Ibiza

Aquel verano del 82 en Ibiza fue uno de los que mejor recuerdo. Allí despertó en mí una insaciable necesidad de mostrar mi cuerpo y mi sexo en público...

De aquella experiencia guardo un buen recuerdo.

Ocurrió durante nuestro viaje a Ibiza. La Eivissa de antaño. La teníamos muy cerca —la ciudad— del conglomerado de pequeñas casitas encaladas y tejados de rojo anaranjado que brotaban como setas albinas de las faldas de un acantilado verdoso, una de las cuales habíamos arrendado. Sol enorme desparramándose a base de lametazos ardientes, refulgiendo en el encalado como rayos cósmicos, cegadores. Calor bestial, de los que invitan a tumbarte desnuda sobre el suelo de la terraza, a la sombra, con las extremidades separadas, boqueando como un pez en busca de una migaja de frescor.

Mario y yo habíamos alquilado una de esas casitas durante dos semanas en aquel verano del ochenta y dos. Una época de ilusiones, recién olvidada la transición, con el apogeo de las libertades mal entendidas en pleno borboteo. La corrupción urbanística aún no había comenzado y mi marido y yo éramos dos jóvenes recién casados en su primer viaje fuera de la península.

Él tenía el mostacho y las patillas más oscuras y espesas y yo la sonrisa más sensual y el cabello más largo y sedoso.

Nada más llegar allí, en un Seat 127 verde oliva alquilado, dimos una vuelta por el pequeño  adosado. Aún pequeño, era mucho más grande que nuestro cuchitril del centro de Madrid, de cincuenta metros cuadrados mal contados. La casita alquilada tenía dos plantas y una terraza superior. Y una terraza posterior, directamente situada bajo el acantilado, con una piscina individual.

A lo lejos había una pequeña cala y, un poco más adelante estaba la parte antigua de Ibiza, Dalt Vila.

La ciudad aún no era el hervidero de turismo alemán y británico de ahora. Por aquel entonces era, simplemente, una pequeña ciudad costera de gente amable, que hablaba bastante ibicenco y chapurreaba algo de castellano, con un incipiente turismo.

La casita era bastante acogedora. Los muebles eran de madera y caña. Se respiraba un aroma a tranquilidad y soporíferas siestas en una hamaca.

Entramos en la cocina.

—Rosa, cariño, pásame la nevera portátil, anda, tenemos que llenar esto de algo de whisky, limonada y mucho hielo. Trae también el Jerez y el Chivas.

Reí con la gracia. Éramos dos muertos de hambre, con unos sueldos con los que tirábamos para adelante con dificultades. Aquel viaje a Ibiza nos había costado muchos sacrificios y alguna que otra discusión por culpa de caprichos como el tabaco y el alcohol que tuvimos que reducir.

Si estábamos allí era gracias a mi cabezonería. Necesitábamos estas vacaciones, nos las merecíamos. Trabajábamos como mulas diez horas al día porque había letras que pagar por todas partes: la casa, el coche, la televisión, los muebles… todo eran letras.

Había que escapar de todo aquello. Además, tenía otra razón para estar allí.

Mario debía conocer Ibiza.

Los dos pertenecíamos al mundo rural. Un pueblo de Valladolid apartado del mundo. Como muchos paisanos de la Castilla y León profunda, jamás habíamos visto ni sabíamos del mar ni el clima mediterráneo de la costa  más que de oídas y por la tele y las postales.

Quería mostrar a mi marido —y a mí misma— la grandiosidad del mar, el sol del mediterráneo y el clima salado.

No sé por qué se me ocurrió aquella insensatez casi un año atrás. Pero ahora me alegraba de haber persistido en ello.

Nos reunimos en el pasillo central después de inspeccionar la casita y dejar las maletas encima de las camas. Un aroma a jazmín y sal de mar flotaba en el ambiente.

—Rematadamente cojonuda —concluyó Mario.

Asentí dándole la razón.

Le miré con ternura.

En sus ojos reconocí el agradecimiento de haberle llevado allí.

Me mordí el labio inferior muy contenta.

Le abracé y le besé. No sé por qué lo hice, pero me insinué frotando mi pelvis contra la suya.

Quizá fuese el calor, la sensación de irresponsabilidad, las vacaciones, la falta de agobios… yo qué sé.

Nos hundimos la lengua mutuamente hasta el fondo de nuestras bocas. Mario sudaba y el olor de su sudor mezclado con el mío me encendía y me emborrachaba. Le tomé del cabello y restregué mis manos sudorosas por su cara, como marcando un territorio con mi aroma.

Este hombre era mío.

Nos desnudamos con rapidez, como si aquel polvo que íbamos a cometer fuese el último en aquella casita, como si la urgencia de una tarea posterior hiciese que el sexo fuese algo ineludible pero necesariamente rápido.

Le tumbé en el suelo de baldosas vitrificadas de blanco y azul. Nuestros cuerpos blanquecinos, los cuales no conocían de baños de sol ni manchas solares ni sensuales marcas de bronceado, rodaron por el suelo. Giramos y giramos mientras reíamos, gemíamos y permitíamos que la lengua ajena se apropiara de pezones, lóbulos y labios.

Acabé encima de él, con su miembro dentro de mí. Cabalgaba a mi marido como si el hundirme su polla hasta el fondo de mis tripas fuese más imperioso que respirar.

Me sujetaba el cabello en una coleta con las manos y me lo llevaba a un lado mientras el sol del mediodía se filtraba por ventanas y puertas entornadas. El calor se desparramaba inmisericorde y Mario y yo berreábamos como descosidos, gozando sin las ataduras de unas paredes finas y unos vecinos chismosos.

Sus manos se hundían en la carne de mis pechos y las yemas de sus dedos pellizcaban mis pezones oscuros.

Rodamos uno encima de otro cuando quedé agotada. Mario me hizo doblar las piernas y me penetró con alegría y vivacidad. Sudábamos tanto que nuestros cabellos se apelmazaron y se pegaron a nuestros cuellos y espaldas. El suelo quedó brillante por el sudor y nuestras frentes y sienes estaban húmedas y sonrojadas.

Se corrió en mi interior soltando un mugido. Le tomé la cara entre mis manos y permití que su semen anidara en mi interior mientras le besaba con premura y le susurraba lo bien que me sentía y cuánto le quería.

Permanecimos en el suelo abrazados. Junto a él me sentía bien y el calor y el sudor y el semen y su saliva me saciaban por completo.

—¿Te apetece una ensaladilla rusa para comer? —propuse reuniendo mi larga cabellera con las manos en una coleta que deposité entre mis pechos.

Asintió con la cabeza.

Sacamos la ropa de las maletas y la colocamos en las baldas de una cómoda en el dormitorio.

Me vestí con una camiseta larga y blanca del mundial de fútbol —la que tenía a Naranjito con los números 82 al lado—. Una camiseta densa pero bajo la cual mis pezones y pubis oscuro destacaban como si estuviesen pintados con rotulador.

Pasé una hora en la cocina cociendo huevos y patatas y guisantes.

Mario se paseaba por casa comprobando grifos y puertas, ventanas y cerrojos, desnudo, con su miembro y sus testículos meneándose alegremente. No le culpaba porque el calor era casi asfixiante.

—¿Probamos la piscina que tenemos afuera después de comer? —preguntó mientras se fumaba un cigarrillo en la cocina, dándome palique.

Estaba cortando los ingredientes cocidos. Me volví hacia él con una malévola sonrisa.

—Vete llenándola, cariño. Hago la mayonesa y dejamos que se enfríe mientras nos damos un chapuzón.

Yo tenía en mente algo más… sucio. Creo que Mario también captó el sentido de mis palabras.

En verdad la comida sabría mejor después de hacer ejercicio.

Cuando terminé de preparar la perola con la ensaladilla rusa, la metí al frigorífico y salí a la terraza.

Eran ya las dos y pico de la tarde y el sol cegaba y abrasaba. El suelo de cerámica bajo mis pies quemaba y exudaba un vaho visto de perfil. El mar parecía regurgitar destellos de sus entrañas marinas, como teselas de luz que bailaban en la superficie de las olas verdosas.

La piscina era pequeñita, poco más de dos metros por dos, con la profundidad suficiente para remojarte hasta la cintura.

Mario ya me esperaba dentro del agua. Estaba desnudo. Bajo el agua, sus miembros se deshacían y recomponían según las turbulencias del agua cristalina.

Me enfadé con él por su atrevimiento.

—Descuida, mujer. Estamos solos.

Yo no estaba tan segura. Las casitas eran todas iguales y estaban solapadas unas con otras, pared con pared, discurriendo bajo la ladera. La que teníamos a la derecha estaba casi un metro más alta y la de nuestra izquierda, uno más baja.

Desde la piscina podíamos contemplar, como un carrusel, el resto de casitas, casi una docena, debajo de nosotros. Y, alzando la mirada a la derecha, tres o cuatro casitas nos veían a nosotros. Esas eran las que me preocupaban.

—¿Y si nos llaman la atención?

Mario sonrió. Tenía el cenicero  en el bordillo de la piscina. Se encendió un cigarrillo.

—¿Tú crees que la gente que paga el dineral que hemos pagado nosotros se preocupa de si sus vecinos enseñan la colita o el conejo? —No supe qué responder. Parecía llevar razón. Mario me tenía convencida ya pero asestó su argumento definitivo—. Además, ¿vas a encontrarte el día de mañana en Madrid con ese que te vio las tetas aquí? Mucha casualidad sería…

Me quité la camiseta y me metí junto a él en el agua, desnuda. Me encendió otro cigarrillo para mí.

—La verdad es que es lo mejor que hay. Sol, agua, tabaco, comida hecha y a tu cariñín al lado. ¿Se puede pedir algo más a la vida? —musité mientras echaba una calada al cigarrillo.

La respuesta me vino de la mano de Mario, internándose entre mis piernas bajo el agua.

No me sorprendió internar yo mi mano entre las suyas y descubrir una erección endiabladamente tentadora.

Apagamos los cigarrillos. Nos besamos largamente mientras nos estimulábamos. Pronto los jadeos nos embargaron y escaparon del sello de nuestros labios unidos. El agua, antes calmada, empezó a revolverse y chapoteamos como dos alocados adolescentes.

Me arrodillé encima de él y me clavé la estaca mientras le rodeaba el cuello con los brazos y le lamía el bigote.

La sensación de aquel pilón ardiente arremetiendo en mi interior contrastaba con la tibieza del agua que nos rodeaba.

Aunque bañarnos en pelotas fuese algo… digamos que no prohibido, follar a la vista de todo y todos quizá sí lo fuese. Por ello nos aplicamos en aplacar nuestras furias internas cuanto antes. Contuvimos nuestros gemidos y jadeos a gruñidos guturales. Eso y el ruido rítmico del agua salpicando fueron los únicos ruidos que delataban nuestro coito.

El sol atacaba con dureza a nuestras pieles blanquecinas mientras hacíamos el amor.

Yo tenía hundida mi cara en su cuello. Fue Mario quien se detuvo cuando el orgasmo estaba próximo.

—¿Qué ocurre, mi amor? —murmuré casi sin aliento, mirándole.

Giré la cabeza hacia donde la tenía él girada.

El vecino de la casita situada a nuestra derecha nos miraba fijamente.

Era un tipo bajito, grueso, de barriga enorme y bronceada. Un sombrero de paja ensombrecía su rostro. Fumaba un puro que sostenía entre sus rechonchos dedos mientras con la otra mano se apoyaba en la baranda que separaba su casita de la nuestra. Iba desnudo.

Un enorme miembro viril, grueso, moreno y laxo colgaba entre sus gruesas piernas. Al principio lo tomé por su brazo. Era algo casi inhumano. El escroto era ridículamente minúsculo en comparación.

El tipo expiró el humo por la boca. Unas gafas de sol oscuras, tintadas de marrón violáceo, ocultaban sus ojos. Pero sus labios carnosos exhibían una sonrisa que denotaba placer en el espectáculo que le estábamos regalando.

—Oh, disculpas… no molestarse por mí, ustedes seguir, seguir… “Go, go” —nos animó en un español tiznado de acento inglés.

Mario y yo nos miramos asustados.

Salimos corriendo del agua y nos metimos dentro de casa con tanta rapidez como si nos hubiesen metido ortigas en el culo.

Nos detuvimos en el pasillo, apoyándonos en la pared. Yo casi me mato al resbalarme en el suelo, mojados como llevaba los pies. Chorreábamos agua y estábamos dejando el pasillo y las paredes húmedas.

—Me cago en todos mis… —murmuró Mario.

Nos miramos de refilón mientras tomábamos aire, intentando aquietar nuestros corazones.

Mario tenía aún la polla hinchada, viscosa y rojiza y yo sentía una opresión en la garganta que provenía del miedo.

Pero también de la emoción.

Nos sonreímos. Ambos respirábamos a bocanadas. Nuestros cuerpos seguían húmedos, calientes, excitados.

Me abalancé sobre mi marido para comerle la boca mientras caíamos al suelo. Le tomé el miembro con una mano y apreté y agité hasta que adquirió la dureza necesaria para introducírmelo.

Mientras follábamos, retorcidos en el suelo, de aquella manera, con la emoción de sabernos recreados en la imaginación de aquel extraño, con la tentación de sabernos pillados in fraganti, mirábamos de vez en cuando a la puerta que daba a la terraza, al sol de Ibiza.

La puerta tras la cual estaba aquel turista extranjero mirón.

Tragué saliva mientras montaba a mi marido. Me detuve con su miembro adentro mío.

—Te parecerá algo muy raro… —murmuré llevándome un mechón de cabello detrás de la oreja. Le acaricié el pecho mientras miraba hacia la puerta— ¿Te gustaría hacerlo…?

—¿Hacerlo ahí fuera, delante de aquel gordo?

Asentí muy seria. El corazón se me revolucionó con la sola posibilidad de que aquel mirón…

Mario se relamió mientras me tomaba los pechos y me los amasaba entre sus dedos.

Se me escapó un gemido y apreté las piernas y mi interior, abrazando en mi vagina el miembro de mi marido, haciéndole suspirar de gusto.

Me miró a los ojos durante unos segundos y luego, tras ver que no vacilaba en mi proposición (y, según me dijo después, que no me echaba atrás), nos arrastramos por el suelo en dirección a la terraza.

A medida que nos acercábamos, rodando unidos por el suelo, reptando como en las películas del oeste tan de moda entonces, mi corazón latía cada vez más deprisa, inversamente proporcional al espacio que nos quedaba para alcanzar el exterior.

Cuando salimos afuera, el turista seguía asomado a la baranda de su terraza, mirando la nuestra. Su increíble miembro seguía laxo. Continuaba fumando el puro. El olor a tabaco negro inundaba el ambiente.

Se relamió al vernos aparecer y se llevó el puro a un lado de la boca para llevarse la mano hacia su instrumento. Empezó a masturbarse con el mismo ritmo con el que Mario, encima de mí,  me penetraba.

Yo tenía recogidas las piernas, las rodillas presionando mis tetas, mi feminidad al aire, expuesta en toda su magnitud, taladrada por el martillo pilón de mi marido.

Mi vista zigzagueaba entre la cara de mi marido y la del turista británico. Su polla era distinta de la de mi marido y el instrumento no se alzaba sino que se mantenía en una horizontalidad rota por el extremo del glande, curvado hacia arriba, ocultado su origen bajo la enorme barriga. Los testículos, dos caniquillas al lado del potente armatoste, bailaban en el escroto como cascabelillos en un saco.

Me sentía sucia y atrevida. Libidinosa. Aquel tipo se estaba masturbando con nuestro polvo vespertino.

Solté un gemido. Oí como el turista gruñía extasiado.

Mario me sujetaba de los tobillos mientras me abría los muslos y enterraba muy adentro su herramienta. Yo hacía poco que había descubierto las ventajas de estimularme yo misma el clítoris y me frotaba el garbanzo bajo el vello y las carnes.

No tardamos en corrernos. Íbamos como una moto, puro sexo descontrolado. Y yo no dejaba de desviar mi mirada de Mario hacia el turista y su magnífica polla.

Nuestros orgasmos fueron seguidos de la eyaculación del extranjero. Yo grité como nunca, soltando un chillido de pasión. Mario bufó complacido y el británico soltó un “Fuck” mientras mascaba el puro. Su semen cayó al suelo desperdigado en gruesos goterones y se deslizó por la pared que bajaba de su casita a la nuestra.

El encalado quedó roto por la leche derramada. Se secaría sin dejar huella —después de comer no quedaría ya ni rastro—.

Nos agradeció el espectáculo con un gesto del sombrero, una sonrisa, un “Thank you very much”.

Entramos en casa y nos sentamos en el pasillo para recuperar el aliento.

Mario y no nos miramos sin decir nada.

Mi corazón aún palpitaba de la emoción saboreada. Me sentía igual de sucia que una puta o una de esas busconas de las películas del destape .

Cuando salí unas horas más tarde me encontré en el suelo de la terraza, junto a la baranda que separaba nuestra casita de la del vecino, una nota de agradecimiento en español macarrónico y veinte mil pesetas.

En los días que siguieron no volvimos a ver a nuestro vecino extranjero. Ni él ni ningún otro.

Seguimos sin embargo follando en el exterior, en la piscina, siempre que pudimos.

Mario sabía que yo albergaba la esperanza de que alguien nos descubriese. Que se excitase. Que se masturbase ante nuestros coitos.

No era por el dinero.

Era la emoción de sentirte oculta bajo el anonimato de una venda que ocultaba tu cara. Y que te permitía mostrarte a todos como en verdad te gustaría ser.

Las que alguna vez hayáis pasado por algo parecido, me comprenderéis.

——

——Ginés Linares——




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El aburrimiento es la suprema expresión de la indiferencia , René Trossero.