II capítulo del libro Caminos de sumisión
El Señor conoce el secreto de Alba y recuerda cuando jugaba con Clara
El invierno parecía volver con fuerza. Mientras caminaba hacia la casa él miraba las flores en los árboles y pensaba que la helada venía en el peor momento. Llegó congelado a casa. Encendió primero la chimenea y después decidió subir al desván a buscar un jersey de lana. Nunca lo hacía. Hacía tiempo que no subía aquellas escaleras empinadas, pero Clara había ido al pueblo a buscar la correspondencia. El olor de las cosas pasadas penetró en él al dar los primeros pasos para entrar en el desván. Sintió la misma familiaridad de siempre, contempló las vigas de castaño de las que colgaban las argollas de hierro, la mesa baja de la esquina, con el sofá al lado, todo tapado con sábanas blancas, la manta y un viejo cojín junto al baúl del fondo.
¿Qué hacía aquella manta junto al arca? Se acercó con curiosidad. Parecía claro que ella había estado allí en los últimos días. Restos de comida, una botella de agua. Entonces se dio cuenta. Abrió rápidamente el arcón y vio las cartas descolocadas, el estuche roto, el antifaz en una esquina y al leer las líneas que dejaba ver el sobre de una de las cartas, se quedó pensativo, con los ojos cerrados, y recordó la última vez que había tenido esa fusta en la mano.
Era verano, el calor del estío chocaba contra las paredes, la casa estaba fresca, el desván estaba mas limpio y cuidado; de las argollas de las vigas del techo colgaban cadenas con muñequeras en el extremo que se balanceaban lentamente. Sí, yo estaba sentado en el sillón y contemplaba las motas que flotaban sobre los tenues rayos de sol. Tú estabas detrás, en medio de la habitación, desnuda a excepción de la venda que cubría tus ojos. Tus brazos colgaban, atados por unas muñequeras, de las argollas del techo. Expuesta como un animal, indefensa, temblabas incontroladamente mientras tu sexo chorreaba sobre un plato colocado en el suelo, entre tus piernas abiertas. Tu piel estaba sudorosa, brillante, más caliente y colorada en algunas zonas.
No había pasado mucho tiempo desde que te había vestido, así atada, con un corsé negro que levantaba y dejaba ver tus pechos y tus pezones maquillados de negro como tu boca. Sí, disfruté mientras calentaba esas nalgas con una pala de madera y jugaba de vez en cuando con esos pezones duros. Después, cuando pensabas que todo había acabado, fue el momento de quitar ese corsé y acariciar tu cuerpo, tus pechos, tu nuca, tus nalgas, tu vientre, tus labios, el inicio de tu espalda. De echar aceite por toda tu piel, hasta dejarla brillante y notarte temblorosa y excitada, suplicando que te usase, que te llenase, que hiciese que te corrieras con mis azotes.
Entonces fue cuando decidí parar y mirarte. Disfrutar de verte entregada, abierta, indefensa, sin siquiera la protección de la cama, de pie, con cada milímetro de tu cuerpo a mi disposición. Tu cara, tu boca abierta, tu respiración, no entendían por qué paraba. — Tuve que decírtelo.
— Me gusta verte así, caliente como una perra. Lo fácil sería jugar más contigo, sé que obtendrías placer de ello pero tu placer no importa ahora, estoy disfrutando de verte, de la misma forma que cuando disfruto de beber a sorbos una buena copa de vino. Eres una puta caliente y ofrecida que desea que la monten, que la usen, pero eso será cuando yo lo desee.
Tú solo susurraste “sí mi Señor, soy su puta”.
Disfruté de ver tu cuerpo y tu voluntad entregados. Entonces te pedí que me ofrecieras tus nalgas y cuando esperabas el dulce quemar del cuero, notaste como tiraba de tus pezones y colocaba en ellos unas pinzas de metal unidas por una cadena. Esas pinzas japonesas que tú llamabas, con cierta gracia, las pinzas asesinas.
Entonces, sin que te diera tiempo para nada más que gemir con fuerza, comenzaste a notar los azotes de mis manos en tus nalgas, la fusta en tus muslos, en tu culo, sacando de tu boca algo que parecían gemidos de placer y aullidos de dolor. Recuerdo que paré entonces para ver el color y las marcas en tu piel, para notar su calor y disfrutar del temblor de tu cuerpo. Mientras tanto la fusta con la que te había castigado estaba ahora en tu boca, dispuesta para que mi mano la empuñase de nuevo en cualquier momento. Mis manos jugaron con tu coño y con tu culo y pellizcaron, haciéndote bramar, tu clítoris.
Sí, nuevamente me senté para verte. No sabías cuanto tiempo duraría todo esto, pero al mismo tiempo deseabas que no acabase nunca. Las pinzas de los pezones desaparecieron entre gemidos. Notaste entonces como otras pinzas con pesos estiraban los labios de tu coño, haciendo que notases aún más tu humedad. Las finas colas de cuero negro del gato que tanto te asustaba y tanto deseabas acariciaron suavemente tu piel. Los azotes fueron primero suaves en las nalgas que me ofrecías mientras me decías algo con esa boca que mantenía la fusta presa. No importa lo que era, para mí era el idioma de la entrega. Después los azotes cayeron más fuertes, en tus muslos, en tus nalgas, en tu espalda, en tus pechos, mientras notabas los tirones en tus labios, con esos pesos que se balanceaban acompasados con tu cuerpo.
— Dame la fusta.
Tu boca se abrió y mantuvo en equilibrio la fusta hasta que la tomé en mi mano. Entonces empecé a masturbar tu clítoris mientras pasaba el astil de la fusta una y otra vez por tu empapado sexo. Sí, te dije una y otra vez las palabras que te había enseñado a obedecer.
— ¡Tensa! Y todo tu cuerpo se tensaba y esperaba que lo usase
— ¡Encharca! Y sentías como tu coño se hacía agua y se abría para mí
— ¡Llega! Y notabas como tu coño estaba una y otra vez a punto de correrse.
Sabía que no podrías aguantar mucho más en pie, que si soltase de golpe esas muñequeras no podrías evitar caerte. Recuerdo tu olor, tu perfume, el aroma de tu deseo y tu cuerpo caliente cuando el mío se pegó al tuyo después de quitar las pinzas de tu coño dolorido. Una mano mía te sujetaba por la espalda, la otra abría esas muñequeras y tú, mientras tanto, lamías y besabas mi piel. Tu cuerpo agotado y excitado colgaba del mío, dependía de mí, como también lo hacían tu mente y tu coño.
Mis labios bebieron tus lágrimas, te besaron mientras mis brazos te sostenían. Te ayudé a colocarte a cuatro patas a mis pies y coloqué tu collar en tu cuello. Notaste entonces los azotes de un gato pequeño en tu clítoris, más fuertes después en tu culo. Pensabas que iba a seguir eternamente, pero no era así. Te dije entonces que eras mía, que tu Dueño te iba a follar para su placer.
Disfruté de meter lentamente mi polla en tu coño ardiendo y después te follé con fuerza mientras me dabas las gracias. Yo te decía lo puta que eras, te hacía sufrir diciéndote que, una vez más, no dejaría que te corrieses, que quería tener varias semanas más a una perra bien caliente.
Tú me pedías permiso para poder masturbarte mientras te follaba y me decías que tenía una zorra a punto de explotar. Cuando noté que estaba a punto de correrme te ordené que estallases, te hice saber que quería notar en mi polla tus contracciones, que eras mía y que tu placer, tu orgasmo, servía únicamente para que yo disfrutase más de follarte. Fue un orgasmo fuerte, violento, intenso, dulce.
Fue entonces cuando te llevé a la vieja cama con cabeceros de hierro que había en el desván y me recosté a tu lado, mientras tus labios buscaban mi sexo y te acurrucabas, con los ojos aún vendados, para limpiar y chupar mi polla mientras te acariciaba lentamente.
El sonido de los palomos posándose en el alero de la casa sacó al Señor del ensueño y de sus recuerdos. Sus manos acariciaron una vez mas aquella fusta antes de colocarla en su caja, despidiéndose de ella al rozarla con la punta de los dedos. Se levantó y fue a buscar aquel jersey. Seguía haciendo frío, pero él se sentía quemar por dentro, una sensación que hacía mucho tiempo que no disfrutaba. Mientras bajaba las escaleras se preguntaba qué debería hacer con aquella chica. Decidió que lo pensaría mientras bebía una copa de licor y observaba el crepitar de la madera seca en la chimenea.