, su tez morena, sus cabellos más encrespados que nunca, sus ojos deslumbrantes donde podía verse reflejado. Los labios se acercaron y se fundieron en un profundo arrumaco. Las lenguas se amaban con delirio, y los brazos acompañaban acercando pecho contra pecho, cerviz contra cerviz. Miguel Ángel pensaba en Virgilio, su poeta clásico preferido. Ignoraba si el autor de la Eneida había conocido la felicidad junto a un efebo. Supuso que sí, y entendió de repente muchas de sus imágenes, y se sintió rodeado de una naturaleza pródiga y exultante, su Arcadia particular. A la sombra de una haya se amaron, incansables, hasta que la inclinación del sol les dio a entender el porqué de su hambre inesperada, calmado ya el apetito de la pasión. Distinguieron la onda abandonada a la orilla y se rieron. Urbino la recogió e intentó imitar los gestos peligrosos que antes su amo había pretendido. Resultó ser bastante hábil y, con un poco de práctica, pronto dominó la técnica. Miguel Ángel, admirado, sonreía entusiasmado y deslumbrado por la habilidad del chaval. Sin perder el buen humor, le indicó que hiciera los gestos más lentamente. Mentalmente tomó sus apuntes y se acercó. Besó su rostro y su cuello y le pidió que adoptara una posición determinada: erguido, mirada profunda, con una piedra en una mano y la onda en la otra. Satisfecho, lo besó de nuevo y tomaron el camino de regreso. Se vistieron antes de llegar a la ciudad y se mimaron por última vez antes de adoptar una actitud más circunspecta para avanzar por el Lungarno hasta la casa.

Un día en que la lluvia parecía querer calmar un poco la pesadez de un mes de Junio que llegaba a su fin, Miguel Ángel aprovechó para terminar algunos bocetos. Solicitó del muchacho que se desnudara y se encaramara a una mesa. Él obedecía, incansable ante los requerimientos de su amado. Por lo visto el artista había decidido ya la posición de los brazos, puesto que la última semana se repetía más o menos el mismo ritual: brazo izquierdo, doblado, casi tocando al hombro; brazo derecho suelto, pero pegado a la cadera, como aquella tarde de regocijo junto al río. Lo que el artista no preveía era la posición del sexo, que sólo ver la luz se erguía presuntuoso y llamaba a adorarlo. Unos golpes discretos en la puerta impidieron al maestro un comentario jocoso. De ello se encargaría Pancracia, el ama de llaves.

-Señor, tenéis una importante visita-. Y se interrumpió, santiguándose:- Jesús, este chico, ¡cómo le gusta mostrar sus vergüenzas!

-¿Quién es, Pancracia?

-El Secretario de la Señoría.

-¿En persona? Dile que pase.

-¿Aquí?

-Sí, aquí.

-¿Me visto? –inquirió, dubitativo, el muchacho.

Miguel Ángel valoró la situación de una ojeada. Visto que la erección había bajado, negó con la cabeza. El Secretario entró y disimuló la sorpresa de hallarse en presencia de un adolescente desnudo.

-Monseñor Buonarrotti, encantado de saludaros. Veo que estos años fuera de vuestra ciudad os han sentado bien.

-Pues sí, Secretario. ¿Qué se os ofrece?

-¿Es vuestro modelo para el David de los Laneros? –preguntó señalando al efebo-. No se habla de otra cosa.

-Sí, un David que será el embajador de la ciudad.

-¿No pensaréis esculpir un David desnudo?

-Naturalmente. ¿Tenéis algo contra la desnudez?

-Pues, veréis... no suelo practicarla. Yo pienso que un rey vestido es más... más... conveniente.

-¿Por qué?

-Es más noble, más majestuoso.

-Secretario, ¿debo recordaros que Florencia es una República? ¿Queréis que esculpa un Rey?

-Hombre, vos no es que seáis muy adepto a la República...

-¿Habéis venido para ofenderme? Yo me acerqué a los Médicis porque me acogieron y financiaron mi formación.

-Ya. Pero huisteis con ellos.

-Os equivocáis. Yo estuve en Bologna y en Roma, donde, por cierto, coseché algún éxito.

-Sí, vuestra Pietà. Revolucionaria. Una madre joven para un hombre maduro. Por lo menos ella va vestida-. Lanzó una mirada a Urbino, que no se molestaba en taparse-. Y Cristo también.

-Pasáis demasiado tiempo entre los libros de contabilidad, Secretario. Os convendría una visita al Jardín de San Marcos.

-¿El Jardín de los Médicis?

-El Jardín del arte clásico. Lo debemos todo a los clásicos. La belleza, las proporciones, la serenidad, los gestos, el equilibrio...

-La belleza desnuda. Y masculina.

-Escuchad: ¿Acaso no está desnudo Apolo? ¿Y Marte? ¿Y Mercurio? ¿Y Neptuno? Deberíais saber que la desnudez es, en el mundo clásico, equivalente a heroicidad. Ulises, Hércules, Teseo, aparecen siempre en su plenitud física. Platón, Arquímedes, Sócrates, en cambio, se esculpieron cubiertos de túnicas. Y los atletas, en Olimpia, competían desnudos.

-Bien, bien, no he venido a hablar de protuberancias abundantes. Pero eso sí, recordad que la estatua que os han comisionado debe ser también un símbolo político: el símbolo de las libertades de la República.

-Tenéis la lección muy bien aprendida. Pero os recuerdo que vos ya erais secretario en tiempos de Lorenzo el Magnífico. Decidme qué queréis.

-No ofende quien quiere, sino quien puede. Yo soy un Alto Funcionario. Y he venido para ofreceros, en nombre de la República de Florencia, un trabajo que deberíais considerar un honor.

-Eso seré yo quien lo decida.

-Mirad, el Palacio de la Signoria se amplía con nuevas salas, y la más importante es la del Cinquecento. Es una sala amplia, con enormes muros destinados a acoger frescos de los artistas más significativos. La temática debe ser militar, puesto que la sala conmemora las grandes victorias bélicas de la ciudad. Os ha correspondido la batalla de Cascina. Pero...

-Siempre hay algún pero.

-Debéis saber, antes de aceptar, que Leonardo ya ha empezado a trabajar en su proyecto, situado exactamente en el muro opuesto al vuestro.

-¿Leonardo está en la ciudad?

-Acaba de llegar.

-Acepto. Pero ¿qué batalla le ha correspondido a él?

-La batalla de Anghari.

-Será un honor trabajar junto a Leonardo. Y competir con él. ¿El sueldo?

-El mismo que Leonardo. Pero no vayáis a abusar de la "heroicidad" –indicó mientras lanzaba una mirada furtiva y despectiva al sexo del modelo, que continuaba escuchando la conversación sin inmutarse-. Pasad mañana por la Signoria y hablaremos de dinero.

-¿Quién es Leonardo? –preguntó excitado Urbino, tan pronto el dignatario había desaparecido.

-Un genio. Un artista completo. El mejor, hasta que llegué yo.

-¿Y ese genio se complace en exhibir también a modelos desnudos ante el Secretario de la República? –añadió, con picardía.

-No. Eso sólo se me ocurre a mí. Pero a ti te ha encantado, ¿verdad?

-Sí. Mirad.

Miguel Ángel levantó la vista y comprobó que el miembro del niño había recuperado su esplendor. Se subió a un taburete, se abrazó a la cintura y engulló con deleite toda la carne hinchada del muchacho. Sintió su perfume cuando la leve mata de pelos que adornaba la base rozó sus labios. Respiró a fondo y inició el movimiento alternativo de la cabeza mientras sus manos abarcaban la firmeza y textura de las nalgas del chaval. Con las puntas de los dedos buscó el centro de su anatomía, y lo halló acogedor, suave, bullicioso. Urbino se agachó y se tendió sobre la mesa. No sólo sentía vacío en las entrañas, sino también en la boca. Saciada la garganta de excelentes viandas se completaron todos los pasos de la liturgia amatoria. Desde la tarde del baño en el río ya no follaban sólo por la noche; cualquier hora del día era válida para intercambiar cariños y ternura.

Esa misma noche el pintor estaba sentado en un diván ancho y aparatoso con unos manuscritos en las manos. Urbino se había acomodado casi tendido con la cabeza reposando sobre el regazo de su amo. Estaba pensativo y silencioso. No quería interrumpir la tarea del creador, que debía ser tan entregada como siempre, pero una inquietud le asaltaba. De pronto habló como si pensara en voz alta.

-Maestro, contadme algo sobre David.

-¿No sabes su historia?

-No.

-Puedes leerla tú mismo. Creo que ya te desenvuelves bastante bien.

-¿Donde puedo encontrarla?

-Ahí, a la derecha. En la segunda repisa.

El muchacho se levantó y se dirigió hacia un mueble repleto de libros. Señaló un legajo grueso.

-Sí, eso es la Biblia, pero ésta está en latín. La de al lado, que es una edición veneciana que está en toscano.

-Es un libro enorme. Tardaré cien años.

-No seas impaciente. Busca el Primer Libro de Samuel.

-Samuel I.

-Exactamente. Ahí conocerás a Saúl y a David. Ah, y si eres listo descubrirás una sorpresa.

-¿Una sorpresa?

-Sí. Concéntrate en la lectura y déjame terminar esta traducción que hace días que me tiene ocupado.

El chaval recuperó su actitud indolente con el libro en la mano. Su ritmo no era muy rápido, pero caminaba seguro por las líneas impresas. Había aprendido rápido, quizá demasiado. Miguel Ángel sospechaba que el zagal fingía ser más inculto de lo que era realmente.

El adulto seguía su trabajo pero se mantenía pendiente del rudo avanzar de Urbino a través de las páginas de las Sagradas Escrituras. No, no había llegado aún a la sorpresa. Él, en cambio, había terminado la traducción y se estaba impacientando. Deseaba ya leérsela a su amado, para que diera su aprobación. El menor se percató de la atención que le dispensaba.

-Es un hombre impresionante –comentó-. Pero no encuentro la sorpresa.

-¿Qué es lo que más te gusta?

-Hombre, la hazaña contra Goliat. Ahora entiendo vuestra preocupación por tirar con honda.

-¿Y nada más?

-Sí, esa estrecha amistad que lo une con Jonatán, el hijo de Saúl.

-¿Qué te parece esa amistad?

-Me parece como la que hay entre vos y yo.

-Pues sí, Jonatán es algo mayor que David... Pero... te falta mucho aún. Sáltate las batallas, que todas se parecen. Ve a la muerte de Jonatán.

-¿Muere?

-Claro, como todo el mundo.

-¿Ahí es donde está la sorpresa?

-Sí.

Salvó las páginas sucesivas hasta encontrar el capítulo que narra la caída en combate del amigo de David, en el Segundo Libro de Samuel. Sus ojos se fueron iluminando, de interés sincero primero, de emoción después. Llegado al Lamento que el futuro rey dedica a la muerte de su amigo, terminó leyendo en voz alta, paladeando las palabras:

Cuánto sufro por ti, Jonatán,

pues te quería como a un hermano!

Más preciosa fue para mí tu amistad

que el amor de las mujeres.

-¿Qué te parece?

-Que se acostaban juntos –respondió sonriendo.

-Bueno, eso se puede imaginar, pero no lo especifica.

-Pero si lo dice claramente: prefería el amor de Jonatán al de las mujeres.

-Y esto es la palabra de Dios.

Urbino se quedó un rato silente, recapacitando. No tenía formación religiosa, por lo que no discutiría las opiniones de Miguel Ángel, pero era perspicaz y reflexivo, e iba aprendiendo momento a momento tanto de las experiencias como de las lecturas. Sin embargo, un sonoro bostezo interrumpió sus cavilaciones. Y el artista, temiendo que se durmiera y su traducción quedara para otro día, le mandó que se incorporara.

-Urbino, ¿cuántos años tienes realmente? De verdad, verdad.

-Trece, mi señor. Los debí cumplir un día de estos.

-No me lo creo. Eres muy hombre para trece años.

-Son los que tenía David cuando derrotó a Goliat.

-Es cierto. Pero, ¿no sabes tu fecha de nacimiento? ¿No te la dijo tu madre?

-No. Apenas recuerdo a mi madre. Se largó con un recaudador. Una vecina me dijo un día que mi madre me parió los últimos días de primavera del año ochenta y ocho. Lo recuerdo por lo de los dos números iguales.

-¡Pero si tú antes no sabías leer!

-Pero conocía los números. Estamos a 1501, por lo tanto he cumplido trece años. ¿Por qué os interesáis por mi edad?

-Porque he traducido un poema del griego, que habla de las edades de los niños.

-Recitádmelo.

-Escucha, a ver si entiendes todos los símbolos.

Deseoso de ternura el niño de once,

Sólo reacciona al abrazo de su maestro.

Sabe para qué sirve su nido, y lo nota,

Pero tan sólo se abre a las dulces lamidas.

A los doce, no sin resistencia,

Como el capullo se abre al empuje de la sabia,

Conoce dolor y gozo conoce,

Pero entiende que el destino le depara incesantes placeres.

Cuando cumple trece su mirada juguetona

Nos indica que su hoyo está a punto:

Se relame de placer en todo momento

Si siente que la lanza se clava en su herida.

Catorce años reservan los dioses para el máximo sentimiento:

El joven no sabe vivir si no aloja

En su interior la flecha de oro

Que Cupido lanzó irresponsablemente.

Amor y deseo confunde el chico de quince:

Su ojo sólo busca estremecerse

Hasta perder el sentido en un vaivén de olas

Que difícilmente colmarán tanta sed.

Dieciséis años, día y noche los dioses

A punto están para cambiar su naturaleza.

El anillo de Venus es un puerto franco

Que se rinde fácilmente y no admite selecciones.

A la puerta de los diecisiete años

La mirada severa confirma lo que el educador temía:

Con voz grave y sin derecho a réplica

Le dice al maestro que se dé la vuelta.

-Ja, ja, ja –se carcajeó el efebo-. Le dice al maestro que se dé la vuelta. Se cansó ya de tanto poner el culo en pompa.

-No seas vulgar. ¿Te ha gustado?

-Claro que me ha gustado. Lo dice todo sin decir nada. Dejadme ver. ¿Qué son esos signos?

-Eso es griego. Se escribe distinto al toscano, con otro alfabeto.

-¿Y un griego escribió esto?

-Sí, hace casi dos mil años. Es un poema anónimo, pero algunos lo atribuyen a Solón.

-Repetidme la parte que habla de los muchachos de trece años.

Miguel Ángel la leyó de nuevo y se quedó esperando la reacción de su amado.

-¡Le falta decir que tiene el rabo tieso día y noche! –exclamó excitado, y calmándose-: Pero claro, eso no se puede decir de esa manera. No sería elegante.

Se acostaron abrazados sin prestarle mucha atención al sexo. Claro que las relamidas y los besos se sucedieron entre mimos, palabras y juegos. Finalmente se quedaron en silencio. Los enunciados hermosos esperaban para salir a la palestra, pero ¿quién empezaba? Como casi siempre, Miguel Ángel inauguró la serie de alabanzas mientras se colocaba de perfil, abrazado al musculoso pecho del chaval.

-Urbino.

-Mmmm.

-Te quiero con toda mi alma.

-Si yo soy David, vos sois Jonatán.

-Estoy loco por ti. Nunca había sentido tanta intensidad de afecto.

-Yo también os amo. Sois mi dueño.

El artista se incorporó, agriado.

-No soy tu dueño. Tú eres libre.

-Pero... yo me debo a vos, que me habéis acogido...

-Pero no soy tu dueño. Estás a mi servicio, nada más. Si me amas, debes amarme por mi mismo, no por mi posición, ni por mi fama, ni porque trabajes para mí.

-Te amo por ti mismo, Michelangiolo. Eres mi dueño, pero te quiero porque eres dulce y amable, porque me abrazas, porque me tratas con cariño.

Y dicho esto, comenzó a mordisquearle su achatada nariz.

-No hagas eso. Tengo la nariz muy sensible.

-Es que me gusta, aplastada y retorcida.

Se fundieron de nuevo en besos prolongados y abrazos penetrantes. Cuando llegó el momento de la relajación, se quedaron de nuevo en silencio. Antes de cerrar los ojos, sin embargo, Miguel insistió:

-Quiero que te sientas libre. No me debes nada y yo te lo debo todo.

Urbino no entendió muy bien la insistencia de su amante. Después del último beso, apoyó su rizada testa en el hombro del escultor y pensó si el artista lo amaba a él o a su cuerpo. No pudo terminar la reflexión. Se rindió al sueño. Miguel Ángel, por su parte, no quedó muy convencido de que el muchacho hubiera captado la profundidad de su cavilación. A la mañana siguiente, Urbino conocería a Leonardo, y debía estar preparado para asumir las riendas de su conducta sin sentirse ligado.