Ignacio

Los primeros pasos con un amigo. Los que no puedes olvidar.

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Ignacio

1 – Una idea extraña

Aquella mañana fue el profesor el que faltó. Era la excusa perfecta para que nos fuésemos todos al campus a sentarnos a la sombra de un árbol a chismorrear. Y en aquella ocasión, para colmo, no había ninguna chica; así que Jorge se puso a desvariar.

  • ¡Venga, tíos! ¡No decidme que no tengo suerte! En el grupo de trabajo de la semana que viene está Alicia… Hmmmmm… Como se ponga a tiro me la follo.

  • ¿Y no nos vas a dejar nada? – pregunté bromeando -; en mi grupo no hay chicas.

  • ¡Joder, tíos! – protestó Ignacio muy serio - ¡Qué forma de decir las cosas! ¡Me dais asco!

Se levantó del césped y se retiró unos cinco metros de nosotros. Una ráfaga de su perfume penetró mi cerebro mientras lo observaba con disimulo algo alejado, de espaldas, fumándose un cigarrillo. Comprendí que Jorge había sido poco delicado, pero la reacción de Ignacio me pareció desproporcionada.

Había dejado su bolsa junto a mí, así que me levanté con ella para ir a ver qué le pasaba. No lo esperaba y casi me atraganto cuando me acerqué a él para hablarle y vi que caían dos lagrimones de sus ojos. Creí que le gustaba Alicia…

  • ¡Eh, tío! – me asusté -; no es para tanto. Es poco fino lo que dice Jorge, sí,  pero… ¡No es para ponerse así! ¿Qué te pasa?

No contestó. Levantó los brazos para secarse las lágrimas con las muñecas e intentó disimular.

  • No… no pasa nada… - dijo con un hilo de voz -.

  • ¿Ah, no? – me acerqué más a él -; hace un momento estábamos bromeando, dice Jorge esa burrada y te pones así ¡Vamos! ¿Qué te pasa?

Pensó durante unos instantes, me miró con infinita tristeza y alargó el brazo para coger su bolsa.

  • ¡Oye, tú! – le susurré - ¿Qué pasa? ¿Ya has dejado de ser tan amigo mío como decías? ¡Venga! Dime qué pasa…

Volvió a pensar unos instantes y comenzó a andar sin decir nada. Me extrañó muchísimo su reacción; me dolió. Ignacio era como un hermano y parecía no confiar en mí. Sin embargo, siguiendo ese comportamiento indeciso que le caracterizaba, se paró a pocos pasos, se volvió, y pude ver una mirada que me llamaba. Pensé que quizá había querido alejarse más para confesarme algo; me acerqué lentamente y me puse muy pegado a él; hombro con hombro.

  • ¡Te sentirás mejor, Ignacio! ¡Dime qué te pasa!

  • ¿Quieres saber qué me pasa? – volvió su rostro despacio -.

  • Te lo pregunto porque, si te sientes mal, te sentirás mejor al decírmelo ¿No?

Sonrió sin perder su tristeza ni apartar sus ojos de los míos. Me pareció ver algo en su mirada que no había visto nunca antes. No; no lloraba por lo que había oído decir de Alicia; lloraba por lo que había dicho yo. Nunca pude imaginarme que aquel chico con el que llegué a tener tanta amistad me mirase de aquella forma… aunque tengo que confesar que yo lo había mirado así más de una vez, sin embargo, no se me había pasado ninguna idea extraña por la cabeza. En aquel momento creí que me estaba hablando de «alguna idea extraña».

  • ¿Qué haces esta tarde, Carlos? – me preguntó a media voz - ¿Vas a estudiar?

  • No lo sé, la verdad – me encogí de hombros dudoso -; mis padres van a una boda, creo, y no tendré a mi padre vigilándome…

  • Pues yo tendré que quedarme en casa. Aquello parece un circo. Tendría que llevarte un día para que lo vieras…  Somos muy amigos y ni sabes dónde vivo ¿Quieres saber lo que me pasa? – volvió a clavarme aquella mirada - ¿Nos vemos esta tarde como siempre y donde siempre y tomamos unas cervezas?

  • ¡Claro! – respiré tranquilo y eché mi brazo sobre su hombro - ¡Eso no se pregunta! También yo debería llevarte a casa un día; lo que pasa es que mi padre es inaguantable.

  • Eso sí lo sé ¿A las ocho donde siempre?

  • ¡A las ocho! – estrechamos las manos -; la primera la pago yo.

Él se fue caminando lentamente y yo me quedé pasmado mirándolo alejarse y con su perfume aún taladrándome el cerebro. Me imaginé lo que le estaba pasando. Sí. Sencillamente porque a mí me pasaba de vez en cuando. A veces, cuando lo veía descuidado, lo miraba embelesado. No entendía por qué me gustaba mirar a un chico; a mi mejor amigo. Nunca se me había pasado por la cabeza una idea igual, pero tenía que ser sincero conmigo mismo: ya me había hecho dos pajas pensando en él. Me asustó su mirada. Parecía una respuesta a las mías furtivas; a las disimuladas; las ocultas.

Recordé que mi madre siempre me sermoneaba sobre la primera vez que tuviese relaciones con una chica. Le preocupaba que dejase a una amiga embarazada por error. «Usa condones, hijo», me decía de vez en cuando. Y en aquel instante estaba yo pensando en un chico; ¡en mi mejor amigo! Pensé que a Ignacio se le podría estar pasando algo parecido por la cabeza; más o menos eso, pero… ¿conmigo? ¿Y qué coño iba a hacer yo con un tío?

Me fui para casa poco después; iba preocupado sólo de pensar en que se me insinuase. Me paré en seco, vino su rostro con esa mirada a mi mente, su perfume sutil… Sonreí y corrí a casa.

2 – Esas tonterías

Me llamó mi madre a voces para el almuerzo y, cuando entré en el comedor, ya estaba mi padre almorzando. Me senté a su lado y lo saludé con un casi insonoro «hola». No fue mejor su respuesta; levantó la vista del plato un instante, me miró y siguió comiendo.

  • No sé qué me dice que has faltado a clase – farfulló mi madre -; has llegado muy temprano.

Creo que le respondí con un «hm» y sin levantar la vista de la mesa. Esperaba otro de aquellos sermones de mi madre sobre mis relaciones… pero no en ese momento; estaba mi padre y ese tema no se tocaba delante de él. Volví a levantar la vista al darme cuenta de que había un largo silencio y me estaba mirando con una sonrisa burlona ¡Qué ingenua! Si hubiese sabido por qué tenía yo aquella cara de idiota pasmado, le hubiese dado algo. Es cierto; no me había dado cuenta de que no podía apartar a Ignacio de mi cabeza. No quería. Sin embargo, pensé que lo peor que me podría pasar sería que el problema que le hizo llorar fuese el mismo que a mí tanto me confundía; sería un problema para los dos.

Seguí comiendo y le seguí el juego a mi madre; después de todo, estaba imaginándose cosas probables.

Ya por la tarde, cuando salieron de casa, me miró mi madre insinuante y levanté una mano mostrándole un condón. Sonrió y cerró la puerta. Sonreí yo; se acercaba la hora de salir de dudas.

Bajé por las escaleras y no precisamente tan asqueado como cuando iba a clase. Me esperaba una tarde, al menos, distraída. Me gustaba estar con Ignacio, charlar, reírnos. Hablábamos mucho y a menudo pero nunca en casa. Prefería todo eso a tener que estudiar. El problema seguía siendo «aquella idea extraña» que se me pasaba por la cabeza. Incluso llegué a pensar que, si no se trataba de lo que yo creía, mejor para mí. Pero no; allí estaba esperándome con esa misma mirada ¡Esos ojos! ¡Me parecieron tan bellos! ¡Muy bellos! ¿Cómo no los había visto antes?

  • ¿Qué tal? – golpeé su brazo - ¿Llevas mucho esperándome?

  • Sí – contestó como perdido -; más de una hora; me he venido antes sin darme cuenta.

  • ¡Vaya! – volví a aspirar ese perfume - ¡Lo siento!

  • ¡No, no, Carlos! – le preocupó haber dicho aquello -; he salido de casa demasiado pronto. Es culpa mía.

  • Puede – comencé a indagar con astucia - ¿En qué tendrías la cabeza?

  • ¿Yo? ¡En nada! – vi una pista en su nerviosismo -; ya sabes que me encanta pasear y charlar contigo.

  • Y a mí – fui sincero -; me refería a que, tal vez, estuvieses pensando… - respiré profundamente - …en alguien.

  • ¿Y si te equivocas? – miró el reloj nervioso - ¡Lo siento, Carlos! Me gustaría tomar una cerveza ya. Dijiste que invitabas tú a la primera ¿No?

  • Sí.

Aquel último monosílabo no era mi respuesta a lo que me preguntaba él, sino a lo que me preguntaba yo. Ignacio había llegado antes porque estaba deseando de verme, pero es que aún faltaba media hora para nuestra cita, así que, al mirar el reloj, supo que yo había ido a buscarlo antes; los dos habíamos ido antes a la cita. Si estaba viendo en mi rostro esa tontería que había visto mi madre, no iba a resultarnos muy difícil hablar con sinceridad.

  • ¿No querías saber qué me pasaba? – preguntó serio a la tercera cerveza -.

  • ¡Claro, Ignacio! – tragué saliva -; sabes que estoy deseando de escucharte.

  • Sí, lo sé – bebió sin dejar de mirarme -, pero lo que voy a decirte… ¡Joder, Carlos! ¡Prométeme que no te vas a enfadar conmigo!

  • ¿A enfadarme? – me extrañó su actitud - ¡No somos niños chicos! Sabes perfectamente que puedes decirme lo que piensas ¿A qué vienen esas dudas?

  • Es que… - creí que iba salir corriendo - ¡Déjalo, déjalo!

  • ¡Ah, no, Ignacio, no! – moví mi mano exageradamente - ¡Evasivas no! Me encanta estar contigo tomando unas cañas y hablando tonterías, por supuesto, pero hoy es distinto; no me vas a dejar con la duda.

  • ¡No importa! Ya no tiene importancia.

  • ¿Ya no?

Me levanté instintivamente y, no sé si enfadado o desilusionado, lo miré en silencio.

  • Perdona… - musitó -.

  • ¿Perdona? – caí sobre la silla con la vista perdida -; tal vez lo sienta yo más. Me preocupó verte llorar esta mañana; me preocupó tu mirada… Me preocupas ¿Eso te da igual?

  • ¡No, Carlos; no me da igual! – cambió su tono de voz -; no estoy jugando contigo ni estoy ocultándote nada…

Hizo una pausa pensativo mientras comencé a hacerme a la idea de que no iba a hablar de lo mismo que yo estaba pensando. Comenzó la seriedad a asomar a su rostro, le temblaban las manos, bebía cerveza constantemente y en pequeños sorbos… y comenzó a hablar mirando para otro sitio.

  • Me he equivocado, Carlos – dijo al fin -; mi reacción de esta mañana fue tan estúpida como la de Jorge. Pensarás que voy a confesarte que lloraba por haber oído aquellas burradas sobre Alicia. Y no es eso, amigo; lloraba porque creo que voy a perderte.

  • ¿Qué? – comenzó a preocuparme - ¿A perderme? ¡Dime lo que quieras! Sabes cómo soy. Suelta lo que sea, pero no te calles, por favor.

  • Está bien, está bien… – siguió como perdido -; si no te gusta lo que voy a decirte… menos me gusta a mí hablar de ciertas cosas… No voy a dar rodeos. Mándame a la mierda si quieres, pero creo que… me he enamorado de ti.

No pude evitar respirar profundamente mientras intentaba disimular la mezcla de terror y de ilusión que me habían provocado aquellas últimas palabras. No podía – ni quería – mostrarle disgusto, pero no sabía si sería conveniente decirle que estaba viviendo uno de los momentos más deliciosos y misteriosos de la tarde, del día… quizá de mi vida. Respondí por instinto al verlo retener su llanto.

  • Me alegro, Ignacio; si llegas a enamorarte de otra persona… no sé qué hubiera hecho.

  • ¿Cómo? - me miró espantado -.

No hice ni dije nada. Seguí mirándolo fijamente.

3 – Cartas invertidas

Había caído en una curiosa trampa. No sabía si Ignacio lo había premeditado así pero, diciéndome que se había enamorado de mí y esperando mi reacción (que fue buena), era yo el que parecía estar declarándome a él ¡Acababa de decirle que me alegraba de que se hubiera enamorado de mí! ¿Qué hubiera pasado si me hubiese indignado al oírle decir aquello?

Como si nos hubiésemos puesto de acuerdo, nos levantamos apurando la cerveza y fuimos a pagar. Agarré su mano cuando la llevó al bolsillo para sacar la cartera y lo miré con dulzura.

  • La primera la pago yo, ¿no?

Miró mi mano, que retenía la suya pegada a su pierna. No estaba apretándole, pero relajé mis dedos aún más y acaricié los suyos. No se habló nada. Me pareció increíble que un silencio tan largo se estuviese convirtiendo en la más bella de nuestras conversaciones. Ni me paré a pensar que estaba pagando unas cervezas. Aparté mi vista de sus ojos un instante para saber cuánto debía, puse allí unas monedas y salimos despacio del bar.

En ese momento, sabiendo que mi amigo no iba a poder articular una palabra más, fui yo el que hablé como queriendo hacerle ver que, sin decir nada en serio, nos habíamos dicho que estábamos enamorados. Evité usar esas palabras que a todos nos asustan.

  • Quizá yo no sea tan expresivo como tú, Ignacio. Me sentí muy mal cuando te vi llorar, pero no creas que no pasó por mi cabeza lo que podía estar pasando por la tuya. Me parece que los dos pensamos lo mismo; los dos hemos hecho lo mismo: mirar y callar. Has sido valiente al ser tan claro… aunque tengas en el cuerpo más de una cerveza.

  • No lo sé; no estoy borracho – estaba muy nervioso -; no podía aguantar lo que me pasaba y me lo he jugado todo a una carta…

  • Ahora me toca a mí jugar – volví a tomarle de la mano y a mirarlo - ¿Qué hacemos? Yo sé lo que siento, pero no sé qué hacer ¿Tú qué has imaginado mientras sentías eso y callabas?

  • ¡Ni idea! – me ocultaba algo -. Muchas noches no he podido dormir pensando en ti. No me preguntes por qué.

  • No, no – apreté su mano -, no voy a preguntarte. Ya has dicho lo que querías decir y has visto mi respuesta. Quizá tú hayas pasado algunas noches en vela, pero yo te he mirado a escondidas mucho tiempo.

  • ¿De verdad? – se paró mirándome incrédulo - ¿Pensabas en mí? ¡Yo también! No puedo apartarte de mi mente.

No quise seguir aquella conversación ¿Para qué? Sabía que Ignacio había estado pensando en mí. Yo había estado pensando en él, lo había observado a escondidas, me había masturbado, asustado, imaginando que lo tenía entre mis brazos. Estaba seguro de cuáles eran sus deseos; sencillamente porque serían los mismos que los míos.

  • He olvidado el dinero en casa y traigo muy poco – le dije -, así que vamos a ir un momento a por más.

Sabía que no iba a decir nada. Ni siquiera puso la excusa tonta de que le tocaba pagar a él. Sabía lo que le estaba diciendo. Sabía que mis padres habían ido a una boda y que íbamos a estar solos. Su silencio era una enorme demostración de confianza en mí y, al mismo tiempo, una extraña manera de decirme que deseaba estar solo conmigo.

Caminamos hacia casa y me puse a hablarle de otras cosas. Me costó mucho trabajo buscar un tema que no nos llevara otra vez a lo mismo. Fuimos dialogando, como si nada hubiera pasado, hasta que llegamos a mi portal. Se paró en seco, miró hacia arriba como asustado y, volviendo a mirarme, movió su cabeza con un claro signo de conformidad. Deseaba lo mismo que yo; y yo no sabía ni lo que deseaba…

4 – Extraño lenguaje

Abrí la puerta de casa contento y le hice un gesto para que entrase. Era la primera vez que iba allí y miró alrededor con curiosidad. Estaba viendo dónde vivía yo. Muchas veces, cuando nos veíamos en la calle, había estado a punto de decirle que me gustaría ver su casa. Quería saber cómo era, dónde comía, dónde dormía. Las miradas de Ignacio, parado en el centro del salón, hubieran sido las que yo hubiera lanzado en su casa. Sabía que querría conocer mi dormitorio y, sin otra intención que enseñárselo, lo llevé despacio por el pasillo y empujé la puerta.

  • Aquí duermo – dije -, estudio, pienso, escribo. Es mi pequeño mundo.

  • Yo también tengo el mío en medio de un manicomio – pasó – y sé a qué te refieres. No lo imaginaba así.

  • Yo no imagino el tuyo – no me separé de él -. He intentado verlo cerrando los ojos, pero caigo en el error de pensar que debe ser como este.

  • No, no es igual – respondió pensativo -; te llevaré a verlo, pero te advierto que mis hermanos no te van a dejar tranquilo ni un momento. Ahora no entiendo por qué hemos estado viéndonos siempre en la calle ¿Sabes una cosa? A veces he estado a punto de decirte que viniéramos a tu casa… Me parecía un atrevimiento.

No contesté. Yo había estado haciendo lo mismo. Quizá, a pesar de que me encontraba en mi terreno, fue un arranque por mi parte acercarme a él más de lo normal. Sin llegar a tocarlo, estaba frente a Ignacio mirándolo con total libertad; sin miedo a que alguien pudiera decirme con mofa… «¡Estás mirando a un tío!». Sí. Estaba mirando a un tío, pero no a uno cualquiera para mí; aunque siguiera sin entender por qué hacía aquello.

  • ¿No ibas a coger dinero? – me preguntó intrigado -.

  • Sí – me quedé pensativo -, iba a coger dinero. Ahora iré a por él.

  • Creo… - no se separó -, creo que ninguno de los dos sabemos qué hacer.

  • No te equivocas – susurré -. Te juro que no me he visto en otra igual.

  • Ni yo – respondió también con un susurro - ¿Qué se supone que deberíamos hacer?

  • Se supone… - dudé – que lo normal, es decir, lo que hemos estado pensando a solas, ¿no?

  • No soy capaz – bajó la vista -; una cosa es lo que uno piensa y otra cosa es hacerlo… ¡Si hiciéramos todo lo que pensamos!

  • ¡Hagámoslo! – me arriesgué -. No voy a molestarme; al revés ¿Tú te molestarías?

  • ¿Qué? – aguantó la risa - ¡He pensado en muchas cosas! Ahora que estamos solos… ¡no sé qué hacer! Empieza tú.

  • ¡Qué fresco! – puse mi mano en su pecho - ¡Otra vez tengo que empezar yo! Te toca mover…

Mirando mi mano en su pecho, comprendió que yo había dado un pequeño paso más; aunque nada fuera de lo corriente. Pareció darse cuenta de que había sido él el que había empezado todo aquello y, conteniendo el espanto, fue moviendo su cabeza lenta, inapreciablemente, hacia la mía. La fue inclinando y mis ojos descubrieron sus labios acercándose a los míos. Hubo todo un cúmulo de sensaciones juntas: temor, vergüenza, ansias, deseo… Estaba empalmado.

Sus labios cálidos se posaron brevemente sobre los míos. Jamás me había sentido tan afortunado y tan excitado. Retiró su boca en unos segundos, me miró con los ojos entornados y agachó la vista. Levanté la mano que estaba en su pecho y, tomándole la barbilla, fui contundente.

  • ¡No! – musité - ¡Ahora no! ¡Sigue! ¡No lo dejes!

Me pareció curiosamente arrepentido de lo que había hecho, así que mi otra mano se levantó hasta su cuello, tiró de su cabeza y se volvieron a unir nuestros labios. Lo había visto en las películas y, aunque no era una chica, comencé a besarlo tal y como me salió del alma; tal como lo había imaginado algunas veces. Y así comenzó nuestro primer beso.

5 – La magia del instinto

Seguíamos de pie en medio de mi habitación y comenzaba a oscurecer. Sus rasgos se fueron difuminando en la penumbra y quise verlo de otra forma. Tomé sus manos y apretó las mías. Tiré de él y dio un corto paso hasta unirse a mi cuerpo. Volvimos a besarnos, pero desesperadamente.

Estaba entrando en algo parecido a un éxtasis cuando se separó de mí.

  • Me asusta esto, Carlos – susurró - ¿Y si vienen tus padres?

  • ¡No! – le hablé al oído -; volverán tarde de la boda. No tengas miedo. Lo único que debemos hacer es no tocar nada.

  • ¿Por qué?

  • Lo que quiero decir es que no debemos dejar señales de haber estado aquí. Mi padre me mataría si se da cuenta de que he traído a alguien.

  • ¡No me asustes!

  • Noooo – suavicé la situación -; lo que quiero decir es que tenemos que dejar todo como está. Me apena que tenga que ser así.

Miré disimuladamente a mi cama pensando y vio mi gesto casi a oscuras.

  • ¿Tampoco podemos sentarnos?

Me apenaban aquellas circunstancias. Me moví un poco y pegué mi cuerpo a su costado. Volvió la cabeza despacio sin dejar de mirarme. El dorso de su mano estaba rozando mis pantalones y se movió casi con temor adelante y atrás. Un suave movimiento se convirtió en una suave caricia. Sentí un placer tremendo.

Sin decir nada, como temiendo incluso a ser oído, comenzó a volverse de espaldas y mi vista se posó en su cuello y mis manos se aferraron a su cintura. Echó la cabeza hacia atrás hasta que se posó en mi hombro y apreté mi cuerpo contra el suyo. Me pareció que se retiraba un poco y se movía y, en unos segundos, noté cómo caían sus pantalones al suelo.

Volví a pegarme a él pero sintiendo claramente que estaba en calzoncillos. Fue instintivo. Mis manos se movieron hacia su vientre y bajaron despacio hasta tocar su entrepierna. Era la primera vez que tocaba una polla que no fuese la mía; la suya. Suspiró entrecortadamente; casi sorprendido de que estuviese ocurriendo aquello. Supe que me estaba equivocando. También me retiré un poco de él y abrí mis pantalones aprisa dejándolos caer y volviendo a apretarlo entre mis brazos.

Sentía tanta vergüenza como yo y por eso no hablábamos. Fui acariciando sus slips como si fueran su piel y sus dedos comenzaron a juguetear con mis elásticos mientras rozaba mi bulto por su culo con toda la delicadeza que me transmitía.

  • No – dijo -; no puede ser. Tengo miedo de estar aquí. Me gustaría estar en un sitio seguro.

  • ¿Prefieres que paremos?

Lo pensó y le costó trabajo contestar.

  • ¡No! Hazme lo que quieras. Sólo me importa que seas feliz tú.

Sabía que mis padres tardarían en llegar y, sin embargo, me asustaba la situación tanto como a él. Lo empujé poco a poco, caminando con dificultad, hasta que puso sus manos en la pared. Encontré sus nalgas por el color claro de la tela. Mi habitación estaba ya casi a oscuras. Agarré sus slips y tiré de ellos hacia abajo con mucho cuidado. Se agachó un poco y apretó su culo contra mí.

Comencé a acariciar sus nalgas suaves y, de vez en cuando, mi mano se movía con rapidez hasta abarcarle la polla. No sabía por dónde empezar e Ignacio me lo aclaró. Tiró sin piedad de mis calzoncillos, agarró mi polla y la restregó por su culo varias veces hasta llevar la punta entre sus piernas.

Nunca había hecho aquello y me sorprendió notar que estaba entrando en él. Dolía; no lo había imaginado así, pero apreté poco a poco hasta que le oí quejarse.

  • ¡Perdona!

  • Calla y sigue, Carlos – musitó -; no podemos perder el tiempo.

Agarré fuerte sus caderas y seguí empujando poniendo atención para no lastimarlo. Cuando me di cuenta, la punta de mi polla había pasado una barrera; estaba dentro de él. Tomó aire y empujó. Así supe que no estaba lastimándolo… y comencé a follarlo. Me daba lástima. Me parecía estar torturándolo. Sólo su rostro, al volverse en la oscuridad buscando mi boca, me estaba diciendo que gozaba.

Seguí moviéndome, pero aquello no era nada parecido a una paja. El placer era infinito; inimaginable. Comencé a follar más y más y nuestros gemidos se fueron mezclando en aquel rincón. Me corrí al poco tiempo empujándolo contra la pared.

  • ¡Gracias! – oí -; nunca hubiera imaginado esto.

  • Ni yo, Ignacio – contesté sinceramente -; no lo he hecho por placer. Me parece que te quiero.

  • ¿De verdad?

Fue separando su cuerpo del mío lentamente y noté algo desagradable cuando mi polla salió de su agujero. Era como si algo la hubiese empujado hacia afuera. Me quedé sobre él.

  • De verdad – mordí su cuello - ¿No me crees?

  • ¡Sí! – se agachó para ponerse los pantalones -. Te creo porque yo siento lo mismo y sé que no estás aquí conmigo simplemente para…

  • ¡No! – le interrumpí -; hoy ha sido así. Tenemos que estar juntos mañana. Siempre.

  • ¡Claro! – se movió inquieto -, pero vámonos. Si entran tus padres me muero de vergüenza.

  • ¿Y qué vamos a hacer? – me asusté - ¡No tenemos un sitio para estar juntos y solos!

  • ¡Vístete! Cuando salgamos te diré qué podemos hacer.

6 – Planes imposibles

Y de noche, paseamos un poco por los jardines que había junto a mi casa. Las farolas comenzaban a dar esa desagradable luz amarillenta que cambiaba el bello color de sus ojos. Le hice un gesto y nos sentamos en un banco cerca de una farola apagada.

  • ¿En qué piensas? – pregunté -. Te veo un poco serio y me temo que no te haya gustado…

  • Sí – se precipitó -. Ha sido maravilloso. Siempre había pensado en algo contigo y nunca sabía en qué pensar. Ahora es distinto. Cuando me acuerde de esto…

  • Lo sé. Creo que me pasará lo mismo. Recordaré estos momentos. Lo que pasa es que no sé cuándo podrán repetirse.

  • No me importa – me sonrió -. Con que no me dejes, seré feliz ¡Lo he soñado tantas veces! No es igual sentirlo ¿A que no?

  • ¡No! ¡Me ha encantado! La próxima vez lo hacemos al revés.

  • Da igual – me miró sonriendo abiertamente -. Casi prefiero repetir eso… si quieres.

  • Haremos lo que tú quieras.

  • ¡Claro, gracias! Y… ¿dónde?

  • Eso ya hay que pensarlo mejor. Como ves, mis padres salen poco a las horas que podemos y, encima, estaremos todo el tiempo temiendo que aparezcan. Me imagino qué pasaría entre nosotros si estuviéramos en un lugar seguro.

  • Oye… - pensó brevemente - ¿A ti te dan dinero todas las semanas para tus gastos?

  • Sí. No mucho, pero me dan – me toqué los bolsillos -.

  • ¿Y si no gastamos nada, lo ahorramos y alquilamos un sitio para los dos? Podemos decir que necesitamos un estudio… De todas formas, con una familia como la mía, es un riesgo. Algunas semanas me dan menos y otras… mi madre le pide prestado a la vecina.

  • Está claro – concluí -. Ni tú ni yo hemos nacido en una familia de dinero. Me jode que para estar juntos necesitemos gastar.

  • Tengo unos ahorros, ¿sabes? – se ilusionó -. Si alguna semana no me pueden dar dinero, puedo cogerlo de ahí… Pensaba comprarme una moto usada.

  • Sé que sería un sacrificio, Ignacio – comencé a dar vueltas al asunto -. Podríamos salir antes de casa y no tomar el autobús. Ahorraríamos mucho dinero al día.

  • Sí. También podríamos llevarnos algo de casa para desayunar a media mañana ¿Tú podrías?

  • Creo que sí – empecé a verlo claro -. Si ahorramos esos gastos de diario, los dos, podremos reunir algo de dinero.

  • Estamos inventando fantasías – agachó la cabeza -. No tendremos dinero nada más que para una habitación de hotel a la semana ¡Quiero estar contigo!

  • Déjame pensar – propuse -. Tal vez mi madre suelte guita si le digo que necesito una habitación para estudiar. Sólo insistirá en que use condones. Tendrá que darme más dinero para comprarlos. Mi padre ni se enterará.

7 – Primer día, primer error

Volví a casa contento después de haber podido besar a Ignacio en la media luz del parque. Estaba dispuesto a convencer a mi madre de que necesitaba alquilar una habitación barata y, al sospechar que podría andar llevando a alguna chica, me daría dinero para comprar condones. Todo ese dinero podría ahorrarlo.

  • ¡Pasa, anda! – dijo mi madre al verme en la puerta -. No me eches a mí las culpas de lo que diga tu padre. La próxima vez, sé un poco más astuto.

¿Qué había pasado? Tuve mucho cuidado de dejar todo como estaba. Me temía lo peor.

  • Pasa, imbécil – me saludó mi padre -. No quiero hablar de estos asuntos. Si me has tomado por idiota, te equivocas. A tu cuarto directamente. No hay cena. La próxima vez que metas a una puta en esta casa, sales con ella ¿Queda claro?

  • No seas así con el chico, Manolo – intervino mi madre -. Pueden decirse las cosas de otra manera.

  • ¿Ah, sí? – contestó con ira -. Vuelves a defenderlo y te quedas a dormir en el sofá.

Pude ver claramente que a mi madre no le había gustado nada aquella situación. Me encerré en mi dormitorio, me senté en la cama y acabé echando la cabeza en la almohada y llorando desconsoladamente.

No pasó casi nada de tiempo cuando abrió mi madre la puerta – cosa que no hacía jamás -, entró en el dormitorio y se acercó a acariciar mi cabeza.

  • Lo siento, hijo – musitó -. No hace falta que te diga cómo es tu padre. Me ha hecho pasar la vergüenza más grande de mi vida ante todos nuestros amigos. Creo que voy a separarme ¿Te importa?

  • No tienes que pedirme permiso para tus asuntos, mamá. Me iré contigo.

  • Así me gusta. Decide por ti mismo. Lo que tienes que hacer es usar un poco más el ingenio mientras tanto. Nos iremos a vivir juntos a un lugar agradable donde podamos hacer y decir lo que pensemos. Descansa, bonito – me besó -; sabes que siempre me vas a tener de tu parte. La próxima vez que vengas a casa tienes que ser más cuidadoso con lo que haces.

  • ¡No, no, no! Nunca voy a volver a esta casa porque no la siento como mía.

  • Ni yo – dijo resignada -. Has venido con alguien porque con las prisas olvidaste los veinte euros que te dejé en el cofre. Están ahí.

  • ¿Y papá lo sabía?

  • No; no sabía ni ha sabido nunca lo que te doy. Eres mayor y necesitas dinero mientras estudias. Tienes muy buenas notas; no puedo privarte de eso.

Se alejó y abrió la puerta para salir y, antes de abrirla del todo, volvió a cerrarla.

  • Tu padre es como un sabueso, Carlos. No has dejado ninguna pista, pero al entrar olía claramente a un perfume. No es el tuyo.

  • ¡No he traído a ninguna puta, mamá! De verdad.

  • Lo sé, hijo. No se parece en nada a una puta. Lo sé muy bien porque conozco ese perfume. Dile a tu amigo que no se lo ponga si va a entrar en esta casa; antes de que nos vayamos de aquí, claro. Dile de mi parte que tiene muy buen gusto para elegir su perfume masculino. Y tú hueles a él…

(Dedicado a Ari, que dejó su perfume pegado en mi nariz para toda la vida)