Ida y vuelta (1)

A veces pensamos en hacer viajes sin retorno, pero el destino puede cambiar las cosas como no lo imaginamos.

Ida y vuelta – Parte 1

No había demasiada gente en la estación. El fin de semana – según habían dicho – iba a ser poco soleado y pensé que la gente había decidido quedarse en casa. Aún así, se veía algo de movimiento y, como faltaba más tiempo de la cuenta, me salí a la calle a fumarme un cigarrillo. Cuando volví a entrar ya se veía más animación y me dirigí a mi tren sin prisas buscando el vagón que me tocaba. La temperatura dentro del tren era más o menos la misma de la estación, pero decidí soltar la mochila y quitarme el chaquetón. Al llegar a mi asiento, observé que me acompañaría en el viaje un chico de mi edad – unos veinticinco años – que parecía estar medio dormido pero se levantó para ayudarme a subir el equipaje al altillo del vagón. Movió algunas de sus cosas y me hizo más hueco; luego me ayudó a subirla.

Nos sentamos en silencio a esperar después de darle las gracias y no cruzamos ni una palabra más hasta que el tren se puso en marcha. Volviendo su cara hacia mí despacio, y sacando un pequeño libro, me dijo:

  • ¿A qué camping vas?

Le miré y observé su mirada profunda y sus ojos claros:

  • Voy hasta el final – le dije -, pero la verdad es que no tengo ningún plan.

  • ¿Y siempre vas a hacer camping solo?

Aquella pregunta me extrañó mucho; él iba solo.

  • No, no. Siempre he ido a uno en concreto y con un grupo de amigos y amigas. Pero esta vez necesito pasar estos días meditando y mezclándome con la naturaleza. He perdido a un amigo.

Me miró con sorpresa y serio:

  • ¡Jo!, perdona, tío; lo siento.

  • No, hombre, no – le dije tranquilo -; no he querido decir que se haya muerto nadie, sino que… nos hemos peleado. Por cierto… ¿Cómo te llamas? Yo soy Eduardo, pero todos me dicen Edu.

  • Yo soy Felipe, tío – me tendió la mano -; ¡Encantado!

  • ¿Y sabes de algún camping allí que merezca la pena pero no sea muy bueno? – le pregunté -; no quiero a mucha gente dando la coña a mi alrededor.

  • ¿Quieres ir a un camping malo? – preguntó asombrado -; bueno… hay uno que no es muy grande pero la verdad es que está bastante abandonado. Primero hay que subir por una carretera estrecha y curva unos doscientos metros y allí te atiende una señora con muy mal genio, pero desde allí a un sitio retirado hay que subir caminos de tierra muy empinados.

  • ¡Justo lo que estaba buscando! – exclamé -; perderme.

  • Yo voy a uno que no está mal – contestó -, pero seguro que hay mucha gente.

  • Si nos vemos a la vuelta – le dije en broma -, me dices si te han dejado descansar.

  • ¡Vaya, tío! – se echó a reír -, me estás haciendo pensar en irme contigo al otro. Subiendo el camino principal, que es muy largo, hay dos caminos; uno para cada lado. Si lo que queremos es estar cada uno a solas, tú tiras para un lado y yo para el otro.

  • No es mala idea, Felipe – le dije -, pero no quiero que cambies tus planes. Al final, los dos buscamos estar solos, ¿no?

  • Además – añadió -, te aseguro que no pienso darte la coña; como si no estuviese allí ¿Te mola?

  • ¡Vale! – le dije -, así estaremos solos pero no muy retirados… por si acaso.

Cuando llegamos al pueblo todavía era lo suficientemente temprano para tomar un desayuno, así que nos metimos en la cafetería y nos comimos unas buenas tostadas con un café.

  • A ver – le dije -, busquemos ese camping.

  • No hace falta, tío – me dijo muy seguro -, yo sé dónde está aunque estuve una vez y tuve muy mala experiencia.

  • ¿No hablarás de ladrones o fantasmas…? – le dije riendo -.

  • No, no, Edu – contestó muy serio -, hasta ahí no llegan las cosas.

Recorrimos un buen trozo de carretera con una montaña a la derecha, hacia donde sale el sol, y vimos el cartel medio roto y que no veía una mano de pintura desde que el hombre puso su pie en la Luna.

  • Es este – me dijo -; ahora hay que subir un buen tramo estrecho y con muchas curvas. Hay que tener cuidado con los coches, que se creen que no hay gente que suba andando.

Comenzamos a subir a buen ritmo pero se nos iba notando la respiración acelerada, cuando me dijo:

  • Oye, tío, perdona mi indiscreción, pero ese amigo que… se te ha ido y tú ¿teníais una amistad muy grande?

  • La verdad es que sí, Felipe – le contesté ahogado y mirando al suelo -, pero de eso prefiero no hablar ¿Te importa?

  • ¡Jo! En absoluto – contestó -; ya sé que soy un métomeentodo y que hago preguntas fuera de lugar. Sigamos subiendo al mismo ritmo, que después hay que hablar con la vieja y seguir por el camino de tierra hasta arriba. Espero que no haya problemas.

  • Me da la sensación – le dije riéndome al recordar el cartel -, que habrá sitio.

Al llegar, había una valla encalada – supongo que hacía también bastantes años de eso – con una verja. Entramos y fuimos a una casita que estaba a la derecha de un camino de tierra. Efectivamente, la vieja tenía muy malas pulgas, pero también un cierto encanto. Nos trató como si fuésemos niños y nos dio – como dijo Felipe – las dos últimas parcelitas más lejanas y más altas.

  • Tened cuidado, hijos – nos siguió hablando al salir -, que hay piedras en el camino y os podéis caer con las mochilas y todo ¡Ah!, recordad que no quiero basura en el campo; metedla en una bolsa y la bajáis al cubo que está ahí; y de fuego… ¡nada!, que tengo muy malas experiencias. La otra mitad del dinero, el domingo a primera hora ¿eh?

Cuando caminamos cuesta arriba unos metros, me dijo en voz baja Felipe:

  • ¿Has visto? ¿A que es una coña de tía?

  • Sí, sí – le dije -, pero por lo menos parece sincera y no cobra demasiado.

Montamos la tienda de Felipe al final de la vereda que iba hacia la izquierda; bastante lejos. La cerró bien y fuimos hacia el otro extremo, que parecía menos transitado porque había mucha hierba verde en el camino y se hacía resbaloso.

Cuando terminamos de montarla nos sentamos un poco en unas rocas húmedas y nos fumamos un cigarrillo cuando se nos quitó el ahogo. Estábamos a bastante altura y a mucha distancia de la entrada. Hablamos algunas cosas y fui descubriendo que Felipe era un tío muy gracioso, cariñoso y sincero. Me contó algunas cosas de su vida. Por ejemplo, me enteré de que siempre iba de camping solo porque, según él, para estar con lo demás, la ciudad era más cómoda, aunque reconoció que la noche en un camping le asustaba, pero no me dijo el motivo.

Estuvimos juntos aquel día por el pueblo, pero le advertí que era una excepción. La verdad es que estar a su lado me estaba haciendo olvidar a mi ex, pero me horroriza enamorarme de alguien si no sé que le va el rollo.

Cuando comenzó a bajar el sol, comenzamos nosotros a subir hacia el camping:

  • Ya lo sabes, tío – le dije -, cuando nos separemos estaremos como en lugares distintos. Tú en tu tienda y yo en la mía hasta que nos vayamos.

  • Estoy de acuerdo, Edu – me dijo jadeando -, yo también he venido a estar solo.

Mientras hablábamos en aquella extraña y solitaria encrucijada, comenzó a caer una fina lluvia y nos despedimos rápidamente con un «hasta luego» que parecía premonitorio.

Corrí hasta mi tienda con mucho cuidado porque la hierba mojada podía dejarme caer y, lo que me parecía más peligroso, podía lanzarme montaña abajo entre rocas y zarzas. Comenzó a llover más fuerte y mis botas se pusieron empapadas. En cuanto llegué a la tienda, la abrí y me metí rápidamente. Me senté casi ahogado y fui cerrando poco a poco desabrochando mientras las botas y dejándolas luego a un lado. Me pareció extraño que de mi boca saliese vaho; era señal de que la temperatura había bajado mucho, así que me sequé bien con la toalla de baño y me cambié de ropa para meterme en el saco. No quería ni siquiera encender la lámpara para leer, pero la encendí y la puse fuerte para ver si daba un poco de calor.

Sentado en el saco, con medio cuerpo fuera, no quería acostarme tan pronto y el ruido del agua era cada vez más fuerte. Tengo que confesar que estaba asustado. Comencé a pensar que no quería estar solo y mi corazón latía más aprisa de la cuenta. Así pasé, quizá, más de media hora hasta que oí ruidos en el exterior; unos pasos se acercaban con rapidez:

  • ¡Edu, Edu – oí gritar a Felipe -, déjame entrar, por favor!

Le abrí inmediatamente pero no quise que notase que yo estaba asustado:

  • ¿Qué te pasa, tío? – le pregunté al entrar -; traes mala cara.

  • Déjame que te lo cuente cuando descanse – dijo -; por favor.

  • Está bien, está bien – le di la toalla -; quítate las botas que vas a resfriarte. Déjalas ahí junto a las mías.

  • ¡Joder! – exclamó -, nadie se asusta porque le llueva haciendo camping, pero necesito contarte algo.

  • Lo que quieras, tío – le ayudé a secarse -, quítate esa ropa empapada. Verás que la tienda se ha calentado un poco con la lámpara. Aunque sea temprano, nos meteremos en el saco y… a dormir.

Me miró extrañado a la luz de la lámpara y sonrió:

  • No me la das, Edu – me dijo -, no me la das.

  • ¿Qué? – pregunté exageradamente - ¿Qué quieres decir?

  • Que estás tan asustado como yo – dijo seguro - ¿Me crees gilipollas?

Estuve algún tiempo callado. Pensé que quería insinuarme que estaba deseando de que se metiera en el saco conmigo.

  • Tan asustado como tú, sí, es cierto – le dije al final -, no entiendo el por qué. Me he sentido solo presintiendo que algo malo iba a pasar. No es época de lluvias y mucho menos de tanto frío.

Y mirándome con una preciosa sonrisa mientras brillaban sus ojos con extrañas formas de las sombras en su cara, comenzó a hablar y me quedé mudo:

  • ¡Mira Edu! Una vez, me vine de camping solo en una época de lluvia. No me importa la lluvia, pero aquella era cada vez más fuerte. Fue el año pasado. Me metí en el saco e intenté dormirme pero me pareció que la tienda se movía. Estaba aterrorizado. «La lluvia no mueve las tiendas», me decía a cada segundo. Pero se movía más y más. Ya era muy tarde, pero abrí para ver lo que pasaba. Pensé que podría ser una gamberrada. No, Edu, no era una gamberrada. El agua había formado una corriente que pasaba justo por donde estaba mi tienda. No podía salir de allí… o no quería. Por fin, cesó la lluvia y, aunque seguía moviéndose la tienda, me metí en el saco derrotado y me quedé dormido. Por la mañana, un poco de luz me despertó. Hacía muchísimo frío. Volví a abrir un poco la tienda y me quedé asombrado. ¡El agua estaba helada! ¡Tenía la tienda sobre una capa de hielo! Pero asomándome más, vi que al lado izquierdo, hacia donde iban las aguas, se había desprendido la tierra y había una cascada helada. Pensé que era un mal sueño, pero no sabes cuánto me costó desmontar la tienda, salir de aquí pitando y olvidar el episodio.

  • No, Felipe, no – le dije con deseos de acariciarlo -, nada de eso va a pasar. No hace frío para una helada y has llegado a la tienda sin atravesar ninguna corriente.

  • Te estoy jodiendo tu deseo de soledad – se echó a llorar -. Perdóname; volveré a mi tienda.

  • Nada de eso – le dije agarrándole fuerte el brazo -. Yo tengo tanto miedo como tú ¿sabes? No me vas a dejar solo ni yo voy a dejarte solo ¡Venga! Sécate bien y ya estamos en el saco aunque estemos hablando toda la noche.

Nos metimos en el saco y dejamos la luz encendida. Cerramos hasta arriba pero se seguía sintiendo el frío y yo sentía la necesidad de abrazar a Felipe para entrar en calor, pero no eran las circunstancias más apropiadas, así que seguí mirando al techo y estuvimos hablando un poco de todo. En cierto momento, salió el tema del amor y del sexo y me pareció que, al menos, nunca nombraba a las tías como protagonistas de sus experiencias. Fallé. Mi mano se movió un poco hacia él y le acaricié la nalga.

  • ¡Eh, oye, tío! – se levantó mirándome - ¿Te estás insinuando?

  • No, no, por favor, Felipe – le dije muy preocupado -, dejemos las cosas como están. Ha sido sin querer; estamos muy juntos y hace mucho frío.

Dejó de mirarme y me dio la espalda en un silencio infernal. Creí que pasaría la noche con miedo a que le metiese mano y me di la vuelta hacia el lado contrario.

Hubo un silencio largo donde se oía incluso el ruido de tragar saliva. De pronto, movió su cuerpo un poco y pegó su espalda a la mía. Estaba claro; sentía mucho frío. Moví mi cuerpo disimuladamente para separarme de él un poco y volvió a moverse hasta poner su espalda pegada a la mía otra vez y dijo muy suavemente:

  • ¿Es que no me vas a proponer que nos abracemos para quitarnos este puto frío? ¡Joder!

Me di la vuelta sin decir nada y él lo notó e hizo lo mismo. Su mano se posó como una paloma en mi costado y comenzó a restregarlo con cuidado. Tenía que hacer lo mismo; no me parecía justo dejar de darle calor por el qué me dirá mañana. Puse mi mano con pánico en su costado y no dijo nada, así que le fui restregando también un poco.

  • ¿No es mejor así? – me miró sonriendo -; necesitamos darnos calor. Pensarás que me refiero sólo al calor del cuerpo. No, Edu, no me engañes. Podemos darnos calor uno al otro.

Me quedé mudo. Me parecía entender lo que estaba insinuando, pero preferí continuar en silencio un rato.

Tiró de mi cuerpo un poco y me miró fijamente:

  • ¡Coño! – exclamó bromeando - ¿Es que no me vas a proponer nada?

Tragué saliva:

  • Eres muy guapo, Felipe – le dije -, no quiero problemas con los amigos.

  • ¿Y si yo te pido que seamos algo más que amigos? – deslizó su mano más abajo -; te has quedado sin tu otro amigo y estás sólo. Encima me dices que soy guapo… ¿Es que tú no te has mirado al espejo?

Dejé de hablar durante un buen rato y su mano bajaba cada vez más hasta mi cadera y tiraba un poco de mí hacia su cuerpo. Nos mirábamos fijamente mientras nos restregábamos uno a otro y comenzó a hablar:

  • Ya no tengo miedo; ya no tengo frío; ya no quiero la soledad que venía buscando. No sé qué me llega de ti, pero sí quiero saber si te molesta esto. Soy muy atrevido a veces. Debería haberte dejado en esa soledad que buscabas y no meterme en tu vida.

Se equivocó al decir eso, porque comenzaba a notar que la pena que no me dejaba pensar porque me habían abandonado, empezaba a desaparecer.

  • Felipe… - me costó trabajo decirlo - ¿Quieres abrazarme?

  • ¿Tú quieres?

  • Lo estoy deseando – dije temblando -, me has quitado el sufrimiento que traía.

Su cara se fue acercando muy lentamente a la mía y comencé a acercar la mía a la suya hasta que nuestros labios, medio secos, se quedaron casi pegados un segundo y se oyó un chasquido. Comenzamos a besarnos cada vez más. Notaba el interior de su boca cálido y los movimientos de su lengua delicados. Por fin, bajó su mano hasta mi nalga, me acarició con verdadero esmero y me apretó a él. «Soy tonto, tonto», me dije. Ahora que sé que me desea y que estoy deseando de unirme a él en una sola cosa, me asusto. Comenzó a rozarse conmigo y noté que ya estábamos los dos bien empalmados. Fue el pistoletazo de salida. Lo abracé con verdadero cariño y, sin dejar de besarnos, rozábamos cada parte de nuestros cuerpos hasta que echó una de sus piernas sobre mí, me empujó un poco y se puso encima ¡Joder! En mi cabeza rondaba un tremendo pánico a que por la mañana me abandonase, así que le dije que parase un momento.

  • ¿Quieres un poco de coñac? – le pregunté -; necesito descansar un momento si no quieres que me corra ya.

Entonces se limitó a decir un «sí» por lo del coñac y comenzó a moverse de forma que supe que se estaba quitando los calzoncillos. Luego, mientras bebíamos un poco entre risas, empezó a tirar de los míos, pero no podía quitármelos, así que me los quité yo y le cogí la polla sin ningún otro preámbulo.

  • ¿Te gusta? – preguntó -; es toda tuya.

  • Me encanta, Felipe – le dije riendo -, pero según lo que me dice mi tacto.

Entonces agarró la mía con fuerzas:

  • ¡Joder! – exclamó antes de tomar otro trago -, pues mi tacto me dice que la tuya me gusta.

Y dejando la botella a un lado, comenzamos a rozarnos una y otra vez y fui agarrando sus nalgas y apretándolo contra mí mientras nos besábamos sin prisas. No cambiamos de postura en mucho tiempo. Parábamos cuando él o yo sentíamos que nos corríamos, pero estaba claro que los dos intentábamos que aquello durase mucho.

No sé cuánto tiempo estuvimos así, pero hubo un momento en que él dijo que ya no aguantaba más y sentí una cascada de semen caliente en mi vientre y en mi pecho y tuvo él que sentir el mío. Restregamos nuestros cuerpos empapados en esa maravillosa mezcla de leches mientras nos llegaba su olor. Se echó a un lado pero seguimos abrazados. Cuando noté que nos dormíamos pegados, apagué la lámpara.

Al despertar, vi algo de luz y noté que Felipe estaba detrás de mí agarrado fuerte a mi cuerpo. Era la hora de levantarse.