I wanna be your dog

Un relato sobre otra forma de amar que lleva a un hombre a convertirse en un perro capaz de matar por amor a su ama.

I wanna be your dog

1

Aunque parezca un poco tópico todo comenzó en una fría y lluviosa noche de noviembre. A ninguno de los dos nos apetecía salir, así que decidimos desconectar los teléfonos y quedarnos en casa, acurrucados en el sofá, dándonos calor uno al otro. Pasamos la noche charlando, bebiendo ―yo, whisky; tú, vodka―, besándonos, bromeando. Una noche tranquila, tú y yo solos, vagueando sin tener nada que hacer más que disfrutar de nosotros mismos.

Estábamos ya un poco borrachos, o al menos yo lo estaba, cuando me acerqué a la estantería a coger un disco. Deslicé el dedo aleatoriamente, con los ojos cerrados, dejando que fuese el azar el que eligiese por mí. Stop. El dedo se paró y al abrir los ojos me encontré con el mítico primer disco de The Stooges. Buena elección, pensé. Saqué aquella joya de la caja con delicadeza y la metí en el compact. Era una pena no tenerlo en vinilo, un disco así merece la pena ser escuchado con ese sonido mágico que sólo se consigue en un tocadiscos. Empezaron a sonar los primeros acordes de "1969", subí el volumen para molestar un poco a los vecinos, escandalizar, provocar, ya sabes, mantener esa fama de chico malo del barrio, de maleante con pelo largo, amistades sospechosas y costumbres más que reprobables… ¡siempre me ha gustado tener esa fama! Comencé a bailar en mitad del salón moviendo la cabeza al ritmo de Iggy y sus chicos

And it’s 1969 bayyyyybeeee ―gritaba, borracho, tambaleándome de un lado a otro, berreando más que cantando, mientras tú reías a carcajadas.

Terminó la primera canción y entonces comenzó a sonar "I Wanna Be Your Dog". Rugí. Esa canción es apoteósica, siempre me ha encantado. Me puse a brincar, me contorsionaba grotescamente, extasiado, y cantaba a voz en grito:

―So messed up I want you here, In my room I want you here, Now we're gonna be Face-to-face, And I'll lay right down In my favorite place, And now I wanna be your dog, Now I wanna be your dog, Now I wanna be your dog...

Me movía con tal desenfreno que perdí el equilibrio y caí a tus pies. Los dos estallamos en una carcajada y yo me quedé tirado en el suelo unos segundos, dolorido. Al recuperarme del golpe me encontré arrodillado ante ti. Cogí tu pie izquierdo entre mis manos y lo besé con delicadeza, dejando que mis labios tan sólo rozasen tu piel blanca y delicada, mientras canturreaba el final de la canción:

―And now I wanna be your dog, Now I wanna be your dog, Well c'mon... ―mirándote fijamente a los ojos.

Bajaste la mirada y sonreíste. Yo insistí, serio, casi ausente, embriagado, exultante, como si nuestras vidas dependiesen del contenido de aquella frase: « I wanna be your dog».

―Estás loco contestaste, algo turbada.

―Sí. Loco por ti. Loco por ser tu perro susurré mientras mordía delicadamente el dedo meñique de tu pie, con la mirada todavía fija en tus ojos.

Me apartaste con una suave patada. Sonreí. Sonreíste.

―Un perro obediente no muerde nunca a su ama ―dijiste con un semblante extrañamente serio―. Si quieres ser mi perro debes aprender a ser obediente, a servirme, a serme fiel y hacer todo lo que yo te ordené.

―Seré obediente ―respondí, un tanto aturdido, pero sonriendo bobaliconamente, participando del juego y aceptando mi rol sumisamente.

―Lo serás o me veré obligada a amaestrarte ―dijiste, con una sonrisa tan sutilmente maliciosa y una mirada tan hechizante que me vi atrapado y seducido de tal modo que un escalofrío recorrió todo mi cuerpo, lo cual atribuí en aquel momento a la excitación, que además me provocó una erección difícil de disimular.

Yo asentí sonriendo, creyéndolo todo un juego, uno más de los múltiples juegos con los que nos gustaba disfrutar de la vida, en la calle, en casa, en la cama, siempre inventando fantasías que nos sacasen del aburrimiento, del tedio, de la miseria de las preocupaciones cotidianas. ¿Y acaso no lo era?, ¿acaso no es todo un juego?, ¿qué son si no nuestras vidas, nuestras relaciones, nosotros mismos, ellos, el mundo entero? Todos jugando como niños que no saben lo que quieren, que tan sólo aspiran a fumar distraídamente la vida, a pasar por ella de puntillas, para algún día volver la vista atrás y decirse que al final no estuvo tan mal, que nos divertimos. Pero aquello era distinto. En ese momento no era consciente de que no era un juego o, si lo era, no era del tipo que yo pensaba, no era una travesura inocente, sino un juego en el que iba la vida, que la transformaría por completo y en el que quedaría atrapado para siempre. Esa noche, al ritmo de The Stooges y por una broma que creí intrascendente, cambió mi vida, cambiaron nuestras vidas. Hoy, desde la distancia, veo todo con mucha más claridad, casi con transparencia, preguntándome cómo no pude verlo en su momento, qué tipo de ceguera me impidió darme cuenta de que aquello era más serio de lo que parecía.

Insististe en que teníamos que llevar a cabo un ritual de iniciación para sellar mi compromiso. Por primera vez, yo dejé de tener la iniciativa en uno de nuestros juegos y me limité a dejarme llevar por ti. Nos sentamos desnudos en el suelo, rodeados de velas. Inventaste todo un ritual secreto, con nombres de dioses y mitos que parecían sacados de un relato de Lovecraft. Yo te miraba, algo sorprendido, pensando lo hermosa que estabas desnuda frente a mí, como una hieródula oficiando una ceremonia secreta. Era tal la seriedad y pasión que ponías en aquello que cualquiera hubiese podido pensar que se trataba realmente de un rito mistérico con miles de años de antigüedad, olvidado durante siglos por los seres humanos y que tú venías ahora a recordar para que ya nunca más se perdiese en la inmensidad de los siglos. Yo te dejaba hacer, divertido, pero también con una cierta inquietud que se acrecentaba a medida que te veía más y más segura en tu papel. Repetías palabras que no entendía, no tenían ningún significado aparente y sonaban como extrañas letanías. Todo era un delicioso juego y a medida que transcurría el tiempo mi excitación era mayor, pero también empezó a serlo mi cansancio, me sentí lento, aturdido, pero no tanto por culpa del alcohol, sino más bien por el ambiente, era como si el aire se condensará y fuese más difícil respirar. Entonaste un canto repetitivo y yo, sin saber porqué, repetía contigo, como sonámbulo, sin entender lo que estaba diciendo. Después caí dormido y desperté contigo a mi lado, más hermosa que nunca, radiante, con el corazón palpitándote y los pezones duros como piedras. Nos besamos. Recorrí todo tu cuerpo con mi lengua, haciéndote chillar de placer mientras devoraba tu coño, corriéndote sobre mi y clavando tus uñas en mi carne hasta hacerme sangrar. Follamos salvajemente, revolcándonos en la alfombra, con una intensidad tal que pensé que íbamos a morir en un orgasmo. Tú gritabas extasiada, me llamabas perro, me arañabas y yo aullaba como un auténtico perro, desbocado, completamente fuera de mí. Nunca antes había disfrutado tanto, fue algo épico, un polvo mágico.

2

Pasaron los días sin que volviésemos a hacer mención alguna de aquella extraña velada, pero mentiría si dijese que me había olvidado de lo sucedido esa noche. Al contrario, no me lo podía quitar de la cabeza. Era tan honda la impresión que me había causado, tan intensa la forma en que nos amamos, tantos los matices que descubrí en mí mismo, como si un potencial hasta ahora oculto en mi interior se hubiese liberado y hubiese pasado como un huracán, devastando todo a su paso. Fue sobre todo tu actitud lo que más me hacía pensar en ello. Estabas tan concentrada, tan segura, tan metida en tu papel… parecías una auténtica diosa. No paraba de darle vueltas a la cabeza pensando que eran paranoias mías, que todo había sido inducido por el alcohol, por mi excitación sexual o por alguna de mis lecturas, que en el fondo aquella noche no había sido tan extraña y que simplemente fue algo divertido, más intenso quizá, pero tampoco tan distinto de lo habitual.

Una semana después, cuando terminábamos de cenar, hiciste alusión por primera vez a lo sucedido aquella noche.

―¿Qué tal está hoy mi perrito?, ¿dispuesto a jugar con su ama?

Mi primer impulso fue echarme a reír ante la pregunta, pero no sé por qué extraña razón no pude. Te miré a los ojos, perdiéndome en su azul abisal.

―Sí, mi señora, siempre estoy dispuesto a serviros ―respondí de forma casi autómata, como si me hubiesen dictado la respuesta.

―Así me gusta.

Me acariciaste la mejilla y yo besé tu mano con suavidad, acariciando tus finos dedos con mis labios. Te levantaste de la mesa y me ordenaste que me arrodillase a tus pies. Lo hice. De rodillas ante ti veía como tu rostro refulgía, majestuoso, y tus ojos brillaban con una intensidad deslumbrante. Cogiste mi mentón con tu mano izquierda y clavaste tus uñas justo debajo de mi barbilla hasta que se me saltaron las lágrimas. Estaba paralizado y sentía una extraña amalgama de sentimientos: miedo y dolor, pero también un delicioso placer. Mi cuello sangraba y tú te acercaste hasta él y con tu lengua cálida lo recorriste, besándolo con delicadeza y lamiendo las heridas. Bebiste mi sangre.

―Ahora eres mío ―tu voz parecía no salir de ti―. Me perteneces y harás todo lo que te ordene. A cambio recibirás lo máximo a lo que puede aspirar un perro como tú: el calor y el amor que le ofrece su ama. Poco a poco irás descubriendo lo que significa eso, algo que va mucho más allá de eso que tantos idiotas suelen confundir con verdadero amor y que no es más que un pobre sucedáneo para débiles y enfermos. Pero, ¡ay de ti si me traicionas o si osas desobedecerme! Eres mi esclavo y ya no hay marcha atrás. Conmigo te elevarás hasta donde ningún estúpido mortal soñaría siquiera con llegar. Ahora, ¡besa mis pies!

Me dejé caer a tus pies y los besé, los lamí, con lágrimas en los ojos, extasiado, sin entender bien qué ocurría, pero siendo por primera vez consciente de que aquello iba en serio y que había entregado mi vida, iluminado por no sé qué extraña pasión, completamente arrebatado a cualquier atisbo de razón. Estaba totalmente entregado a ti. Me hubiese arrancado la carne con mis propias manos con solo una palabra tuya. Y disfrutaba, me sentía más vivo que nunca mientras besaba tus pies y tú me golpeabas, educándome decías, para ser un perro obediente.

Finalmente me guiaste hasta la cama y allí volvimos a hacer el amor con la misma intensidad que aquella primera noche. Aullé al cabalgar sobre ti, mientras tú me desgarrabas con las uñas. Eras como un súcubo salido de algún cuento gótico, sentía que me estabas devorando, pero me dejaba llevar hacia los mundos desconocidos que me prometías. Lamí todo tu cuerpo, recreándome en tu sexo, sintiendo como mi lengua crecía, ardía dentro de ti, sintiendo tu fuego húmedo, abrasando mi cuerpo y mi alma, bebiendo de ti, sintiéndome lleno de todos tus sabrosos fluidos, mientras tu chillabas y yo te mordía y ladraba, estaba fuera de mí. Pensé que moriría, que moriríamos los dos, desnudos y abrazados, follando como si nada más existiese, blasfemando contra Dios, riéndonos de la creación y escupiendo sobre toda la raza humana. Sólo existíamos tú y yo. Sólo importábamos nosotros. Nos besábamos como nunca nos habíamos besado. Parecía que llevásemos horas follando, cuando por fin me corrí sobre ti y tú recogiste mi cálido semen entre tus labios, seguimos besándonos, acariciándonos, empapados en sudor, en semen y en sangre que brotaba de las heridas de mi cuerpo. Acabé cayendo rendido sobre tu espléndido pecho, desfallecido, buscando tus labios. Abrazados nos quedamos dormidos. Tan enamorados como sólo pueden estarlo un perro y su ama.

3

Al despertar no estabas a mi lado. Te vi salir de la ducha y empezar a vestirte con un vestido negro ajustado, medias de licra y unos zapatos con un tacón vertiginoso. Irradiabas fuerza, elegancia y la más exquisita de las bellezas. Me ordenaste que me duchase y me vistiese pues íbamos a salir. Te obedecí.

Era noche cerrada y no se veía a nadie. Paseamos por calles desiertas, cuya soledad sólo era interrumpida por algún trasnochador impenitente. Los termómetros marcaban sólo 3º, pero yo no tenía frío, sino calor. Un calor húmedo que hacía que la ropa se pegase a mi piel y me abrasase. Estaba embriagado o más bien como hipnotizado.

En un nuestro deambular sin rumbo aparente pasamos por una calle estrecha, mal iluminada y llena de andamios, una callejuela en obras entre tantas que hay en esta ciudad. Allí nos cruzamos con tres chavales. Debían tener veintitantos años e iban algo bebidos. Te miraron y se sonrieron entre ellos.

―¿Dónde vas, guapa? Deja a ése y vente con nosotros. Te haríamos disfrutar de verdad ―dijo uno de ellos.

Rieron los tres. Les respondiste con una mirada furiosa, helada, primitiva.

―¿Para qué? Seguro que no se os levantaría a ninguno de los tres ―respondiste sin dejar de mirarles.

―¿Qué ha dicho esa zorra?

―Ven aquí y dínoslo a la cara, ¡guarra!

Toda la dureza de tu rostro afilado y la furia de tu mirada se volvieron hacia mí, cambiando hacia un semblante duro pero cálido, una mirada de ternura, de amor, de complicidad, acompañada de un gesto claro de mando.

―Demuestra que eres mi perro fiel y que me amas ―dijiste, silbando a continuación.

Hasta ese momento yo había contemplado la escena como si no fuese conmigo, como si todo aquello fuese algo ajeno, una escena de una película mala que yo contemplaba sin demasiado interés. Pero, al escuchar el silbido, reaccioné como nunca lo había hecho, estaba enajenado, no me guiaba mi razón sino algo exterior a mí, igual que cuando habíamos hecho el amor. Sentía como mi cuerpo se hinchaba y mi melena se encrespaba.

―Sí, mi ama ―respondí secamente.

Ya no era un ser humano. Era una bestia sedienta de sangre. Una bestia que sólo obedecía a la voz de su ama. Me abalancé hacia ellos. Todavía reían y te insultaban. No tuvieron tiempo de reaccionar. Uno de ellos escupía en el suelo y hacía gestos obscenos, tocándose la polla mientras te decía alguna obscenidad. Fue el primero. Le derribé con tal fuerza que cayó contra la pared que estaba al menos a dos metros de distancia. A los otros dos no les dio tiempo siquiera a que a su rostro se asomase la sorpresa, porque al instante yacían en el suelo con la cara destrozada por mis golpes y la garganta desgarrada por mis fauces. No fui consciente de lo sucedido hasta que todo había pasado y sus cuerpos sin vida yacían a mis pies. Te acercaste y me acariciaste, con lágrimas en los ojos y una sonrisa de satisfacción que en un principio me aterró, pero que enseguida me cautivó irresistiblemente. Besaste mis labios, todavía manchados de sangre. Te besé como nunca te había besado. Te amé más que nunca.

Nos alejamos de allí, paseando, cogidos de la mano, como dos enamorados felices, como lo que éramos. Pero nuestro amor era de una intensidad tal que escapaba al entendimiento humano y se fundamentaba tanto en la fuerza de nuestra unión como en el odio a la mediocridad y al absurdo de la vida del resto de la humanidad. Desde entonces nada sería igual.

Al llegar a casa volvimos a follar, más salvajemente aún, destrozando nuestros cuerpos, sintiéndonos uno al otro con tal intensidad que pareciese que se desgarrarían nuestros miembros por la violencia de nuestras acometidas. Mi polla parecía más hinchada que nunca, como si hubiese duplicado su tamaño, pero tú la tomabas y la recibías con un gesto de placer tal como si fuese la primera vez. Nuestros fluidos llenaban la cama cuando terminamos, horas follando, mezclados nuestros cuerpos, nuestros olores, nuestras pasiones. Nos abrazamos y dormimos.

Al despertar me tomaste de la mano y dijiste que debíamos abandonar la ciudad. Era lo mejor. Debíamos emprender una nueva vida, ahora todo sería muy diferente y nos deberíamos enfrentar a la incomprensión, al miedo y al desprecio del resto de seres humanos. Nadie podría comprender la pureza de nuestro amor. Decidimos ir a París y comenzar allí una nueva vida. Partimos al día siguiente. No fueron más que un par de meses los que estuvimos allí. Nuevamente debimos escapar: Praga, Viena, Estambul, Venecia, Barcelona, Oporto, México D.F., San Francisco… Hemos vagado juntos desde entonces, de ciudad en ciudad, de país en país, de continente en continente, todos extraños, ajenos a nosotros tanto como nosotros somos ajenos a todos y a todo. A todo menos a nuestro amor y a su inexpugnable fortaleza.

André Ducasse

andreducasse@gmail.com

http://sertuperro.blogspot.com