¡Huy, huy! - 2
Doña Nuria se confiesa de un incesto pero sin mucha contrición
A duras penas consiguió doña Nuria superar el terrible desasosiego que le embargó por el incesto cometido (ver el capítulo anterior http://www.todorelatos.com/relato/94883/). Solo el saber que esa mañana confesaría sus pecados en la iglesia le dieron un pequeño sosiego. Según se iba acercando la hora de tener que desplazarse a la iglesia el cosquilleo en el estómago aumento de forma alarmante. Pensar en tener que contar su pecado a don Genaro le provocaba una angustia cercana a las náuseas. Seguro que él buen hombre podría entender el pecado de infidelidad a su marido: la carne es débil y si él no cumple alguien tendría que apaciguar sus ardores. Además en más de una ocasión le había pillado a don Genaro unas miradas poco casta para su condición de hombre religioso. Seguro que bajo esa sotana latía el corazón, o el pene, de un hombre que podía entender su pecado pero el incesto era algo mucho más grave. ¡Uhy, Uhy! cómo iba a contarle eso. Aquel bruto era capaz de pegarla.
Cuando llegó a la iglesia le temblaban las piernas de puro miedo. Se ubicó en la zona trasera donde se encontraban los dos únicos confesionarios. Si ya de por sí la iglesia estaba oscura, esa zona era una pura penumbra y apenas se veía sus propias manos. Casi no había gente en el lugar. Un par de beatas que rezaban en susurros inteligibles e interminables. Nerviosa doña Nuria se sentó en un banco junto a un confesionario en espera de don Genaro, el único cura de la pequeña iglesia.
Apareció el santo varón y doña Nuria le miró apesumbrada. Regordete, de mediana estatura, manos fuertes, calva incipiente, se podía decir que era un hombre que provocaba poca lujuria salvo por ese aire de animal incontrolado que desprendía. Como en veces anteriores, la mirada de don Genaro la dejó con la duda de si llevaba un botón de la camisa abierta, o tenía las piernas medio abiertas porque es que el santo varón no se cortaba un pelo a la hora de mirarla las tetas o intentar escrudiñar entre sus muslos.
— Bueno, señora mía, veamos esos pecadillos de los que se tiene que confesar —dijo mientras entraba en el confesionario y se ubicaba en el banco a la vez que le indicaba que se acercara.
Doña Nuria se acercó con la intención de colocarse en uno de los reclinatorios laterales pero con un gesto el sacerdote la detuvo y le pidió que se arrodillara frente a él. 'Uhy, uhy!, pensó la buena mujer, que esto no entraba en sus planes y le daba mucha más vergüenza.
A duras penas consiguió empezar a articular palabras inconexas pero, poco a poco, empezó a soltar con timidez todo lo que había venido a contar.
— Pues verá usted — soltó de sopetón — he cometido pecado de adulterio — dijo apresurada con su voz apenas un susurro. Se calló esperando la reprimenda del cura pero este no dijo nada, simplemente esperaba que ella continuara — No lo pude evitar y me dejé vencer por la concupiscencia y por la carne.
— Entiendo, hija mía. La carne es débil… cuéntame que ocurrió.
No había escapatoria posible y se decidió a contar la historia sin tapujos.
— Ayer me dejé… tocar por un par de jovenzuelos.
— ¿Y su marido donde estaba?
¿Su marido?, ¿qué importaba donde estuviera su marido? Sin pararse a pensar que importancia podía tener aquel punto, le contestó que estaría de viaje toda la semana con el camión. Don Genaro asintió y le pidió que le contara los detalles. ¿Detalles? La vergüenza la iba a matar. Suerte que había poca luz porque estaba ruborizada como una colegiala y eso atestiguaba más si cabe que se sentía pecadora. Terriblemente avergonzada se lanzó a contar resumido lo que le había ocurrido al llegar a casa con su hijo Ricardo y el amigo de este.
— ¿Con tu propio hijo? — casi gritó el cura que, pese a la oscuridad, se pudo ver como abría los ojos asombrado.
— Entiéndame, padre, en ese momento no era mi hijo… era un hombre que satisfacía mis deseos… debe comprender que mi marido hace tiempo que no… bueno, ya sabe usted, que no cumple con sus deberes conyugales y no pude resistirme a la tentación.
El cura se intentó mostrar comprensivo atrapando su mano entre las suyas y la comenzó a acariciar con suavidad. A doña Nuria aquella acción le parecía fuera de lugar pero no dijo nada. Además la caricia le calmaba… sin contar con los inequívocos mensajes que desde la entrepierna le llegaban. No podía sentir aquello estando en la Iglesia y menos aún siendo el propio cura el que se los provocaba pero ¿qué le iba a hacer?, es como si su coño tuviera vida propia.
— Sigue, cuénteme más.
— ¿Más? — preguntó perpleja. Pensaba que la confesión estaba hecha.
— Hija mía para entender tu debilidad debo saber exactamente lo que ocurrió — contestó mientras apretaba su mano de forma significativa. Aquello empezaba a ser algo más que una caricia tranquilizadora.
Obediente comenzó a hablar y le contó el halago que para ella supuso que dos jovencitos se sintieran atraídos por ella. Pensaba que ya no atraía a nadie ni tan siquiera a su marido y, mira tú por donde, dos jovenzuelos le había abierto los ojos.
— Su marido debe ser ciego —dijo con voz ronca don Genaro— me lo tendrá que mandar a confesión también a él. Es pecado no cumplir con sus obligaciones y más con una mujer como usted.
Aquello no iba bien, pensó doña Nuria, con una frase parecida había comenzado todo el lío con su hijo y Godofredo. Solo de pensarlo un nuevo chisporroteo de placer le llegó desde el coño. Iba a resultar que no solo gustaba a jovencitos sino también a curas cincuentones.
Siguió intranquila su narración. Cuando llegó al pase de modelos en su habitación don Genaro le interrumpió.
— ¿Dónde exactamente le tocaron?
Le habían tocado por todas partes pero ella solo se señaló una teta para simplificar. Don Genaro lanzó raudo una mano a la teta señalada y se la empezó a acariciar. Parecía querer comprobar la fuente del pecado pero a doña Nuria aquella caricia desbordó su calma controlada y de su coño empezaron a brotar jugos que debían estar empapando la braga. Don Genaro sintió el pezón endurecido que le confirmó que se encontraba ante una mujer ardiente. Con parsimonia fue acercando la caricia hasta el borde del escote y su mano se introdujo lentamente dentro de su vestido.
— A veces ocurre que las mujeres no os dais cuenta de lo que vuestros encantos puede provocar en los hombres y más si estos son jóvenes y ardientes —dijo el cura con voz grave.
Don Genaro seguía empeñado en pellizcar su pezón por encima del ligero sostén y a doña Nuria le pareció que también la otra teta tenía sus necesidades. Confesó que no solo esa teta había sido objeto de las caricias de los jóvenes. Don Genaro captó la insinuación y, sin sacar la mano del vestido, raudo la desplazó para acariciar su otra teta pero esta vez sus dedos se introdujeron dentro del sostén. Sus dedos aprisionaron con maestría el pezón enhiesto y los manejó de una forma divina que estaban llevando a doña Nuria a la puerta de la gloria.
— Tiene razón, padre — dijo con voz entrecortada—, son jóvenes y cualquier cosa les excita.
— No estoy muy de acuerdo en eso, hija mía — dijo el cura mientras atrapaba una mano de doña Nuria y la depositaba sobre la parte frontal de la sotana allí donde se mostraba un bulto sospechoso —, yo no soy tan joven y también usted me está provocando que la Naturaleza reclame sus derechos.
Doña Nuria sopesó sobre la basta tela de la sotana algo que parecía una barra de hierro que levantaba con fuerza la sotana. Le estaba gustando aquella confesión. ¡Pensar que ella había temido la reacción del cura! Sin pudor se dedicó a acariciar la polla del cura que se había repatingado sobre el banco pero sin dejar en ningún momento de dedicar toda su atención a los pezones de la buena feligresa. Doña Nuria, sabedora que don Genaro no iba a protestar, metió su mano pecadora dentro de la sotana y su mano reptó por sus piernas peludas hasta su polla. ¡El santo cabrón iba sin calzoncillos! No se paró a pensar en los motivos y su mano apresó aquella gloriosa polla y le empezó a masturbar de arriba abajo. Asustada pensó en su descomunal tamaño. No tanto por su longitud sino, sobretodo, por su enorme grosor. Si aquello le entraba en el coño la iba a destrozar. Pero aquello, pensó, no iba a ocurrir. Se trataba tan solo de una acción para mostrarle gráficamente al cura cómo había pecado. Sin embargo su confianza empezó a debilitarse cuando se percibió que el cura estaba trajinando en la cremallera del vestido. Luego despacio le bajó los tirantes hasta dejarla el sujetador al aire. Él no pudo menos que admirar aquella ropa interior tan excitante y le siguió amasando las tetas ahora con las dos manos mientras ella seguía, erre que erre dándole gusto a la polla. Cuando el cura sintió que estaba a punto de correrse le suplicó que le atrapara la polla con la boca. Le explicó que las manchas de semen sobre la sotana negra eran muy difíciles de quitar y doña Nuria, ama de casa comprensiva, se inclinó sobre aquel pedazo de carne palpitante y con no poco esfuerzo, terminó en su boca la paja que le había empezado con la mano. Le desbordó la leche en su interior pese a los intentos de ella de tragar a toda rapidez para que nada escapara de su boca. Pese a sus esfuerzos, hilillos de semen le desbordaban por las comisuras de la boca y ella con la ayuda de un par de dedos los volvía a meter en la boca para no manchar la sotana.
Le tranquilizó pensar que algo tan terrible como lo que estaba haciendo no debía ser pecado cuando el propio cura consentía al ser realizado en confesión como demostración de lo acontecido. Supo que a partir de entonces pecar y confesarse iba a ser un agradable pasatiempo.
Él termino de correrse entre suspiros pero sin que en ningún momento su grueso mandoble perdiera un ápice de rigidez. Más relajado tras haber descargado en la boca de su feligresa, le escabulló las manos de sus tetas y las introdujo bajo sus faldas reptando hasta llegar a su húmeda braga. Fue entonces cuando doña Nuria pensó que, aquello que tanto gusto le daba, en confesión o no, tenía que ser pecado. Pero era don Genaro quién debía decirlo y el cura no parecía dispuesto a recriminaciones. Ella, arrodillada frente a él, aguantaba estoicamente la prueba.
El cura está satisfecho pero no hastiado. Le excitaba sobremanera sentir la humedad en las bragas de la mujer y con delicadeza le susurró al oído que se bajara las bragas. Doña Nuria, preocupada porque alguna de las viejas pudieran ver lo que allí ocurría miró hacia atrás pero apenas vislumbró las sombras de las mujeres. Más tranquila se levantó la falda con presteza y se bajó las bragas a medio muslo. Podía parecer sorprendente pero con las bragas a medio muslo y las tetas al aire, entre las rodillas de su confesor se sintió desbordada por la excitación y nada dijo cuando sintió la mano del cura colándose en su entrepierna. Separó ligeramente los muslos para permitir que un par de gruesos dedos del eclesiástico se metieran en su coño que para esos momentos rezumaba jugos de placer muslo abajo.
— Bien, señora mía —dijo él con voz grave—, evidentemente estas no son condiciones de practicar confesión así que deberemos dejar la penitencia para mañana.
Pensó doña Nuria que por fin se había dado cuenta el animal aquel que no podía despelotarla en medio de la iglesia, aunque, si por ella fuera, hubiera seguido hasta el final porque ahora necesitaba más que nunca un buen nabo que le apagara los ardores que le llegaban desde el coño.
— Lo mejor es que se me venga usted mañana a las ocho y terminemos este tema. La iglesia no la abro hasta las nueve así que nadie nos molestará.
Ella, presurosa, dando por terminada la confesión se subió las bragas, se arregló la falda y el vestido tapando las tetas y se levantó dispuesta a escapar. Antes de poder huir del lugar y cuando ya había dado la espalda al cura, este le detuvo y una de sus manos se metió bajo su falda y empezó a acariciar sus muslos y su culo.
— Pero recuerde, señora mía, que debe meditar mucho sobre lo que ha hecho.
Corrió como alma que lleva el diablo a casa y una vez dentro se apoyó sobre la puerta. Estaba caliente y cachonda. Necesitaba que llegara su hijo cuanto antes. Realmente el cura no le había recriminado nada sobre lo acontecido con él, así que ¿porque no seguir?
El niño debía estar al caer para comer y rápidamente se dirigió a su alcoba dispuesta a recibirle como dios manda. Con cuidado eligió la blusa más provocadora y la falda más pequeña que tenía. De la ropa interior eligió la primera que pilló porque todas sus bragas y sostenes eran suficientemente provocadoras. Cuando sintió que la puerta de la casa se abría se dispuso a salir al encuentro de su hijo no sin antes echar una mirada al espejo. Decidió que debía abrir un par de botones más de la blusa con lo que su trasparente sostén era visible y sus pezones enhiestos se podían ver al menor movimiento que hiciera.
Camino del salón oyó la voz de su hijo y su amigo Godofredo. Mejor para ella, pensó, le vendrían bien dos pollas para matar el gusanillo. Su sorpresa fue que en el salón no estaban ellos solos sino que también estaba un joven que no había visto nunca. Intentó ocultar su embarazo abrochándose rápidamente los botones de la blusa ante la atónita mirada de los tres jóvenes.
— No, mamá, no te preocupes. Si Carmelo ya sabe lo nuestro.
— ¡¡¡¡Sabe lo nuestro!!!! —no pudo evitar chillar... ¿pero no habían quedado en que lo ocurrido iba a ser un secreto entre ellos tres?
Asustada miró al tal Carmelo y, pese a su embarazo, pudo apreciar que se trataba de un joven agraciado y dispuesto. De tímido no tenía nada porque, cuando se quiso dar cuenta, le tenía junto a ella desabrochando los botones que se acababa de abotonar y le abrió totalmente la blusa. Aterrada vio como su hijo y Godofredo asistían sonrientes a la escena. Bueno, sonrientes y algo más porque Godofredo no tardó mucho en sacarse la polla y empezar a masturbarse.
Ella no sabía muy bien qué debía hacer pero tampoco hacía falta porque Carmelo le había levantado el sostén y le frotaba las tetas con fuerza haciendo hincapié en pellizcarle los pezones que estaban duros como dados.
También su hijo, a la vista de la escena, se había sacado el manubrio y estaba dale que te pego dispuesto a sacarle una melodía.
— ¡Joder, doña Nuria! —le susurró Carmelo a la oreja— está usted buena hasta decir basta. ¿Por qué no, zorrita, te vas bajando tu misma la falda para que veamos ese chocho del que estos dos hablan maravillas?
Como una posesa, doña Nuria obedeció lo que le pedía y con parsimonia se abrió la falda y dejó que resbalara por sus muslos. Sin esperar orden alguna ella misma de bajó las bragas hasta donde pudo porque no quería que aquel cabrón le dejara de amasar las tetas. Sin embargo, en cuanto el golfo aquel le vio el chumino, una de sus manos abandonó sus pezones y se introdujo entre sus muslos y, antes de darse cuenta, tenía un par de dedos chapoteando en su coño.