Humillado y vejado por tres vagos (1)

A continuación, Mauro me lanzó un terrible salivazo bien cargado de mucosidad, tan grande que me empapó la cara completamente(...)- Nosotros vamos a hacer lo que queramos con tu culo, ¿me entendiste, rubio marica? – me aseguró Miguel, el jefe de la pandilla, mientras pellizcaba violentamente mis nalgas.

Humillado y vejado por tres vagos (I).

Eran como las once de la noche. El Parque Centenario se veía estupendo para hacer gimnasia en medio de aquel verdor veraniego. Un pequeño short blanco elastizado, una remerita y unas cómodas zapatillas integraban mi deportiva vestimenta. Me instalé en el lugar de siempre, bien internado en aquel enorme espacio verde emplazado justo en el centro de Buenos Aires. A unos quince metros, debajo de uno de los fuertes y frondosos árboles, había tres chicos de aspecto desalineado, casi marginal, fumando no sé qué. Comencé a hacer mis ejercicios de elongación, de espaldas a ellos. Enseguida, empecé a ser objeto de todo tipo de insultos y groserías por parte de esos tres muchachos. "¡Puto!", "¡Cómo te agachás para mostrar el culo, marica!", me gritaban. Yo me sentía avergonzado ante semejantes imprecaciones, así que no volteé siquiera para mirarlos. Me sentía incomodo. Sin embargo, no quería irme de allí sin antes terminar al menos con las elongaciones pertinentes. Ya estaba finalizando, cuando sentí algo que impactó de una manera tan contundente en mi glúteo derecho, que me hizo sobresaltar y gritar con ganas. "¡Ayyy!", exclamé, mientras me frotaba con la mano el dolorido cachete. Los tres chicos reían a más no poder. Esta vez sí volteé, casi instintivamente, para mirarlos. Uno de ellos tenía en sus manos una honda con la cual había efectuado el lanzamiento del objeto que golpeó mi trasero, y me la mostraba descarada y provocativamente. Volví a lo mío, rojo de la vergüenza, y me apresuré a terminar. Inmediatamente, otro proyectil castigó mis carnes en el mismo lugar que el anterior."¡Ayyy!", volví a gritar... pero un sentimiento masoquista ya había comenzado a despertarse dentro de mí.

Pronto, me di cuenta de lo mucho que disfrutaba de aquellos insultos y acometidas tan humillantes. Tanto es así que, no sin algo de miedo, decidí prolongar un poco más mi estadía en ese lugar. Permanecí de espaldas a los maleducados y perversos muchachos, esperando recibir otra de esas dolorosas ofensas en mis nalgas. Mi pene estaba duro, bien erecto. Acto seguido, me arrojaron un trozo de pan. Uno de ellos me gritó, pidiéndome que recogiera lo que me había arrojado y se lo llevara. Obedecí, y al hacerlo comprendí que yo mismo me estaba humillando al seguirles el juego. Y eso me excitaba ferozmente.

Mi corazón se agitaba a medida que me acercaba a mis hostigadores. Estaba tan nervioso que sonreía sin querer, lo cual, naturalmente, fue interpretado por aquellos vagos como un gesto de complicidad, o acaso de sumisión.

Por fin los tenía cerca para verlos bien. Los tres eran de piel oscura, de acento provinciano – del norte, más precisamente – y olían a porro, que era lo que estaban fumando. Dos de ellos no tenían más de veinte años; el otro, unos quince o dieciséis, y lucía unos piercings en las cejas.

"Muy bien, así me gusta", me dijo Pablo, el de la honda, mientras le entregaba en la mano el pedazo de pan. Sus ojos rasgados y su perfecta sonrisa me cautivaron.

-Te gustaron las piedritas que te tiramos, ¿no? - me preguntó, enseñando su sonrisa tan maliciosa como encantadora.

¡No!- mentí rotundamente. ¡Me dolió mucho!- agregué, frotándome el glúteo derecho.

¿Vos sos puto, no? – me preguntó Mauro, el más jovencito de los tres, y el más cerdo. ¿Te gusta la verga?.

Bajé la mirada.

Y...cada uno hace con su culo lo que quiere – respondí, ruborizado.

A continuación, Mauro me lanzó un terrible salivazo bien cargado de mucosidad, tan grande que me empapó la cara completamente. Me quedé atónito ante semejante barbaridad, mientras tragaba, sin querer, parte del asqueroso escupitajo. Todos reían. ¡Ohhh, qué asco!, exclamé, mientras trataba de quitar el esputo de mis ojos. La vergüenza que sentía era abrumadora.

Nosotros vamos a hacer lo que queramos con tu culo, ¿me entendiste, rubio marica? – me aseguró Miguel, el jefe de la pandilla, mientras pellizcaba violentamente mis nalgas.

Los otros dos adhirieron al manoseo.

"¡No, por favor!.¡Oh, no!", suplicaba yo, humillado, mientras me tocaban el culo de la forma más afrentosa y denigrante.

Había llegado lejos. Ahora, sólo me quedaba gozar de aquel escarnio.

¿Cómo te llamás, putito? – me preguntó Miguel.

Manuel – contesté, sin levantar la vista del suelo.

Nosotros te vamos a llamar Manuela, ¿te gusta?.

Sí.

¡Sí Miguel! – me corrigió oportunamente dándome una merecida bofetada.

Aquello se estaba poniendo muy sabroso.

  • Sí, Miguel.