Ígnea doncella

Novela breve La compatibilidad entre padre e hija se convierte en amor entre hombre y mujer

Entre drama y comedia

he llegado

Trovando a la Edad Media.

Torpe, pero sincero,

aún no soy caballero.

¡Y que El Cielo me libre de cordura!

No me embriaga la altura,

ni me aburren los sueños.

¡No es por moda que estallo y que me empeño!

(Fragmento de la canción “Compañera”, de Silvio Rodríguez)

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La yegua blanca corveteó un par de veces, aunque estaba acostumbrada a la algarabía de los torneos. Mis estandartes ondeaban al viento cálido del medio día. Alcé la visera del yelmo y contemplé a la multitud que aclamaba mi nombre y el de Pedro molinero, mi adversario. Por primera vez en cinco años no tenía una amante que me diera su pañuelo en prenda y a la cual pudiese dedicar la justa; en cambio Molinero tenía a su familia reunida, dándole el apoyo moral que no parecía necesitar. Su esposa le entregó un pañuelo que él procedió a besar y oler con gesto ostensible, siguiendo la costumbre de nuestros encuentros.

Mi escudero señaló a la tribuna. Ahí estaba mi hija Edith, al lado de varias doncellas. Destacaba de entre las demás jovencitas por su inigualable belleza, más heredada de su madre que de mí. Rubia, de ojos azul cobalto, con un cuerpo de curvas tan esculturales que el largo vestido no podía ocultar. Mi hija me hizo señas con un trozo de tela en la mano. Piqué talones y la yegua me acercó al público.

Edith tomó mi zurda y enredó la tela entre los dedos del guantelete. Levanté el brazo para que todos vieran la prenda y el público ovacionó coreando mi nombre. Mi hija sonreía con el gesto malicioso que yo había aprendido a temer. Me sentí contento, podía dedicarle la justa.

Sonaron las trompetas instándonos a tomar posiciones. Guié a la yegua al punto de arranque y besé la prenda que mi doncella me obsequiara; olfateé con fuerza, esperando percibir el aroma de su perfume…

Mi cerebro se saturó del indescriptible elíxir sexual de los jugos vaginales de mi hija adolescente.

Entonces entendí que en vez de entregarme un pañuelo, Edith se había quitado el tanga para dármelo a besar y oler segundos antes de la justa.

1 Mi Doncella

A una semana de terminar las clases recibí la noticia de que mi hija Edith vendría a pasar el verano conmigo. Aunque solíamos escribirnos casi a diario, hacía al menos siete años que yo no cruzaba el Atlántico para visitar la casa de su madre en Barcelona. Reconozco que me sentía nervioso.

Llegué al aeropuerto cuarenta minutos antes de la hora en que se suponía que aterrizaría su vuelo, por lo que decidí pasar al restaurante a comer un tentempié. La fila para ordenar contaba con unas quince personas en espera; delante de mí y dándome la espalda estaba una rubia vestida con un brevísimo top y una minifalda demasiado corta. Parecía distraída pues escuchaba música con los cascos puestos. Tras de mi posición la fila creció, la gente de delante de la chica avanzó, pero ella pareció no darse cuenta. Fue casi inevitable que alguien me empujara; mi entrepierna chocó y se restregó con el rotundo trasero de la joven. No pude reprimir una erección instantánea. Ella volteó a verme y me sonrió con picardía.

Entonces la reconocí.

—¡Edith! —exclamé—. ¿Eres tú? ¡No te esperaba tan pronto!

—¡Papá! —gritó al colgarse de mi cuello.

Cubrió mi rostro de besos. Sus sedosos labios se plasmaron en mis mejillas, en mis ojos, en la punta de mi nariz y, como en un aterrizaje accidental, sobre mi boca con bastante emoción. Sus senos voluminosos se pegaron a mi torso y su vientre se unió a mi pelvis, para incrementar la firmeza de mi erección. Me estremecí con el impacto sexual que me produjo la efervescencia de sus feromonas adolescentes. Aquella criatura que años antes dormía entre mis brazos ya era toda una mujer. Una mujer que mi cuerpo acababa de descubrir como deseable. Tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano por apartarme de ella. Reconozco que tuve miedo de las ansias que acababa de despertar en mí.

—¡Fue un verdadero milagro —sonrió—, volamos con muy buen tiempo y aterrizamos antes!

—¿Trajiste mi encargo? —pregunté besando su frente.

—¡La espada! —meneó la cabeza en un gesto de cómica frustración—. ¡No imaginas cuánto me costó que me dejaran subir a avión con ella!

Mis amigos de la Sociedad Medieval De Badalona me habían obsequiado una hermosa “espada graciosa” *( Verificar acotaciones al final del relato) sin filos agudos, preparada para el Festival Medieval del que soy cofundador y en el que participo año con año. Consideramos más seguro que mi hija trajera el arma en vez de ponerla en manos de DHL.

Tomados de la mano llegamos al mostrador y ordenamos. La cajera me dedicó una divertida sonrisa; al verme reflejado en una de las vidrieras descubrí que tenía el rostro cubierto de besos de colorete; el pintalabios de mi hija estaba más marcado sobre mi boca que sobre otras áreas. Me encogí de hombros y dejé que pensara lo que quisiera; terminé mi más reciente relación un año antes, por lo que andaba un poco deprimido. Un inesperado gusto me recorrió al pensar que el encuentro con Edith se parecía más a la cita de unos amantes que a la reunión de padre e hija.

Fuimos a la mesa donde aguardaba el equipaje de mi pequeña y comimos en medio de una charla distendida.

—¡Una semana para el Festival Medieval! —me recordó Edith.

—¿Estás preparada? —pregunté mirando las maletas que había traído.

—Sí. En Barcelona hay una modista muy buena; diseñé algunos vestidos, otros me los hizo ella y otros son adaptaciones de verdaderos modelos medievales.

Edith y yo compartíamos una pasión casi psicopática por el medioevo y toda su mística; ella, más romántica que yo, amaba las novelas épicas y siempre soñaba con batallas, caballeros, bardos y Reinos Olvidados. Dominaba el manejo de armas y herramientas antiguas. Cuando era bebé la arrullaba con música de Trova, Gigas y Heavy Metal.

Desde los cinco años quiso que inventáramos un mundo imaginario de entorno medievalista, el cual bautizamos como Xeynhadshem. De este modo creamos historias, sueños y tramas. Estructuramos la sintaxis y el sistema de escritura de un idioma imaginario basado en el Eme-gir presumerio, el hebreo y ciertos toques inventados por nosotros; a este lenguaje lo llamábamos Xeynhadhif. Ya teníamos un compendio de tres mil quinientos vocablos, ella lo hablaba con una fluidez superior a la mía, pero ambos nos defendíamos bien como los únicos miembros de una cultura “retroalternativa” que nunca existió en el mundo real. Al contrario de lo que la mayoría de los padres hacen con sus hijos (lo que me hizo mi madre, por ejemplo), nunca traté de romper sus sueños buscando inyectarle dosis de una realidad que ninguno de nosotros quería aceptar. Siempre estimulé su fantasía y la recompensa fue verla desarrollarse como una chica imaginativa, original y muy creativa.

A sus dieciocho era una joven demasiado madura y yo, a mis treinta y ocho, era un hombre que nunca perdió los gustos juveniles. Por eso nos complementábamos bien.

Después de mi divorcio, mi ex esposa intentó romper nuestro vínculo a base de intrigas, pero juntos, aún con un océano de distancia, luchamos por estar siempre en contacto.

Habíamos dedicado mucho de nuestro tiempo libre en elegir y confeccionar los vestuarios. Las normas del festival (impuestas por mis socios y por mí mismo) exigían que toda la ropa exterior que usaran los asistentes correspondiera a la Edad Media. A veces revolvíamos periodos y no faltaban los modelos renacentistas, pero el conjunto de personas ataviadas a una antigua usanza nos parecía bastante atractivo. Por otra parte, nos habíamos asegurado de contar con un sastre experto en vestuario para proveer a aquellos turistas que no contaran con la indumentaria de rigor.

Cuando terminamos de comer salimos del bar, montamos en el auto y nos dirigimos a casa.

Llegamos, subimos las maletas a la habitación de Edith y ella bostezó estirándose como gatita mimada.

—Papá, traigo el horario de España —señaló—. Quisiera darme un baño y dormir. ¿Te parece bien que mañana veamos los vestuarios?

—Descansa, amor —concedí—. Tengo que terminar unos detalles del guantelete derecho de mi armadura. Si necesitas algo estaré en el taller.

Ella se puso de puntillas y me dio dos besos muy cerca de la comisura de la boca. Me sentí nervioso y luché por acallar las ansias que volvían a mortificarme.

Bajé al taller multiusos que servía de herrería, destilería, sastrería, telar, laudería, peletería y orfebrería. Estaba ubicado en el patio trasero de la casa; si Edith necesitara algo solo tendría que llamarme por la ventana del baño de su habitación.

Lo del guantelete había sido un pretexto. En realidad quería preparar sus regalos de bienvenida. Durante las tardes de soledad le había construido una ballesta siguiendo los patrones usados en la Inglaterra del Siglo XIV, así como una cincuentena de saetas, la mitad con punta para competencia y la otra mitad con auténtica punta de hierro.

También tenía listos un báculo, un medallón, un anillo y una tiara de hechicera celta, todo ello a juego, decorado con rubíes sintéticos que mi amigo Caleb (el alquimista del grupo) y yo habíamos creado en el taller de su casa. Los accesorios estaban embellecidos con inscripciones Xeynhadhif sagradas realizadas mediante la técnica de pavonado en ácido nítrico. Para rematar el conjunto, una capa gris confeccionada en lana y un cinturón ancho con hebilla de acero.

Acomodé los accesorios en una caja de madera y envolví el báculo con papel de regalo. Escuché que Edith me llamaba.

—¡Papá, necesito que subas! —gritó desde la ventana—. ¡Ya estoy en la ducha, pero olvidé mi jabón personal! ¿Puedes traérmelo?

Entré a la casa, subí las escaleras y pasé a su habitación.

—En la más pequeña de mis maletas hay una botella —indicó.

Abrí la maleta y me estremecí al ver su contenido. Encontré un paquete de compresas, una botella de jabón de uso íntimo, una caja sin abrir de condones talla XXL, unas píldoras anticonceptivas nuevas y un extenso surtido de tangas diminutos. El mensaje estaba claro, mi niña ya era una mujer bien desarrollada y muy consciente de su femineidad; o ya había iniciado su vida sexual o estaba considerando hacerlo en cualquier momento.

—¿Ya encontraste mi jabón? —preguntó Edith.

—Sí.

—Pues dámelo, por favor. Puedes entrar, estamos en confianza.

Entré al baño sin poder evitar el mirar hacia el cubo de la ducha. Aunque había una cortina, se adivinaban las formas de mi hija. Ella sacó una mano por un lateral de la cortina y le alcancé la botella de jabón.

—¡Papá, eres un sol! —exclamó agradecida—. ¡Si no estuviera toda mojada saldría para darte un beso!

Murmuré alguna idiotez para esquivar la tentación. Al pasar junto a su cama descubrí que la minifalda y el top estaban tirados en el suelo. En un gesto mecánico los recogí para doblarlos y ponerlos en la ropa sucia, pero del envoltorio se deslizó un minúsculo tanga negro. Sostuve la prenda en mi mano sin saber qué hacer; la fina tela estaba húmeda por los jugos vaginales de Edith y su aroma enervó mis sentidos. Me permití acercarlo a mi nariz y aspirar con fuerza. Edith podía ser mi hija, pero su fragancia natural de hembra en celo (muy superior a cualquier producto químico) resultaba intoxicante.

Consciente de lo salido de la situación dejé sus ropas sobre la cama y huí de la habitación. Me reprendí a mí mismo por hurgar entre las “cosas de mujeres” de mi propia hija. Pero la mente es una cosa y el cuerpo es otra, a todo esto, mi verga estaba tan dura como la lanza que había construido para el torneo medieval.

Volví al taller, preparé una pipa de arcilla con tabaco y me serví una generosa dosis de hidromiel. *( Verificar acotaciones al final del relato)

La tarde y noche transcurrieron de lo más agradable. Edith y yo cenamos en la cocina y nos fuimos a descansar temprano. Ella venía muy cansada y yo debía dar mi clase de Literatura en la universidad. Decidimos posponer la exhibición de vestuarios para el día siguiente y ese sería el momento adecuado para entregarle sus regalos. Mi noche fue agitada, el aroma femenino de mi hija había despertado los atávicos deseos del animal solitario y los sueños eróticos me tuvieron al borde de la duermevela.

Desperté temprano y me asomé a la habitación de Edith. Ella seguía durmiendo. Me duché, preparé el desayuno para los dos y dejé el suyo listo para que lo encontrara al levantarse. Salí de casa y me dirigí al trabajo.

Durante las clases estuve distraído. Mi memoria no dejaba de traerme destellos del aroma de mi hija, de su cuerpo entrevisto a través de la cortina, de sus besos y abrazos cariñosos que podrían parecer insinuantes. Por fortuna el ciclo escolar estaba por concluir, los exámenes ya habían sido aplicados y esta última semana era solo un puñado de días casi vacíos en el calendario de mis alumnos.

Al volver a casa Edith me recibió vestida con una minifalda, top blanco muy breve y sandalias de tacón bajo. Había preparado de comer y nos sentamos a la mesa.

—Tenemos pendiente un desfile de prendas medievales —me recordó al terminar.

—¿Tienes algo de hechicera? —pregunté.

—Sí. Puedo enseñarte ese vestido primero, pero quiero que al mismo tiempo me muestres tu vestuario de combate ligero. No me refiero a la armadura, sino al “equipo de asalto”.

—¡Vale! —respondí viendo abierta la oportunidad para entregarle sus regalos.

Pasamos a la planta alta y antes de separarnos Edith me abrazó.

—Todo el año has estado presumiéndome de tu destilería de hidromiel —comentó—. Lo menos que puedes hacer es darme a probar un poco. Mientras lo sirves puedo preparar mis cosas.

No me gustaba la idea de darle bebidas alcohólicas, pero decidí abstenerme de objetar. Edith era mayor de edad, acababa de cruzar el Atlántico ella sola y quizá se ofendería si le cambiara el pedido por una Coca Cola.

Me fui a la cocina. Durante todo el año estuve destilando hidromiel, moon shine y, en fechas recientes, cerveza artesanal. No es presuntuoso decir que mis brebajes serían los mejores de toda la comarca. Contaba con un inventario de cincuenta litros de cada licor y me sobraba un poco para autoconsumo y compartir.

Saqué una botella de la nevera, serví en tarros de arcilla (como debe ser), y volví a la habitación de Edith para brindar con ella.

Encontré la puerta abierta. En un acto inconsciente entré sin anunciarme. Estaba muy acostumbrado a andar solo por la casa. Estuve a punto de tirar los tarros cuando vi que mi hija se había quitado zapatos, top y minifalda. Estaba inclinada ante una maleta abierta sobre la cama, dando la espalda a la puerta. La delgada tira de su tanga se perdía en el canalillo que separa sus nalgas, solo su sexo estaba cubierto por la prenda.

—¿Qué haces ahí, papá? —preguntó sin inmutarse—. Ve a cambiarte. También yo quiero ver tu vestuario.

Al decir esto se incorporó, se cubrió los pezones haciendo un ovillo con su top y se volvió para tomar uno de los tarros de mi temblorosa mano.

—A tu salud —acerté a decir.

—A la salud de los dos, papá —me guiñó un ojo—. Que estas sean las mejores vacaciones de nuestras vidas y que sirvan para unirnos mucho más.

Tras estas palabras se bebió el hidromiel de dos tragos, me miró a los ojos con intensidad y yo no pude más que tomar mi “mata ratas” de un solo golpe. No consideramos que con el hidromiel se debe tener cuidado, es más traicionero de lo que parece.

Edith se abrazó a mí, sus generosos senos quedaban mal cubiertos por el ovillo del top. Se colgó de mi cuello y me miró a los ojos.

—¡No sabes las ganas que tenía de estar aquí contigo —musitó.

A esas alturas mi erección era más que evidente. Mi hija debió notarla sobre su monte de Venus.

—¿Por qué no me abrazas? Ya no quieres a tu niña?

Esto estaba yendo demasiado lejos, pero no podía detenerlo. De haberme retirado habría causado un profundo dolor a la hija que tenía años sin ver en persona. La abracé, la suavidad de su piel cálida era abrumadora, mi verga pugnaba por abandonar la prisión de mis pantalones. Ella recostó la cabeza sobre mi hombro y me provocó oleadas de deseo al besar mi cuello.

—Esto estorba —dijo y metió su mano entre nuestros cuerpos para retirar el top—. No tiene nada de malo que me veas así, ¿Verdad? ¡Después de todo tú me cambiabas los pañales y sigo siendo la misma, tu niña!

—Pero… pero no es lo mismo —respondí turbado.

Levantó el rostro y me miró a los ojos.

—No —murmuró con su boca a centímetros de la mía—. No es lo mismo porque ahora podría estar mojada… pero no de pis.

Era evidente que ella estaba sintiendo mi verga a través de mis jeans y esto no la incomodaba. Mi hija me estaba mostrando afecto de una manera muy expresiva y mis gónadas me jugaban una muy mala pasada.

—Quiero… quiero mostrarte mi vestuario —señalé muriéndome de deseo—. Tengo varios trajes y ya está lista mi armadura.

Edith rió a carcajadas, me soltó y se giró para darme la espalda sin que yo pudiera ver sus pezones. Me había enseñado mucho y a la vez nada que el decoro pudiera censurar.

—¡Sé que ya tienes el “arma-dura”! —giró el rostro para ver mi entrepierna—. Ve a por lo demás mientras yo me visto, de paso puedes traerte el hidromiel, está muy bueno y se me antoja un poquito más.

Corrí a la cocina. Tomé la botella y bebí varios tragos largos, necesitaba calmarme. Me odié por parecer un tipo libidinoso que sería capaz de saltar encima de su hija, arrancarle el minúsculo tanga y demostrarle lo ansioso que estaba por probar su cuerpo. Las cosas se estaban desmadrando y no era justo para ella que yo la mirara con ojos de depredador en celo. Me dije que la respetaría, aunque me fueran las ansias en ello.

2 Mi Sirena

Pasé al taller y recogí los regalos. Con estos y una botella nueva de hidromiel volví a la planta alta. Mi hija ya estaba lista. Lucía un vestido largo decorado con estrellas bordadas en hilo de plata. La prenda tenía cuchilladas en negro y parecía confeccionada en un telar artesanal.

—¡Hilo de algodón, hilado en una rueca de verdad! —declaró con orgullo— . ¿Qué llevas ahí?

—Tus obsequios de bienvenida, amor —respondí extendiéndole el báculo y la caja.

Primero rompió el papel y admiró el “Bastón De Poder”. Sus dedos pasaron una y otra vez sobre la escritura Xeynhadhif.

—Guerrero, es arriesgado que un profano juegue con símbolos sagrados —amonestó en nuestro idioma inventado. *( Verificar acotaciones al final del relato)

—Mi Lady —respondí en el mismo lenguaje—, os recuerdo que también soy un iniciado. Además, el alquimista Caleb me orientó en el proceso y juntos creamos las “piedras de sangre” en sus crisoles, tomamos para tal fin algunos granos de cristales sagrados y el poder contenido del relámpago.

Dejó a un lado el báculo y abrió la caja. Sus ojos se humedecieron de gusto al admirar las piezas y yo me sentí contento por haberlas manufacturado. Pero mi orgullo por Edith era y es mucho más complejo; mi hija no es una “seguidora”. Es un ser único que vive libre de tendencias y moldes. Sus gustos pueden coincidir a veces con la moda o lo comercial, pero casi siempre se salen de lo convencional. Esto le ha restado la oportunidad de ser popular en el colegio o rodearse de un grupo nutrido de amigos, mas no le importa. Como a mí, no le agrada que le manipulen los gustos o le vendan las ideas.

—¡Papá, todo esto es hermoso! —gritó y se pescó a mi cuello.

Estos contactos entre nosotros ya se estaban haciendo costumbre y esta vez me dejé hacer. Besó mi frente, mis ojos y, tras una ligera vacilación, unió su boca a la mía para lamer mis labios. Temblé de deseo y correspondí a la caricia besándola como se besa a una amante. Nos devoramos las bocas por espacio de dos minutos, tuve que hacer acopio de toda mi fuerza de voluntad para separarme de ella.

—El guardarropa medieval —suspiré embelezado—. No lo olvides; si revisamos ahora tendremos tiempo de corregir lo que sea en caso de que algo falte o esté mal.

Ella asintió sin decir palabra y señaló la puerta de mi habitación.

Me desvestí de inmediato. Mi verga abultaba dentro del boxer. Tenía ganas de gritar; haber visto a Edith semidesnuda, haber compartido el beso y toda la tensión sexual eran factores que me estaban destrozando los nervios. Me concentré en mi atavío. Camisola blanca de lana, pantalones largos color azul rey, botas de cañón alto con guardas de acero y la cota de malla. Había invertido semanas en unir eslabones hasta crear aquella especie de camisa metálica de una sola pieza que protegía el torso, los brazos y la cabeza mediante la capucha. Los muslos y bajo vientre quedaban cubiertos por los faldones de la prenda. Por último me puse el jubón decorativo que ostentaba mi escudo de armas. Me ajusté el cinturón y miré mi reflejo en el espejo de cuerpo entero. Parecía listo para entrar al asalto en algún castillo enemigo.

Alcancé a mi hija en su habitación. Por unos instantes nos miramos con fijeza. Ella lucía la tiara y demás accesorios que, junto con su traje de hechicera, la hacían parecer como salida de algún filme. Edith debió pensar algo parecido de mí.

—¡De rodillas, noble guerrero! —ordenó en Xeynhadhif tomando su báculo.

Obedecí y me postré a sus pies. Hubiera dado mi vida entera por no ser su padre, sino un jovencito cualquiera sin lazos de sangre que me unieran a ella. Hubiera dado la vida por poder besarla en esos momentos. En ese instante caí en la cuenta de que me estaba enamorando de ella.

—Elykner Drorheck —clamó alzando el báculo—. Noble guerrero, miembro del Círculo De Los Hijos De Sefarad. Sabio dador de saber y maestro de futuros maestros. ¡Yo, Edith Drorheck, Guardesa Del Saber de los Cinco Círculos De Xeynhadshem, os nombro Protector de mi vida y de mis sueños!

Ejecutó algunos pases del báculo sobre mi cabeza y tocó mi frente con el rubí sintético.

—Os habéis postrado ante mí en condición de simple individuo, pero cuando os pongáis en pie seréis Mi Elegido y estaremos unidos hasta el fin de los tiempos.

Hice amago de incorporarme, pero ella me detuvo. Tomó una caja alargada y sacó la espada con su vaina.

—Como mensajera de lo Infinito he traído para vos este presente, de las manos de vuestros amigos de allende la mar.

Recibí el arma y la desenvainé para admirarla. Los chicos de la Sociedad Medieval De Badalona habían hecho un excelente trabajo. Era una espada larga, construida con el azulado acero de Damasco. La hoja era “dulce”, de equilibrio perfecto y sin mácula. Su empuñadura resultaba bastante cómoda para blandirla con una o dos manos. Un milenio antes (Y bien afilada) habría causado terror entre mis enemigos.

—Mi Lady, juro que os protegeré contra todo mal hasta el último hálito de vida que vibre en mi cuerpo —declaré con sinceridad—. Empuñaré esta y todas las armas a mi alcance por haceros feliz. Esa es mi misión en esta vida y así será cumplida.

Me incorporé sintiéndome especial. Mi hija me había nombrado su Protector y yo le había ratificado mis deseos en un acto solemne.

—¡A cambiarnos, hay mucho guardarropa que debemos revisar! —propuso Edith.

De este modo fuimos desfilando. Quien tenga hijos adolescentes que compartan sus mismos gustos entenderá lo que sentía al ver a mi hija jugar con personajes, situaciones y frases. No soy de “pasiones futboleras, por lo que nunca pude inculcar en Edith los sentimientos de la “aficionada que vive la intensidad del deporte”. En vez de enseñarla a ser fanática de algo o alguien, aprendió de mí a optar por lo diferente. Imaginad ahora mis emociones al darme cuenta del deseo y amor que me estaba inspirando.

Yo me cambiaba en mi habitación y ella en la suya. Así nos vimos como el aldeano común y la pastora de ovejas, el buhonero y la moza de taberna, el verdugo y la monja, el bardo errante y la doncella, entre otros muchos atuendos. Con cada cambio de ropa jugábamos y bebíamos varios tarros de hidromiel, así nos tomamos cuatro litros del menjurje. Edith estaba bastante roja cuando me presenté ante ella ataviado como lacayo. Ella lucía un complicado vestido de princesa.

Me sentía bastante mareado y supongo que Edith lo estaría aún más. En un momento me tomó de las manos y me hizo girar con ella mientras reíamos como desquiciados.

—¡Son ochenta días, son ochenta nada más! —cantó.

—¡Para dar la vuelta al mundo! —respondí mientras mi mareo incrementaba por el movimiento.

—¡Bebe de una charca como una nutria cuando aprieta el calor! —dijo ella.

—¡Es tu hamster un demonio, no lo mata ni el plutonio —canté perdiéndome de letra y extraviando la melodía.

Entonces mi hija tosió y nos detuvimos. El vértigo casi me hizo caer, pero pude sostenerla. Dio un par de arcadas.

—¿Te llevo al baño? —pregunté.

—¡Estoy muy peda! —gritó entre mis brazos. No lo entiendes. Creo que voy a vomitar. ¡Quítame la ropa, no quiero que se arruine!

La acosté en su cama y procedía aflojar las cintas de su espalda. Ella tuvo otra arcada y me señaló un broche en su costado. Batallé, pero conseguí abrirlo y toda la parte superior del vestido se dividió. Después fue sencillo sacar sus brazos de las mangas y tirar de las enaguas.

Y, como el mayor disparate de mi vida, tuve ante mí a mi hija ebria, acostada en la cama, con un minúsculo tanga como única prenda. Permanecí sentado a su lado. Mi erección reaccionó casi con violencia y tuve que morderme la lengua en busca de la claridad de ideas que me abandonaba.

Sus senos se movían con cada respiración, su rostro estaba rojo por el alcohol.

—¿Está bien mi vestido? —preguntó tanteando con su mano a mi lado.

En este movimiento dio con la erección que abultaba mis pantalones. En vez de apartar la mano apretó un par de veces y la meneó sonriendo.

Me excitaban los besos, los abrazos, los juegos de toda la tarde, el hidromiel y el tenerla tendida junto a mí, mostrándome su cuerpo. No debía, no podía ser, pero estaba deseando y amando a esa hembra apetitosa que era carne de mi carne y sangre de mi sangre.  Odiándome por estos deseos aparté su mano y como pude me incorporé. Ella sonrió desde la cama.

—Te pedí que me quitaras la ropa —dijo en un jadeo.

Enseguida levantó el trasero y se despojó del tanga. Cerré los ojos incapaz de ver, de salir corriendo o de emprender cualquier acción. Sentí que se levantaba y me ponía una mano en el hombro. Abrí los ojos para ver con espanto cómo en la otra mano sostenía la botella de hidromiel.

—Ahora ya no tengo miedo de mancharme la ropa —señaló y besó la boca de la botella para luego empinarla y beber su contenido en tragos largos. No se detuvo hasta terminarse todo el licor.

Mi vista se perdió al vagar por la perfección de sus formas. Admiré el rostro de facciones aristocráticas enmarcado por una larga cabellera rubia, me deleité con la imagen de sus tetas, grandes y firmes. Suspiré perdido en la contemplación de su talle estrecho, su vientre liso, su ombligo (del cual cuidé con esmero cuando acababa de nacer para que no quedara abultado), sus rotundas caderas bien desarrolladas, sus piernas torneadas que serían la envidia de cualquier cantante, actriz o modelo famosa. Notando mi alborozo se giró para terminar de destruir mi cordura mostrándome sus nalgas esculturales. Abrí y cerré las manos en movimientos espasmódicos, conteniéndome de lanzarme a por ella.

—¿Por qué me haces esto? —pregunté en un murmullo inaudible.

Por toda respuesta se rió y trastabilló. El hidromiel la tenía al borde de la locura. Me apresuré a auxiliarla y la sostuve entre mis brazos. Murmuró frases ininteligibles mientras volvía a acostarla en la cama.

Tuve que darme un puñetazo en el rostro para clarificar mis ideas y abstenerme de la tentación de hacer el amor con mi hija. Soy de pegada fuerte y el tortazo sirvió para que me apresurara a encontrar una playera larga. La senté, la vestí, la arropé y salí corriendo.

Ya en mi habitación apagué la luz, encendí la lamparilla de lectura y me arranqué la ropa. No podía más, las ansias me tenían embotado. Me tumbé en la cama y, desnudo, procedí a masturbarme con violencia. Haber visto a Edith en aquella actitud tan provocativa y sin una sola prenda me estaba matando de deseo. Pude contenerme, pero a punto estuve de saltar sobre ella.

Comenzaba a disfrutar de mi pajote cuando la puerta se abrió. Edith entró en mi habitación dando tumbos. En la puerta se quitó la playera y la arrojó al suelo.

—Papi, no me diste mi besito de las buenas noches —ronroneó con voz ardiente.

Con dificultad caminó hasta mi cama. Tropezó y cayó sobre mí. Su rostro quedó encima de mi verga erecta y ella rió sin control. Sus nalgas quedaron a la altura de mi mano derecha y entonces sucumbí a la tentación.

Por primera vez en mi vida hice lo impensable, acaricié el redondo trasero de mi propia hija, deleitándome con la calidez y tersura de su piel. Ella reptó a mi lado y buscó mi boca para besarla. Bebí su aliento mientras ella lamía mis labios. Su mano derecha se apoderó de mi erección y me masturbó unos segundos. Luego sentí que todo su cuerpo se relajaba. Al parecer se había quedado dormida.

Me sentí aliviado a medias; no había pasado nada irremediable y aún podíamos dar marcha atrás.

Queriendo evitar la excitación que su cuerpo representaba la moví para tenderla boca arriba. Me senté en la cama dándole la espalda y busqué el pantalón del chándal con que suelo dormir. Un gemido de Edith me sobresaltó.

Mi hija no estaba dormida, o no del todo. Se masturbaba con la misma furia con la que yo me había pajeado minutos antes. Temí que se lastimara el sexo con las uñas, pues sus movimientos eran torpes. Aferré sus muñecas e intenté que detuviera la paja. Edith separó las piernas y pude ver su coño. Se había sometido a una depilación láser permanente (¡Bendita tecnología del Siglo XXI!), sus labios vaginales estaban empapados de sus propios jugos. Mi verga pedía a gritos un poco de participación.

—¡Déjame, quiero más! —se quejó con los ojos cerrados.

Forcejeó y tuve que acomodarme en medio de sus piernas para evitar que se lesionara la vagina. Mientras yo sostenía a mi hija con sus muñecas a los costados ella me abrazó con las piernas y me jaló para acercarme a su cuerpo. Yo estaba bastante mareado y caí sobre Edith, mi verga quedó encima de su sexo.

—¡Dame… dame algo, por favor! —rogó.

Quise darle el placer que pedía. Solté sus muñecas y me acomodé para penetrarla. Sosteniendo mi erección bañé mi glande con su humedad íntima. Al tacto encontré la entrada de su vagina y empujé despacio. Conseguí introducirle el capullo y unos pocos centímetros del tronco. Era inaudito, inconcebible, estaba penetrando a mi hija adolescente, semiinconsciente y ebria. La estaba violando y, lo peor de todo, estaba disfrutando con lo que hacía.

Un poderoso puñetazo lanzado por mi diestra directo a mi propia cara me contuvo de seguir. Esto no estaba bien.

Le saqué mi verga y la acomodé sobre sus labios vaginales. Tomé las piernas de mi hija y las flexioné, luego las cerré y puse sus pantorrillas sobre mi hombro derecho, aprisionado mi erección entre sus muslos. De este modo conseguí acomodar a Edith en la posición de “la sirena y el marinero”.

Todo mi tronco quedaba sobre su coño y mi glande, empapado de su humedad, tocaba su clítoris. Inicié un movimiento de vaivén lento, controlado, haciendo que nuestros genitales se rozaran con intensidad. Mi glande estimulaba su nódulo del deleite cada vez que embestía entre sus piernas, mientras el resto de mi mástil masajeaba su raja. Mis cojones chocaban contra sus nalgas en violentos impactos. Con los ojos cerrados sonrió y gimió con intensidad hasta que aumentó su ritmo respiratorio. Sus caderas correspondían a mis movimientos. Yo embestía de forma brutal, no la estaba penetrando pero me daba demasiado placer. Entonces se corrió acompañando sus movimientos con gemidos de éxtasis. Aproveché su clímax para eyacular en medio de sus piernas. Los chorros de semen mancharon su vientre y ascendieron en dirección a sus tetas. Finalizado el momento de delirio me sentí una mierda, acababa de abusar del cuerpo semiinconsciente de la persona a quien más he amado.

3 Mi resaca

—¡Maldito hidromiel! —me dije al despertar.

La cabeza me daba vueltas, sentía el mentón adolorido y tenía la garganta seca. Rememoré los acontecimientos de la noche anterior y me senté de golpe. Mi hija y yo habíamos bebido mucho. Intenté evitar el contacto físico, pero al final ella misma vino a mi cama. No quise penetrarla, pero la masturbé y me masturbé con su cuerpo. Después ella quedó inconsciente. La limpié con una toalla húmeda para eliminar todo rastro de mi semen en su piel, la vestí con su playera y la devolví a su cama.

Supuse que había destruido algo muy hermoso. Al abusar del cuerpo de mi hija también vulneré su confianza; no importaba que hubiera estado ebrio o que ella hubiera hecho hasta lo imposible por conseguirlo. Yo era el padre y, por tanto, el adulto responsable. Para colmo, me había enamorado de ella.

Aún estaba desnudo, entre las mantas de la cama gravitaba el aroma de su cuerpo. Lloré. Amaba a mi hija, mi mente era un torbellino de emociones donde destacaba el sentimiento paternal, la tremenda atracción sexual y el amor que Edith me inspiraba.

Temía que al encontrarnos de nuevo ella me viera con odio.

—¿Por qué lo hice? —me pregunté furioso.

Enjugué mis lágrimas con las palmas de las manos que se atrevieron a tocar de forma indebida el cuerpo de mi propia hija. Miré el reloj despertador y me sorprendió que fueran ya las doce del día. Era obvio que la jornada laboral se había ido a la mierda.

Como mi vida, como mi relación con mi hija, como la imagen que tenía de mí mismo.

Me giré y vi sobre mi almohada un tanga. Me dolió encontrarlo ahí. Lo tomé entre mis manos y mis ojos se abrieron sorprendidos al revisarlo.

“¡GRACIAS, PAPI, ERES ÚNICO, TE AMO!”

Rezaba la leyenda escrita con rotulador rojo sobre la parte interior de la tela. Al pie del mensaje estaba plasmado un beso de carmín que calcaba los gruesos labios de Edith.

Al menos mi hija no me odiaba. No, en su alma no podría caber el odio o la desilusión; pero eso incrementaba mi sentimiento de culpa. No podía perdonarme el haber ensuciado su cuerpo con mi simiente.

Pasé al baño y me metí bajo la ducha. El agua me reanimó. Me vestí para enfrentar lo que viniera.

Edith no estaba en su habitación. Aromas deliciosos venían de la cocina y hacia ahí me dirigí. Mi hija se veía hermosa, vestía falda corta, top negro que resaltaba sus senos y zapatillas deportivas. Preparaba hot cakes mientras tarareaba “Andrómeda”, de Alejandro Filio. Por unos segundos me recordó a su madre, a esa misma edad, cuando acabábamos de casarnos y la casa era toda música, juegos y risa.

—¡Papá, siéntate que ya está el desayuno! —exclamó.

Corrió a abrazarme y me besó sobre los labios en un pico fugaz.

—¿Me estabas esperando? —pregunté al sentarme.

—Sí —respondió y me sirvió café—. Escuché tu ducha y pensé que bajarías pronto. Llamé a la universidad y le dije al rector que no irías hoy. ¿Sabes algo? ¡Le pareció muy bien y hasta te mandó felicitar! No sé lo que pensó por que llamara una mujer.

Hizo énfasis en la palabra “mujer” y entendí. El rector y los demás profesores sabían que yo estaba sin pareja desde hacía un año. En repetidas ocasiones me habían sugerido que buscara alguna aventura; al llamar Edith, mi jefe debió pensar que así había sido.

Mi hija apagó la estufa y me sirvió los hot cakes, me acercó la Nutella y sonrió a mi lado.

—Respecto a lo de anoche… —aventuré.

Edith se acomodó entre mi cuerpo y el borde de la mesa para sentarse sobre mis muslos.

—Lo de anoche pasó anoche y estábamos muy tomados —murmuró y me besó en la boca unos momentos—. No te hagas mala sangre, TE AMO y haría lo que fuera por nosotros.

Mi erección volvió al ataque. Tenía sobre mí el trasero de mi hija y esto no pasaba desapercibido a mis sentidos.

—No puedo… —intenté defenderme.

—Yo veo que sí puedes, tal vez no quieres o crees que no debes, pero sé que puedes. Tómate tu tiempo, después hablaremos del tema.

Se levantó y me dejó solo. Fue a la sala para poner un disco de Trova.

Desayuné en silencio,. Me sentía desgraciado por lo que había pasado la noche anterior y, sin embargo, también notaba el vacío que Edith había dejado al salir de la cocina. El amor incestuoso que sentía por ella se solidificaba y el imposible de este sentimiento me estaba haciendo pedazos.

A la hora de comer no hubo más “incidentes” que perturbaran mi escasa paz. Ya avanzada la tarde llegó mi amigo Caleb, alquimista del grupo medieval y profesor de física. Mi hija se comportó bien en su presencia y nos dejó solos para charlar en el taller.

—¡Vas de suerte! —exclamó mi amigo—. ¡Hasta que te conozco una con zapatos!

—Serás idiota —respondí a un Caleb que ostentaba el mismo IQ que yo—. ¡Es mi hija! ¿Acaso te gusta?

—Discúlpame, pero está bu… es muy hermosa.

—Vale —concedí—. Si te gusta mi hija dile a tu esposa que se deje caer por aquí una tarde de estas. Puedo hacerle una hija muy parecida.

Ambos reímos. Después mostré mi armadura, me sugirió un par de correcciones sencillas de último minuto, nos pusimos de acuerdo con detalles de los torneos que organizaríamos y se despidió temprano.

La noche llegó sin incidentes dignos de mención. Los días que siguieron los dediqué a preparar el viaje. Entre Edith y yo no sucedió nada sexual, salvo los momentos en que nos veíamos por la mañana y nos abrazábamos, entonces también nos besábamos en la boca, pero sin que ninguno de nosotros pareciera dar mayor importancia al asunto.

Guardé como un tesoro el tanga que me obsequió. Mi deseo por su cuerpo y mi amor por su persona crecían a cada momento; varias veces tuve que masturbarme pensando en ella, en lo que había pasado entre nosotros y en lo que no permití que sucediera. No tengo justificación; soy humano y mis emociones eran un caos.

4 Mi mundo épico

El viernes terminaron las clases, la mañana del sábado ya teníamos todo listo en la furgoneta. Salimos temprano de la ciudad, me dirigí a Texcoco y de ahí al centro vacacional que Caleb y yo, junto con un grupo de pequeños inversionistas, habíamos adquirido. El lugar se llamaba Villa Legendaria. Contaba con un pequeño hotel, un conjunto de cincuenta cabañas, tiendas de recuerdos, piscina, área de niños, chiringuitos y casino. Todo estaba decorado a la usanza medieval. El hotel era un castillo en miniatura, las cabañas parecían sacadas de “Juego de tronos” y el hechicero Belgarat no se habría sentido extraño nadando en la alberca.

Teníamos planes de construir una réplica de Stonehenge en un terreno aledaño, pero para eso hacía falta un presupuesto que no teníamos.

Había mucho movimiento cuando llegamos. Todos los turistas vestían a la usanza medieval (o parecido, se comprende) y el ambiente era festivo. Había arlequines haciendo malabares, titiriteros presentando espectáculos ambulantes, bardos cantando en la plaza central y un grupo de gaiteros y violinistas tocando en el restaurante del hotel. Daba la impresión de estar llegando a una verdadera aldea medieval.

El aparcamiento quedaba algo alejado, con el fin de que la presencia de vehículos motorizados no estropeara el ambiente de época. Cuando dejamos la furgoneta pedimos al valet parking que se encargara del equipaje y mandara traer al personal de la taberna para que se llevara las barricas de hidromiel, moon shine y cerveza artesanal.

Y así, tomando la mano de mi hija Edith, me vi entrando en nuestro pequeño mundo de fantasía. Vestíamos como simples aldeanos; la felicidad se marcaba en el semblante de mi bella compañera.

—Es como un Halloween que durara todo el verano —suspiré.

—Todos los veranos —apuntilló Edith—. Y quiero pasarlos contigo.

Trague saliva pensando en las connotaciones sexuales que a veces creía entrever en sus comentarios.

En el hotel, Caleb nos informó que teníamos lleno total. Los integrantes de los equipos medievalistas que se habían apuntado a los diferentes eventos venían acompañados de familiares y amigos. La noticia era excelente, pero presentaba una dificultad.

—¿Dónde dormiremos nosotros? —pregunté.

—Tu suite y la mía están ocupadas —respondió el físico—. Yo me quedaré con los el equipo Pendragón y para vosotros reservé una de las habitaciones Cupido. No pude hacer más, incluso esa me la han estado pidiendo.

—¡Por mí, encantada! —exclamó Edith sonriendo de medio lado.

No me parecía correcto. Esas habitaciones eran muy reducidas y solo contaban con una cama de matrimonio. La tensión sexual entre mi hija y yo se había estabilizado, pero persistía. De cualquier modo tuve que resignarme.

—Vale —asentí—. ¿Puedes ver que alguien nos lleve nuestro equipaje y algo de comer?

Así pasamos al hotel. Edith contemplaba embelesada los decorados, los vitrales, el mobiliario, los cortinajes y toda la parafernalia en la que mis socios y yo habíamos invertido dinero y meses de planeación y realización.

Nuestra habitación era bastante estrecha, pero el espacio se redujo al mínimo cuando llegó nuestro equipaje; ni siquiera pudimos desempacar con libertad. La cama de matrimonio me ponía nervioso pues tendríamos que compartirla a la fuerza; para que cupieran todos nuestras pertenencias descartamos el único sofá de la estancia. A Edith no pareció incomodarle.

El servicio del hotel nos envió pollo, puré y ensalada estilo KFC. Comimos entre risas y comentarios sobre las cosas que llevábamos observadas. Decidimos cambiarnos para salir a recorrer las instalaciones del complejo turístico; para ella sería un paseo, para mí representaba una gira de inspección. Viendo que se desnudaba ante mí sin ningún pudor corrí al baño cargando con mis ropas. Procuré evitar nuevos incidentes.

Vestí mi indumentaria de bardo errante, incluyendo el laúd que colgué a mi espalda. Edith me sorprendió con un hábito de monja entallado que, lejos de deslucir su apariencia, proclamaba sus formas y resaltaba la belleza de su rostro. Lo más singular era que, en vez de llevar un crucifijo al cuello, lucía una Estrella De David de plata filigraneada a mano. *( Verificar acotaciones al final del relato)

—¡Que se joda Torquemada! —exclamó cuando reparé en el colgante.

—Pasado mañana lo quemaremos en la hoguera en un Acto De Fe; si no estuviera fuera de contexto incluiríamos a Valerio Grato, Hitler, Mussolini, Napoleón y Franco.

—Papá, ya en serio, tenemos que hablar.

Su tono me preocupó.

—Tú dirás.

—No ahora —sentenció con cierta nota de misterio—, hay una decisión enorme que debo tomar. Es alo que marcará mi vida a futuro. No quiero decírtelo en este momento, pero necesito que vayas pensando en lo mejor para mi bienestar.

—Empiezas a preocuparme, ¿Sucede algo malo?

El tema me intrigaba; había descubierto las medidas anticonceptivas que guardaba en su maleta. No temí un embarazo no deseado, pues confío en que mi hija no actuaría de manera irresponsable. Tuve miedo de que se tratara de algo grave.

—Te adelanto que no es un problema que me esté afectando —señaló—. Se trata de algo que yo podría o no hacer, dependiendo de una decisión que deberemos tomar. Solo te pido que medites y te enfoques en lo mejor para mí, como siempre.

Tonto de mí, no entendí nada en esos momentos y tendría que esperar a verme en una situación de lo más erótica para enterarme de todo.

Edith se colgó la ballesta al hombro y el carcaj con varias “saetas graciosas” para concurso y saetas de punta de hierro. Salimos a la callejuela para unirnos a las festividades. Me apunté a las justas que celebraríamos al día siguiente y Edith se inscribió en el concurso de tiro con ballesta. Lo lamenté por sus oponentes porque mi hija no tiene rival con esa arma. Yo sería capaz de poner sin temor una manzana sobre mi cabeza para que ella la partiera por la mitad de un solo disparo.

Tomados de la mano recorrimos todo el complejo. A veces nos deteníamos a mirar un espectáculo o cualquier atracción y nos besábamos como enamorados. Al principio estas caricias me parecieron fuera de lugar, pero como no progresaban en nivel de erotismo decidí disfrutarlas. El sentimiento de amor filial que naciera en mi interior incrementaba por momentos. Mi erección era evidente. Ver a mi hija vestida de monja y besarla en los labios delante de todos me ponía a mil.

Visitamos los chiringuitos, el mercado de artesanías, el casino, la plaza central, la taberna y terminamos nuestro recorrido detrás de las cabañas. Ahí se abría un bosque y tras este se encontraba el terreno donde planeábamos erigir la réplica de Stonehenge.

—Quiero probar mi juguete —dijo Edith y se descolgó la ballesta.

Elegimos un tronco como blanco. Desde muy pequeña sabía disparar con ballesta, arco, honda y revólver. Su madre la había matriculado en cursos de esgrima y equitación. Me enorgullecía de mi hija y me preguntaba la clase de revolución que hubiera podido organizar quinientos o seiscientos años antes.

Más que practicar, lo que hizo fue calibrar el peso del arma para acostumbrarse a usarla. Efectuó un par de ajustes a la tensión de la cuerda y se divirtió acertando con precisión matemática sobre las más difíciles rugosidades del tronco.

Cuando terminó con todas las flechas aplaudí con emoción. Se giró hacia mí y me sonrió en ese gesto que podía sacar lo más elevado o lo más bajo de mis instintos. Se colgó de mi cuello y nos miramos a los ojos.

—¡Gracias, papá! —exclamó en un ronroneo—. Gracias por todo; por la vida, por la fantasía, por la dedicación, por no romper nuestro contacto cuando estuve lejos! ¡Gracias por tu amor!

Nos besamos con pasión. Por un momento perdí la noción de quiénes éramos, del lazo de sangre que nos unía, de la locura que todo esto representaba. Existía una frontera entre lo correcto y lo incorrecto y yo estaba llegando al límite.

—Edith —llamé su atención cuando hicimos una pausa para respirar—. Mi amor no es puro. Temo estar convirtiéndome en un monstruo.

—¡Por favor, no digas nada! —suplicó en un sollozo.

Sus ojos se humedecieron y me sentí morir. Me maldije por haber sido capaz de enamorarme de mi propia hija.

Volvimos a besarnos. Esta vez ella mordía mis labios con desesperación hasta casi hacerme daño. En ocasiones nuestras lenguas se encontraban dentro de su boca o de la mía. Descubrí su cabeza y la cascada de oro que era su cabello se desplegó para electrizarme. Alzó la pierna derecha y se abrazó a mi cuerpo con ansias. La sujeté de las nalgas. Mi verga estaba en todo su esplendor y se rozaba con su coño.

La imagen debía ser evocadora; el bardo errante de treinta y ocho años fundido en un abrazo lascivo con la joven religiosa de dieciocho. El padre y la hija entregados al erótico placer que habían descubierto.

No podía reprimirme. La atraje hacia mí. Mi virilidad y su sexo se friccionaban en movimientos sincopados. Edith suspiraba y gemía por la estimulación y casi me sentí cruel al no levantarle el hábito, retirarle el tanga y penetrarla.

—¡Te amo! —exclamé enardecido—. ¡Te amo, pero esto no debe ser!

—Te he pedido que no hablemos del asunto —respondió entre jadeos mientras aceleraba los movimientos de su pelvis—. No toquemos el tema, no ahora… ¡AH!, ¡Papá, me corro!

Incrementé la velocidad de mis movimientos. Deseaba complacerla y me partía el alma estar actuando así. Ya no me sentía un vil abusador, pues contaba con su autorización, pero los temores y tabúes arraigados me carcomían.

Edith estalló en un orgasmo que la hizo temblar entre mis brazos. Besó mi boca con tantas ansias que llegó a lastimar mis labios. Estrujé sus nalgas adelantando y retirando su cuerpo para darle la mayor cantidad de placer posible.

Cuando se calmó bajó la pierna y se quedó abrazada a mí durante incontables eternidades. Me sentía destrozado y engrandecido. Me sentía ángel y demonio, verdugo y libertador. Contaba con su amor y su aprobación, pero esta situación corroía mi alma.

Al separarnos caí de rodillas con los ojos anegados en llanto. Me cubrí el rostro con las manos y sollocé en medio de un torbellino de autorreproches y confusión.

—Papá —murmuró en Xeynhadhif—. Eres el Protector de mi vida y de mis sueños. No quiero que sufras por lo que está sucediendo entre nosotros. Aún no es el momento de hablar. Mañana, después de tu justa, te revelaré mi secreto.

Me puse en pie con dolor. Edith lucía radiante por efecto de su orgasmo. Se la veía preocupada, pero mantenía el temple con la dignidad de una emperatriz. Volvimos al hotel tomados de la mano, en medio de un pesado silencio. De nuevo había masturbado a mi propia hija, esta vez contando con su aprobación y teniéndola conmigo en pleno dominio de sí misma. Necesitaba desahogarme, pero decidí castigarme no buscando el fácil recurso de la autosatisfacción.

5 Mi justa

Casi todos mis alumnos de Literatura se las habían apañado para pasar ese verano en Villa Legendaria. Algunos de ellos escamotearon dinero de sus mesadas, otros trabajaron duro y los más afortunados contaron con el apoyo de sus padres. Andrés, uno de mis mejores estudiantes, se ofreció como escudero. Tenía experiencia en el manejo de ganado equino y, de cualquier modo, yo cuidaría de armas e implementos de batalla.

Como alamín (juez de paz o “árbitro”) estaría el profesor Kauffmann, quien fuera mi maestro de antropología en la BUAP durante mis años de estudiante; mis socios y yo debíamos a este hombre la canalización positiva de nuestro gusto medievalista. De él aprendimos toda clase de técnicas de manufactura de productos, usos y costumbres, leyendas de caballería y demás aderezos. Aún contando con semejante autoridad en la materia nos habíamos tomado demasiadas licencias con el fin de dar emoción al espectáculo. Muchos de los vacacionistas que nos visitaban venían con la idea de contemplar esta clase de combates y no podíamos decepcionarlos. Si George R. R. Martin, Robert Jordan y Philip José Farmer movían reglas y elementos medievales a su antojo para recrear sus mundos de Fantasía Épica, yo, como narrador de este relato, no podría ser menos.

Los desafíos se decidían en forma de sorteo. Nuestros escuderos acudían ante el alamín en nuestra representación y lo que sucedía en privado era secreto para los justeadores.

Así fue como Andrés se presentó en mi pabellón con la noticia de que me tocaría combatir con Pedro Molinero, apodado “Preciso”. Pedro “Preciso” era un profesor de matemáticas que de mañana trabajaba en X universidad y por las tardes daba clases en una secundaria nocturna de Ecatepec. Era un buen tipo cuando se trataba de convivencia entre camaradas y a menudo venía a casa a catar mis experimentos etílicos. Pero, en la arena, prestos al combate y con los caballos enjaezados, todos tomábamos nuestros papeles muy en serio. Procurábamos que todo se viera lo más real posible, sin embargo el juego en sí no era más peligroso que caerse del toro mecánico.

Los pabellones fueron instalados alrededor de la palestra donde lucharíamos, y yo estaba listo. Tenía puesta la armadura de duelo. En mi capa llevaba bordado mi escudo personal; sobre campo azul cobalto, una Estrella De David en la parte superior. Debajo una antorcha delante de una espada cuya hoja era la estilización del relámpago. Bajo el conjunto la palabra “RAEK-TZONN”, voluntad en Eme-gir. Caleb, sin arriesgar el pellejo, actuaba como mi portaestandarte. En el asta había colocado mi escudo y la banderola con el escudo de nuestro equipo, El Círculo De Los Hijos De Sefarad. Nuestra insignia estaba bordada sobre campo plata, tenía una Estrella De David en la parte superior, debajo había dos torres separadas por un río. La torre izquierda estaba derrumbada y a sus pies había un chacal. La de la derecha aparecía resplandeciente y en su base presentaba una espiga de trigo. Quien considere singular un equipo medievalista que ostentaba su judaísmo de forma tan abierta debe leerse “El hacedor de universos”, de Philip José Farmer. Por extensión, también existía un equipo japonés llamado Furia De Cipango y un equipo náhuatl, Calmecac Crepuscular. Los primeros lucían vistosas armaduras eurojaponesas diseñadas por ellos mismos. Los segundos ostentaban cotas de mallas similares a tilmas, petos con grabados que imitaban las manchas del jaguar y cascos modelados con formas de cabezas de águilas, serpientes o perros cholos. Los atavíos de combate de ambos equipos eran demasiado vistosos; nosotros, fieles a la tradición milenaria, nos adaptábamos a lo útil, lo práctico y lo seguro.

—¡Elykner, “Erudito” Drorheck! —gritó mi adversario desde afuera del pabellón— ¡He venido a por vuestra sangre!

El “show” comenzaba con un desafío y nosotros abriríamos las justas. Nunca seguíamos guiones preestablecidos, debíamos improvisar los diálogos.

—¿Quién se atreve a berrear a las puertas de mi tienda como una cabra enferma a punto de parir un ternero? —pregunté a gritos.

—¡Pedro, “Preciso” Molinero! —clamó— ¡Se dice que sois el relámpago ante el cual han caído tres gigantes y que con vuestra lanza empalasteis a un ogro!

Salí del pabellón. En cuanto nos vimos frente a frente los espectadores alzaron sus cámaras y teléfonos móviles para fotografiarnos o filmarnos. Edith estaba con un grupo de chicas de su edad. Me estremecí al contemplarla, pues no había dejado de pensar en el secreto que guardaba; temía que estuviera enferma o tuviera un problema inconfesable.

—¡Se dice bien! —respondí con gesto teatral—. Aunque vuestras noticias son incompletas. El relámpago de mi espada ha abatido a ocho gigantes en la Comarca Oscura, además, no solo he lanceado a un ogro, sino que liquidé a su mascota, un burro parlanchín y mal hablado. Lo ahogué en una barrica de hidromiel.

Los espectadores rieron con ganas.

—¡Por si os parece poco, he capturado el poder del relámpago y lo he unido con las Arenas Sagradas para materializar rubíes y ofrecer un humilde tributo a la más poderosa hechicera de que se tenga noticia; también he compartido placeres con la más bella sirena de la Mar Oceana! —¿Por qué se me salió decir esas cosas?—. En cambio, la fama de vuestras hazañas es escueta. Se dice que poseéis la pisada telúrica que hace temblar torres y castillos, hay quienes aseguran que abatisteis a un fénix de un certero lanzazo, que degollasteis a un centauro y que vuestra espada es capaz de atravesar el más duro diamante para extraer sangre de sus entrañas.

—¡Estáis mal informado o sois corto de entendederas! —se defendió Pedro—. ¡No fue un fénix lo que derribé, sino un dragón de cuatro alas que venía montado por un pitufo sobrealimentado!

Siempre jodíamos con las películas, era un recurso fácil para divertir al personal.

—Además —continuó—, no fue solo un centauro lo que degollé. ¡Decapité seis centauros, crucé a pie el Desierto De Arenas Aulladoras y capturé a una princesa élfica; la tengo prisionera en mi castillo para mi satisfacción personal.

—¿Escucháis las divagaciones de este necio subnormal? —pregunté a los espectadores—. Seguro que sus centauros son cochinillas que encontró en una maceta y apostaría a que su princesa élfica es en realidad el Señor Spock, perdido en este mundo mientras en el Enterprice creen que lo han matado los Klingon. ¡No me atrevo a imaginar la clase de satisfacciones personales que se toma con su cautivo, pero supongo que cuando el capitán Quirck lo encuentre tendrá las orejas más largas y puntiagudas que antes. Los espectadores rieron a carcajadas. Cuando los ánimos se estabilizaron vino con nosotros el profesor Kauffmann

—¡Nobles señores! —rugió—. ¡Si tenéis rencillas, dirimidlas en una justa! ¿Qué queréis vosotros?

La pregunta fue dirigida al público.

—¡Justa! ¡Justa! ¡Justa! —gritaron todos entusiasmados.

Era la oportunidad que tenían nuestros alumnos de ver arrastrados a sus profesores, era la ocasión que teníamos nosotros de jugar como chiquillos y todo tenía el valor agregado de modernizar viejas tradiciones.

Mi escudero trajo a Perla, una hermosa yegua de gran alzada con quien yo solía practicar los fines de semana. Estaba bien entrenada para estos juegos y los disfrutaba mucho. Venía protegida por su propia armadura decorada con los colores de nuestro equipo. La regla de oro era que, pasara lo que pasara, las monturas no debían resultar lastimadas.

A Pedro le alcanzaron un caballo que yo desconocía. Montamos y nos acercamos a nuestros admiradores.

La yegua blanca corveteó un par de veces, aunque estaba acostumbrada a la algarabía de los torneos. Mis estandartes ondeaban al viento cálido del medio día. Alcé la visera del yelmo y contemplé a la multitud que aclamaba mi nombre y el de Pedro molinero, mi adversario. Por primera vez en cinco años no tenía una amante que me diera su pañuelo en prenda y a la cual pudiese dedicar la justa; en cambio Molinero tenía a su familia reunida, dándole el apoyo moral que no parecía necesitar. Su esposa le entregó un pañuelo que él procedió a besar y oler con gesto ostensible, siguiendo la costumbre de nuestros encuentros.

Mi escudero señaló a la tribuna. Ahí estaba mi hija Edith, al lado de varias doncellas. Destacaba de entre las demás jovencitas por su inigualable belleza, más heredada de su madre que de mí. Rubia, de ojos azul cobalto, con un cuerpo de curvas tan esculturales que el largo vestido no podía ocultar. Mi hija me hizo señas con un trozo de tela en la mano. Piqué talones y la yegua me acercó al público.

Edith tomó mi zurda y enredó la tela entre los dedos del guantelete. Levanté el brazo para que todos vieran la prenda y el público ovacionó coreando mi nombre. Mi hija sonreía con el gesto malicioso que yo había aprendido a temer. Me sentí contento, podía dedicarle la justa.

Sonaron las trompetas instándonos a tomar posiciones. Guié a la yegua al punto de arranque y besé la prenda que mi doncella me obsequiara; olfateé con fuerza, esperando percibir el aroma de su perfume…

Mi cerebro se saturó del indescriptible elíxir sexual de los jugos vaginales de mi hija adolescente.

Entonces entendí que en vez de entregarme un pañuelo, Edith se había quitado el tanga para dármelo a besar y oler segundos antes de la justa.

Guardé el tanga de mi hija dentro de mi yelmo y bajé la visera. Me acomodé el escudo a la izquierda y sujeté la lanza con la diestra. Tenía algunos trucos bajo la manga, aprendidos mediante el análisis y la meditación, y practicados de las formas menos ortodoxas.

Nos colocamos en nuestras posiciones de arranque, el público guardaba un respetuoso silencio y Kauffmann sostenía un cuerno de carnero. Con la visera bajada la atmósfera dentro de mi yelmo se impregnaba del perfume íntimo de Edith. Las emociones se agolpaban en mi espíritu.

No nos engañemos. Ninguno de los combatientes se habría atrevido a enfrentarse a un auténtico justeador medieval. Nuestros implementos de combate eran de acero inoxidable. Si bien podían ser más ligeros que los originales, también cabía la posibilidad de que fueran menos resistentes. Además, no éramos más que una pandilla de nerds que se divertían como niños mientras sacaban algún beneficio económico que nos permitiera seguir pagándonos estos gustos. No podíamos compararnos con aquellos guerreros que vivieron por y para el combate y que se inventaban enfrentamientos cuando no tenían guerras para pelear.

Kauffmann tocó el cuerno y esa fue la señal de salida. Preciso se lanzó al galope mientras yo cabalgaba a su encuentro; me sentía tranquilo, durante todo el año había estudiado el movimiento que realizaría. El mismo Lancelot no habría podido adivinarlo.

Las lanzas eran “graciosas”, pero se veían temibles enristradas en nuestras diestras. Los espectadores no perdían detalle de nuestros movimientos. Las monturas se acercaban a galope tendido. Así llegó mi momento.

Durante meses practiqué dentro de una jaula de bateo. El cañón de pelotas disparaba su carga y yo ejecutaba un movimiento con la muñeca para desviar el proyectil con mi lanza y hacerlo chocar contra cierto punto del escudo puesto en ángulo de quince grados, para dar impulso al rebote. Quien me diga que esto es imposible debe ver las películas de “Star Wars” y observar cómo los Jedi son capaces de “batear” con sus sables de luz los impulsos de energía (¿Rayos láser?) que son disparados en su contra. Carezco del entrenamiento Jedi, pero sé que para conseguir esto un cuerpo humano necesitaría moverse más rápido que la emisión energética enemiga, es decir, a una velocidad superior a los 300,000 Km/s. ¿Podéis vosotros, puedo yo o puede Luke Skywolker? No lo sé, pero me parece muy improbable.

Las monturas se acercaban. Yo contaba con la ventaja de que Perla conocía mis movimientos e indicaciones sin necesidad de sujetar las riendas. Bastaba con cierta presión de mis talones o rodillas para hacerla comprender mis deseos. “Solicité” una ligera reducción de velocidad, tampoco era cuestión de matar a Pedro “Preciso” Molinero. Y las puntas de las lanzas llegaron al mismo nivel…

Solo tuve que girar la muñeca y golpear la lanza de Pedro antes de que su punta alcanzara la mitad del camino. El asta desvió su trayectoria y chocó contra mi escudo puesto en la posición de los quince grados; resbaló sin causar más que una fuerte vibración en la estructura de metal que protegía mi brazo.

Al mismo tiempo, mi lanza dio de lleno sobre el escudo que protegía el torso de mi adversario. La madera se partió con un crujido estremecedor y empujó su cuerpo hacia atrás. Pedro cayó de su montura mientras yo hacía retroceder mi brazo derecho para sincronizar mi carrera con el impacto, abrir la mano y soltar el trozo de lanza rota antes de sufrir los efectos de la inercia. Perla se desvió al lado contrario, alejándose de nuestro adversario.

Un clamor surgió de las gradas cuando los espectadores vieron que un justeador estaba tirado boca arriba sobre el césped del campo mientras el otro alzaba el brazo en señal de victoria. En todo momento los aromas del sexo de mi hija saturaron el aire que respiraba; no dudo que esto fuera un aliciente más para buscar el triunfo. Con el rabillo del ojo vi que Molinero se reponía, su escudero tomó las riendas del caballo y lo sacó del campo. Guié a Perla a las gradas y cabalgué ante los espectadores recibiendo las ovaciones, pero el espectáculo apenas empezaba.

Desmonté para colocarme en el centro de la palestra y miré al público. Desenfundé mi espada para blandirla en el aire con la actitud del gladiador victorioso. En ese momento la lanza de Pedro “Preciso” se partió en mi espalda.

—¡Hijo de puta! —gritó enojado—. ¿Qué coño hiciste?

—Si me rompes el hocico aquí, nunca te enterarás —respondí desde el suelo—. Si peleamos en combate singular te explicaré mi técnica.

—¡En guardia, “Erudito” Drorheck!

Me incorporé con la espada en la mano. Mi rival olvidó la primera regla del espadachín, que consistía en mantener la serenidad a toda costa. Tras desenvainar, lanzó un mandoble en mi contra cargado de fuerza y carente de efectividad. Un solo quiebre de cintura me permitió esquivar el golpe al tiempo que “picaba” un costado de su armadura con la punta de mi espada.

—¡Primera sangre! —grité divertido.

Pedro volvió a la carga y contuve su ataque con un bloqueo, así estuvimos finteando, atacando, retrocediendo y “danzando” mientras el público jaleaba a uno o al otro. No me consta, pero imagino que alguno de mis alumnos habrá cruzado apuestas con los alumnos de mi adversario.

Las espadas chocaban en encuentros tan feroces que hacían saltar chispas. El calor aumentaba dentro de nuestras armaduras debido al ejercicio y al acolchado con que nos protegíamos. Comenzaba a cansarme. Recibir los ataques de Molinero me costaba fuerza y dolor en el brazo, esquivarlos exigía energías e incrementaba la temperatura dentro del traje de metal. En esta fase del combate muchos se rendían, no por miedo a ser lastimados, sino por el pánico de maltratar las armaduras que se habían construido ellos mismos. Yo ya no sentía ese temor; el golpe traidor que me propinara “Preciso” había abollado la parte trasera de mi vestimenta metálica y me sería difícil volver a ponerla en condiciones. Si tenía que hacer una reparación, bien podría con algunas más.

Cuando Molinero bajaba la guardia conseguía asestarle buenos “tientos” y pronto su armadura adquirió un aspecto desaliñado. Él se enfurecía cada vez más y el coraje le obcecaba. Así prolongamos el combate mientras los espectadores berreaban de gusto y algunos no dejaban de filmar. Estábamos dando un espectáculo que, como hubiera sucedido mil años antes, les daría material para contar historias a sus nietos.

En un momento dado resbalé y caí de rodillas. Molinero se abatió sobre mí, tomando su arma con ambas manos. Olvidando que todo era un juego profirió un grito de furia y soltó un mandoble sobre mi cabeza. Solo acerté a cubrirme con un tajo de mi espada catalana, describiendo un arco que se interrumpió cuando ambas hojas se encontraron.

Sentí un agudo dolor en la muñeca y escuché un chasquido metálico cuando mi espada de acero de Damasco cortó la hoja de acero inoxidable que venía a por mí.

Un profundo silencio cayó sobre todos nosotros. Pedro “Preciso” Molinero retrocedió algunos pasos y levantó la visera de su yelmo en señal de rendición. Me incorporé de cara al público, ejecuté un par de florituras con mi espada y envainé de nuevo. Quise felicitar a Pedro por haber sido tan digno oponente, pero este ya se retiraba de la palestra.

En mi pabellón mis amigos me ayudaron a quitarme la armadura, el médico examinó mis magulladuras y ofreció en broma una sangría a base de sanguijuelas. Las justas continuaron, pero yo volví a la habitación sintiéndome apaleado, pero victorioso. ¿Quién dice que los Asperger no sabemos divertirnos?

Me desvestí, tomé un baño, me puse el chándal, me eché tres aspirinas al coleto y me tumbé en la cama, estaba demasiado cansado para masajear mi adolorida humanidad. Edith no se encontraba por ningún lado, supuse que quizá estuviera haciendo nuevos amigos entre los jóvenes vacacionistas. Sé que debía alegrarme por ella, pero una punzada de celos se clavó en mi corazón; recordé las medidas anticonceptivas y solo pude suspirar con tristeza. Me había enamorado de mi propia hija, pero sabía que ella no era para mí y que tenía que seguir su camino.

Se me antojó una jarra de hidromiel, pero no me atreví a mezclarlo con las aspirinas que había ingerido. Así me quedé dormido. Me despertó el ruido de la ducha y el canto cristalino de Edith, interpretaba “El templo del adiós”, de Mago De Oz. Muy apropiado para un justeador que se sentía muerto.  Me mantuve con los ojos cerrados hasta que mi hija posó sus manos en mis hombros.

—Papá, quítate el chándal —ordenó en un tono que no admitía objeciones—, quiero curar tus golpes.

Su aspecto me hizo estremecer. Lucía una túnica blanca de corte irregular, sandalias de cuero, un cíngulo de plata que ceñía su talle y una tiara élfica que enmarcaba su rostro mediante intrincadas trenzas de cadenillas. Parecía una verdadera hechicera, sacerdotisa, diosa o ninfa. Un Espíritu Elemental venido de un mundo “retroalternativo” o universo paralelo con el fin de tentarme.

Sin permitir que me negara abrió las mantas de la cama y tironeó de la parte superior de mi chándal. Nervioso me despojé de la prenda. Hizo que me tendiera boca abajo y apoyó su cabeza sobre mi espalda, como escuchando mi respiración, luego besó mis hombros y se incorporó.

Vertió aceite entre sus manos y lo friccionó para calentarlo. Así inició un masaje dulce, firme y curativo. Me conmovió tanto que quise llorar de agradecimiento; hasta entonces ningún otro ser viviente había tenido para conmigo un gesto de amor y consideración de ese calibre. Su tratamiento era exquisito, pero no conllevaba connotaciones sexuales. No de momento…

Sus manos se centraban en los puntos de dolor, relajándolos y haciendo que el malestar disminuyera. Poco a poco me fui distendiendo hasta bajar la guardia. Me pareció natural cuando solicitó que me retirara los pantalones y me pusiera boca arriba. Me sorprendió un poco que lo hiciera en Xeynhadhif

Temí que mi hija volviera con las insinuaciones sexuales cuando trasladó el masaje de mi espalda a mis muslos, pero no lo hizo. Se centraba en brindarme un bienestar envolvente. En esta nueva posición podía ver a Edith concentrada en su tarea. Cuando mi hija se agachaba sus senos amenazaban con salirse del escote de su túnica. Ella estaba absorta mientras mis ansias regresaban. No pude reprimir una erección que pronto se hizo notoria dentro de mi boxer. Edith lo vio, sonrió, pero no dijo nada.

Cerré los ojos. Me sentía en paz. Mi hija terminó de friccionar mis piernas y se sentó a mi lado, cerca de mi cabeza. Escuché un chasquido metálico, pero no supe identificar su procedencia. Edith acomodó mis brazos para ponerme en cruz y me dejé hacer, de repente sentí que esposaba mi muñeca izquierda al tiempo que se sentaba sobre mi brazo derecho para inmovilizarme. Cuando traté de reaccionar, mis dos muñecas estaban sujetas al cabezal de la cama.

—¿Por qué haces esto? —pregunté despertando del todo.

—Es un acto de amor y confianza —respondió en Xeynhadhif—. Si de verdad quieres a tu niña, permitirás que pase lo que tiene que pasar. Solo así podré decirte mi secreto y me ayudarás con la decisión que debo tomar. No puedes opinar si no tienes elementos de juicio. También yo necesito que me des las pautas para saber qué camino elegir.

Dicho esto esposó mis tobillos a las barras de la piecera de la cama y tomó de entre sus cosas unas tijeras. Confiaba en ella, así que no me asusté cuando las acercó a mi cuerpo. Mi amada niña cortó mi boxer sin miramientos y dejó libres mis genitales. Mi verga quedó expuesta, enhiesta ante ella. Edith me sonrió con lascivia.

6 Mi tormento

Se quitó el cíngulo y abrió la túnica para mostrarme su cuerpo.

—Esto no es correcto —argüí en mi papel de prisionero.

—¿Ante quién no es correcto? —preguntó mi hija en tono desafiante—. ¡Aquí nadie nos ve! ¡Solo estamos tú y yo!

—Tengo miedo —admití—. Temo que suceda algo que después lamentemos.

—Yo lo deseo y creo que tú también.

Tomó mi verga con una de sus manos y la observó unos instantes, después la masturbó mientras suspiraba embelesada.

Soltó mi hombría y se tendió sobre mi cuerpo inmóvil. Su rostro quedó cerca del mío y buscó mi boca; nos fundimos en un beso abrasador. Yo, por instinto, trataba de liberar mis manos para tocarla.

—Papá. Será mejor que te quedes esposado —reflexionó—. Así no podrás sentirte culpable… puede que esta noche te viole o solo te mantenga prisionero.

Mi verga pugnaba por ser atendida. Sobre mi torso sentía el suave contacto de sus tetas. Edith se acomodó para quedar arrodillada en medio de mis piernas separadas.

—Papá, te diré la primera parte de mi secreto —anunció en tono solemne—. ¿Qué pensarías de mí si te dijera que soy lesbiana?

Me sorprendí, pero al mismo tiempo me sentí aliviado. Había temido que estuviera sufriendo alguna enfermedad u otra cosa peor.

—¿Qué clase de pregunta es esa? ¡Si ese es tu caso, por supuesto que te apoyo! ¡Ni siquiera necesitabas tantos rodeos para decírmelo!

Mi hija reptó hacia abajo. Me sentí morir de dicha cuando ascendió aprisionando mi pantorrilla derecha en medio de sus senos. Me miró con sonrisa lasciva.

—¿Te gustan mis tetas? —preguntó—. ¿A papá le gustan las tetas de su hijita?

—¡Es evidente que me encantan! —exclamé.

Ella se aplicó aceite en los senos y los restregó a lo largo de toda mi pierna. Cuando su rostro llegaba a mi entrepierna soplaba sobre mi verga en actitud traviesa.

—Es que quizá haga algo de lo que podría arrepentirme —comentó—. Sucede que he tenido relaciones sexuales con mi prima Natjaz. Yo se lo pedí, ella no me obligó. Lo hemos pasado muy bien, pero nunca lo he hecho con un hombre. Tal vez no sea tan agradable como dicen, en ese caso me quedaré como lesbiana… ¿Me apoyarías? ¿Me seguirías queriendo?

—Estás confundida, eso es todo —deduje—. Te apoyaré en todo lo que quieras, siempre que sea algo benéfico para ti y que lo desees de verdad.

Imaginar a mi hija adolescente en brazos de su prima Natjaz me excitaba mucho. Tuve que apretar los dientes para no gritar.

—¿De veras te gustan mis tetas? —preguntó mientras se restregaba ahora sobre mi pierna izquierda.

—¡Me encantan!

—Pues es una lástima entonces —se incorporó mostrándomelas en todo su esplendor—. Quiero probar el sexo con un hombre, pero si no me complace desde el principio me volveré lesbiana para siempre… ¡Haré que me extirpen las tetas, para quedar tan plana como tú!

Sentí que el cielo caía sobre mí de un solo golpe. Negué con la cabeza e incluso se me escapó una lágrima.

—¡No puedes hacer eso! —grité—. ¡No te apoyaré en una locura semejante! ¡No quiero que te mutiles, por favor!

—Tal vez lo haga, si el sexo hetero no me gusta —sonrió con decisión—. ¿Me seguirás queriendo cuando me convierta en un ser andrógino?

—¡Te amaré por siempre, hagas lo que hagas y tomes la decisión que tomes! —exclamé dolido—. Es solo que no quiero que te perjudiques ni que destruyas algo tan… tan hermoso.

—¿Hermosos mis pechos? ¡Descríbemelos!

Me esmeré en buscar las palabras, pues quizá de eso dependía el disuadirla de semejante despilfarro.

—Tus senos son suaves y cálidos al tacto. Firmes y de una forma perfecta, con aureolas bien definidas y pezones que se erectan a la menor provocación; son tan hermosos que no puedo dejar de pensar en ellos. El resto de tu cuerpo también es perfecto… ¡No te destruyas, te lo ruego!

Edith se sonrojó. Al parecer mis palabras estaban surtiendo efecto. Se incorporó para sentarse a horcajadas sobre mi abdomen. Su sexo desnudo y húmedo quedó a la altura de mi ombligo, mi erección golpeó entre sus nalgas. Me miró a los ojos.

—Papá, utiliza tu boca para convencerme de cuánto te gustan mis tetas, pero no digas una sola palabra.

Con este comentario se inclinó sobre mí y puso su pezón derecho al alcance de mi boca. Aprisioné su aureola con los labios mientras succionaba con fuerza; utilicé la lengua para ejecutar círculos alrededor del botón placentero mientras intentaba hacerla gozar con el rastrojo de mi barba en la piel que casi quedaba fuera de mi área de operaciones. Edith se estremeció de deseo y movió su pelvis de forma involuntaria para estimular su sexo sobre mi abdomen.

—¡Así, papá, me estás dando mucho gustito!

Absorto en mi labor no respondí. Procuraba que incluso mi respiración nasal despertara puntos sensitivos en la piel de su seno. Hubiera querido tener las manos libres para poder brindarle un masaje de pechos integral, eso habría fortalecido la seguridad de mi hija en sí misma. Me sorprendí prometiéndome por dentro que lo haría a la primera oportunidad.

Retiró su pezón derecho de mi boca y me brindó el izquierdo. Repetí la operación con el mismo cuidado, procurando darle satisfacción. Mi mente, mi espíritu y mi cuerpo estaban saturados de Edith, de su aroma, de su calidez, del sonido de su voz y de la magia que representaba para mí.

Cambió de postura descendiendo un poco. Montó sobre mi entrepierna y acomodó mi verga enhiesta a lo largo de su vagina. Sin penetrarse se recostó de nuevo sobre mí y volvimos a besarnos. Nuestros genitales hicieron contacto, su humedad lubricaba todo mi tronco; iniciamos un movimiento pélvico muy estimulante.

—¡Te quiero follar! —grité en medio del delicioso tormento.

—No sé —respondió juguetona—. No quisiera que a la hora de la verdad volvieras a pegarte en la cara y me dejaras sin penetrarme.

Dicho esto arqueó la espalda y resguardó mi rostro entre sus senos mientras aceleraba sus idas y retornos a lo largo de mi mástil. Necesitaba penetrarla, cartografiar el inexplorado territorio de sus entrañas, combinar mis fluidos con los suyos y ser parte activa en este encuentro. Joder, que soy humano y “yo también sé jugarme la boca, que os voy a contar”.

El exquisito aroma de su piel saturaba mis sentidos, la calidez de sus tetas alrededor de mi rostro me tenía embotado. Yo movía la cabeza como asintiendo, procurando que el rastrojo de mi barba despertara las zonas erógenas aledañas al canalillo de sus senos.

—¡Sí, papi, me estás convenciendo! —exclamó en un jadeo ronco—. ¡Estás salvando mis tetazas! ¡Si sigues así no me las extirpo! ¿Te apetece que Natjaz, tú y yo hagamos un trío? ¡A mí la idea me pone mala!

Y, como ratificando la última afirmación, se corrió gracias al roce de nuestros genitales. En medio de su orgasmo buscó mi boca y nos besamos con intensidad. Nos lamíamos, nos mordíamos y explorábamos, presas de una intensa lujuria. Lo que más me excitaba y excita de Edith es esa capacidad natural para presentarse ante mí como un ser dual. Lasciva e inocente, reflexiva y salvaje, tierna y manipuladora, amorosa y dominante, sosegada e incendiaria. Soy de signo Libra, me erotizan los juegos de equilibrio emocional.

La cálida firmeza del cuerpo de mi hija sobre el mío, su aliento, sus besos, sus atenciones, exigencias y toda la mística que compartíamos provocaron que, al sentir que se corría sobre mí, yo derribara las últimas barreras psicológicas entre nosotros. en ese momento, con mi verga y cojones empapados por el abundante flujo que manaba de su sexo, decidí que nada en el Universo nos separaría, dejaron de importarme los lazos de sangre y me prometí que me tendría como el amante más dispuesto siempre que ella lo deseara.

Cuando se repuso del clímax volvió a levantarse para tender su cuerpo sobre el mío en la posición de “sesenta y nueve”. Mi cabeza quedó entre sus rodillas, pero mantuvo el trasero levantado, debido a las esposas no podía erguirme para alcanzar su sexo con mi boca. Me estaba torturando de deseo.

Con sus tetazas apoyadas sobre mi abdomen tomó mi verga para masajearla con intensidad, después se introdujo el glande en la boca y sentí que un choque eléctrico me recorría por entero cuando succionó con fuerza.

—¡Por favor, déjame besar tu coño! —supliqué.

Mi hija, maravillosa manipuladora, me tenía en el punto de ebullición que había deseado desde que llegó de Europa. Debía ser halagador para ella tener a su propio padre “desnudo, en cama y esposado”, rogándole que permitiera saciar su sed en el manantial de su coño. Como padre me enorgullecía, pues me demostraba que ningún cretino podría venir a manipularla en el futuro; como amante me tenía al borde de la locura.

Mi hija introdujo la mitad de mi verga en su boca, supongo que hasta donde su inexperiencia le permitía cierto rango de comodidad. La otra parte del tronco quedó abrigada en una de sus manos mientras que con las uñas de la otra hacía cosquillas en mis cojones. Aullé de placer cuando comenzó a succionar, lamer y estimular mi virilidad en una felación soberbia. Los vecinos de la habitación de al lado debieron escucharme, pues golpearon en la pared como aconsejándonos moderación.

—Con esta herramienta me engendraste —jadeó en Xeynhadhif haciendo una pausa en su placentera labor—. Alguna vez fui un espermatozoide que salió de aquí. Hoy vuelvo al punto de partida de mi existencia… ¡Estamos cerrando un círculo!

Con estas palabras reinició el ataque felatorio con mayor intensidad que antes. Hizo descender sus caderas para acoplar su coño sobre mi boca; la recibí exaltado.

Mi universo sensorial se llenó de ella. Olí y saboreé sus jugos vaginales. Mi campo visual estaba ocupado por su sexo, sus nalgas y los muslos que aprisionaban mi cabeza. A mis oídos llegaban los suspiros y jadeos que escapaban de su boca y mi tacto se incendiaba con el calor, la suavidad y el peso de su cuerpo sobre el mío.

Incapaz de tocarla con mis manos, me apliqué en multiplicarme para dar a mi hija la mayor cantidad de deleite.

Atrapé su clítoris entre mis labios y lo succioné mientras lo enroscaba con la lengua con incansables “latigazos” de placer. Giraba la cabeza para acariciar sus labios vaginales con la punta de mi nariz. Inhalaba su fragancia intoxicante y exhalaba columnas de aire que la hacían estremecer con cada respiración; incluso utilizaba el rastrojo de mi barba para producirle cosquillas en la sensitiva piel de la cara interna de sus muslos. Entretanto, mi hija aceleraba sus actividades en mi verga.

—¿Te gusta lo que hago? —preguntó entre gemidos—. ¿Soy capaz de dar placer a un hombre?

Respondí con un murmullo afirmativo mientras seguía comiéndole el sexo.

—¡La tuya es la primera verga que pruebo —confesó mientras me masturbaba con violencia—. Natjaz me explicó la teoría y he practicado durante meses con un consolador, pero la realidad lo supera todo. ¡Papá, aprendí pensando en ti!

Volvió a mamar mi erección, con más intensidad que antes y retribuí sus atenciones acelerando mis lametazos en su clítoris. Los jadeos de Edith se convirtieron en hondos gemidos y mi propio placer también incrementó con sus maniobras felatorias.

Me sentí satisfecho cuando provoqué que mi hija se corriera en un orgasmo poderoso y húmedo sobre mi boca. Bebí el néctar amado y prohibido que chorreaba sobre mi rostro. Me embelecé en su éxtasis y me vertí dentro de su boca en intensas ráfagas de placer. Mi niña se bebió mi simiente sin desperdiciar una sola gota.

Cuando nuestras ansias se calmaron Edith cambió de postura. Se acomodó entre mis piernas abiertas, con el rostro junto a mi verga. El oro de sus cabellos cubrió mi abdomen y, por enésima vez, deseé tener las manos libres para poder acariciarla.

—Gracias, papá —ronroneó—. Me ha encantado. Siéntete tranquilo, no pienso quitarme ni ponerme nada. No me extirparé las tetas, pero seguiré con el sexo lésbico. ¡Acabo de decidir que también me gustan los hombres!

Respiré aliviado. Sospeché que lo de someterse a una cirugía había sido solo un pretexto para manipularme. Que mi bella hija adolescente se tomara tantas molestias para seducirme era halagador para mi maltrecha vanidad. ¿Qué sentiríais vosotros en mi caso?

7 Mi delirio

Desperté desnudo, con las manos y los pies libres. Edith no estaba en la habitación. Tomé un baño y al vestirme encontré un tanga de mi hija. En la tela estaba escrito un mensaje con rotulador.

“¡GRACIAS, PAPÁ! ¡LO PASÉ DE MARAVILLA!

ESTA MAÑANA ESTARÉ OCUPADA, NO TE OLVIDES DEL CONCURSO DE TIRO CON BALLESTA.

¡TE AMO! (COMO TE IMAGINAS, COMO NO TE IMAGINAS Y MÁS DE LO QUE IMAGINAS)”

Como rúbrica presentaba un beso de carmín. Besé sobre la impresión de la boca de mi niña, entonces me permití reflexionar sobre lo que estábamos haciendo.

Era evidente que me había enamorado de mi propia hija, no solo se trataba de su cuerpo o de la lujuria que despertaba en mí; como un ser multidimensional, había demasiado en ella y cada detalle de su persona me tenía embelezado. Me sabía correspondido y esa sensación me hacía renacer. Cuando era un muchacho llegué a fijarme en chicas de belleza o personalidad inferiores al conjunto que constituía a Edith, ellas me despreciaban por ser un Asperger sin popularidad, sin “estilo”, sin dinero y sin amigos. “VIP”. Edith me amaba por estos detalles y, puesta a competir, habría superado a las otras chavalas.

Pero no todo era maravilloso. Reconozco que sentía miedo de que esta situación solo fuera un juego para ella. Me asustaba que estuviera usándome para saciar su curiosidad y, una vez utilizado quisiera desecharme. El incesto premeditado no es sencillo.

Pero, con mucho, mi mayor temor era que mi hija se arrepintiera de lo que estaba sucediendo entre nosotros y llegara a aborrecerme por haberlo permitido. Que ella lo hubiera planeado e instigado carecía de importancia.

Pero, abogando por mi tranquilidad, el tanga con su más reciente mensaje demostraba que íbamos por buen camino, siempre que el amor filial tuviera su lado positivo.

Me vestí con el equipo de combate ligero, salí a desayunar y acudí al campo de tiro para apoyar a mi hija en su competencia.

El torneo inició. Edith había confirmado su asistencia esa misma mañana, pero no se la veía por ninguna parte. Kauffmann llamaba a los competidores y estos disparaban a la diana. Los jueces otorgaban la puntuación de acuerdo con el nivel de precisión de los disparos, pero también tomaban en cuenta los grados de dificultad que cada tirador empleara. Me preocupaba que mi hija no estuviera; marqué a su móvil y el timbre de llamada se repitió varias veces sin que ella lo atendiera.

—¡Edith Drorheck! —llamó mi viejo profesor.

Un pesado silencio respondió.

—¡Edith Drorheck! —repitió Kauffmann—. ¡Si no se encuentra quedará descalificada!

Un cuerno sonó con el toque de batalla de las Tierras Altas. Todos volteamos y nos sorprendimos con lo que vimos.

Edith, a lomos de Perla, coronaba una loma cercana. Vestía kilt escocés y venía escoltada por el grupo de jóvenes gaiteros. Mientras los músicos tocaban el melancólico “Lamento De Swanson”, mi hija desenvainó una espada y ejecutó varias florituras elegantes. Volvió a envainar, picó talones a la yegua y cabalgó hacia nosotros. Mientras se aproximaba tomó su ballesta, la cargó y disparó contra la diana sin necesidad de afinar puntería. El impacto de la saeta fue exacto. Todos los presentes aclamamos su nombre, pero Edith ni siquiera volteó a ver el resultado.

Llegó a mi lado y, sin desmontar, me ofreció otro de sus mensajes en tanga.

“ESTA NOCHE”

Era la única leyenda sobre la tela, al pie del mensaje había un beso de carmín.

Se alejó galopando antes de que yo pudiera decir algo. Ni siquiera se quedó a escuchar los resultados; al final del evento tuve que recoger el trofeo en su nombre.

Se me planteaba una encrucijada. Esa noche teníamos programado quemar un maniquí de yeso en la hoguera, el monigote representaría a Torquemada y yo había sido elegido como parte del grupo de verdugos. Mi presencia era obligatoria. Lo que quisiera mi hija conmigo tendría que ser después del “Acto De Fe”.

Me sentí nervioso, pues no sabía a qué nuevas locuras deseaba someterme Edith. Busqué a mi hija sin resultados. Comí en la taberna, y llegó la hora de la hoguera. Caleb condujo la carreta que traía el maniquí, atamos a Torquemada en medio de una pila de leños en el centro de la plaza, los espectadores nos miraban complacidos. Algunos vociferaban e insultaban a nuestra víctima. Encendí la hoguera y dimos por iniciado el sacrificio.

Los asistentes tenían permitido lanzar petardos a las llamas, de este modo los estallidos podían interpretarse como los alaridos del condenado. Edith no se hallaba presente. Llamé a su móvil, pero no respondió.

Me sentí celoso, pues imaginé que podía estar divirtiéndose en brazos de algún muchachito. Tuve miedo de que estuviera arrepentida por lo que estaba sucediendo entre nosotros. Me dolía la perspectiva de perderla. Amaba a Edith como hija, la deseaba como amante y me desesperaba no saber dónde estaba.

Sonó mi móvil. Al contestar escuché música de gaitas y violines, solo fue un instante pues la llamada se cortó. Corrí a la taberna. El local estaba lleno de muchachos borrachos de hidromiel. Edith, vestida de gitana, bailaba una giga en medio de un círculo de chicos que la jaleaban y piropeaban.

—¡Él es mi padre! —me señaló a gritos.

Corrió a mi encuentro, me abrazó y nos besamos como dos amantes. Los muchachos aplaudieron y rieron por lo que creyeron que era una broma. Me sentí frustrado y triste, aunque nunca podría enojarme con mi hija. Me dolía ver que , aún descartando el problema de la consanguinidad, siempre existirían muchachitos de su misma edad con quienes podría sentirse mejor que conmigo. Reconocía su derecho a divertirse y buscar el amor con algún chico (o chica) y olvidarme, pero era incapaz de desquitar mi frustración con ella.

Volvimos a nuestra habitación. Edith entró al baño, escuché la cadena del retrete y luego el sonido del bidet. Me quité la cota de mallas y salí al balcón para fumar un cigarrillo. Afuera los espectadores seguían maldiciendo a Torquemada y arrojando petardos a la hoguera. Mi hija vino a mí y acarició mi espalda.

—De rodillas, noble Protector —solicitó en Xeynhadhif —. Os encomendaré una tarea y quiero vuestra atención en este asunto.

8 Mi misión sagrada

Podía parecer un juego, pero en realidad estábamos apostando el futuro de nuestra relación. Me postré a sus pies, ella sostenía el báculo de hechicera y me miraba con gesto serio.

—Elykner Drorheck —clamó—. Protector de mi vida y de mis sueños, miembro del Círculo De Los Hijos De Sefarad, sabio dador de saber y maestro de futuros maestros. ¡Yo, Edith Drorheck, Guardesa Del Saber de los Cinco Círculos De Xeynhadshem, os encomiendo una tarea!

Asentí en silencio, no queriendo interrumpirla.

—¡Despertaréis la carne y encenderéis la sangre que un día engendrarais! —ordenó con autoridad—. ¡Exploraréis el cuerpo que se originara de vuestro cuerpo, convertiréis en reina a la doncella, en Diosa a la hechicera y compartiréis las dádivas del placer con la mujer que más os ama en esta vida! ¡Se hará esta noche y no deberéis dudarlo, es mi deseo!

Ejecutó varios pases del rubí sobre mi coronilla. No había teatralidad en sus gestos o en su semblante; me recordó a la imagen mental que siempre me he hecho sobre las actitudes de las Aes Sedai, de la saga de “La rueda del tiempo”.

—Mi Lady —respondí emocionado—. Se hará tal y como solicitáis. ¡Sea mío vuestro deseo! ¡Sea mío vuestro placer! ¡Y, si esto fuere un error, sea mío vuestro equívoco y sea compartido el deleite de daros lo que pedís! ¡Os amo y tomaré el papel que a bien tengáis asignarme!

Gimió excitada. Aquello que habían sido juegos infantiles y juveniles se convertía en el preludio de nuestro salto a lo desconocido. Tras una señal de mi hija me incorporé. Nos miramos a los ojos. Aún estábamos a tiempo de dar marcha atrás, tal vez con terapia podríamos limpiar nuestras mentes de aquella enajenante pasión que nos inundaba. Quizá, si visitáramos a los “loqueros” que alguna vez dijeron a mi madre que yo nunca sería un niño “normal”, podríamos entrar en el molde de la gente promedio.

En vez de buscar un poco de cordura preferimos abrazarnos. En vez de arrepentirnos nos besamos con la furia de los amantes que se han deseado a lo largo de eones y encarnaciones. “La Rueda del Tiempo gira en el Entramado según sus designios, pero el Entramado es obra de la Luz. ”

El báculo cayó al suelo. Las manos de mi hija se colaron por debajo de mi camisola y acariciaron mi espalda a la altura de los riñones. Mis manos se afanaron en desanudar las cintas de su corpiño mientras nuestras lenguas se enzarzaban en una esgrima indescriptible. Nuestros labios se separaban solo para que nos lamiéramos el rostro como salvajes. Me sentí tan henchido de amor y placer que en mi corazón no tuvieron más lugar las dudas, los remordimientos o los temores. Esa sería nuestra noche de éxtasis y por nada del Universo permitiría que se empañara.

Retiré el corpiño de Edith y ella se apresuró a quitarme la camisola. Besé su frente, sus cejas, sus ojos, la punta de su nariz y regresé a su boca para beber de su aliento. Mis manos recorrieron su espalda mientras ella batallaba con la hebilla de mi cinturón. Nuevas maniobras de nuestros dedos terminaron por desnudarnos. Entonces nos separamos un poco para contemplarnos sin soltar nuestras manos.

Éramos una mujer y un hombre, sin más etiquetas, sin apelativos y sin obstáculos que delimitaran nuestras pieles. Libres de prendas, libres de pudores, libres de prejuicios y derribando los tabúes.

Nos abrazamos. Sus pezones enhiestos se incrustaron en la piel de mi torso, mi erección se acomodó entre sus muslos. Recorrí con mis manos toda su espalda y aferré sus nalgas. Edith jadeó excitada.

Abrazados caminamos hasta la cama. La tendí sobre el edredón y contemplé su anatomía escultural durante varios segundos. Separé sus piernas y me tendí sobre ella. Volví a besar su boca. Mi hija consiguió colar una mano entre nuestros cuerpos y atrapó mi verga para masajearla en lentos movimientos estimulantes.

Besé su cuello mientras aspiraba su fragancia juvenil y salvaje. Lamí y succioné los puntos erógenos que encendían aún más las ganas de mi hija. En unos segundos rememoré toda nuestra historia, desde que me fuera entregada en el hospital donde nació hasta el momento en que estábamos por compartir las pasiones secretas del incesto. Años de enseñanzas, juegos, risas, travesuras, explicaciones y locura. Fantasías épicas compartidas, lenguajes secretos, canciones y sistemas de escritura. Edith era un espíritu moldeado conforme a lo que yo creía que debía ser lo correcto, lo noble y lo justo. Si existía algún detalle reprochable dentro de su alma, mía sería la culpa.

Nos juramos amor en castellano, en Xeynhadhif, en latín, en hebreo, en gaélico, en Eme-gir, en palabras y en actitudes.

Descendí de su cuello a sus senos. Encontré los pezones enhiestos y succioné primero uno y después el otro. Me arrodillé entre sus piernas para sostener su seno derecho con mis manos y darle un masaje desde el nacimiento hasta la aureola. Ejecutaba pases de manos, rotación de dedos y opresiones en áreas hipersensibles. Alternaba mis movimientos con besos y succiones sobre el pezón. Edith se retorcía de placer con los ojos entornados. Su cabeza asentía concediéndome autorización para continuar mientras que de sus labios escapaban roncos suspiros. Si me agachaba podía sentir a lo largo de mi erección la creciente humedad de su sexo. Estábamos en el principio de los juegos eróticos y mi hija ya mostraba todas las señales del estado de celo.

Concluido el masaje en la teta derecha pasé a la izquierda para repetir el tratamiento. Edith se mordía los labios con expresiones que me enardecían. Si en verdad hubiera albergado alguna duda sobre la decisión de conservar aquellas maravillas en su cuerpo, estoy seguro de que mi masaje la disipó; si se había tratado de un argumento destinado a manipularme y hacer que yo cayera en lo imposible, bendita manipulación, bendita debilidad y bendita locura.

Concluido el tratamiento mamario acaricié su vientre. Me agaché sobre ella para besar sus pezones y lamerla en dirección sur, cartografiando su piel. Llegué a su ombligo y ejecuté movimientos rotatorios con mi lengua. Edith gritó de júbilo cuando besé y succioné. Recuerdo que, de pequeña, le gustaba que yo la mordiera en el abdomen y le hiciera cosquillas con mi barba. No sé si la sensación de entonces sería la misma, pero me consta que en ambas situaciones la disfrutaba.

En un ágil movimiento separó las piernas, puso los muslos sobre mis hombros y me impulsó hacia abajo. Tuve ante mí el excitado sexo de mi hija. Las humedades que ya me eran familiares llamaban a mi boca prometiendo sabores y deleites incomparables.

Lamí toda su vagina, deleitándome en cada pliegue de sus labios. Ella enredaba sus dedos en mi cabello, tal como cuando era pequeña y quería llamar mi atención. Aspiré con emoción la fragancia de su coño juvenil, fresco y recién higienizado. Me ensalivé dos dedos para jugar con ellos en su entrada vaginal mientras con mis labios aprisionaba su clítoris. Mi lengua se arremolinaba en torno al nódulo de placer y todo el cuerpo de mi hija se sacudía mientras ella gritaba.

—¡Méteme los dedos sin temor! —exigió—. ¡Soy virgen, pero me rompí el himen con un consolador! ¡Me abrí pensando en ti, papá!

Sus palabras me enardecieron y fui colando despacio el índice y el medio de mi diestra mientras tanteaba hacia arriba en busca del “Punto G”. Ignoro los motivos que tendrán algunos médicos para decir que tal zona erógena no existe, pero pueden presentarme a cualquier mujer de su familia y ella les contará si soy capaz de localizarla o no.

Mi hija se debatía con dos de mis dedos dentro de su cavidad vaginal y mi boca estimulando su clítoris. Aspiraba e inhalaba ruidosas bocanadas de aire mientras sus piernas se separaban y volvían a juntarse aprisionando mi cabeza. Su intimidad manaba abundantes fluidos y sus manos se crispaban en mis cabellos haciéndome un poco de daño al jalarlos.

El orgasmo alcanzó a Edith entre jadeos y gritos, entre exigencias de más y más placer. En medio de su clímax empujaba mi cabeza a su coño, como queriendo demostrarme sin lugar a dudas que su placer era mío, que la riada de flujo que surgía de aquél amado manantial estaba destinada a saciar mi sed. Lamí y bebí de su torrente, mis papilas gustativas se llenaron del mágico elíxir incestuoso que mi hija destilara en mi honor.

Me arrodillé entre sus piernas. Recogí parte de sus flujos vaginales para llevarlos a mi erección. Meneé mi verga con los licores sexuales de mi niña, como queriendo comunicar a mi cuerpo la buena nueva de amor, complicidad y lujuria filial. Edith levantó el trasero y colocó una almohada debajo de sus nalgas.

—Fóllame —exigió—. ¡Fóllame, que lo he deseado desde hace mucho tiempo!

Asentí embelezado. Acomodé mi glande en la entrada vaginal de mi hija y empujé muy despacio. El calor y la humedad de su sexo me recibieron mientras nuestras miradas se cruzaban. Edith alzó las piernas y entrelazó los tobillos sobre mis riñones para espolearme. Avancé despacio, estaba bastante cerrada. Mi erección fue abriéndose camino con desesperante mesura, pues temía entrar de golpe y hacerla daño. Mi hija gemía y jadeaba mientras mi virilidad invadía su sexo.

—¿Te duele? —pregunté preocupado.

—¡No! —gritó—. ¡Me encanta! ¡No te detengas, dame lo que quiero!

Con lentitud, amor y paciencia continué mi labor. Consideré que darle placer a mi hija en su primera relación heterosexual era una misión sagrada que debía cumplir a carta cabal. Solo me detuve cuando mi glande llegó al fondo de su coño y tocó su útero.

—¡Nunca había tenido nada tan adentro! —gritó—. ¡Jamás creí que pudiera sentirme tan llena!

Sonreí entusiasmado. Mi verga ocupaba todo su conducto íntimo y mis cojones se apoyaban en sus labios vaginales. Esperé unos segundos a que se acostumbrara y me sorprendió dando un fuerte apretón a mi hombría con sus músculos internos.

—¿Te gusta lo que sientes, papá? —preguntó con expresión lasciva—. Desde los doce años leí en una revista que las mujeres podemos apretar a voluntad. He practicado mucho para darte este gustito; Natjaz también sabe hacerlo. Seguro que mamá no te daba todo lo que puedo ofrecerte yo.

—Tu madre nunca supo ofrecer nada de lo que me brindas tú —respondí—. No me refiero solo a lo sexual… ¡Eres maravillosa, hija!

—¡Si piensas así, es momento de que me lo demuestres!

Lanzado el desafío alzó sus piernas para acomodar los tobillos en mi hombro derecho, como hicimos la primera noche en que casi copulamos. Esta vez sería distinto, mi verga estaba alojada en su interior, los dos deseábamos este encuentro y nada nos detendría.

Inicié un bombeo profundo, pero lento. No deseaba lastimarla. Edith apoyaba sus talones en mi hombro y correspondía a mis embates con movimientos de cadera que retroalimentaban nuestra pasión. La postura de “la sirena y el marinero” era plena, vigorizante y me permitía llevar mi glande hasta su matriz. A cada penetración correspondía una opresión. Nuestros cuerpos parecían entenderse como si desde un principio hubieran estado predestinados al gozo compartido. Nuestros sentidos se fusionaban y nos entendíamos sin hablar. Nuestros alientos, suspiros y movimientos saturaban la habitación de sonidos y aromas eróticos.

Mis embestidas fueron incrementando en velocidad. Mis cojones chocaban con furia entre las nalgas de mi hija mientras ella gemía y se debatía en medio del placer. Sus tetas se bamboleaban de un lado a otro en sincronía con los encuentros de nuestros sexos. Edith gritó y cerró los ojos cuando una corriente orgásmica la atravesó por completo.

Sentí la emisión de nuevos líquidos que fluían desde su coño. Vibré con las opresiones vaginales que daba sobre mi virilidad, como queriendo retenerla dentro. De este modo seguimos moviéndonos hasta que su éxtasis disminuyó de intensidad.

Yo aún no había eyaculado. Me detuve para desacoplar su tobillo izquierdo de mi hombro derecho y trasladarlo al otro. El ángulo de penetración varió, abriendo más la vagina de mi hija. Ella encogió las piernas y pude agacharme para besar su boca.

Con esta nueva postura volví al combate. Penetraba con más brío, sabiendo que su lubricación la protegería de cualquier daño involuntario. Las paredes vaginales de Edith se adaptaban muy bien a las dimensiones de mi erección. Mi hija gemía y ronroneaba entre quejidos placenteros. En un momento dado buscó mis manos con las suyas y nuestros ojos se encontraron.

—¡Papá, me voy a correr! —exclamó—. ¡Quiero que me acompañes! ¡Córrete conmigo!

Asentí y me concentré en mi labor para buscar mi punto de “no retorno”. Cuando Edith encadenó una oleada de intensos orgasmos gritó en sucesivas exclamaciones de júbilo. Aceleré mis embestidas y me vertí en lo más profundo de su intimidad. Mi simiente fluía en candentes chorros que irrigaban su útero mientras nuestras manos se estrechaban con decisión. Acompañé a mi hija en el clímax de lo sublime y el hecho de saberlo me llenó de energías para seguir amándola. Nuestros cuerpos se encontraron en un juramento de pasión y éxtasis que nos uniría por siempre, más allá del ámbito carnal. Me retiré de su cuerpo para tenderme a su lado. Nos besamos con lujuria, al parecer la noche no terminaría ahí.

—¡Gracias, Edith, te amo! —exclamé—. ¡Eres maravillosa!

—¡Esto es delicioso! —respondió—. ¡Todavía me falta algo y quiero que me lo des ahora mismo! ¡Necesito que me des por atrás, quiero saber lo que se siente!

Mi hija adolescente había resultado ser tan activa en el sexo como yo mismo.

—¿Estás segura de que lo deseas? —pregunté—. Tengo miedo de lastimarte.

—¡Papá, no seas acartonado! —espetó—. Déjate llevar y no me preguntes si estoy segura cada vez que quiera algo nuevo. Si me gusta lo hacemos, si no me gusta lo dejamos. ¿Vale?

La abracé con fuerza. Era la primera chica de su generación con quien tenía sexo, recuerdo que en mis tiempos de juventud las chavalas eran un poco más conservadoras. Los jóvenes buscábamos a las mujeres maduras porque las de nuestra edad tenían muchos reparos.

—Amor, haremos lo que quieras y procuraré que lo disfrutes —accedí—. Si vamos a saltarnos todas las barreras, más vale que lo hagamos como es debido.

Edith se puso bocabajo y acomodó la almohada en su pubis para mantener el trasero alzado. La situación era de lo más excitante y mi verga no daba señales de querer amainar. Besé su nuca y lamí su espalda, deleitándome con el sabor de su sudor juvenil. Las feromonas de mi hija eran intoxicantes y pronto me encontré en medio de sus piernas masajeándola desde los hombros hasta las corvas. Ella gemía y ronroneaba satisfecha por la fase de preparación.

Besé y lamí la piel de sus nalgas durante varios minutos. De su coño escurrían hilillos de semen y flujo vaginal. Me sentí agradecido por la experiencia y me juré que desde ese día viviría para amar a mi hija como jamás padre alguno hubiera hecho.

Mi lengua recorrió el canalillo de su trasero y ella dio un respingo cuando besó su ano. Con las manos separé sus nalgas para lamer la entrada posterior; introducía mi lengua y besaba succionando. Ella gritaba sin poder contenerse. Los inquilinos de la habitación contigua golpearon en la pared, como queriendo callarnos.

—¡Esto es lo máximo! —exclamó Edith mientras yo aceleraba las succiones y los lametones en su orificio anal.

Habiéndola lubricado deslicé con mucho tacto el índice de la mano derecha dentro de su culo. Con la lengua seguí estimulando el contorno de su ano. Ella jadeaba y pataleaba. Sacudía la cabeza y exigía más y más placer. Sus actitudes me demostraban que para satisfacerla era preciso ser un superdotado o un amante muy experimentado. Lo lamenté por cualquier hombre que quisiera tener sexo con ella en el futuro, pues no se conformaría con mediocridades.

Habiendo lubricado su ano procedí a introducirle un segundo dedo para optimizar la dilatación. Jugué en su interior probando a relajar la resistencia del esfínter hasta que sus gemidos demostraron que lo estaba disfrutando.

Acomodé a mi hija poniéndola en cuatro sobre la cama. De su coño manaba la combinación de nuestras esencias. Aproveché los fluidos para terminar de lubricar su ano y mi verga y procedí a acomodar el glande sobre su entrada posterior. Empujé muy despacio. Debía ser cuidadoso para darle la mayor cantidad de placer. Se quejó un poco.

—¿Te duele? —pregunté preocupado.

—Sigue —solicitó—. Me está costando trabajo, pero no me desagrada… ¿Te imaginas que Natjaz estuviera aquí y me lamiera por atrás mientras intentas sodomizarme?

La imagen mental de lo que proponía estuvo a punto de hacerme embestirla con violencia. Suspiré para recuperar el dominio de mí mismo y seguí avanzando con lentitud.

Dejaba cierto tiempo de espera por cada pulgada de mi verga que guardaba en el ano de mi hija, de este modo llegué a introducirle la mitad entre de jadeos. Pensé que no podría penetrarla más, pero Edith me sorprendió empujando su cuerpo contra el mío para darse la estocada final.

Gritó de placer cuando mis cojones alcanzaron su vagina y todo mi mástil se alojó dentro de su culo.

—¡Que gozada! —dijo empapada de sudor.

—Esperemos un poco —conminé—. Tienes que acostumbrarte, o no lo vas a disfrutar.

Con estas palabras estiré una mano debajo de su vientre y alcancé su clítoris. Estimulé con mucha suavidad, haciéndola temblar de deseo. Su ano se contraía y relajaba en espasmos de adaptación, cuando consideré que se había amoldado a las dimensiones de mi verga inicié un ligero vaivén.  Edith emitía gritos cortos cada vez que la penetraba y apretaba mi verga cuando retrocedía para volver a tomar impulso.

—¡Más, más! —gritó— ¡Me matas de placer, papá! ¡Fóllame, encúlame, dame duro!

Los vecinos volvieron a golpear en la pared, por toda respuesta aceleré mis embestidas en el trasero de mi hija. La cama se sacudía y, conforme aceleramos nuestros movimientos incrementó el ritmo del golpeteo del cabezal contra la pared. Las caderas de mi hija acudían al encuentro de mi verga. Sus nalgas chocaban contra mi abdomen y nuestros jadeos eran incontrolables. Sentí que me acercaba al borde del clímax y me preparé para acompañar a Edith. Mi hija se derramó en un violento orgasmo que aproveché para descargar una nueva oleada de ráfagas en lo más profundo de su ano.

Aullamos como fieras en medio de un clímax inaudito. Cuando por fin me desacoplé de su trasero vi que de sus orificios manaban abundantes líquidos. Me acosté al lado de mi hija para abrazarla.

—Papá, te amo —confesó.

—Y yo a ti, hija mía —reconocí—. Gracias por todo esto. Gracias por haberme guiado en este nuevo camino. Puedes contar conmigo siempre que lo desees.

Edith se acurrucó entre mis brazos y momentos después se quedó dormida. Ignoraba lo que nos depararía el futuro, pero habíamos dado los primeros pasos en un camino de amor que emprenderíamos juntos.

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Acotaciones

Las armas graciosas eran iguales a las armas de combate, salvo que carecían de los filos o aristas capaces de infligir daños serios. Durante la Edad Media se utilizaban en duelos o torneos “amistosos”; contando con la debida protección, recibir un lanzazo o un flechazo “gracioso” no sería más peligroso que ser golpeado por un balón de fútbol, mientras que ser estocado por una espada sin filos no era peor que golpearse con un bate de béisbol.

En Internet hay innumerables vídeos y tutoriales para destilar el hidromiel (cerveza vikinga), moon shine, la cerveza artesanal y demás bebidas alcohólicas partiendo desde cero. ¡NO CREÁIS EN ELLOS!

Por vuestro bien, no hagáis caso de esos cursillos, pues todos están equivocados en cuestión de medidas y procesos. Es muy peligroso jugar con alcoholes destilados en casa y beberlos, pues una parte del proceso genera etanol, el cual puede provocar ceguera o daños en el sistema nervioso. Para producir estos licores es imprescindible aprender primero al lado de un verdadero experto; hay detalles como el aroma, la textura, el color y las técnicas de “cata” que no se pueden enseñar en un vídeo.

Las frases “actuadas” que utilizamos en nuestros juegos o que translitero del lenguaje que Edith y yo hemos ido creando son representadas en el castellano estilo “voseo”, habitual en películas y libros de tema medieval. No pretendo hacer más complicada la lectura del relato, sino darle frescura e ilustrar el modo de complementar atuendos y actitudes.

No es mi intención ofender a las religiosas ni a la religión Católica. El hecho de que Edith utilice hábitos de monja (¡En el relato y en la vida real!) como parte de juegos eróticos, viene de una frase escrita por Joaquín Sabina, que aparece en la canción “Ocupen su localidad”:

“El joven Marqués De Sade

actuará a continuación,

sodomizando a una monja

del Sagrado Corazón. ”

Para Edith es casi un Tour De Force tener fantasías eróticas vestida con diferentes disfraces, entre ellos el hábito de monja. Consideremos que es de naturaleza juguetona, candente y multiorgásmica, ha recibido una educación religiosa muy estricta, le molesta que su madre “come santos y caga demonios”,. Reitero, no es intención ofender a nadie.

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Notas de Elykner Drorheck

En la vida real Edith es prima hermana (por partida doble) de Natjaz. La conocí en 2008, siendo una niña de catorce años, y fue la única de esa familia que brindó apoyo moral a la relación con mi amada. Tal como la describo, es una chica fuerte, inteligente, alegre, de gustos “libres de tendencias”, que piensa por sí misma y no se deja manipular. Con su belleza e intelecto le sería muy sencillo volverse popular, pero ello implicaría hacerla entrar en moldes sociales que no le interesan. Hablar sobre la Edith de la vida real es llenarse de amor y orgullo.

Cuando la conocí fue, más que la prima de mi esposa, la imagen (¡Encarnación?) de la hija que no tuve; a mis dieciocho años estuve a punto de ser padre, pero el bebé no se logró. Llamadme ridículo si os place, pero sentí que parte de mi alma murió con ese ser.

Edith es de la misma edad de aquella criatura a quien amé y perdí. Al conocerla y entender su situación familiar nos hicimos amigos. Sus padres le han dado todo y más de lo que pudiera desear una joven en cuanto a lo material, sin embargo han sido desatentos con ella, nunca la escuchan, jamás se interesan por sus asuntos y desestiman las cosas que ella considera importantes.

De los catorce a los dieciocho siempre acudió a Natjaz y a mí para recibir un consejo, solicitar una ayuda, pedir una lección o convivir. Recordad que no tiene muchos amigos. Natjaz le enseñó las “cosas de mujeres” que toda chica debe conocer. Por mi parte, la enseñé a conducir, le di técnicas de defensa personal, la escuché y siempre procuré ser su cómplice y parte de sus aventuras juveniles. Entre los dos iniciamos la creación de esos universos épicos que he descrito y mucho más. Todo ello SIN QUE HUBIERA NADA SEXUAL ENTRE NOSOTROS.  La veía como a una hija.

Poco después de que Edith cumpliera los dieciocho años surgió entre ella y Natjaz la chispa pasional que lo cambiaría todo. Aclaro que Natjaz y Edith tienen cierta tendencia bisexual de la cual carezco yo. No puedo juzgar, mi hermana enseñó a Natjaz (larga historia para otro relato, pero no me corresponde narrarlo a mí) y Edith descubrió esa parte de su naturaleza al lado de mi compañera. No me siento celoso, pues no es lo mismo (desde mi punto de vista) que mi compañera haga el amor con otras mujeres a que lo hiciera con otros hombres.

Cuando ellas empezaron lo suyo Natjaz me propuso el honor de ser el primer hombre en la vida de Edith, ellas estaban de acuerdo y ambas lo deseaban. No niego que me dolió, sentí los mismos recelos y lamentos que expongo en este relato. Presenté más de cincuenta argumentos con los que demostraba que era una pésima idea, y ellas los derrumbaron todos. Además, mirarse reflejado en los ojos de Edith, con ese gesto de lasciva inocencia, es suficiente para destruir cualquier objeción.

Me chantajeó con lo de la extirpación de los senos, me hizo sentir cucaracha al decirme que quizá no era bella y por eso yo no quería, en fin, ambas emprendieron una campaña 24/7 para vencer mi resistencia.

Terminó de convencerme con la historia de Basilia Aliena y el doctor Han Fastolfe. El daño psicológico que sufrió la hija al ser rechazada por el padre y la tragedia que representó a la larga en la saga de robots de Isaac Asimov. Ficción o no, no quería que Edith se sintiera rechazada.

Yo temía perder el maravilloso vínculo de amor padre-hija que compartíamos. Sin ser de mi sangre, la sentía parte de mí, como el logro del espíritu que no se dio en la carne. Me maravillaba ver que las semillas de conocimiento que sembraba en ella fructificaban de maneras positivas. Amaba (¡Y amo!) su nobleza, su corazón generoso, su espíritu altruista, sus ganas de vivir y dar felicidad. Me aterrorizaba la perspectiva de perder todo aquello por una sola noche de lujuria.

Considerad una cosa. No es una relación común; existen millares de manuales y cursillos que tratan de enseñarnos a llevar una sana relación de pareja, pero nunca he sabido de nadie que aconseje una vida diaria en trío. Lo que puedo decir por experiencia es que esta clase de relaciones debe basarse en sumar y multiplicar amor, no restar atenciones ni dividir los afectos. Se trata de amarnos y sabernos amados.

Me sentía nervioso, confundido y muy triste. A la vez me enorgullecía que, de entre todos los tipos que hubiera podido elegir, me escogiera a mí para ser parte de su intimidad. Aterrorizado y halagado me lancé al ruedo. Iniciamos los tríos, siempre con amor, respeto, complicidad, compañerismo y la mejor de las voluntades.

Los encuentros sexuales con Edith son esporádicos, sus padres no sospechan nada de lo que sucede entre los tres y hemos llegado a entendernos bien. Compartimos aventuras, locuras, sueños y mucha mística. Mis temores fueron infundados, pues en vez de perder lo que teníamos me enriquecí con experiencias que nunca creí posibles. Al lado de estas mujeres maravillosas he encontrado la felicidad que desconocía, misma que imaginé no merecer.

Los padres de Edith no saben ni sospechan nada. Cuando me casé con Natjaz pusieron el grito en el cielo. Trataron de convencerla para que me dejara y le hicieron ver todo lo que ellos consideraban enormes defectos de mi persona. Incluso le presentaron pruebas de que soy un depravado que tuvo como amante a su propia hermana por más de un año (larga historia, dolorosa y motivo de un relato 100% real que siempre comienzo y no me atrevo a concluir). Natjaz los ignoró y seguimos adelante.

Si los padres de Edith se enteraran de las situaciones que compartimos los tres, creo que se armaría una tragedia. O mueren de un infarto o me mandan “encajuelar”.

En fin, esa es la punta del iceberg de nuestra historia. El pasado 21 de Marzo Edith cumplió veinte años. El relato que habéis leído es parte de los regalos que preparé para ella. En realidad no pretendía subirlo a Todorelatos, pero Natjaz y Edith insistieron, así que ya lo veis. Oigo y obedezco.