Huyendo a Formentera
Sara huye de su marido y destino en busca de un futuro propio.
Sara comenzó a pedalear suavemente sobre una vieja bicicleta de montaña cuando los primeros rayos de sol comenzaban a nacer en el mediterráneo. Con cada giro, con cada metro que avanzaba, le invadía una sensación de libertad como jamás había experimento. Era la segunda vez en la vida que se iba de vacaciones, como también era esa la segunda vez que visitaba la isla de Formentera. Pero ésta vez era muy diferente. Ya no era una niña de 7 años rebosante de sueños y fantasías. Ahora era una mujer llena de miedos y desilusiones. Sara huía a toda prisa de su destino, huía a lugares donde le aguardaba la esperanza, lugares donde los recuerdos cobijarían sus nuevos sueños. Lugares donde no existía el vértigo que sentía cada noche junto a su marido.
Sería injusto decir que todo el futuro de esta madrileña era gris, todo lo contrario. A sus 27 años, Sara contaba con un futuro de lo más brillante. Acababa de doctorarse en historia antigua, contaba con el respaldo económico de una familia adinerada y acababa de casarse con su novio de toda la vida. Pero lejos de sentirse feliz, solo sentía angustia. Bien era cierto que todo cuanto había conseguido en la vida había sido producto de su propio esfuerzo, pero nada había sido producto de sus propias decisiones. Todo cuanto es ella, todo cuanto tenía, era producto de un minucioso plan trazado por sus progenitores, desde su carrera profesional hasta su recién marido.
Con un suave giro de manillar, Sara se desvió de la carretera asfaltada y emprendió un leve ascenso por un camino pedregoso. El Sol comenzaba a emanciparse del mar cuando le vino a la mente fragmentos frágiles de su memoria que le rememoraban su primera vez en la isla. Fue la primera vez que descubrió que existía un mundo más allá de los grises edificios de la capital, un mundo donde el ruido del tráfico era reemplazado por el sonido de las aves marinas y el incesante viento de la tramuntana característico de la zona. Un mundo donde el cielo moría en el lugar donde nacía el mar. Un mundo sin límites para la imaginación. Un mundo lejos de la realidad que sus padres había dibujado para ella.
El primer trazo de ese grotesco plan tenía nombre propio, y ese era Pablo, su marido. Un año mayor que ella, era el típico chico ejemplar que toda suegra sueña para su hija. Licenciado en derecho, era el primogénito de una adinerada familia de la capital. Criado en los colegios más selectos del país, y adoctrinado bajo el duro régimen del Opus Dei, llevaba 12 años afiliado a un poderoso partido político nacional que representaba el sector más conservador de la nación. Sus amistades en los colegios privados y en el club de pádel que frecuentaba le había otorgado contactos muy valiosos en las altas esferas, suficientes para optar a un puesto en el próximo gobierno. No era precisamente guapo, aunque podría serlo si no fuera por ese estilo tan retrógrado en su su forma de vestir, peinarse y comportarse. “Salir con él es como ver un capítulo de Cuéntame” se dijo a sí misma Sara rememorando con una sonrisa las palabras de una vieja amiga suya. Justo en ese momento fue cuando una oleada de nostalgia le invadió el cuerpo: “¿Qué habrá sido de Hana?”, se preguntó mientras la tristeza le borraba la sonrisa de sus labios.
Tras pedalear con esfuerzo los últimos metros de un empinada cuesta, llegó por fin a una pequeña cima donde podía disfrutar de una panorámica perfecta con el mar en el horizonte. La fuerza del viento agitó con violencia su melena rubia, entorpeciendo la visión del paisaje. Inmediatamente se sacó de su muñeca una cinta de pelo y con un poco de dificultad pudo concebir una especie de coleta que liberaban a sus ojos claros de cualquier obstáculo que le impidiera deleitarse con el horizonte. El Sol de Agosto seguía ascendiendo por el cielo y el calor comenzaba a castigar la zona. Prolongó un poco más el pequeño descanso para dar un largo trago a una botella de agua que guardaba en su mochila. Una gotita helada escapó de sus carnosos labios y peregrinó lentamente por su cuello hasta fundirse con el sudor de su escote. Un suspiró alivió el pequeño escalofrío recorrió su cuerpo. Ya se encontraba a medio camino de su destino y por momentos se sentía más y más libre del yugo de su marido.
Pablo fue el elegido por su madre, pero fue Sara la que tuvo que sufrirlo desde los 16 hasta el momento de la boda como novio, y después como marido. Apenas ya habían pasado 4 días desde la boda cuando ya se había fugado a Formentera, donde finalmente ha decidido que esa no iba a ser vida para ella. Pablo, como novio, siempre fue soso y aburrido, como amante, torpe y desconsiderado, como marido, la peor pesadilla de una mujer si no fuera porqué Sara había vivido cosas peores...
Pablo era católico fundamentalista y su mente estaba llena de tópicos y machismo. A ella nunca le había importado la poca libertad que gozaba en su noviazgo, pero en el matrimonio terminó perdiéndola completamente. Su nuevo marido tardó un día en imponer su voluntad sobre cuales eran sus amistades, solo las suyas eran las aceptables. Dos días en dejarle claro quién cocinaba y limpiaba, y quien traía el dinero a casa. Tres días tardó en cruzarle la cara tras una discusión... Pero no fue esa la gota que colmo el vaso. Al cuarto día, su suegra le regaló una cuna de las post-guerra y sin disimulo alguno le transmitió claramente su deseo de ser abuela lo antes posible. Justo en ese momento, Sara se vio reflejada en su suegra, una ama de casa vestida con ropa abotonada hasta el cuello, con 8 hijos y sin la mayor inquietud que en pensar lo que se cenaría en casa esa misma noche. Una oleada de miedo invadió a Sara, y en un arrebato de valentía inusual en ella, cogió su bolso y salió por la puerta de casa con lo puesto.
Tras haber recuperado el aliento y echado un nuevo vistazo al horizonte, Sara reprendió su marcha, con algo de pereza por el cansancio, desde la pequeña cumbre dirección al Mediterráneo por un camino cada vez más pedregoso. A duras penas habían pasado ya 2 días desde que escapó la casa conyugal y Sara ya se había superado dificultades mucho más exigentes de un camino pedregoso. Ella siempre había vivido del dinero de sus padres y novio, con lo que la escasa preocupación de ahorrar algo de dinero en su cuenta corriente le estaba pasando factura. A duras penas pudo pagar un billete de ida a Ibiza y conseguir un pasaje para el ferry, destino Formentera, cuando su tarjeta dijo basta justo después de pagar 2 noches en un hotel de mala muerte. Con algo de vergüenza, consiguió convencer a unos hippyes en un mercadillo de segunda mano para que le cambiaran su ropa de marca y alianza de bodas por unos shorts, unas clancas y un bikini amarillo que le venía una talla pequeña. Y no fue lo más vergonzoso que llegó hacer. Lo que más le avergonzaba fue robar aquella vieja bicicleta montaña y la mochila que llevaba a cuestas cuando aún el Sol estaba oculto en el horizonte.
Una piedra saltó bajo la rueda haciendo que Sara cayera de la vieja bicicleta. Por suerte no iba muy deprisa, pero un pequeño hilo de sangre comenzaba a nacer en su rodilla derecha. Sentada en el suelo y soplando levemente sobre la herida mientras echaba un poco de agua rememoró la primera vez que había visitado la isla. Habían pasado 20 años ya, y todo lo recordaba a retales, como si mirara a través de un cristal que se volvía opaco. En aquella época, Formentera era un paraíso desierto, un lugar oculto al turismo, pero en esos últimos años se había convertido en feudo de surfistas y demás amantes de deportes acuáticos. Con el ceño fruncido, Sara observaba con sus profundos ojos azules como las cometas de los windsurfistas cruzaban en cielo de derecha a izquierda para volver a cruzarlo de izquierda a derecha. Le producía más dolor a Sara esa imagen que su raspada rodilla. Simplemente imaginarse sola en una playa atestada de surfistas junto al hecho de ser joven, atractiva y enfundada en una bikini de una talla menos le producía un miedo irracional que la paralizaba por completo. Sería como un cervatillo en una jaula llena de leones. Pero tumbarse en una playa rodeada de chicos bronceados practicando surf no entraba en sus planes. Ahora podía elegir, ahora se sentía poderosa, aunque su plan fuera tan cobarde como volver a huir, en este caso de su timidez.
Timidez, vergüenza... Ese era uno de sus múltiples defectos que podía agradecer a su familia. Desde el primer día de colegio hasta el último del bachillerato, Sara los pasó en colegios religiosos para niñas. Ningún chico entraba en su círculo de conocidos a no ser que fuera familia o tuvieran el visto bueno de su madre. Su juventud la quemó entre libros y apuntes, siempre estudiando lo que le exigían sus padres, sin opción a elegir. El respiro que tuvo Sara fue a los 16 años, cuando tuvo la oportunidad de trabajar como voluntaria en un museo de ciencia. Fue allí donde puto catar la amistad verdadera. Hana era una chica de familia humilde que derrochaba ingenio con cada palabra. Poseía una personalidad que era puro magnetismo. Aún se le dibujaba una sonrisa en los labios cuando recordaba los mil motes que ponía Hana a Pablo cuando este venía a recogerla. La recordaba con mucha tristeza, ya que como todo lo bueno que le había sucedido, Hana terminó saliendo de su vida. Tal vez fuera porqué era de familia humilde, o tal vez por su origen, el hecho es que su padre le prohibió volver al museo de ciencia y volver a ver a la chica árabe. “La ciencia es para ateos” esas fueron las palabras de su padre que zanjaron el tema para siempre y que la condenaron a elegir la carrera de historia. Nunca gozó de un confidente al que pudiera confiarle sus secretos, al que pudiera contarle que moría por estudiar medicina. Nunca pudo contar con una amistad que le ofreciera su hombro para llorar por perder a Hana. Su círculo de amistades quedó envenenado por su novio y familia por siempre.
Cogiendo fuerzas con un suspiro, Sara agarró la bicicleta y se la colgó del hombro. Ya quedaban escasos 100 metros para llegar a su destino. Un lugar mágico, escondido entre dos inmensos acantilados, podría disfrutar de una pequeña cala en la que albergaba la vaga esperanza que continuara tan virgen como en su recuerdo. En aquella cala y con 7 años, fue cuando vio por primera vez en su vida el mar Mediterráneo. La inmensidad del mar le sedujo desde el primer momento y fue justo en ese momento cuando descubrió el valor de la libertad. Quién iba a decirle que esa misma noche la perdería, esa noche fue cuando sintió por primera vez la necesidad de escapar.
El cuerpo de Sara estaba ya empapado de sudor cuando en sus ojos claros comenzaba a reflejarse la blancura de la arena y el azul del mar. Había sido un camino largo y difícil pero el simple hecho de haberlo conseguido sola, sin la ayuda de nadie, era recompensa suficiente. Con un rápido vistazo, oteó la pequeña cala. En la blanca arena se formaban pequeñas dunas que había formado la brisa marina, dándole un aspecto pureza únicamente interrumpido por una toalla azul y un bolso de chica típicamente hippye. Frunciendo el ceño, Sara estuvo tentada de dar media vuelta y huir de nuevo de sus temores, pero esta vez no lo hizo. No tenía otro lugar al que ir.
Con total descuido, se desprendió de la bicicleta robada que tenía en el hombro colgada para dejarla en la arena tal y como cayera. Con paso lento e inseguro, se colocó a unos metros de la toalla azul. Con algo de torpeza, se desprendió de sus shorts y desgastadas chanclas mientras liberaba su melena rubia de la prisión de la cinta de pelo, dejándolo ondear a la voluntad del viento. Su apretado bikini amarillo brillaba con fuerza bajo el sol de esa mañana. Comenzó a extender en la arena la vieja toalla que había cambiado a unos hippye por su alianza de oro y diamantes. Entonces, el sonido del chapoteo del agua la obligo a girarse asustada.
Del agua había surgido una esbelta figura femenina. Lucía una larga y espesa melena, oscura como el ónice, unas piernas largas, pecho firme y abundante, y labios voluptuosos. La belleza de su piel aceitunada competía con la bravura de sus ojos verdes. Sara estaba totalmente atrapada ante la hipnótica imagen de la chica de tez oscura saliendo del agua que estaba totalmente desnuda. La desconocida no fue ajena a la reacción de Sara, y le devolvió la mirada mientras le dedicaba una dulce sonrisa. Despacio, Sara se sentó sobre su toalla mientras seguía contemplando, no sin pudor, el cuerpo de la chica. Ésta, a su vez, se dirigió hacia a la toalla azul. Con una inusual elegancia, se secó levemente la cara y parte de su pecho, donde las gotitas de agua brillaban como perlas sobre su tez oscura, donde su pezones de color café se mantenían tensos debido a la temperatura del mar. Sara era incapaz de salir de su ensimismamiento. La chica que había surgido del agua poseía un aura que la magnetizaba.
Finalmente, con el rubor encendiendo sus mejillas, Sara consiguió apartar su mirada del cuerpo de aquella mujer para tratar de centrar sus sentidos, sin éxito alguno, sobre la pequeña herida que tenía en su rodilla derecha. La extraña terminó dejando la toalla azul en el suelo, recogió su bolso, y con paso lento y seguro, se fue acercando hacia la toalla de Sara contoneando sus redondeces con naturalidad y sensualidad. Se sentó frente a ella con una elegancia digna de una dama. Su cuerpo desnudo derrochaba tal sexualidad que Sara casi podía sentirlo como sentía el calor del Sol en la piel. Luchaba con todas sus fuerza para superar el miedo y las dudas que la acechaban. La chica morena extrajo de su bolso los utensilios propios de fumador, y con la habilidad de una gran experta, enrolló un porro de marihuana en poco segundos, cruzando su mirada verde de vez en cuando con los profundos ojos azules de Sara mientras le obsequiaba con una sonrisa de vez en cuando. Entre ellas dos solo existía el sonido de mar, viento y las aves marinas, la inocencia de las miradas furtivas, el calor de una sonrisa, el dulzor del olor a maría...
-¿Quieres probarlo? - Preguntó la chica a Sara mientras extendía su brazo para ofrecerle el porro. Sara estuvo apunto de negarse por inercia, pero no, esa vez no sería la Sara adiestrada por sus padres y su marido quien tenía el control. Ahora era Sara, aquella niña de 7 años que perdió en esa misma cala la inocencia quien agarró el timón de sus propias decisiones. Era una Sara salvaje.
Las primeras caladas del aromático humo le produjeron picor en la garganta y un poco de tos, pero su efecto placentero fue inmediato. Su cuerpo se relajaba profundamente, mientras la chica de piel aceitunada se sentaba justo detrás de ella, pegando su torso a la espalda de Sara y haciendo pasar las largas piernas entre el cuerpo de ella. Sara estaba lo más cerca que puede estarse del paraíso. El efecto del porro le fortalecía en su lucha contra sus miedos y el calor del cuerpo que tenía detrás, que se acentuaba en las redondeces del pecho de la chica de la melena negra, la cobijaba, dándole la seguridad que recibía un recién nacido en brazos de su madre.
La extraña extendió un brazo agarrando el de Sara y, acariciándolo, sopesando el contraste de color entre su tez oscura y la claridad de la tez de Sara. Sin pedir permiso alguno, agarro un bote de loción protectora de sol y comenzó a recorrer con dulzura cada centímetro de la piel de Sara, extendiendo la fresca loción protectora. En ese momento, Sara comenzó a perder su tranquilidad, su paz. Algo oscuro y terrorífico comenzaba a invadirle la mente, era un recuerdo amargo como la hiel. La chica, ajena a sus sentimientos, tomó la iniciativa de descordar la parte superior de bikini de talla menor que aprisionaba el pecho de Sara,. Las tetas de Sara se liberaron de un movimiento grácil, sumamente erótico, pero Sara había desaparecido engullida por sus temores. La morena había pasado de caricias que untaban crema a caricias sensuales. Recorría con melosidad la pálida tez de Sara, ajena a la batalla que se libraba en su mente. Sólo cuando acaricó con sus dedos sedosos la suave curva que existía entre los pechos de Sara, notó como su pareja de cortejo se ponía tensa como una tabla de surf y una lágrima que nacía en sus ojos azules descendía por su pálida mejilla.
Sara se puso rígida como nunca se había puesto. El cristal opaco que le impedía recordar su estancia en la isla hace 20 años se hacía añicos y un recuerdo oscuro la estaba devorando. Hace 20 años, en esa misma isla, en esa misma cala, su padre le enseñó cuanto la quería. En esa cala su Padre le enseñó lo que es el amor. De golpe volvía a sentir la repugnancia de las caricias de su padre, el dolor que le provocaba un intruso en su sexo, el sabor agrio del sexo de un hombre... Y fue en ese momento en que perdió el rumbo de su vida. Ese acto se repitió en otros escenarios, en otros muchos días. Su inocente cama se llenó de sexo, asco y sudor. Ni su madre, ni su abuela... Nadie la rescataba, nada la salvaba de la mente enferma de su padre. Nadie cuidaba de ella...
Un sonoro y húmedo beso sintió en la nuca, e inmediatamente el aliento de la extraña le hizo sentir el calor y el frescor:
-Tranquila Sara, ahora seré yo quién cuide ti. - le susurro la chica mientras le despojaba de la única prenda que aún conservaba Sara, liberándola por completo del apretado bikini.
Una bocanada de aire fresco inundó los pulmones de Sara, como si fuera la primera vez en 20 años que salía a la superficie para respirar, alejándose a gran velocidad de su oscuridad y refugiándose en el calor y las caricias que le proporcionaba la chica de piel aceitunada. Con gran sensualidad, giró la cara y atrajo el rostro de la chica al suyo. Primero se rozaron los labios, sin besarse, oliendo la fragancia de una a la otra, escuchando sus propias respiraciones aceleradas. Se fueron acercando más, una a la otra hasta que, finalmente, fundieron sus bocas en un dulce y apasionado beso que fue eterno, mientras sus melenas rubia y morena se fusionaban en una danza erótica al ritmo de la brisa marina.
-Cuánto te he echado de menos Hana. - Respondió Sara mientras otra lágrima, esta vez de felicidad, volvía a recorrer su pálida piel.
Nota: Este relato es el más difícil al que me he enfrentado nunca, casi un año para redactarlo. Cada uno de los elementos están por un motivo, cada uno de ellos tiene un significado. Me lo tomé como un reto personal y un tributo a una canción que desde el primer día me estremeció. Esta canción es “Pobre Sara” de Los Suaves. Se podría decir que este relato es un intento infantil por rescatar a Sara y otorgarle otro destino.
Es verdad que apenas hay sexo en él, pero es erótico, no pornográfico. También es verdad que podría esta en otra categoría, como lesbianas o erótico y amor, pero el relato habla más de la infidelidad de Sara a todo cuanto era para retomar otro camino.
Finalmente, tanto si te gusta como sí no, agradecería infinitamente un comentario que exprese tu opinión sobre el mismo.
Gracias por haberme leído.